"Agua para elefantes" - читать интересную книгу автора (Gruen Sara)DOCE
Tan pronto como puedo hacerlo sin llamar la atención, me voy a la carpa de las fieras. Le cambio la cataplasma a la jirafa, le pongo un pediluvio frío a un camello con síntomas de infección en una pezuña y sobrevivo a mi primera experiencia con uno de los felinos: curo a Rex una garra infectada mientras Olive le acaricia la cabeza. Luego paso a recoger a Bobo antes de visitar a los demás. Los únicos animales a los que no les pongo ni el ojo ni la mano encima son los caballos de tiro, y sólo porque están siempre trabajando y sé que alguien me avisaría al menor síntoma de enfermedad. Al final de la mañana ya soy uno más de la carpa de las fieras: limpio jaulas, troceo comida y saco estiércol como los demás. Tengo la camisa empapada y la garganta seca. Cuando la bandera ondea por fin, Diamond Joe, Otis y Clive nos alcanza y se une al grupo. – No os acerquéis mucho a August si podéis evitarlo -dice-. Está hecho una fiera. – ¿Por qué? ¿Qué pasa ahora? -dice Joe. – Está furioso porque Tío Al quiere que la elefanta salga en el desfile de hoy, y se está peleando con todo el que se atreve a llevarle la contraria. Como aquel pobre tipo de allí -dice señalando a tres hombres que cruzan la pradera. Bill y Grady se llevan a Camel por la explanada en dirección al Escuadrón Volador. Va arrastrado por ellos, con las piernas colgando. Me vuelvo hacia Clive como un resorte. – August no le habrá pegado, ¿verdad? – No -dice Clive-. Pero le ha echado una buena bronca. Aún no es mediodía y ya está como una cuba. Pero el fulano que miró a Marlena… Uf, no volverá a cometer el mismo error -Clive sacude la cabeza. – Esa maldita elefanta no va a salir en ningún desfile -dice Otis-. No consigue que ande en línea recta desde su vagón a la carpa. – Yo lo sé, y tú lo sabes, pero al parecer Tío Al no -dice Clive. – ¿Por qué está tan empeñado en sacarla en el desfile? -pregunto. – Porque lleva toda su vida esperando poder decir «¡Detengan sus caballos! ¡Aquí llegan los elefantes!» -dice Clive. – Al infierno con eso -dice Joe-. Hoy en día ya no quedan caballos que detener, y además no tenemos elefantes. Sólo tenemos una elefanta. – ¿Y por qué tiene tantas ganas de decir eso? -pregunto. Se vuelven a mirarme al mismo tiempo. – Buena pregunta -dice Otis por fin, aunque es evidente que piensa que tengo problemas mentales-. Porque eso es lo que dice Ringling. Claro que él sí que tiene elefantes. Observo desde lejos cómo August se esfuerza por alinear a Rosie entre los carros del desfile. Los caballos saltan de lado, bailando nerviosamente con sus arreos. Los cocheros sujetan las riendas con fuerza y vocean órdenes. El resultado es una especie de pánico contagioso, y al poco rato los encargados de conducir a las cebras y las llamas tienen que luchar para mantener el control. Al cabo de algunos minutos así, Tío Al se acerca. Gesticula enloquecido señalando a Rosie y refunfuña sin parar. Cuando por fin cierra la boca, August abre la suya y también él gesticula y señala a Rosie, agitando la pica y dándole golpes en el costado para obtener mejores resultados. Tío Al se vuelve hacia su séquito. Dos de ellos dan la vuelta y echan a correr por la explanada. No pasa mucho tiempo antes de que el carro del hipopótamo se sitúe junto a Rosie, tirado por seis perche-rones poco fiables. August abre la puerta y azuza a Rosie hasta que entra. Poco después empieza a sonar la música y el desfile arranca. Una hora después regresan seguidos de una considerable multitud. Los vecinos de la ciudad se van reuniendo en los límites de la explanada, aumentando en número a medida