"Agua para elefantes" - читать интересную книгу автора (Gruen Sara)TRECEParpadeo varias veces, intentando recuperar la conciencia… A la enfermera flacucha y con cara de caballo se le ha caído una bandeja de comida al fondo del pasillo y me ha despertado. No era consciente de que me había quedado dormido, pero así son las cosas ahora. Parece que entro y salgo del tiempo y el espacio sin darme cuenta. O empiezo a estar senil o es que ésta es la forma que ha elegido mi cabeza de asumir la absoluta falta de interés del presente. La enfermera se agacha y recoge la comida desparramada. No me gusta… Es la que siempre está intentando impedirme que ande. Creo que soy demasiado inestable para sus nervios, porque incluso la doctora Rashid admite que andar es bueno para mí, siempre que no me exceda o me pierda por ahí. Estoy aparcado en el pasillo, justo delante de la puerta de mi cuarto, pero todavía faltan varias horas para que llegue mi familia y creo que me apetece mirar por la ventana. Podría limitarme a llamar a la enfermera, pero ¿qué gracia tendría eso? Deslizo el culo hasta el borde de la silla de ruedas y me inclino para coger el andador. Una, dos, tres… Su cara pálida se materializa delante de la mía. – ¿Puedo ayudarle, señor Jankowski? Je. Casi ha sido demasiado fácil. – Vaya, quería asomarme por la ventana un ratito -digo fingiendo sorpresa. – ¿Por qué no se queda cómodamente sentado y me deja que le lleve? -dice plantando con firmeza ambas manos en los brazos de la silla. – Bueno, está bien. Sí, es muy amable por su parte -digo. Me acomodo en la silla, me apoyo en los reposapiés y cruzo los brazos sobre el regazo. La enfermera parece desconcertada. Dios mío, tiene una dentadura impresionante. Se estira y espera, imagino que para ver si voy a salir corriendo. Sonrío plácidamente y desvío la mirada hacia la ventana del fondo del pasillo. Al final, se pone detrás de mí y agarra las asas de la silla de ruedas. – Bueno, señor Jankowski, tengo que decir que estoy algo sorprendida. Normalmente usted suele ser… esto… bastante insistente en que le deje andar. – Ah, podría haberlo hecho. Sólo le dejo que me empuje porque no hay sillas junto a la ventana. ¿Y por qué será eso? – Porque no hay nada que ver, señor Jankowski. – Hay un circo. – Puede que este fin de semana. Pero normalmente no hay más que un aparcamiento. – ¿Y si me apetece mirar al aparcamiento? – Pues hágalo, señor Jankowski -dice ella llevándome hasta la ventana. Frunzo el ceño. Tendría que discutir conmigo. ¿Por qué no discute conmigo? Ah, ya sé por qué. Piensa que no soy más que un pobre viejo chocho. No alteres a los residentes, no, no…, sobre todo a ese tal Jankowski. Te tirará la gelatina agujereada a la cabeza y luego dirá que ha sido sin querer. La enfermera se aleja. – ¡Eh! -la llamo-. ¡No tengo el andador! – Llámeme cuando quiera irse -dice-. Yo vendré a por usted. – ¡No, quiero mi andador! Siempre tengo el andador. Tráigame el andador. – Señor Jankowski…-dice la chica. Cruza los brazos y suspira profundamente. Rosemary sale de una sala lateral como un ángel del cielo. – ¿Hay algún problema? -dice paseando la mirada de mí a la chica de cara de caballo y a mí de nuevo. – Quiero mi andador y no me lo quiere traer -digo. – No he dicho que no. Lo que he dicho es que… Rosemary levanta una mano. – Al señor Jankowski le gusta tener su andador al lado. Siempre lo tiene. Si se lo ha pedido, por favor, tráigaselo. – Pero… – Nada de peros. Traiga su andador. La ofensa asoma a la cara de caballo de la chica y es reemplazada casi de inmediato por una hostil resignación. Me lanza una mirada asesina y se va a buscar mi andador. Lo trae sosteniéndolo ostentosamente y recorriendo el pasillo a grandes zancadas. Cuando llega delante de mí, lo deja de golpe. Esto habría sido más impresionante si no tuviera topes de goma en las patas, lo que hace que aterrice más con un chirrido que con un ruido seco. Sonrío. No lo puedo evitar. Ella se queda allí, con los brazos en jarras, mirándome fijamente. Esperando, sin lugar a dudas, a que le dé las gracias. Giro la cabeza despacio, con la barbilla levantada como un faraón egipcio, posando la vista sobre la gran carpa de rayas magentas y blancas. Encuentro las rayas excesivas: en mis tiempos, sólo eran de rayas los puestos de golosinas. La gran carpa era blanca, por lo menos al principio. Al final de la temporada podía estar manchada de barro y hierba, pero nunca era de rayas. Y ésa no es la única diferencia entre este circo y los circos de mi pasado. Éste ni siquiera tiene un paseo central, sólo una carpa con la taquilla junto a la puerta y un puesto de golosinas y recuerdos a su lado. Parece que siguen vendiendo el mismo tipo de género: palomitas de maíz, caramelos y globos; pero ahora los niños también llevan espadas luminosas y otros juguetes centelleantes que no distingo en la distancia. Apuesto a que a los padres les han costado un ojo de la cara. Algunas cosas no cambian nunca. Los palurdos siguen siendo palurdos, y todavía se diferencian