"Agua para elefantes" - читать интересную книгу автора (Gruen Sara)ONCE
Kinko pasa las primeras horas del trayecto a Chicago utilizando trozos de carne seca para enseñarle a ponerse en pie sobre las patas traseras a Queenie, que, al parecer, se ha recuperado de la diarrea. – ¡Arriba! ¡Arriba, Queenie, arriba! Muy bien. ¡Buena chica! Yo estoy tendido en mi jergón, acurrucado y de cara a la pared. Mi estado físico es tan lamentable como el mental, que ya es decir. Tengo la cabeza atestada de visiones, todas liadas unas con otras como una madeja de cordel: mis padres vivos, llevándome a Cornell. Mis padres muertos sobre las baldosas verdes y blancas. Marlena bailando conmigo en la carpa de las fieras. Marlena esta mañana, conteniendo las lágrimas junto a la ventana. Rosie y su trompa oscilante y fisgona. Rosie, tres metros de altura y sólida como una montaña, gimiendo por los golpes de August. August bailando claque en el techo de un tren en marcha. August convertido en un demente con la pica en la mano. Barbara meciendo sus melones en el escenario. Barbara y Nell y sus expertas atenciones. El recuerdo de la noche pasada me golpea como un martillo pilón. Cierro los ojos con fuerza, intentando obligar a mi cabeza a quedarse en blanco, pero no da resultado. Cuanto más perturbador es el recuerdo, más persistente es su presencia. Por fin cesa el excitado bullicio de Queenie. Al cabo de unos segundos, los muelles del camastro de Kinko chirrían. Luego se hace el silencio. Me está observando. Lo puedo sentir. Me doy la vuelta para mirarle. Está en el borde del camastro, con los pies desnudos cruzados y su pelo rojo revuelto. Queenie trepa a su regazo, dejando las patas traseras estiradas hacia afuera, como una rana. – Bueno, ¿cuál es tu historia, si puede saberse? -dice Kinko. Los rayos del sol brillan como cuchillos entre las rendijas a sus espaldas. Me tapo los ojos y hago una mueca. – No. Te lo pregunto en serio. ¿De dónde eres? – De ningún sitio -digo rodando otra vez hacia la pared. Me pongo la almohada por encima de la cabeza. – ¿Por qué estás tan enfadado? ¿Por lo de anoche? Su sola mención hace que me suba bilis a la garganta. – ¿Te da vergüenza o algo por el estilo? – Oh, por amor de Dios, ¿no puedes dejarme en paz? -le espeto. Kinko se queda callado. Al cabo de unos segundos vuelvo a darme la vuelta. Él sigue mirándome mientras juega con las orejas de Queenie. Ésta le lame la otra mano, meneando su corto rabo. – Lo siento -digo-. Nunca había hecho una cosa así. – Sí, ya, creo que eso quedó bastante claro. Me agarro la cabeza, que me va a estallar, con ambas manos. Lo que no daría por unos cinco litros de agua… – Mira, no tiene la menor importancia -continúa-. Ya aprenderás a controlar el alcohol. Y en cuanto a lo otro… Bueno, tenía que devolverte la del otro día. Tal como yo lo veo, esto nos pone en igualdad de condiciones. En realidad, puede que todavía te deba una. Esa miel le funcionó a Queenie como un tapón de corcho. Bueno, ¿sabes leer? Parpadeo unas cuantas veces. – ¿Cómo? -digo. – A lo mejor prefieres leer, en vez de quedarte ahí tirado reconcomiéndote. – Creo que prefiero quedarme tirado reconcomiéndome -cierro los ojos y me los tapo con una mano. Tengo la sensación de que el cerebro es demasiado grande para el cráneo, los ojos me duelen y creo que voy a vomitar. Y me pican las pelotas. – Como quieras -dice él. – Puede que en otro momento -digo. – Claro. Lo que sea. Una pausa. – ¿Kinko? – ¿Sí? – Te agradezco la oferta. – Claro. Una pausa más larga. – ¿Jacob? – ¿Sí? – Si quieres, me puedes llamar Walter. Debajo de la mano, abro los ojos como platos. Su camastro chirría al buscar la postura. Echo una