que corre la voz. Rosie es conducida a la parte de atrás de la gran carpa, que ya está conectada a la de las fieras. August la lleva hasta su sitio. La carpa de las fieras sólo se abre al público cuando Rosie ya está detrás de su cordón y con una pata encadenada a una estaca. Contemplo asombrado cómo niños y mayores corren a verla. Es con diferencia el animal más popular. Bate las orejas adelante y atrás al tiempo que acepta caramelos, palomitas de maíz y hasta chicle de los encantados espectadores. Un hombre tiene el valor de acercarse a ella y vaciar una caja de garrapiñadas en su boca. Rosie le recompensa quitándole el sombrero y poniéndoselo ella, posando luego con la trompa curvada en el aire. El público brama y ella le devuelve con calma el sombrero al dueño, que está entusiasmado. August está junto a ella con la pica en la mano, sonriendo como un padre orgulloso. Aquí pasa algo raro. Ese animal no tiene nada de estúpido. Cuando el último de los espectadores entra en la gran carpa y los artistas forman para la Gran Parada, Tío Al se lleva a August a un lado. Desde enfrente de la carpa de las fieras, veo cómo la boca de August se abre asombrada, luego ofendida y después en una estruendosa protesta. Su rostro se oscurece, y agita la chistera y la pica. Tío Al le observa totalmente impasible. Al final levanta una mano, sacude la cabeza y se aleja. August se le queda mirando, pasmado. – ¿Qué puñetas crees que ha pasado ahí? -le digo a Pete. – Sólo Dios lo sabe -dice él-. Pero tengo la sensación de que nos vamos a enterar. Resulta que Tío Al está tan encantado con la popularidad que ha obtenido Rosie en la carpa que no sólo insiste en que participe en la Gran Parada, sino que también quiere que haga un número en la pista central nada más empezar el espectáculo. Para cuando me entero de esto, la noticia de dichos acontecimientos es fuente de furiosas discusiones detrás del escenario. Yo sólo pienso en Marlena. Salgo corriendo hacia la parte de atrás de la carpa, donde artistas y animales están ya en formación para la Parada. Rosie encabeza el desfile. Marlena cabalga sobre su cabeza, vestida de lentejuelas rosas y agarrada al deslucido arnés de cuero que lleva Rosie al cuello. August camina a su izquierda, con gesto adusto, los dedos apretando y soltando alternativamente la pica. La banda se queda en silencio. Los artistas dan los toques finales a sus vestidos y los encargados de los animales les echan un último vistazo. Y entonces empieza a sonar la música de la Gran Parada. August se acerca a Rosie y le grita algo al oído. La elefanta duda, ante lo que August le golpea con la pica. Esto hace que cruce la cortina de la gran carpa. Marlena se pega contra la cabeza del animal para evitar que el madero que atraviesa la parte superior de la entrada la tire al suelo. Yo contengo la respiración y corro hacia ellos pegado al lateral. Rosie se detiene unos seis metros después en la pista de los caballos y Marlena experimenta un cambio asombroso. En un momento está agachada, protegida contra la cabeza de Rosie. Y al instante siguiente estira todo el cuerpo, sonríe abiertamente y levanta un brazo en el aire. Tiene la espalda arqueada y las puntas de los pies estiradas. La muchedumbre se vuelve loca: de pie en las gradas, aplaude, silba y tira cacahuetes a la pista. August les alcanza. Levanta la pica, pero se queda paralizado. Vuelve la cabeza y contempla al público. Tiene el pelo caído sobre la frente. Sonríe mientras baja la pica y se quita la chistera. Hace tres reverencias profundas, dirigidas a los diferentes sectores del público. Cuando se vuelve hacia Rosie, su rostro se endurece. A