"Agua para elefantes" - читать интересную книгу автора (Gruen Sara)NUEVE
Estoy soñando despierto, con la mirada perdida en el cielo que se entrevé por la puerta abierta, cuando los frenos empiezan a emitir su penetrante chillido y todo se ve impulsado hacia delante. Busco apoyo en el suelo rugoso y luego, después de recuperar el equilibrio, me paso las manos por el pelo y me ato los cordones de los zapatos. Debemos de haber llegado a Joliet. La puerta de madera tosca se abre a mi lado con un chirrido y Kinko sale de su cuarto. Se apoya en el marco de la puerta del vagón con Queenie a sus pies y observa atentamente el paisaje que pasa ante sus ojos. No me ha mirado desde el incidente de ayer y, para ser sincero, a mí me cuesta mirarle, teniendo en cuenta que me debato entre sentir por él una profunda compasión por su vergüenza y el hecho de que apenas puedo contener la risa. Cuando el tren se detiene por fin entre jadeos y suspiros, Kinko y Queenie desembarcan con su clásico clac-clac y el salto por el aire. Fuera, la escena está dominada por un silencio sobrecogedor. A pesar de que el Escuadrón Volador llegó más de media hora antes que nosotros, sus hombres están diseminados en silencio. No se ve ese caos ordenado. No se oye el ruido de las pasarelas y rampas, ni imprecaciones, ni se ven volar rollos de cuerda, ni el ajetreo de las cuadrillas de peones. No hay más que unos centenares de hombres desaliñados que miran pasmados hacia las carpas en pie de otro circo. Es como una ciudad fantasma. Hay una carpa grande, pero sin gente. Una cantina, pero sin bandera. Carromatos y carpas de camerinos llenan la parte trasera, pero las personas que quedan por allí pasean sin rumbo o se sientan a la sombra sin nada que hacer. Me bajo del vagón de los caballos al mismo tiempo que un Plymouth negro y beige entra en el aparcamiento. De él salen dos hombres trajeados que llevan sendos maletines y contemplan la escena bajo sus sombreros de ala estrecha. Tío Al se dirige con paso seguro hacia ellos, sin su séquito, con la chistera puesta y balanceando su bastón con empuñadura de plata. Estrecha la mano de los dos hombres con una expresión jovial, afable. Mientras habla, se vuelve para señalar ostentosamente el terreno. Los hombres de traje asienten con la cabeza, cruzan los brazos sobre el pecho, reflexionan, ponderan. La grava cruje detrás de mí y August aparece junto a mi hombro. – Ése es nuestro Al -dice-. Es capaz de olfatear una autoridad municipal a un kilómetro de distancia. Fíjate… Tendrá al alcalde comiendo de su mano antes del mediodía -me da una palmada en el hombro-. Vamos. – ¿Adónde? -pregunto. – Al pueblo, a desayunar -dice él-. Dudo que haya comida por aquí. Probablemente no la habrá hasta mañana. – Dios… ¿En serio? – Bueno, lo intentaremos, pero no le hemos dado mucho tiempo al oteador para llegar aquí, ¿verdad? – ¿Y qué va a ser de ellos? – ¿De quiénes? Señalo al difunto circo. – ¿Ésos? Cuando empiecen a tener hambre en serio, se marcharán. Es lo mejor para todos, la verdad. – ¿Y nuestros chicos? – Ah, ellos. Sobrevivirán hasta que se presente algo. No te preocupes. Al no dejará que se mueran. Nos detenemos en un restaurante no lejos de la calle principal. Tiene mesas a lo largo de una de las paredes y una barra revestida de chapa con taburetes rojos en la otra. Un puñado de hombres se encuentran sentados a la barra, fumando y charlando con la chica que la atiende. Le abro la puerta a Marlena, que se dirige directamente a una de las mesas y se sienta pegada a la pared. August se acomoda enfrente de ella, así que yo acabo sentado a su lado. Ella cruza los brazos y se queda mirando a la pared. – Buenos días. ¿Qué puedo traeros, muchachos? -dice la chica sin moverse de detrás de la barra. – El desayuno completo -dice August-. Estoy muerto de hambre. – ¿Cómo quiere los huevos? – Poco hechos. – ¿Señora? – Café nada más -dice Marlena cruzando una pierna sobre la otra y balanceando el pie. El movimiento es frenético, casi agresivo. No mira a la camarera. Ni a August. Ni a mí, ahora que lo pienso. – ¿Señor? -pregunta la chica. – Lo mismo que él -contesto-. Gracias. August se apoya en el respaldo del asiento y saca un paquete de Camel. Le da un golpe en el fondo. Un cigarrillo traza un arco en el aire. Él lo atrapa con los labios y se recuesta con los ojos brillantes y las manos abiertas en un gesto de triunfo. Marlena se vuelve a mirarle. Aplaude muy despacio, intencionadamente, con un gesto pétreo. – Venga, cariño, no seas terca -le dice August-. Sabes que nos habíamos quedado sin carne. – Perdón -dice ella mientras se desliza hacia mí. Me levanto para dejarla pasar. Se dirige a la puerta con un repiqueteo de tacones y las caderas oscilando bajo el vestido rojo de vuelo. – Mujeres -dice August mientras enciende el cigarrillo, que protege ahuecando la mano. Luego cierra el encendedor-. Oh, perdona. ¿Quieres uno? – No, gracias. No fumo. – ¿No? -susurra mientras da una profunda calada-. Deberías empezar. Es bueno para la salud -vuelve a guardarse la cajetilla en el bolsillo y reclama la atención de la chica de la barra chasqueando los dedos. Ésta se encuentra junto a la plancha con una espátula en la mano-. Dese un poco de prisa, ¿quiere? No tenemos todo el día. Ella se queda paralizada, con la espátula en el aire. Dos de los hombres que se sientan a la barra se vuelven lentamente y nos miran con los ojos desencajados. – Eh, August -digo. – ¿Qué? -parece genuinamente sorprendido. – Lo estoy haciendo lo más rápido que puedo -dice la camarera con frialdad. – Muy bien. Eso es lo único que pido -dice August. Se inclina hacia mí y continúa en voz baja-: ¿Qué te decía? Mujeres. Debe de haber luna llena o algo así. Cuando regreso a la explanada ya se han erigido unas cuantas carpas de los Hermanos Benzini: la tienda de las fieras, los establos y la cantina. La bandera ondea al viento y el aroma agrio de la grasa impregna el aire. – Ni te molestes -dice uno de los hombres que salen de ella-. No hay más que masa frita y achicoria para bajarla. – Gracias -digo-. Te agradezco el aviso. El hombre escupe y se aleja. Los empleados de los Hermanos Fox que aún están por allí hacen cola delante del vagón de dirección. Una desesperada postración los rodea. Algunos sonríen y bromean, pero su risa tiene un tono demasiado agudo. Otros tienen la mirada perdida, los brazos cruzados. Otros pasean y mueven nerviosamente las manos con la cabeza inclinada. Uno por uno van pasando al interior para entrevistarse con Tío Al. La mayoría salen derrotados. Algunos se secan los ojos y conversan en voz baja con los primeros de la fila. Otros miran estoicamente al frente antes de ponerse en marcha en dirección al pueblo. Dos enanos entran juntos. Salen unos minutos más tarde con las caras largas, deteniéndose a charlar con un pequeño grupo de hombres. Luego empiezan a andar por las vías, uno al lado del otro, con las cabezas altas y sendas fundas de almohada llenas con sus cosas echadas sobre los hombros. Busco entre los asistentes al famoso monstruo. Hay algunas curiosidades: enanos, liliputienses y gigantes, una mujer barbuda (Al ya tiene una, o sea que lo más probable es que no tenga suerte), un hombre inmensamente gordo (que podría tener suerte si a Al se le ocurre formar una pareja) y un surtido de gente y perros con un aire de tristeza generalizado. Pero no veo a ningún hombre con un niño saliéndole del pecho. Cuando Tío Al ha acabado de hacer su selección, nuestros hombres desmontan el resto de las carpas del circo, salvo los establos y la carpa de las