mirada disimulada entre los dedos. Dobla una almohada por la mitad, se tumba y coge un libro de la caja. Queenie se acomoda a sus pies. Las cejas de la perra se estremecen en un gesto de preocupación. El tren se acerca a Chicago a última hora de la tarde. A pesar de las palpitaciones en la cabeza y el dolor por todo el cuerpo, me sitúo delante de la puerta abierta del vagón y estiro el cuello para ver bien. Después de todo, ésta es la ciudad de la Masacre del Día de San Valentín, del jazz, de los gánsteres y de los garitos clandestinos. Puedo ver un montón de edificios altos a lo lejos, y mientras intento dilucidar cuál de ellos es el famoso Allerton llegamos a los mataderos. Se extienden a lo largo de muchos kilómetros, y para cruzarlos reducimos la velocidad al mínimo. Las construcciones son bajas y feas, y los corrales, abarrotados de reses aterradas y famélicas y de cerdos mugrientos y ruidosos, llegan hasta las mismas vías. Pero eso no es nada comparado con el ruido y el olor que salen de los edificios: al cabo de unos minutos, el hedor de la sangre y los gañidos estridentes hacen que vuelva corriendo al cuarto de las cabras y apriete la nariz contra la apestosa manta de caballo… Cualquier cosa con tal de tapar el olor de la muerte. Tengo el estómago tan frágil que, a pesar de que la explanada está bastante alejada de los mataderos, me quedo en el vagón de los caballos hasta que todo está Es imposible describir la ternura que he empezado a sentir por ellos: hienas, camellos y todos los demás. Hasta el oso polar, que veo tumbado sobre su costado, mordisqueando sus zarpas de doce centímetros con sus dientes de doce centímetros. El amor por estos animales me invade repentinamente, como un torrente, y se eleva dentro de mí, sólido como un obelisco y fluido como el agua. Mi padre consideró que era su deber seguir atendiendo a los animales mucho después de que dejaran de pagarle. No podía quedarse observando a un caballo con cólico o a una vaca dar a luz a un becerro de nalgas sin hacer nada, aunque eso significara la ruina personal. El paralelismo es innegable. No hay duda de que yo soy lo único que media entre estos animales y las prácticas comerciales de August y Tío Al, y lo que mi padre haría -lo que mi padre querría que Uno de los chimpancés necesita una caricia, así que le dejo que se me acomode en la cadera mientras hago la ronda de la carpa. Llego a una amplia área vacía y deduzco que es la de la elefanta. Es posible que August tenga dificultades para bajarla del tren. Si estuviera mínimamente a bien con él, iría a ver si puedo echarle una mano. Pero no lo estoy. – Hola, Doc -dice Pete-. Otis dice que una de las jirafas se ha resfriado. ¿Quieres echarle un vistazo? – Por supuesto -contesto. – Vamos, Bobo -dice Pete mientras intenta hacerse con el chimpancé. Las patas y los brazos peludos del mono se abrazan a mí con más fuerza. – Vamos, hombre -le digo intentando liberarme de sus brazos-. Enseguida vuelvo. Bobo no mueve ni un músculo. – Venga, vamos -digo. Nada. – De acuerdo. Un último abrazo y se acabó -digo pegando mi cara a su piel oscura. El chimpancé dibuja una sonrisa enorme y me besa en la mejilla. Luego se baja, se agarra a la mano de Pete y sale con los andares bamboleantes de sus patas arqueadas. Una pequeña cantidad de pus fluye del largo tracto nasal de la jirafa. Es algo que no me inquietaría en un caballo, pero, dado que no sé mucho de jirafas, prefiero jugar sobre seguro y aplicarle una cataplasma en el cuello, maniobra que requiere una escalera, con Otis a los pies para facilitarme los ingredientes. La jirafa es tímida y bella, y posiblemente una de las criaturas más extrañas que