base de meterle la pica debajo de las patas delanteras y traseras, consigue que Rosie haga una especie de recorrido por el exterior de las pistas. Van a trancas y barrancas, haciendo tantos altos que el resto de la Parada se ve obligada a pasarles por los lados, separándose como el agua alrededor de una roca. Al público le encanta. Cada vez que Rosie se aleja de August con un trotecillo y se para, ríe a carcajadas. Y cada vez que August se le acerca, con la cara enrojecida y agitando la pica, el regocijo es incontenible. Al final, a los tres cuartos del recorrido, Rosie riza la trompa en el aire y sale a la carrera, soltando una serie de estruendosos pedos por el camino en dirección a la salida trasera de la carpa. Yo me encuentro pegado a las gradas de la puerta. Marlena se aferra a las correas de la cabeza con ambas manos, y cuando les veo acercarse contengo la respiración. Si no hace algo, acabará en el suelo. A un metro escaso de la entrada, Marlena suelta el arnés y se inclina a la izquierda. Rosie desaparece de la carpa y Marlena queda colgada de la viga de la puerta. El público permanece en silencio, no del todo seguro de que aquello siga siendo parte del número. Marlena cuelga inerte a menos de cuatro metros de donde estoy yo. Tiene la respiración agitada, los ojos cerrados y la cabeza gacha. Estoy a punto de acercarme a ella para ayudarla a bajar cuando abre los ojos, suelta la mano izquierda del poste y, con un movimiento exquisito, se gira sobre sí misma de manera que queda mirando al público. La cara se le ilumina y estira las puntas de los pies. El director de la banda de música, que observa desde su puesto, pide frenético un redoble de tambor. Marlena empieza a balancearse. El redoble sube de volumen a medida que va ganando fuerza. Poco después, Marlena se columpia en paralelo al suelo. Empiezo a preguntarme cuánto tiempo va a seguir con eso y qué demonios piensa hacer, cuando, de repente, se suelta del poste. Vuela por el aire, formando una pelota con su cuerpo, y da dos vueltas adelante. Se despliega para describir una vuelta lateral y aterriza limpiamente, levantando una nube de serrín. Se mira a los pies, se endereza y levanta los dos brazos. La banda ataca una música triunfal y el público se vuelve loco. Unos instantes después, las monedas llueven sobre la pista. En cuanto se da la vuelta, noto que se ha hecho daño. Sale de la carpa cojeando y corro a su lado. – Marlena… -digo. Ella se gira y se desploma sobre mí. La agarro de la cintura y la mantengo en pie. August llega corriendo. – Cariño… ¡Cariño mío! Has estado maravillosa. ¡Maravillosa! Nunca he visto nada tan… Se detiene de golpe al ver mis brazos alrededor de su cuerpo. Entonces ella levanta la cabeza y gime. August y yo nos miramos a los ojos. Luego entrelazamos los brazos, por detrás y debajo de ella, formando una silla. Marlena se queja, apoyándose en el hombro de August. Coloca los pies calzados con las zapatillas debajo de nuestros brazos, tensando los músculos doloridos. August pega la boca al pelo de ella. – Ya está, cariño. Ya estoy contigo. Shhh… No pasa nada. Ya estoy contigo. – ¿Adonde la llevamos? ¿A su camerino? -pregunto. – No hay donde tumbarla. – ¿Al tren? – Demasiado lejos. Vamos a la tienda de la chica del placer. – ¿A la de Barbara? August me lanza una mirada por encima de la cabeza de Marlena. Entramos en la tienda de Barbara sin previo aviso. Ella está sentada en una silla delante del tocador, vestida con un negligé azul oscuro y fumando un cigarrillo. Su expresión de aburrida desgana cambia de inmediato. – Ay, Dios mío. ¿Qué ha pasado? -dice apagando el cigarrillo y poniéndose en pie