fieras. Los trabajadores de los Hermanos Fox que quedan, que ya no pertenecen a ninguna plantilla, observan sentados, fumando y escupiendo tabaco de mascar entre los altos matorrales de zanahoria silvestre y cardos. Al descubrir que las autoridades todavía no han hecho el recuento de los animales del circo de los Hermanos Fox, Tío Al hace que trasladen un puñado de caballos sin registrar de una tienda a otra. Asimilación, por llamarlo de algún modo. Y Tío Al no es el único al que se le ha ocurrido esa idea: un grupo de granjeros deambula por los lindes de la explanada provistos de arreos. – ¿Van a llevárselos así, sin más? -le pregunto a Pete. – Probablemente -contesta-. No me preocupa lo más mínimo mientras no toquen a los nuestros. Pero ten los ojos abiertos. Tendrán que pasar uno o dos días antes de que todos sepamos de quién es cada cosa, y no quiero que desaparezca nada nuestro. Los animales de tiro han hecho jornada doble, y los enormes caballos echan espuma y resoplan con fuerza. Convenzo a uno de los funcionarios de que abra una toma de agua para darles de beber, pero siguen sin tener ni heno ni avena. August regresa cuando estamos rellenando el último abrevadero. – ¿Qué demonios estáis haciendo? Los caballos llevan tres días en el tren… Sacadlos al pavimento y dadles una paliza para que no se vuelvan flojos. – Y una mierda una paliza -contesta Pete-. Mira alrededor. ¿Qué crees que han estado haciendo las últimas cuatro horas? – ¿Has utilizado a nuestros animales? – ¿Y qué demonios querías que hiciera? – ¡Tenías que haber usado sus animales de carga! -¡No conozco a sus putos animales de carga, joder! -grita Pete-. ¡Y qué sentido tiene usar sus animales de carga si luego vamos a tener que darles una paliza a los nuestros para mantenerlos en forma! August abre la boca; luego la cierra y se larga. Al poco rato, varios camiones se concentran en la explanada. Uno tras otro van arrimándose a la cantina y descargan cantidades increíbles de comida. El personal de cocina se pone a trabajar y, al poco rato, la caldera está funcionando y el aroma a buena comida, a comida de verdad, invade toda la explanada. La comida y la paja de los animales llegan poco después, en carromatos en vez de camiones. Cuando llevamos el heno en carretillas a la tienda de los establos, los caballos piafan, se revuelven y estiran los cuellos para robar bocados antes siquiera de que toque el suelo. Los animales de la carpa de las fieras no se muestran menos felices de vernos: los monos chillan y se balancean en las barras de sus jaulas, dedicándonos sonrisas dentudas. Los carnívoros pasean. Los herbívoros alargan las cabezas gruñendo, gimiendo y hasta bramando agitados. Abro la puerta del orangután y dejo en el suelo un recipiente de frutas, verduras y nueces. Cuando la cierro, saca su largo brazo entre los barrotes y señala una naranja de otro recipiente. – ¿Eso? ¿Quieres eso? Sigue señalándola mientras me mira fijamente. Sus rasgos son cóncavos, su cara como un ancho plato ribeteado de pelo rojo. Es la cosa más chocante y hermosa que he visto en mi vida. – Toma -le digo dándole la naranja-. Puedes comértela. La agarra y la deja en el suelo. Luego vuelve a alargar la mano. Tras algunos segundos de absoluta incomprensión, le ofrezco la mía. La envuelve con sus largos dedos y después la suelta. Se sienta sobre sus posaderas y pela la naranja. Me quedo mirando asombrado. Me estaba dando las gracias. – Bueno, pues ya está -dice August cuando salimos de la carpa. Me pone una mano encima del hombro-. Acompáñame a tomar un trago, muchacho. Hay limonada en la tienda de Marlena, y no es el zumo de calcetín que dan en el puesto de bebidas. Le pondremos una gotita de whisky, ¿eh, eh? – Voy dentro de un momento -digo-. Tengo que echar un vistazo a