haya visto en mi vida. Su cuello y patas son delicados, el cuerpo oblicuo y cubierto de manchas como piezas de un rompecabezas. Unas extrañas protuberancias peludas emergen de lo más alto de su cabeza triangular, entre sus grandes orejas. Sus ojos son grandes y oscuros, y tiene los belfos aterciopelados de un caballo. Lleva puesto un arnés y me sujeto a él, pero la verdad es que se queda bastante quieta mientras le limpio la nariz y le envuelvo el cuello en franela. Cuando termino, bajo de la escalera. – ¿Puedes sustituirme un rato? -le pregunto a Otis mientras me limpio las manos con un trapo. – Claro. ¿Por qué? – Tengo que ir a un sitio -digo. Otis entorna los ojos. – No irás a largarte, ¿verdad? – ¿Qué? No. Claro que no. – Será mejor que me lo digas a la cara, porque si vas a hacerlo yo no pienso cubrirte. – No me voy a marchar. ¿Por qué iba a marcharme? – Por culpa de… Bueno, ya sabes. De ciertos acontecimientos. – ¡No! No voy a marcharme. Y olvídalo ya, ¿de acuerdo? ¿Es que no hay nadie que no se haya enterado de los detalles de mi infortunio? Me voy a pie y, al cabo de unos tres kilómetros, llego a un área residencial. Las casas están deterioradas, y muchas tienen tableros en las ventanas. Paso por una cola del pan, una larga fila de gente desaliñada y desmoralizada que sale de la puerta de una misión. Un chico negro se ofrece a limpiarme los zapatos y, aunque me gustaría que lo hiciera, no tengo un solo centavo en mi haber. Por fin llego a una iglesia. Me quedo un buen rato sentado en uno de los bancos del fondo, con la mirada fija en las vidrieras que hay detrás del altar. Aunque deseo profundamente la absolución, soy incapaz de afrontar la confesión. Finalmente, me levanto del banco y voy a encender unas velas votivas por mis padres. Cuando estoy a punto de marcharme veo a Marlena; debe de haber entrado mientras yo estaba en la capilla lateral. Sólo puedo verla de espaldas, pero estoy seguro de que es ella. Está en el primer banco, con un vestido amarillo pálido y un sombrero a juego. Su cuello es frágil, los hombros cuadrados. Unos cuantos rizos de cabello castaño se asoman por debajo del sombrero. Se arrodilla en un cojín para rezar y un puño de hierro se cierra alrededor de mi corazón. Salgo de la iglesia antes de causarle más daño a mi alma. Cuando regreso a la explanada, Rosie ya está instalada en la carpa de las fieras. No sé cómo, y no lo pregunto. Sonríe cuando me acerco, y luego se rasca un ojo cerrando la punta de la trompa como un puño. La observo durante un par de minutos y luego paso por encima de la cuerda. Ella pega las orejas y entorna los ojos. El corazón me da un vuelco porque creo que me está respondiendo. Entonces oigo la voz. – ¿Jacob? Me quedo mirando a Rosie un par de segundos más antes de girarme. – Oye una cosa -dice August frotando la punta de una de sus botas contra la tierra-. Sé que he sido un poco brusco contigo estos últimos días. Se supone que yo debería decir algo en este punto, algo que le hiciera sentirse mejor, pero no lo hago. No me siento especialmente conciliador. – Lo que quiero decir es que he ido un poco lejos. Agobios del trabajo, ya sabes. Pueden acabar con una persona -alarga la mano-. Así que, ¿somos amigos otra vez? Me tomo unos segundos más y la estrecho. Después de todo es mi jefe. Ya que he tomado la decisión de quedarme, sería una tontería exponerme a que me despidan. – Buen chico -dice apretándome la mano con fuerza y propinándome una palmada en el hombro con la otra-. Esta noche os voy a sacar por ahí a Marlena y a ti. Para que me perdonéis los dos. Conozco un rinconcito genial – ¿Y el espectáculo? – No tiene sentido hacer el espectáculo. Todavía