de un salto-. Aquí. Ponedla en la cama. Aquí, aquí mismo -dice dándonos atropelladas instrucciones. Cuando la dejamos en la cama, Marlena rueda sobre sí y se agarra los pies. Tiene la cara desencajada y los dientes apretados. – Mis pies… – Calla, tesoro -le dice Barbara-. No te preocupes. No te preocupes por nada -se inclina sobre ella y le desata las cintas de las zapatillas. – Ay, Dios, ay, Dios, cómo me duelen… – Tráeme las tijeras del cajón de arriba -dice Barbara volviéndose a mí. Cuando regreso a su lado, Barbara corta las puntas de las medias de Marlena y las enrolla piernas arriba. Luego coloca los pies desnudos de Marlena sobre su propio regazo. – Vete a la cantina y trae un poco de hielo -dice. Al cabo de un segundo, tanto August como ella se vuelven hacia mí. – Voy volando -digo. Corro en dirección a la cantina cuando oigo la voz de Tío Al, que grita detrás de mí. – ¡Jacob! ¡Espera! Me detengo para que me dé alcance. – ¿Dónde están? ¿Adónde han ido? -pregunta. – Están en la tienda de Barbara -digo sin aliento. – ¿Eh? – La chica del placer. – ¿Por qué? – Marlena se ha hecho daño. Tengo que llevarles hielo. Se gira y le ladra a uno de sus acólitos: – ¡Tú, vete a por el hielo! Llévalo a la tienda de la chica del placer. ¡Venga! -se vuelve hacia mí-: Y tú, vete a buscar a nuestro paquidermo antes de que nos echen de la ciudad. – ¿Dónde está? – Según parece, comiéndose las berzas del huerto de no sé quién. A la señora de la casa no le hace ninguna gracia. Al oeste de la explanada. Sácala de allí antes de que venga la policía. Rosie está plantada en medio del huerto, recorriendo las hileras de verduras con la trompa tan tranquila. Cuando me acerco, me mira directamente a los ojos y arranca una lombarda. Se la echa en la boca con forma de pala y se lanza a por un pepino. La señora de la casa abre una rendija en la puerta y chilla: – ¡Saque a esa cosa de aquí! ¡Sáquela de aquí! – Lo siento, señora -digo-. Haré todo lo que esté en mi mano. Me coloco a un lado de Rosie. – Vamos, Rosie. Por favor. Despega las orejas, hace una pausa, y luego se lanza a por un tomate. – ¡No! -le digo-. ¡Elefanta mala! Rosie se mete el globo rojo en la boca y sonríe mientras lo mastica. Sin duda se está riendo de mí. – Oh, Dios mío -digo sin la menor esperanza. Rosie rodea con su trompa las hojas de un nabo y las arranca limpiamente. Sin dejar de mirarme, se las lanza a la boca y empieza a masticar. Me vuelvo y sonrío al ama de casa, que nos contempla boquiabierta. Dos hombres se aproximan desde la explanada. Uno de ellos lleva traje, un sombrero – Buenas tardes, señora -dice el primero quitándose el sombrero y abriéndose paso cuidadosamente por el jardín destrozado. Se diría que lo ha arrasado un tanque. Sube los escalones de cemento que conducen a la puerta de atrás-. Veo que ya conoce a Rosie, la elefanta más grande y magnífica del mundo. Tiene usted suerte… No suele hacer visitas a domicilio. La cara de la mujer sigue asomada por la rendija de la puerta. – ¿Cómo? -dice desconcertada. El de seguridad sonríe alegremente. – Ah, sí. Es todo un honor. Casi podría asegurar que ninguno de sus vecinos…, demonios, probablemente nadie en toda la ciudad, podrá decir que ha tenido una elefanta en el jardín. Nuestros hombres, aquí presentes, están dispuestos a retirarla y, naturalmente, arreglarán los desperfectos y la compensarán por las pérdidas que haya ocasionado. ¿Le gustaría que le hiciéramos una foto con Rosie? ¿Algo que podría enseñar a sus familiares y amigos? – Yo… Yo… ¿Qué? -tartamudea. – Si me permite el atrevimiento, señora -dice el hombre con una leve insinuación de reverencia-. Tal vez sería más