los artistas de los peones. – ¿Señor Jankowski? Rosemary se inclina sobre mí, buscando mis ojos con los suyos. – ¿Eh? – ¿Está listo para el almuerzo, señor Jankowski? -pregunta. – No puede ser la hora de comer. Acabo de venir aquí. Ella mira su reloj, un reloj de verdad, con manecillas. Aquellos digitales pasaron enseguida de moda, gracias a Dios. ¿Cuándo aprenderá la gente que poder hacer algo no significa que tengas que hacerlo? – Son las doce menos tres minutos -dice. – Ah. De acuerdo. ¿Qué día es hoy? – Es domingo, señor Jankowski. El día del Señor. El día que viene su familia. – Eso ya lo sé. Quería saber qué hay de comida. – Nada que le guste, de eso estoy segura. Levanto la cabeza, a punto de enfadarme. – Oh, venga, señor Jankowski -dice riendo-. Sólo era una broma. – Ya lo sé -digo-. ¿Qué crees, que no tengo sentido del humor? Pero estoy enfadado, tal vez porque no lo tengo. Ya no lo sé. Estoy tan acostumbrado a que me riñan, me manden, me traigan y me lleven, que ya no estoy seguro de cómo debo reaccionar cuando alguien me trata como a una persona de carne y hueso. Rosemary intenta conducirme a mi mesa habitual, pero no estoy dispuesto a aceptarlo. No mientras esté en ella el pedorro de McGuinty. Otra vez lleva puesto el sombrero de payaso -debe de haberles pedido a las enfermeras que se lo pongan desde primera hora de la mañana, o puede que haya dormido con él puesto-, y todavía tiene unos globos de gas atados al respaldo de la silla. La verdad es que ya han perdido mucha fuerza. Empiezan a arrugarse y flotan en el extremo de los cordones destensados. Cuando Rosemary gira la silla en dirección a él, ladro: – Ah, no, de eso nada. ¡Allí! ¡Quiero ir allí! -señalo una mesa vacía en el rincón. Es la que está más lejos de mi mesa habitual. Espero que desde allí no se oiga nada. – Ah, venga ya, señor Jankowski -dice Rosemary. Detiene mi silla y se pone enfrente de mí-. No puede seguir así para siempre. – No veo por qué no. En mi caso, para siempre puede ser la semana que viene. Se pone las manos en las caderas. – ¿Recuerda siquiera por qué está tan enfadado? – Sí, lo recuerdo. Porque cuenta mentiras. – ¿Se refiere otra vez a los elefantes? A modo de respuesta, aprieto los labios. – Él no opina lo mismo, ¿sabe? – Eso es una tontería. Cuando se miente, se miente. – Es un anciano -dice ella. – Tiene diez años menos que yo -digo, enderezándome indignado. – Oh, señor Jankowski -dice Rosemary. Suspira y levanta los ojos al cielo, como pidiendo ayuda. Luego se acuclilla delante de mi silla y pone su mano encima de la mía-. Creía que usted y yo nos entendíamos. Arrugo el ceño. Esto no forma parte del repertorio habitual enfermera/Jacob. – Puede que se equivoque en los detalles, pero no miente -dice-. Él cree de verdad que daba agua a los elefantes. No contesto. – A veces, cuando uno se hace mayor, y no me refiero a usted, sino en general, porque cada uno envejece de manera diferente, las cosas que piensa y que desea empiezan a parecer reales. Y luego uno se las cree y, sin darse cuenta, cree que son parte de su historia, y si alguien le lleva la contraria y le dice que no son verdad, le parece una gran ofensa. Porque uno no recuerda la primera parte. Lo único que sabe es que le han llamado mentiroso. Por eso, aunque usted tenga razón en los detalles técnicos, ¿no entiende por qué el señor McGuinty puede sentirse molesto? Mantengo la mirada en mi regazo, furioso. – ¿Señor Jankowski? -continúa con suavidad-. Déjeme que le lleve a su mesa con sus amigos. Vamos. Como un favor personal que me hace a mí. Vaya, esto es genial. La primera vez que una mujer me pide un favor desde hace años y la idea me revuelve el estómago. – ¿Señor Jankowski? Levanto la vista y la miro. Su tersa cara está a dos palmos de la mía. Me mira a los ojos, esperando una respuesta. – Ah, está bien. Pero no esperes que hable con nadie -digo agitando una mano contrariado. Y no hablo. Me siento en silencio mientras el viejo mentiroso de McGuinty habla de las maravillas del circo y de sus experiencias de niño y observo cómo las ancianas de pelo azulado le escuchan entregadas, con los ojos nublados por la admiración. Me saca de quicio por completo. Cuando abro la boca para decir algo, veo a Rosemary. Se encuentra en el extremo opuesto del comedor, inclinada sobre una señora a la que le está poniendo la servilleta en el cuello. Pero no me quita los ojos de encima. Vuelvo a cerrar la boca. Sólo espero que reconozca el esfuerzo que estoy haciendo. Y así es. Cuando viene a recogerme, después de que el pudin de color de bronceador con guarnición de aceite alimentario haya hecho su aparición y su mutis, y tras un rato de descanso, se me acerca y susurra: – Sabía que podía hacerlo, señor Jankowski. Lo sabía. – Sí. Bueno. No ha sido fácil. – Pero es mejor que estar en una mesa solo, ¿a que sí? – Puede. Ella vuelve a levantar los ojos al cielo. – De acuerdo. Sí -digo en plan cascarrabias-. Supongo que es mejor que estar solo. |
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