nadie sabe que estamos aquí. Eso es lo que pasa cuando alteras la ruta y cambias todos los planes -suspira-. Pero Tío Al sabrá lo que hace. Digo yo. – No sé… -digo-. Lo de anoche fue un poco… fuerte. – ¡Un clavo saca otro clavo, Jacob! ¡Un clavo saca otro clavo! Ven a las nueve -sonríe feliz y se marcha. Le miro alejarse, pensando en lo poco que me apetece pasar un rato en su compañía, y en lo mucho que me gustaría pasarlo con Marlena. La puerta del compartimento se abre, dejando ver a Marlena, imponente con su vestido de satén rojo. – ¿Qué ocurre? -dice bajando la mirada sobre sí misma-. ¿Le pasa algo a mi vestido? -se contorsiona para examinarse el cuerpo y las piernas. – No -digo-. Estás estupenda. Levanta los ojos a los míos. August sale de detrás de la cortina verde, vestido de frac. Me echa un vistazo y dice: – No puedes ir así. – No tengo nada más. – Pues tendrás que pedirlo prestado. Venga. Pero date prisa, que el taxi está esperando. El taxi serpentea por un laberinto de solares vacíos y callejones antes de frenar bruscamente en una esquina de un barrio industrial. August se apea y le da al conductor un billete enrollado. – Vamos -dice sacando a Marlena del asiento trasero. Yo la sigo. Nos encontramos en un callejón flanqueado por inmensos almacenes de ladrillo. Las farolas iluminan la textura rugosa del asfalto. El viento barre la basura a un lado del callejón. En el otro hay coches aparcados -turismos, cupés, sedanes, hasta limusinas-, todos brillantes y nuevos. August se para delante de una puerta de madera empotrada. Da unos golpes secos y espera moviendo un pie impaciente. Una mirilla rectangular se desliza y muestra los ojos de un hombre bajo una única ceja espesa. – Hemos venido a ver el espectáculo -dice August. – ¿Qué espectáculo? – Hombre, el de Frankie, naturalmente -dice August con una sonrisa. La mirilla se cierra. Se oyen ruidos metálicos seguidos por el inconfundible sonido de una cerradura de seguridad. La puerta se abre. El hombre nos echa una mirada rápida. Luego nos invita a pasar y cierra la puerta. Cruzamos un vestíbulo con baldosas, pasamos por delante de un guardarropa con empleadas de uniforme y descendemos unos escalones que conducen a un salón de baile con suelo de mármol. Aparatosas arañas de cristal cuelgan de los techos altos. Una orquesta toca sobre una plataforma elevada y la pista está abarrotada de parejas. Mesas y reservados en forma de U rodean la pista. Separada por unos escalones y a lo largo de toda la pared del fondo hay una barra chapada en madera, atendida por camareros de esmoquin, con cientos de botellas alineadas en estantes colgados sobre un espejo ahumado. Marlena y yo esperamos en uno de los reservados tapizados de cuero mientras August va por las bebidas. Marlena observa a la orquesta. Tiene las piernas cruzadas y ese pie suyo ya está rebotando otra vez. Se mueve al ritmo de la música y gira el tobillo. Una copa aterriza delante de mí. Un segundo después, August se deja caer junto a Marlena. Examino la copa y descubro que contiene cubitos de hielo y whisky. – ¿Estás bien? -pregunta Marlena. – Muy bien -contesto. – Estás un poco verdoso -continúa ella. – Nuestro querido amigo Jacob sufre una ligerísima resaca -dice August-. Está sacando un clavo con otro. – Bueno, no te olvides de avisarme si tengo que quitarme de en medio -dice Marlena recelosa antes de volver a mirar a la orquesta. August levanta la copa. – ¡Por los amigos! Marlena se vuelve lo justo para localizar su cóctel espumoso y levanta su copa por encima de la mesa mientras nosotros entrechocamos las nuestras. Bebe de la pajita con gesto elegante, sujetándola entre sus dedos de uñas