sencillo si lo discutiéramos dentro. Tras una pausa indecisa, la puerta se abre del todo. Él desaparece dentro de la casa y yo vuelvo a mirar a Rosie. El otro hombre se ha situado justo enfrente de ella con el cubo en ristre. La elefanta está maravillada. Pasa la trompa por encima del cubo, olisqueando e intentando sortear los brazos del hombre para meterla en el líquido transparente. – Le miro con los ojos muy abiertos. – ¿Te pasa algo, joder? -dice. – No -digo apresuradamente-. No. Yo también soy polaco. – Ah. Lo siento -aleja una vez más la omnipresente trompa, se limpia la mano derecha en el muslo y me la ofrece-. Grzegorz Grabowski -dice-. Llámame Greg. – Jacob Jankowski -digo estrechándole la mano. Él la retira para proteger el contenido del cubo. – – Pero ¿qué llevas ahí?-pregunto. – Ginebra con – Estás de broma. – A los elefantes les encanta el alcohol. ¿Lo ves? Ha olido esto y ya no le interesan los repollos. ¡Ah! -dice retirando la trompa-. – ¿Cómo has llegado a saberlo? – El último espectáculo en el que estuve tenía una docena de paquidermos. Uno de ellos nos hacía creer que le dolía la tripa todas las noches con la intención de que le diéramos un trago de whisky. Oye, vete a por la pica, ¿quieres? Probablemente vendrá con nosotros hasta la explanada sólo para conseguir la ginebra… ¿verdad que sí, – Por supuesto -digo. Me quito el sombrero y me rasco la cabeza-. ¿August está al tanto de esto? – ¿Al tanto de qué? – De todo lo que sabes sobre los elefantes. Estoy seguro de que te contrataría como… Greg levanta una mano rápidamente. – No, no. Ni loco. Jacob, no es por ofenderte, pero no trabajaría para ese hombre por nada del mundo. Por nada. Además, no soy domador de elefantes. Es sólo que me gustan los animales grandes. Y ahora, ¿quieres ir corriendo a por el pincho, por favor? Cuando regreso con él, Greg y Rosie han desaparecido. Me giro y examino la explanada. A lo lejos, Greg se dirige hacia la carpa de las fieras. Rosie le sigue pesadamente a pocos metros de distancia. De vez en cuando, Greg se para y deja que la elefanta meta la trompa en el cubo. Luego se lo quita y sigue adelante. Ella le sigue como un cachorrito obediente. Una vez que Rosie está a buen recaudo en la carpa, regreso a la tienda de Barbara, todavía con la pica en la mano. Me detengo ante la cortina cerrada. – Esto, ¿Barbara? -digo-. ¿Puedo pasar? – Sí -dice ella. Está sola, sentada con las piernas desnudas cruzadas. – Han vuelto al tren a esperar al médico -dice dando una calada a su cigarrillo-. Si has venido a preguntar eso. Noto que la cara se me pone roja. Miro hacia la pared. Luego al techo. Luego me miro los pies. – Ah, demonios, mira que eres mono -dice ella tirando la ceniza del cigarrillo en la hierba. Se lo lleva a la boca y le da otra calada-. Te estás ruborizando. Se me queda mirando largo rato, claramente divertida. – Anda, vete -dice por fin, echando el humo por un lado de la boca-. Vete. Sal de aquí antes de que decida pegarte otro viaje. Salgo aturullado de la tienda de Barbara y me doy de bruces con August. Su expresión es sombría como una tormenta. – ¿Qué tal está? -pregunto. – Estamos esperando al médico -dice- ¿Has traído al bicho? – Ya está otra vez en la carpa de las fieras -le digo. – Bien -dice él. Me quita la pica de las manos. – ¡August, espera! ¿Adónde vas? – Le voy a dar una lección -dice sin detenerse. – ¡Pero, August! -le grito a su espalda-. ¡Espera! Ha venido por su propia voluntad. Además, ahora ya no puedes hacer nada. ¡La función todavía está en marcha! Frena tan en seco que una nube de polvo oculta temporalmente sus pies. Se queda inmóvil por completo, con la mirada