"Agua para elefantes" - читать интересную книгу автора (Gruen Sara)

DIEZ


August resopla y bufa, y se pone tan rojo que casi parece morado. Luego sale de la tienda, presumiblemente para contárselo a Tío Al.

Marlena y yo nos miramos. Como por un acuerdo tácito, ninguno de los dos le seguimos.

Los hombres van saliendo uno por uno de la carpa. Los animales, ya alimentados y con la sed saciada, se aprestan a pasar la noche. Al final de un día desesperante, llega la calma.

Marlena y yo nos quedamos solos, ofreciendo diversos trozos de comida a la inquisitiva trompa de Rosie. Cuando su extraño dedo como de goma me quita una hebra de heno de los dedos, Marlena se ríe dando un gritito. Rosie sacude la cabeza y abre la boca en una sonrisa.

Me vuelvo y Marlena me está mirando fijamente. En la carpa, los únicos sonidos son los de pasos, gruñidos y lentas masticaciones. Fuera, a lo lejos, alguien toca una armónica; una melodía pegadiza en tiempo de vals que no consigo identificar.

No estoy seguro de cómo ha pasado -¿la he agarrado yo? ¿Lo ha hecho ella?-, pero lo siguiente que sé es que la tengo en mis brazos y estamos bailando, girando y saltando, delante de la cuerda de separación. Mientras damos vueltas alcanzo a ver la trompa levantada de Rosie y su cara sonriente.

Marlena se separa de repente.

Me quedo inmóvil con los brazos todavía en el aire sin saber qué hacer.

– Eh… -dice Marlena ruborizándose salvajemente y mirando a todas partes menos a mí-. Bueno. En fin. Vamos a esperar a August, ¿de acuerdo?

La miro largo rato. Me dan ganas de besarla. Deseo besarla más de lo que haya deseado ninguna otra cosa en toda mi vida.

– Sí -digo por fin-. Sí. Vale.


Una hora después, August regresa al compartimento. Entra como una fiera y da un portazo. Marlena se dirige inmediatamente a un armario.

– Ese inútil hijo de puta ha pagado dos mil por esa inútil elefanta de mierda -dice lanzando el sombrero a un rincón y arrancándose la chaqueta-. ¡Dos mil putos pavos! -se derrumba en la silla más cercana y oculta la cabeza entre las manos.

Marlena saca una botella de whisky de mezcla, se detiene un instante, mira a August y la vuelve a guardar. En su lugar saca una de whisky de malta.

– Y eso no es lo peor…, qué va -dice August aflojándose la corbata e introduciendo un dedo por el cuello de la camisa-. ¿Quieres saber qué más ha hecho? ¿Mmmmm? Venga, adivina.

Habla mirando a Marlena, que se mantiene imperturbable. Sirve cuatro generosos dedos de whisky en tres vasos.

– ¡He dicho que adivines! -ladra August.

– Estoy segura de que no lo adivinaría -dice Marlena con calma. Vuelve a poner el tapón en la botella de whisky.

– Se ha gastado el resto del dinero en un puñetero vagón para la elefanta.

Marlena se gira, prestándole una inesperada atención.

– ¿No se ha quedado con ningún artista?

– Por supuesto que sí.

– Pero…

– Sí. Exacto -la interrumpe August.

Marlena le da uno de los vasos, me hace un gesto para que coja el mío y luego toma asiento.

Doy un sorbo y espero todo lo que puedo.

– Vale, muy bien, puede que vosotros dos sepáis de qué demonios estáis hablando, pero yo no. ¿Os importaría ponerme al día?

August resopla con las mejillas hinchadas y se retira un mechón de pelo que le ha caído sobre la frente. Se inclina adelante con los codos apoyados en las rodillas. Luego levanta la cara, de manera que sus ojos se clavan en los míos.