pintadas. August se bebe su whisky de un trago. Cuando el mío me roza los – Eso es, muchacho. Unos cuantos de ésos y te encontrarás como una rosa. No sé si será así, pero desde luego Marlena vuelve a la vida tras su segundo alexander. Arrastra a August a la pista de baile. Mientras él la hace dar vueltas, yo vacío el contenido de mi copa en la maceta de una palmera. Marlena y August vuelven al reservado, sofocados por el baile. Marlena suspira y se abanica con un menú. August enciende un cigarrillo. Sus ojos caen sobre mi copa vacía. – Oh… Veo que he sido muy descuidado -dice. Se levanta-. ¿Lo mismo? – Ah, lo que haga falta -digo sin entusiasmo. Marlena se limita a mover la cabeza, absorta de nuevo en lo que ocurre en la pista de baile. August lleva unos treinta segundos ausente cuan-do ella se levanta y me agarra de la mano. – ¿Qué haces? -digo entre risas mientras me tira del brazo. – ¡Venga! ¡Vamos a bailar! – ¿Qué? – ¡Me encanta esta canción! – No… Yo… Pero no hay nada que hacer. Ya estoy de pie. Me arrastra hasta la pista, bailando y tocando pitos. Cuando nos encontramos rodeados de otras parejas, se vuelve hacia mí. Respiro profundamente y la tomo en mis brazos. Esperamos un par de compases y nos lanzamos a flotar por la pista sumergidos en un turbulento mar de gente. Es ligera como el aire, nunca pierde el paso y eso es toda una proeza, teniendo en cuenta lo torpe que estoy yo. Y no es que no sepa bailar, que sí sé. No sé qué demonios me está pasando. Desde luego, no estoy borracho. Se separa de mí dando vueltas y luego vuelve pasando por debajo de mi brazo, de manera que su espalda queda pegada a mi pecho. Mi antebrazo descansa en su clavícula, piel contra piel. Coloca su cabeza bajo mi barbilla, el cabello perfumado, su cuerpo caliente por el esfuerzo. Y entonces se aleja otra vez, desenrollándose como una cinta. Cuando acaba la música, los bailarines silban y aplauden levantando las manos por encima de sus cabezas, y ninguno con más entusiasmo que Marlena. Miro hacia nuestro reservado. August nos observa con los brazos cruzados y mal disimulada furia. Me separo de Marlena. – ¡Redada! Pasamos un instante de estupor y luego el grito se repite: – ¡REDADA! ¡Todo el mundo fuera! Me veo arrastrado por una marea de cuerpos. La gente grita, empujándose unos a otros en un intento frenético de alcanzar la salida. Marlena va unas personas por delante de mí y mira para atrás rodeada de cabezas que se agitan y rostros desencajados. – ¡Jacob! -grita-. ¡Jacob! Lucho por acercarme a ella, chocando contra los cuerpos. Agarro una mano en el mar de carne y sé que es Marlena por la expresión de su cara. La sujeto con fuerza mientras busco a August entre la multitud. Sólo veo desconocidos. Marlena y yo nos distanciamos en la puerta. Segundos más tarde me veo arrastrado hacia un callejón. La gente chilla y se apiña en los coches. Los motores se encienden, las bocinas braman y los neumáticos chirrían. – ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Todos fuera de aquí! – ¡Vámonos! Marlena aparece de la nada y me agarra la mano. Corremos como locos entre el aullido de las sirenas y el estruendo de los silbatos. Cuando nos llega el sonido de un disparo, obligo a Marlena a entrar por una callejuela más estrecha. – Espera -dice sin resuello, reduciendo el paso y saltando a la pata coja para quitarse un zapato. Se apoya en mi brazo y se quita el otro-. Ya está -dice sujetando ambos zapatos en una mano. Corremos zigzagueando por callejas y callejones desiertos hasta que ya no oímos las sirenas, el gentío y las ruedas chirriantes. Al final nos detenemos bajo una escalera de incendios de hierro, exhaustos. – Dios mío -dice Marlena-. Dios mío, qué cerca hemos estado. Me pregunto si August habrá escapado. – Espero que sí -digo respirando con dificultad. Me inclino y apoyo las manos en las rodillas. Al cabo de unos instantes, levanto la mirada hacia Marlena. Me mira fijamente, respirando por la boca. Rompe a reír frenética. – ¿Qué?