los otros animales. Debido a la peculiar situación de los animales de carga de los Hermanos Fox -cuyo número no deja de descender en toda la tarde-, yo me he ocupado de que se les diera agua y comida. Pero todavía no he visto cómo se encuentran los exóticos y los de pista. – No -dice August con firmeza-. Ven conmigo ahora mismo. Le miro, sorprendido por su tono. – Vale. Está bien -digo-. ¿Sabes si se les ha dado agua y comida? – Ya se les dará. Más tarde. – ¿Cómo? -pregunto. – Ya se les dará agua y comida. Más tarde. – August, hace casi cuarenta grados. No podemos dejarles sin agua por lo menos. – Podemos y lo haremos. Así es como Tío Al hace negocios. El alcalde y él van a jugar al farol un rato, entonces el alcalde se dará cuenta de que no sabe qué hacer con las jirafas, las cebras y los leones, bajará los precios y entonces, y sólo entonces, entraremos en escena. – Lo siento, pero no puedo hacer eso -digo dándome la vuelta para irme. Su mano se cierra alrededor de mi brazo. Se pone delante de mí y se me acerca hasta que su cara está a escasos centímetros de la mía. Me pasa un dedo por la mejilla. – Claro que puedes. Se les va a cuidar. Pero no ahora mismo. Así es como funcionan las cosas. – Es una gilipollez. – Tío Al ha convertido en un arte su manera de construir su circo. Somos lo que somos gracias a eso. ¿Quién demonios sabe lo que hay en esa carpa? Si es algo que no le interesa, vale. ¿A quién le importa? Pero si es algo que desea y tú le chafas la negociación y tiene que pagar más por tu culpa, puedes estar seguro de que Al te va a chafar a ti. ¿Lo has entendido? -habla con los dientes apretados-. ¿Lo… has… entendido? -repite, haciendo una pausa después de cada palabra. Le miro a los ojos, que no parpadean. – Perfectamente -digo. – Bien -dice. Retira el dedo de mi cara y retrocede un paso-. Bien -dice otra vez asintiendo con la cabeza y permitiendo que se le relaje la cara. Suelta una carcajada forzada-. Te diré una cosa: ese whisky nos va a venir muy bien. – Creo que voy a pasar. Me mira un instante y se encoge de hombros. – Como quieras -dice. Me siento a cierta distancia de la carpa en la que se alojan los animales abandonados y la contemplo con creciente consternación. Una inesperada ráfaga de viento ahueca una de las paredes laterales. No corre ni la más leve brisa. Nunca he sido más consciente del calor que cae sobre mi cabeza y de la sequedad de mi garganta. Me quito el sombrero y me paso un brazo mugriento por la frente. Cuando la bandera naranja y azul se iza sobre la cantina anunciando la cena, un puñado de nuevos empleados del circo de los Hermanos Benzini se suman a la fila, reconocibles por los tickets rojos que llevan en la mano. El hombre gordo ha tenido suerte, lo mismo que la mujer barbuda y un grupo de enanos. Tío Al sólo se ha quedado con artistas, aunque un pobre desgraciado se ha encontrado nuevamente despedido en cuestión de minutos cuando August le ha pillado mirando a Marlena con una excesiva admiración al salir del vagón de dirección. Otros cuantos intentan meterse en la fila, pero ninguno consigue burlar a Ezra. Su único trabajo consiste en conocer a todos los trabajadores del circo, y Dios sabe que se le da muy bien. Cuando señala con el pulgar a uno de ellos, Blackie interviene para hacerse cargo. Uno o dos de los rechazados logran trincar un puñado de comida antes de salir de la cantina volando por los aires. Hombres sombríos y silenciosos recorren el perímetro con ojos de hambre. Cuando Marlena se retira del mostrador de la comida, uno de los hombres se dirige a ella. Es alto y flaco, con las mejillas marcadas por profundas arrugas. En otras circunstancias, probablemente sería guapo. – Señora… Oiga, señora. ¿Puede darme un poco? ¿Un trozo de pan nada más? Marlena se para