– Significa, Jacob, que hemos contratado más gente que no sabemos dónde meter. Significa, Jacob, que Tío Al ha elegido uno de los vagones litera de los trabajadores y lo ha convertido en coche cama para artistas. Y como ha contratado a dos mujeres, hay que dividirlo en dos compartimentos. Significa, Jacob, que para acomodar a menos de una docena de artistas, ahora sesenta y cuatro trabajadores van a tener que dormir en los vagones de plataforma, debajo de los carromatos.

– Eso es una estupidez -digo-. Sólo tendría que acomodar en literas a los que las necesitasen.

– No puede hacer eso -dice Marlena.

– ¿Por qué no?

– Porque no se pueden mezclar trabajadores y artistas.

– ¿Y no es eso precisamente lo que estamos haciendo Kinko y yo?

– ¡Ja! -August gruñe y se endereza en su silla con una mueca irónica tallada en la cara-. Por favor, cuéntanoslo… Me muero por saberlo. ¿Qué tal os va? -estira la cabeza y sonríe.

Marlena toma aire y cruza las piernas. Unos instantes después, su zapato de cuero rojo empieza a balancearse arriba y abajo.

Yo apuro el whisky de golpe y me largo.


Era mucho whisky, y empieza a hacer efecto a medio camino entre el compartimento y los vagones. Y no soy el único bajo la influencia del alcohol: ahora que se han cerrado las «negociaciones», todo el mundo que trabaja en El Espectáculo Más Deslumbrante del Mundo de los Hermanos Benzini se está relajando. Las celebraciones recorren toda la gama, desde soirées animadas por el jazz que suena en la radio y explosiones de carcajadas, a grupos desperdigados de hombres desaliñados que se apiñan a cierta distancia del tren y se pasan diversos tipos de productos tóxicos. Veo a Camel, que me saluda con una mano antes de pasar la botella de alcohol de quemar.

Oigo un roce entre la hierba alta y me detengo a investigar. Veo las piernas desnudas de una mujer separadas, con unas piernas de hombre entre ellas. Él gruñe y jadea como un macho cabrío. Tiene los pantalones por las rodillas y sus nalgas peludas bombean arriba y abajo. Ella le agarra la camisa con los puños, gimiendo con cada empellón. Tardo unos instantes en darme cuenta de lo que estoy viendo… Y cuando lo hago, retiro la mirada y me alejo con paso inseguro.

A medida que me acerco al vagón de los caballos, veo que hay gente sentada en la puerta y deambulando alrededor.

Dentro hay todavía más. Kinko ejerce de anfitrión de la fiesta con una botella en la mano y una ebria hospitalidad reflejada en la cara. Cuando me ve, tropieza y cae de bruces. Varias manos se alargan para sujetarle.

– ¡Jacob! ¡Mi héroe! -exclama con los ojos enloquecidamente brillantes. Se libera de sus amigos y se levanta-. Chicos… ¡Amigos! -grita a los presentes, unas treinta personas, que ocupan el espacio habitualmente destinado a los caballos de Marlena. Se acerca y me echa un brazo alrededor de la cintura-. Éste es mi queridísimo amigo Jacob -hace una pausa para dar un trago de la botella-. Dadle la bienvenida -dice-, en consideración a mí.

Sus invitados silban y ríen. Kinko ríe hasta que le da la tos. Se suelta de mi cintura y se pone la mano delante de la cara enrojecida hasta que deja de toser. Luego agarra de la cintura a un hombre que está a nuestro lado. Juntos se alejan.

Puesto que el cuarto de las cabras está abarrotado, me dirijo al otro extremo del vagón, donde antes residía Silver Star, y me dejo caer contra la pared de listones.

Algo rebulle en el montón de paja a mi lado. Acerco una mano y lo toco, con la esperanza de que no sea una rata. La cola cortada de Queenie queda al descubierto durante unos instantes, antes de volver a enterrarse aún más profundamente en la paja, como un cangrejo en la arena.