-pregunto. – No, nada -dice ella-. Nada -sigue riendo, pero parece peligrosamente cercana a las lágrimas. – ¿Qué pasa? -digo. – Bah -dice ella sorbiendo y llevándose un dedo al lagrimal de un ojo -. Es que esta vida es una locura, nada más. ¿Tienes un pañuelo? Me palpo los bolsillos y doy con uno. Lo toma y se seca la frente; luego se lo pasa por el resto de la cara. – Ay, estoy hecha un desastre. ¡Y fíjate en mis medias! -exclama señalando sus pies descalzos. Los dedos le asoman por las punteras destrozadas-. ¡Oh, y son de seda! -su voz es aguda y poco natural. – ¿Marlena? -digo suavemente-. ¿Te encuentras bien? Se aprieta el puño contra la boca y gime. Voy a agarrarla del brazo, pero se gira. Supongo que se va a poner de cara a la pared, pero sigue girando y se pone a dar vueltas como un derviche. A la tercera vuelta la agarro por los hombros y pego mi boca a la suya. Ella se envara y toma aire entre mis labios. Un instante después se relaja. Sube los dedos hasta mi cara. Luego se separa de golpe, retrocede varios pasos y me mira con los ojos desencajados. – Jacob -dice con la voz quebrada-. Dios mío… Jacob. – Marlena -doy un paso adelante y me paro-. Lo siento. No debería haber hecho eso. Me observa con una mano sobre la boca. Sus ojos son pozos oscuros. Luego se apoya en la pared para ponerse los zapatos con la mirada clavada en el asfalto. – Marlena, por favor -extiendo las manos, implorante. Encaja el segundo zapato y sale corriendo. Avanza tambaleante e insegura. – ¡Marlena! -digo corriendo algunos pasos tras ella. Ella aumenta la velocidad y se lleva una mano a la cara para ocultarla de mi vista. Me detengo. – ¡Marlena! ¡Por favor! La sigo con la mirada hasta que dobla la esquina. Su mano sigue cubriéndole la cara, por si acaso voy tras ella. Tardo varias horas en encontrar el camino de vuelta al circo. Paso por delante de piernas que salen de puertas y carteles que anuncian colas del pan. Paso por delante de escaparates con letreros de CERRADO, y está claro que no es sólo por el descanso nocturno. Paso por delante de carteles que dicen NO SE NECESITA PERSONAL y carteles en ventanas de segundos pisos que dicen SE ENTRENA PARA LA LUCHA DE CLASES. Paso por delante de una tienda de ultramarinos que dice: ¿NO TIENE DINERO? ¿QUÉ TIENE? ¡ACEPTAMOS CUALQUIER COSA! Paso por delante de un dispensador de prensa, y el titular dice PRETTY BOY FLOYD VUELVE A GANAR: SE LLEVA 4.000 DÓLARES MIENTRAS LA GENTE LE VITOREA. A menos de dos kilómetros de la explanada, atravieso un campamento de vagabundos. Hay una hoguera en el centro con la gente tirada alrededor. Algunos están despiertos, sentados y con la mirada perdida en el fuego. Otros están tumbados sobre ropas dobladas. Paso lo bastante cerca para ver sus caras y para comprobar que la mayoría son jóvenes, más jóvenes que yo. También hay algunas chicas, y una pareja está copulando. Ni siquiera se han escondido entre los matorrales, sólo están un poco más lejos de la hoguera que los demás. Uno o dos de los chicos les observan con poco interés. Los que están dormidos se han quitado los zapatos, pero los tienen atados a los tobillos. Hay un hombre mayor sentado junto al fuego, la mandíbula cubierta de una barba corta, o costras, o ambas cosas. Tiene la cara hundida de las personas sin dientes. Nos miramos a los ojos y mantenemos la mirada un buen rato. No sé por qué