y le observa. Su expresión es vacía, su mirada desesperada. Ella mira su plato. – Venga, señora. Tenga corazón. No he comido desde hace dos días -se pasa la lengua por los labios agrietados. – Sigue adelante -le dice August a Marlena tomándola del codo y llevándola con firmeza hacia la mesa del centro de la carpa. No es nuestra mesa habitual, pero he notado que la gente no suele discutir con August. Marlena se sienta en silencio, mirando de vez en cuando al hombre de fuera. – Oh, no hay nada que hacer -dice ella tirando los cubiertos sobre la mesa-. No puedo comer con esa pobre gente ahí fuera -se levanta y coge su plato. – ¿Adónde vas? -le pregunta August secamente. Marlena le devuelve la mirada. – ¿Cómo voy a sentarme aquí y comer cuando ellos no han probado bocado en dos días? – Ni se te ocurra darle eso -dice August-. Y ahora siéntate. Los ocupantes de algunas otras mesas se vuelven a mirarnos. August les sonríe con nerviosismo y se inclina hacia Marlena. – Cariño -le dice atropelladamente-, sé que esto es muy duro para ti. Pero si le das la comida a ese hombre, le animarás a seguir merodeando, y luego ¿qué? Tío Al ya ha escogido a los trabajadores. Éste no ha sido uno de ellos. Tiene que seguir su camino y ya está, y cuanto antes mejor. Es por su bien. Ésa es la verdadera generosidad. Marlena contrae los ojos. Deja el plato en la mesa, pincha una chuleta de cerdo con el tenedor y la pone encima de una rebanada de pan. Le quita el pan a August, lo pone encima de la chuleta y sale como una exhalación. – ¿Adónde crees que vas? -grita August. Ella va directa hasta el hombre flaco, le agarra una mano y le planta el bocadillo en ella. Luego se marcha entre los aplausos dispersos y los silbidos del lado de los trabajadores. August tiembla de rabia, una vena palpita en su sien. Al cabo de unos instantes se levanta y coge su plato. Tira su contenido en el cubo de la basura y se va. Yo miro mi plato. Está repleto de chuletas de cerdo, verduras y puré de patatas. He trabajado como una mula todo el día, pero no puedo probar bocado. A pesar de que son casi las siete de la tarde, el sol está todavía alto y el aire es cálido. El terreno es muy diferente al que hemos dejado en el noroeste. Aquí es llano y seco como un hueso. La explanada está cubierta de hierba, pero es marrón y está pisoteada, quebradiza como la paja. En los límites, cerca de las vías, han crecido largos hierbajos -plantas resistentes con tallos finos, hojas pequeñas y flores compactas- concebidos para no perder más energía que la necesaria para alzar sus brotes al cielo. Al pasar por la tienda de establos veo a Kinko protegido por su escasa sombra. Queenie está agachada delante de él, haciendo unas deposiciones muy líquidas, y avanza unos centímetros tras cada nuevo chorro de diarrea. – ¿Qué le pasa? -digo deteniéndome a su lado. Kinko me mira con odio. – ¿A ti qué te parece? Tiene cagalera. – ¿Qué ha comido? – ¿Quién coño lo sabe? Me aproximo y observo de cerca uno de los charquitos buscando parásitos. Parece que está limpia. – Vete a ver si tienen miel en la cocina. – ¿Eh? -dice Kinko estirándose y mirándome con los ojos entornados. – Miel. Y si puedes conseguir un poco de polvo de olmo, añádeselo también. Pero la miel sola debería ser suficiente para curarla -digo. Me mira fijamente durante unos instantes con los brazos en jarras. – De acuerdo -dice inseguro. Luego se vuelve hacia la perra. Sigo mi camino, deteniéndome finalmente en una campa de hierba a cierta distancia de la carpa de las fieras de los Hermanos Fox. Se alza inmersa en una ominosa soledad, como sí estuviera rodeada de un campo de minas. Nadie se acerca a menos de veinte metros de distancia. Las condiciones dentro deben de ser horribles, pero, aparte de atar a Tío Al y a August y