A partir de ahí no recuerdo muy bien el orden de los acontecimientos. Me pasan botellas y estoy bastante seguro de que bebo de casi todas ellas. Al poco rato, todo flota y me siento henchido de una cálida bondad humana hacia todas las cosas y las personas. La gente me echa los brazos por los hombros y yo los míos sobre los suyos. Reímos estentóreamente… de qué, no lo recuerdo, pero todo me parece divertidísimo.

Jugamos a un juego en el que uno tiene que tirarle algo a otro y, si falla, tiene que beber una copa. Yo fallo constantemente. Al final, creo que voy a vomitar y me voy a cuatro patas, para gran regocijo de todos los presentes.

Estoy sentado en el rincón. No sé cómo he llegado aquí, pero me apoyo en la pared con la cabeza entre las rodillas. Me gustaría que el mundo dejara de dar vueltas, pero no lo hace, así que intento apoyar la cabeza en la pared para compensar.

– Vaya, ¿qué tenemos aquí? -dice una voz sensual desde algún lugar muy cercano.

Abro los ojos de golpe. Justo debajo de mi nariz veo veinte centímetros de canalillo bien apretado. Voy subiendo la mirada hasta encontrar una cara. Es Barbara. Parpadeo rápido para intentar ver sólo una de ellas. Dios mío… No hay nada que hacer. Pero no…, espera. No pasa nada. No son muchas Barbaras. Son muchas mujeres.

– Hola, cariño -dice Barbara mientras me acaricia la cara-. ¿Te encuentras bien?

– Mmm -digo intentando asentir con la cabeza.

Ella deja los dedos debajo de mi barbilla mientras se vuelve hacia la rubia que está agachada a su vera.

– Es muy joven. Y más bonito que un San Luis, ¿verdad, Nell?

Nell le da una calada a su cigarrillo y expulsa el humo por un lado de la boca.

– Sí que lo es. Creo que no le había visto nunca.

– Estuvo echando una mano en la carpa del placer hace unas noches -aclara Barbara. Se vuelve hacia mí-. ¿Cómo te llamas, tesoro? -dice suavemente mientras pasa el dorso de los dedos por mi mejilla una y otra vez.

– Jacob -contesto, intentando evitar un eructo.

– Jacob -dice-. Ah, ya sé quién eres. Es el que nos decía Walter -le dice a Nell-. Es nuevo, un novato. Se portó muy bien en la carpa del placer.

Me agarra de la barbilla y la levanta, mirándome profundamente a los ojos. Intento devolverle la mirada, pero me cuesta enfocar.

– Ay, eres una monería. Y dime, Jacob… ¿Has estado alguna vez con una mujer?

– Yo… eh… -digo-. Eh…

Nell suelta una risita. Barbara se endereza y se pone las manos en la cintura.

– ¿Qué te parece? ¿Le damos una bienvenida en condiciones?

– Casi no nos queda otro remedio. ¿Un novato y virgen? -pasa una mano entre mis muslos y la desliza por mi entrepierna. Mi cabeza, que se bamboleaba inanimada, se endereza de golpe-. ¿Crees que también será pelirrojo ahí abajo? -dice metiéndome mano.

Barbara se me acerca, me separa las manos y se lleva una a la boca. Le da la vuelta, pasa una larga uña por la palma y me mira fijamente a los ojos mientras recorre el mismo camino con la lengua. Luego coloca la mano sobre su pecho izquierdo, justo donde debe de estar su pezón.

Dios mío. Dios mío. Estoy tocando un pecho. Por encima del vestido, pero así y todo…

Barbara se levanta un instante, se estira la falda, mira furtivamente alrededor y se acuclilla. Trato de interpretar este cambio de posición cuando ella vuelve a agarrarme la mano. Esta vez la mete debajo de la falda y aprieta mis dedos contra la seda caliente y húmeda.

Contengo la respiración. El whisky, el alcohol ilegal, la ginebra, el lo-que-sea, todo se disipa en un instante. Mueve mi mano arriba y abajo por sus extraños y maravillosos valles.

Mierda. Podría correrme ahora mismo.