me mira con esa hostilidad hasta que recuerdo que voy vestido con un frac. Él no puede saber que tal vez eso sea lo único que nos separe. Rechazo una ilógica necesidad de darle explicaciones y sigo mí camino. Cuando llego por fin a la explanada, me paro y observo la carpa de las fieras. Es inmensa y destaca contra el cielo nocturno. Unos minutos más tarde me encuentro delante de la elefanta. Sólo puedo distinguir su silueta, y eso después de que mis ojos se hayan acostumbrado a la oscuridad. Está dormida, con su enorme cuerpo inmóvil excepto por su respiración lenta y reposada. Tengo ganas de tocarla, de poner mi mano sobre su piel rugosa y caliente, pero no quiero despertarla. Bobo está tumbado en un rincón de su jaula, con un brazo por encima de la cabeza y el otro sobre su pecho. Suspira profundamente, chasquea los labios y se da media vuelta. Tan humano. Al cabo de un rato regreso al vagón de los caballos y me tumbo en el jergón. Queenie y Walter no se despiertan con mi llegada. Me quedo en vela hasta el amanecer, escuchando los ronquidos de Queenie y sintiéndome horriblemente mal. Hace menos de un mes me faltaban unos días para obtener un título universitario e iniciar una carrera profesional junto a mi padre. Ahora estoy a un paso de convertirme en un mendigo; un empleado de circo que se ha puesto en evidencia no una, sino dos veces en pocos días. Ayer no me creía capaz de hacer algo peor que haber vomitado encima de Nell, pero creo que esta noche lo he conseguido. ¿En qué demonios estaría pensando? No sé si se lo contará a August. Tengo visiones fugaces de la pica de la elefanta volando en dirección a mi cabeza, y luego otras visiones, todavía más fugaces, de levantarme en este mismo instante y volver al campamento de vagabundos. Pero no lo hago porque no soporto la idea de abandonar a Rosie, a Bobo y a todos los demás. Voy a corregirme. Voy a dejar de beber. Voy a asegurarme de que no vuelva a quedarme a solas con Marlena nunca más. Iré a confesarme. Me seco las lágrimas del rabillo del ojo con una esquina de la almohada. Luego los cierro con fuerza y evoco una imagen de mi madre. Intento mantenerla, pero al poco rato Marlena la ha sustituido. Fría y distante, cuando contemplaba la orquesta llevando el ritmo con el pie. Ruborizada, mientras dábamos vueltas en la pista de baile. Muerta de risa -y horrorizada después- en el callejón. Pero mis últimos pensamientos son táctiles: la parte inferior de mi antebrazo apoyado sobre la redondez de sus pechos. Sus labios bajo los míos, suaves y carnosos. Y el detalle que no puedo ni comprender ni olvidar, lo que me obsesiona hasta que caigo dormido: el tacto de sus dedos trazando el contorno de mi cara. Kinko -Walter- me despierta al cabo de unas horas. – Eh, Bella Durmiente -dice dándome un meneo-. Ya han izado la bandera. – Vale, gracias -digo sin moverme. – No te vas a levantar. – Eres un genio, ¿sabes? La voz de Walter sube una octava. – ¡Eh, Queenie! ¡Eh, chica! ¡Ven aquí! Venga, Queenie. Dale un lametón. ¡Vamos! Queenie se lanza sobre mi cabeza. – ¡Oye, para! -digo levantando un brazo para protegerme, porque Queenie me está metiendo la lengua por el oído y me pisotea toda la cara-. ¡Para! ¡Vale ya! Pero no hay quien la detenga, así que me incorporo de un brinco. Esto hace que Queenie vuele hasta el suelo. Walter me mira y se ríe. Queenie se me sube al regazo y se pone a dos patas para lamerme la barbilla y el cuello. – Buena chica, Queenie. Muy bien, nena -dice Walter-. Bueno, Jacob… Parece que tuviste otra… eh… velada interesante. – No exactamente -respondo. Ya que Queenie está sobre mi regazo, la acaricio. Es la primera vez que me deja que la toque. Su