clavada en el suelo. Al cabo de un rato, dice: – Mejor. Así la música tapará el ruido. Le miro fijamente, con la boca desencajada por el horror. Vuelvo al vagón de los caballos y me tumbo en mi jergón, asqueado hasta más allá de cualquier límite por la idea de lo que está ocurriendo en la carpa de las fieras, y aún más asqueado por no estar haciendo nada para evitarlo. Al cabo de unos minutos regresan Walter y Queenie. Él todavía lleva la ropa de escena: un traje blanco con lunares de todos los colores, un sombrero triangular y una gola rizada. Se viene limpiando la cara con un trapo. – ¿Qué puñetas ha sido eso? -dice plantándose ante mí, de manera que tengo sus zapatones rojos delante de la cara. – ¿Qué? -digo. – Lo de la Parada. ¿Era parte del número? – No -le digo. – Madre mía -dice-. Madre mía. En ese caso, menuda improvisación. Marlena es realmente maravillosa. Claro que eso tú ya lo sabías, ¿verdad? -chasca la lengua y se inclina para tocarme en un hombro. – ¿Quieres dejar ya el tema? – ¿Qué? -dice abriendo las manos con un gesto de pretendida inocencia. – No tiene gracia. Se ha hecho daño, ¿sabes? Walter borra la sonrisa maliciosa. – Ah. Oye, lo siento, hombre. No lo sabía. ¿Es grave? – Todavía no lo sé. Están esperando al médico. – Mierda. Lo siento, Jacob. De verdad -se vuelve hacia la puerta y respira profundamente-. Pero ni la mitad de lo que lo va a sentir ese pobre animal. Hago una pausa. – Ya lo está sintiendo, Walter. De eso puedes estar seguro. Su mirada se pierde fuera de la puerta. – Joder -dice. Se pone las manos en las caderas y mira al otro lado de la explanada-. Joder. Ya estoy seguro. A la hora de la cena me quedo en el vagón, y también durante la función de noche. Me da miedo que al ver a August se apodere de mí el impulso de matarle. Le odio. Le odio por ser tan brutal. Odio estar en deuda con él. Odio haberme enamorado de su mujer y que me haya pasado algo parecido con esa elefanta. Y por encima de todo, odio no haber sabido proteger a las dos. Ignoro si la elefanta es lo bastante inteligente como para relacionarme con su castigo y me pregunto por qué no he hecho nada por evitarlo, pero así ha sido. – Luxación de pie -dice Walter cuando regresa-. ¡Venga, Queenie, arriba! ¡Arriba! – ¿Qué? -balbuceo. No me he movido desde que se fue. – Marlena tiene una luxación en el pie. Estará recuperada en un par de semanas. He pensado que te gustaría saberlo. – Ah. Gracias -digo. Se sienta en el camastro y me observa un buen rato. – Bueno, ¿y qué es lo que os pasa a August y a ti? – ¿Qué quieres decir? – ¿Estáis enfadados o qué? Me incorporo hasta sentarme en el jergón y apoyo la espalda en la pared. – Odio a ese cabrón -digo por fin. – ¡Ja! -rezonga Walter-. Vale, o sea que tienes un poco de sensatez. Y entonces, ¿por qué pasas todo el tiempo con él? No contesto. -Perdona. Se me había olvidado. – No te enteras de nada -digo poniéndome en pie. – ¿No? – Es mi jefe y no tengo más remedio. – Es verdad. Pero también es verdad lo de su mujer y tú lo sabes. Levanto la cabeza y le lanzo una mirada furibunda. – Vale, vale -dice levantando las manos como si se rindiera-. Yo me callo. Ya sabes lo que tienes que hacer -se gira y revuelve en su caja-. Toma -dice lanzándome una revista pornográfica. Se desliza por el suelo y se detiene a mi lado-. No es Marlena, pero es mejor que nada. Cuando se marcha, la cojo y paso las hojas. Pero, a pesar de las explícitas y exageradas imágenes, no logro que despierte en mí el menor interés que el señor Director del Estudio se tire a la aspirante a estrella flacucha y con cara de caballo. |
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