– Mmmmm -ronronea reordenando mis dedos de manera que el corazón entre más profundamente en su interior. La seda caliente se abulta a ambos lados de mi dedo, palpitando bajo mi caricia. Me quita la mano, la vuelve a dejar sobre mi rodilla y le da a mi entrepierna un apretón de prueba-. Mmmmmm -dice con los ojos entornados-. Ya está listo, Nell. Diablos, me encantan a esta edad.

El resto de la noche pasa en destellos epilépticos. Sé que me encuentro encajado entre dos mujeres, pero creo que me caigo por la puerta del vagón. Por lo menos, recuerdo estar tirado boca abajo en el suelo. Luego me suben y me arrastran en la oscuridad hasta que estoy sentado en el borde de una cama.

Ahora estoy seguro de que hay dos Barbaras. Y dos de la otra también. Nell se llamaba, ¿no?

Barbara retrocede unos pasos y levanta los brazos. Echa la cabeza hacia atrás y se pasa las manos por todo el cuerpo, bailando y moviéndose a la luz de las velas. Tengo interés…, de eso no cabe la menor duda. Pero es que ya no puedo seguir manteniéndome recto. Así que caigo de espaldas.

Alguien tira de mis pantalones. Balbuceo cualquier cosa, no sé muy bien qué, pero estoy seguro de que no es para darles ánimos. De repente no me encuentro muy bien.

Oh, Dios mío. Me está tocando -eso-, acariciándolo con cuidado. Me apoyo sobre los codos y bajo la mirada. Está floja, como una diminuta tortuga rosa que se esconde en su caparazón. También parece estar pegada a la pierna. Ella la despega, pone las dos manos en mis muslos para separarlos y va a por mis pelotas. Las acoge en una mano y juguetea con ellas mientras observa mi pene. Éste cuelga sin reaccionar a sus manipulaciones mientras yo lo contemplo apesadumbrado.

La otra mujer -ahora, de nuevo, hay sólo una; ¿cómo diablos voy a conseguir enterarme de una vez?- está tumbada en la cama junto a mí. Extrae un pecho escuálido del vestido y me lo acerca a la boca. Me lo frota por toda la cara. Ahora aproxima su boca pintada a mí, unas fauces insaciables con la lengua fuera. Giro la cara hacia la derecha, donde no hay nadie. Y entonces noto que una boca se cierra alrededor de mi pene.

Contengo la respiración. Las mujeres ríen, pero con un sonido seductor, un sonido provocador, mientras siguen intentando lograr una respuesta.

Oh, Dios, oh, Dios, me la está chupando. Me la está chupando, por el amor de Dios.

No voy a ser capaz de…

Oh, Dios mío, tengo que…

Vuelvo la cabeza y vacío toda la desafortunada mezcla que contiene mi estómago encima de Nell.


Oigo el insoportable ruido de algo que rasca. Luego, la oscuridad que me cubre se rompe con una franja de luz.

Kinko me está mirando.

– Despierta, hermoso. El jefe te busca.

Sostiene abierta una tapa. Todo empieza a tener sentido, porque en cuanto mi cuerpo nota que mi cerebro se ha puesto en funcionamiento, pronto resulta evidente que estoy metido dentro de un baúl.

Kinko deja la tapa abierta y se aparta. Desencajo mi pobre cuello anquilosado y me esfuerzo por adoptar la posición de sentado. El baúl está dentro de una carpa, rodeado de múltiples percheros llenos de trajes de vibrantes colores, elementos de atrezo y tocadores con espejo.

– ¿Dónde estoy? -grazno. Toso para intentar aclararme la garganta seca.

– En el Callejón de los Payasos -dice Kinko señalando los botes de pintura que se ven sobre un tocador.

Levanto un brazo para protegerme los ojos y descubro que éste está enfundado en seda. En una bata de seda roja, para ser exacto. Una bata de seda roja que está abierta. Miro para abajo y descubro que me han afeitado los genitales.