cuerpo es cálido y su pelo áspero. – Pronto se te pasará el mareo. Ven a desayunar algo. La comida te asentará el estómago. – No bebí. Se queda mirándome un instante. – Ah -dice asintiendo irónico con la cabeza. – ¿Qué quieres decir con eso? -le pregunto. – Líos de faldas -dice. – No. – Sí. – ¡Te digo que no! – Me sorprende que Barbara te haya perdonado tan rápido. ¿O no ha sido ella? -me estudia la cara durante unos segundos y vuelve a asentir-. Vaya, vaya. Empiezo a ver las cosas claras. No le mandaste las flores, ¿verdad? Tienes que empezar a seguir mis consejos. – ¿Por qué no te metes en tus asuntos? -replico. Dejo a Queenie en el suelo y me levanto. – Chico, eres un gruñón de primera. ¿Lo sabías? Venga, vamos a zampar algo. Después de llenar nuestros platos, intento seguir a Walter a su mesa. – ¿Qué demonios crees que estás – Había pensado sentarme contigo. – No puedes. Todo el mundo tiene sitios fijos. Además, bajarías en el escalafón. Titubeo. – Pero ¿qué es lo que te pasa? -dice. Mira hacia mi mesa habitual. August y Marlena comen en silencio, con las miradas fijas en los platos. Walter parpadea frenético. – Ay, madre… No me digas. – Yo no te he dicho ni pío -atajo. – No ha hecho falta. Mira, chaval, ése es un lugar al que no te conviene ir, ¿me oyes? Me refiero en el sentido figurado. En el sentido literal, arrastra el culo hasta aquella mesa y actúa con normalidad. Echo otro vistazo a Marlena y August. Evidentemente, se están ignorando el uno al otro. – Jacob, hazme caso -dice Walter-. Es el mayor hijo de puta que he conocido en mi vida, así que, sea lo que sea lo que esté pasando… – No está pasando nada. Absolutamente nada. – … será mejor que acabe ahora mismo o te vas a ver cara a cara con la muerte. Con la luz roja si tienes suerte, y probablemente tirado en una cuneta. Lo digo en serio. Ahora, vete para allá. Le miro furioso. – ¡Vete! -dice agitando la mano en dirección a la mesa. August levanta los ojos cuando me acerco. – ¡Jacob! -exclama-. Me alegro de verte. No estaba seguro de que pudieses encontrar el camino de vuelta anoche. No me habría hecho gracia tener que pagar una fianza para sacarte de la cárcel, ¿sabes? Me habría cabreado un poco. – Yo también estaba preocupado por vosotros dos -digo tomando asiento. – ¿Ah, sí? -pregunta fingiendo una exagerada sorpresa. Le miro. Los ojos le brillan. Su sonrisa tiene una inclinación peculiar. – Ah, pero no nos costó nada encontrar el camino, ¿verdad, cariño? -dice lanzándole una mirada a Marlena-. Pero dime una cosa, Jacob, ¿qué pasó para que os separarais vosotros dos? Estabais tan… cerca en la pista de baile. Marlena levanta la mirada rápidamente; puntos rojos le encienden las mejillas. – Ya te lo dije anoche -dice-. Nos separó la gente. – Le estaba preguntando a Jacob, cariño. Pero gracias -August agarra una tostada con gran ceremonia y sonríe ampliamente con los labios cerrados. – Fue un jaleo horrible -digo introduciendo el tenedor por debajo de los huevos-. Intenté no perderla de vista, pero fue imposible. Os busqué a los dos por allí, pero al cabo de un rato pensé que lo mejor era largarse. – Sabia decisión, muchacho. – Entonces, ¿vosotros conseguisteis volver juntos? -pregunto llevándome el tenedor a la boca e intentando parecer natural. – No, llegamos en taxis separados. Doble gasto, pero lo pagaría cien veces con tal de saber que mi amada estaba a salvo, ¿verdad que sí, cariño? Marlena no despega la vista del plato. – He dicho, ¿verdad que sí, cariño? – Porque si supiera que corre algún peligro, no sé qué sería capaz de hacer. Levanto los ojos. August me está mirando fijamente. |
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