Cierro apresuradamente la bata, preguntándome si Kinko lo habrá visto.

Dios de mi vida, ¿qué hice anoche? No tengo ni idea. Sólo algunos retazos de recuerdos, y…

Oh, Dios. Le vomité encima a una mujer.

Me levanto con dificultad y anudo el cinturón de la bata. Me paso la mano por la frente, que noto inusualmente escurridiza. Cuando miro la mano, la tengo blanca.

– ¿Qué demonios…? -digo mirándome la mano asombrado.

Kinko se gira y me da un espejo. Me hago con él muy nervioso. Cuando lo levanto ante mi cara, un payaso me devuelve la mirada.

Saco la cabeza de la carpa, miro a derecha e izquierda y corro hacia el vagón de los caballos. Me acompañan carcajadas y silbidos.

– Uuuyyyy, ¡mirad a esa tía buena!

– Eh, Fred, ¡fíjate en la chica nueva de la carpa del placer!

– Oye, nena… ¿tienes planes para esta noche?

Me meto en el cuarto de las cabras y cierro con un portazo, apoyándome en la puerta. Respiro agitadamente hasta que las risas de fuera van cediendo. Agarro un trapo y me limpio la cara otra vez. Me la froté bien antes de salir del Callejón de los Payasos, pero no sé por qué, no me parece que esté limpia del todo. Creo que ninguna parte de mí volverá a estar limpia del todo. Y lo peor de todo es que ni siquiera sé lo que hice. Sólo recuerdo fragmentos y, por muy espeluznantes que sean, peor es no saber lo que pasó entre unos y otros.

De repente se me pasa por la cabeza que no sé si sigo siendo virgen o no.

Meto la mano dentro de la bata y me rasco las pelotas irritadas.


Kinko entra unos minutos después. Yo estoy tumbado en mi jergón con los brazos sobre la cabeza.

– Será mejor que muevas el culo-dice-. El jefe sigue buscándote.

Algo resuella junto a mi oreja. Giro la cabeza y me doy con un hocico húmedo. Queenie salta hacia atrás como si hubiera sido disparada por una catapulta. Me contempla desde un metro de distancia, olisqueando cautelosa. Ah, supongo que esta mañana debo de ser una mezcla de olores. Dejo caer la cabeza de nuevo.

– ¿Quieres que te despidan o qué? -dice Kinko.

– En este momento, me da lo mismo -farfullo.

– ¿Qué?

– Me voy a ir de todas formas.

– ¿Qué demonios quieres decir?

No puedo responder. No puedo explicarle que no sólo me he degradado más allá de toda verosimilitud y toda redención, sino que además he desperdiciado mi primera oportunidad de tener relaciones sexuales, algo en lo que he estado pensando constantemente los últimos ocho años. Por no hablar de que he vomitado encima de una de las mujeres que se me ofrecían, que me he desmayado y que alguien me ha afeitado las pelotas, me ha pintado la cara y me ha metido en un baúl. Aunque debe de saberlo en parte, ya que ha sido él quien me ha encontrado esta mañana. Puede que incluso participara en las celebraciones.

– No seas nena -dice-. ¿Quieres acabar errando por las vías como esos pobres vagabundos de ahí fuera? Anda, sal ahora mismo, antes de que te despidan.

Me quedo inmóvil.

– ¡He dicho que te levantes!

– ¿A ti qué te importa? -gruño-. Y deja de gritar. Me duele la cabeza.

– ¡Levántate de una vez o voy a hacer que te duela todo lo demás!

– ¡Vale! ¡Pero deja de gritar!

Me levanto a duras penas y le lanzo una mirada asesina. Tengo la cabeza como un bombo, y noto como si llevara pesos de plomo en todas las articulaciones. Puesto que no deja de mirarme, me vuelvo hacia la pared y no me quito la bata hasta que me he puesto los pantalones, en un intento de ocultar mi falta de vello. Aun así, la cara me arde.

– Ah, y ¿me permites que te dé un consejo? -dice Kinko-. No estaría de más que le mandaras unas flores a Barbara. La otra no es más que una puta, pero Barbara es una amiga.

Me siento tan invadido por la vergüenza que casi pierdo la consciencia. Cuando desaparece el impulso de desmayarme, clavo los ojos en el suelo, convencido de que nunca podré volver a mirar a la cara a nadie.


El tren de los Hermanos Fox ha sido retirado de la vía muerta y el tan cacareado vagón de la elefanta está ahora enganchado justo detrás de nuestra locomotora, donde el traqueteo es más suave. Tiene tragaluces en lugar de rendijas y es de metal. Los chicos del Escuadrón Volador están muy ocupados desmontando las tiendas; ya han desmantelado la mayoría de las grandes, dejando a la vista los edificios de Joliet que ocultaban. Una pequeña multitud de vecinos se ha acercado a contemplar la actividad.

Me encuentro con August en la carpa de las fieras, de pie ante la elefanta.

– ¡Muévete! -le grita agitando la pica delante de su cara.

Ella balancea la trompa y parpadea.

– ¡He dicho que te muevas! -se sitúa detrás de ella y le pincha en la parte posterior de la pata-. ¡Muévete, maldita sea! -ella entrecierra los ojos y pega sus enormes orejas contra la cabeza.

August me ve y se queda paralizado. Tira la pica a un lado.

– ¿Una noche movida?-dice con ironía.

El rubor asciende por mi nuca y se extiende por toda mi cara.

– No me lo digas. Agarra un palo y ayúdame a mover a esta estúpida bestia.

Pete aparece detrás de mí estrujando el sombrero entre las manos.

– ¿August?

August se vuelve furioso.

– Oh, por el amor de Dios. ¿Qué pasa, Pete? ¿No ves que estoy ocupado?

– Ha llegado la comida de los felinos.

– Bien. Ocúpate de todo. No nos queda mucho tiempo.

– ¿Qué quieres que haga con ella exactamente?

– ¿Tú qué coño crees que quiero que hagas con ella?

– Pero, jefe… -dice Pete claramente ofendido.

– ¡Maldita sea! -dice August. La vena de la sien se le hincha peligrosamente-. ¿Es que tengo que hacerlo yo todo, joder? Toma -dice entregándome el pincho-. Enséñale algo a esa bestia. Cualquier cosa me vale. Que yo sepa, lo único que sabe hacer es cagar y comer.

Agarro la pica y le observo abandonar furioso la carpa. Todavía tengo la mirada fija en él cuando la trompa de la elefanta me pasa por delante de la cara y me echa aire caliente en la oreja. Giro y me doy de bruces con un ojo color ámbar. Me guiña. Mi mirada se traslada de ese ojo al pincho que sujeto en la mano.

Vuelvo a mirar al ojo, que me guiña de nuevo. Me inclino y dejo la pica en el suelo.

Ella balancea la trompa delante de sí y agita las orejas como hojas inmensas. Abre la boca en una sonrisa.

– Hola-digo-. Hola, Rosie. Soy Jacob.

Tras un instante de duda, alargo la mano, sólo un poco. La trompa pasa resoplando. Envalentonado, me estiro un poco más y le pongo la mano en el flanco. La piel es áspera y cerdosa, y sorprendentemente cálida.

– Hola -le digo otra vez, dándole una palmada de prueba.

Su oreja, como la vela de un barco, se mueve adelante y atrás, y luego vuelve a acercar la trompa. La toco con cautela y después se la acaricio. Estoy completamente enamorado, y tan concentrado que no me percato de la presencia de August hasta que se planta delante de mí.

– ¿Qué demonios os pasa esta mañana? Debería despediros a todos y cada uno de vosotros: Pete se niega a ocuparse de sus responsabilidades y tú, que primero montas un numerito de desaparición, luego te pones a hacerle carantoñas a la elefanta. ¿Dónde está la puñetera pica?

Me agacho y la recojo. August me la arranca de las manos y la elefanta pega otra vez las orejas a la cabeza.

– Venga, princesa -dice August dirigiéndose a mí-. Tengo un trabajo que tal vez puedas llevar a cabo. Vete a buscar a Marlena. Encárgate de que no se acerque a la parte de atrás de la carpa de las fieras durante un rato.

– ¿Por qué?

August respira profundamente y aprieta el pincho con tal fuerza que se le ponen los nudillos blancos.

– Porque yo lo digo. ¿Vale? -asevera con los dientes apretados.

Naturalmente, me dirijo a la parte de atrás de la carpa de las fieras para ver lo que se supone que Marlena no debe ver. Doblo la esquina en el mismo instante en que Pete le corta el cuello a un decrépito caballo gris. El animal relincha mientras su sangre sale disparada a dos metros del agujero que le ha abierto.

– ¡Dios mío! -exclamo al tiempo que salto hacia atrás.

El corazón del caballo se va deteniendo y los chorros pierden fuerza. Al final, el animal cae de rodillas y se derrumba. Araña el suelo con las manos y luego se queda inmóvil. Tiene los ojos abiertos de par en par. Un charco de sangre oscura se extiende desde su cuello.

Pete me mira, todavía inclinado sobre el animal trémulo.

A su lado, atado a una estaca, hay un escuálido caballo bayo fuera de sí de miedo. Las ventanas de la nariz dilatadas, enrojecidas, los belfos abiertos. La soga que lo sujeta está tan tirante que parece que se vaya a romper. Pete pasa junto al caballo muerto, agarra la soga cerca de la cabeza del otro caballo y le cercena el cuello. Más chorros de sangre, más estertores de muerte, otro cuerpo que cae.

Pete está de pie, con los brazos caídos a los lados, arremangado hasta más arriba de los codos y el cuchillo ensangrentado todavía en la mano. Contempla al caballo hasta que muere, y después levanta la cara hacia mí.

Se limpia la nariz, escupe y vuelve a reanudar la labor que le ocupa.


– ¿Marlena? ¿Estás ahí? -pregunto mientras llamo a la puerta de su compartimento.

– ¿Jacob? -suena una voz débil.

– Sí -contesto.

– Entra.

Está de pie junto a una de las ventanas, mirando hacia el morro del tren. Cuando entro, vuelve la cabeza. Tiene los ojos muy abiertos, la cara sin riego sanguíneo.

– Oh, Jacob… -la voz le tiembla. Está al borde de las lágrimas.

– ¿Qué pasa? ¿Qué te ocurre? -digo mientras cruzo la estancia.

Ella se lleva una mano a la boca y vuelve a girarse hacia la ventana.

August y Rosie efectúan su trabajoso recorrido en dirección a la cabecera del tren. Su avance es arduo, y todos los presentes en la explanada se han parado a mirar.

August la golpea por detrás y Rosie corre unos cuantos pasos. Cuando August la alcanza de nuevo, le vuelve a pegar, tan fuerte esta vez que Rosie levanta la trompa, barrita y huye hacia un lado. August suelta una larga letanía de juramentos y corre tras ella, blandiendo la pica y clavándosela en los flancos. Rosie gime, pero esta vez no se mueve ni un centímetro. Incluso desde lejos, podemos apreciar cómo tiembla.

Marlena se traga un sollozo. En un impulso, busco su mano. Cuando la encuentro, me aprieta tan fuerte los dedos que me hace daño.

Después de algunos golpes y pinchazos más, Rosie acierta a ver su vagón en la cabecera del tren. Levanta la trompa y suelta un bocinazo, saliendo luego en estruendosa carrera. August desaparece bajo la nube de polvo que deja detrás y los aterrados peones se apartan de su camino. Ella se sube al vagón con notable alivio.

El polvo se dispersa y August reaparece, gritando y agitando los brazos. Diamond Joe y Otis trepan al vagón, despacio, con tranquilidad, y se disponen a cerrarlo.