asaltar los vagones de agua, no se me ocurre ninguna solución. Me voy sintiendo más y más desesperado hasta que ya no puedo seguir sentado. Me pongo de pie y me dirijo hacia nuestra carpa de las fieras. Incluso con la ventaja de unos abrevaderos llenos de agua y de la corriente de aire, los animales se encuentran en un estado de estupor debido al calor. Las cebras, jirafas y otros herbívoros permanecen de pie, pero con los cuellos estirados y los ojos medio cerrados. Hasta el yak está inmóvil, a pesar de las moscas que se pasean zumbando alrededor de sus ojos y orejas. Le espanto unas cuantas, pero vuelven a posarse inmediatamente. No hay nada que hacer. El oso polar está tumbado sobre su estómago, con la cabeza y el hocico estirados hacia delante. En reposo parece inofensivo, casi delicado, con la mayor parte de su masa corporal concentrada en el tercio inferior de su cuerpo. Inhala profunda y lentamente, y exhala con un gruñido largo y ronco. Pobrecillo. Dudo mucho que la temperatura alcance unas cotas ni parecidas a éstas en el Ártico. El orangután está tumbado boca arriba, con los brazos y las patas abiertas. Gira la cabeza para mirarme y parpadea tristemente, como si me pidiera perdón por no hacer un esfuerzo mayor. Parpadea una vez más y gira la cabeza de nuevo para volver a clavar la mirada en el techo. Cuando llego a los caballos de Marlena, emiten un relincho de reconocimiento y pasan sus belfos por mis manos, que todavía huelen a manzanas asadas. Una vez que confirman que no tengo nada, pierden el interés en mí y regresan a su estado de semiinconsciencia. Los felinos yacen de costado, completamente inmóviles, con los ojos sin cerrar del todo. Si no fuera por el subir y bajar constante de sus cajas torácicas, podría creer que están muertos. Apoyo la frente en los barrotes y me quedo mirándolos largo rato. Después me doy la vuelta para irme. Apenas he recorrido unos tres metros cuando me giro. Acabo de darme cuenta de que los suelos de las jaulas están escrupulosamente limpios. Marlena y August están discutiendo tan alto que puedo oírles a veinte metros de distancia. Me detengo a las puertas del camerino, no muy seguro de querer interrumpirles. Pero tampoco quiero quedarme escuchando. Por fin me armo de valor y pego la boca a la lona. – ¡August! ¡Oye, August! Las voces se acallan. Se oye un roce y uno de ellos chista al otro. – ¿Qué pasa? -pregunta August. – ¿Clive ha dado de comer a los felinos? Su rostro se asoma por la abertura de la cortina. – Ah, sí. Bueno, ha habido algunas dificultades, pero ya se me ha ocurrido una cosa. – ¿Que? – Llegará mañana. No te preocupes. No les va a pasar nada. Dios mío -dice estirando el cuello para ver detrás de mí-. ¿Y ahora qué pasa? Tío Al se dirige hacia nosotros a grandes pasos con su chaleco rojo y la chistera; sus piernas enfundadas en cuadros devoran la distancia. Le siguen sus acólitos, dando nerviosas carreritas para mantenerse a su altura. August suspira y me abre la cortina de la tienda. – Puedes pasar y tomar asiento. Parece que vas a recibir tu primera lección de negocios. Me agacho y entro. Marlena está sentada delante de su tocador, con las piernas y los brazos cruzados. Balancea un pie, furiosa. – Querida mía -dice August-. Recomponte. – ¿Marlena? -dice Tío Al al otro lado de la cortina de lona de la tienda-. ¿Marlena? ¿Puedo entrar, querida? Marlena chasca los labios y pone los ojos en blanco. – Sí, Tío Al. Por supuesto, Tío Al. Por favor, pasa, Tío Al -canturrea. La cortina de la tienda se abre y Tío Al entra, transpirando profusamente y con una sonrisa de oreja a oreja. – Ya hemos llegado a un acuerdo -dice mientras se para delante de August. – O sea que ya es tuyo -le dice August. – ¿Eh? ¿Qué? -responde Tío Al, parpadeando sorprendido. – El monstruo -dice August-. Charles Nosequé. – No, no, no. Olvídate de él. – ¿Cómo que «olvídate de él»? -dice August-. Creía que él era la razón por la que estábamos aquí. ¿Qué ha pasado? – ¿Qué? -dice Tío Al algo despistado. Unas cuantas cabezas se asoman detrás de él y niegan con vehemencia. Uno de los acompañantes hace el gesto de cortarse el cuello. August les mira y suspira: – Ah, se lo ha quedado Ringling. – No te preocupes por eso -dice Tío Al-. Tengo novedades…, ¡magníficas novedades! ¡Incluso podría decirse que son novedades mastodónticas! -se vuelve para mirar a sus seguidores, que le reciben con sentidas carcajadas. Él se gira de nuevo-. Adivina. – No tengo ni idea, Al -dice August. Al se vuelve expectante hacia Marlena. – No lo sé -dice ella enfadada. – ¡Hemos comprado un paquidermo! -grita Tío Al abriendo jubiloso los brazos. Su bastón golpea a uno de los adeptos, que da un salto hacia atrás. A August le cambia la cara. – ¿Qué? – ¡Un paquidermo! ¡Un elefante! – ¿Tienes un elefante? – No, August. Tú tienes un elefante. Se llama Rosie, tiene cincuenta y tres años y es increíblemente lista. La mejor que tenían. Estoy impaciente por ver el número que montas para ella… -cierra los ojos para percibir mejor la imagen. Agita los dedos delante de la cara. Sonríe en éxtasis, con los ojos cerrados-. Imagino que intervendrá Marlena. Puede montarla durante el desfile y en la Gran Parada, y luego tú puedes hacer un número estrella en la pista central. ¡Ah, toma! -se da la vuelta y chasquea los dedos-. ¿Dónde está? Vamos, vamos, idiotas. Aparece una botella de champán. Con una profunda reverencia se la ofrece a Marlena para que la inspeccione. Luego le quita el cierre de alambre y abre la botella. Unas copas de flauta aparecen detrás de él y se posan sobre el tocador de Marlena. Tío Al sirve pequeñas cantidades en ellas y nos pasa una a Marlena, otra a August y otra a mí. Levanta la última en el aire. Los ojos se le nublan. Suspira profundamente y se lleva una mano al pecho. – Es un gran placer para mí celebrar este inolvidable momento con vosotros…, mis amigos más queridos en el mundo -se balancea hacia delante sobre sus pies enfundados en polainas y consigue derramar una lágrima real, que rueda por su gorda mejilla-. No sólo tenemos veterinario, y un veterinario que ha estudiado en Cornell nada menos, además tenemos un elefante. ¡Un elefante! -solloza de felicidad y hace una pausa, abrumado-. He esperado este día durante años. Y esto no es más que el principio, amigos míos. Ahora jugamos en la liga de los grandes. Un espectáculo a tener en cuenta. Desde detrás de él llegan aplausos aislados. Marlena mantiene su copa en equilibrio sobre la rodilla. August sujeta la suya rígidamente frente a sí. Salvo para agarrar la copa, no ha movido ni un músculo. Tío Al levanta su copa de champán. – ¡Por El Espectáculo Más Deslumbrante del Mundo de los Hermanos Benzini! -exclama. – ¡Por los Hermanos Benzini! ¡Por los Hermanos Benzini! -se escuchan voces a sus espaldas. Marlena y August permanecen en silencio. Al vacía la copa y se la da al más cercano de sus partidarios, que se la mete en un bolsillo de la chaqueta y sale de la tienda detrás de él. La cortina se cierra y de nuevo nos quedamos los tres solos. Hay un instante de quietud absoluta. Luego August «acude la cabeza, como si volviera en sí. – Supongo que será mejor que vayamos a ver ese camelo -dice vaciando la copa de un solo trago-. Jacob, ahora ya puedes ocuparte de esos malditos animales. ¿Estás contento? Le miro con los ojos muy abiertos. Luego yo también me bebo la copa. Por el rabillo del ojo veo que Marlena hace lo mismo. La carpa de las fieras de los Hermanos Fox ya está tomada por el personal de los Hermanos Benzini. Corren de un lado a otro llenando abrevaderos, echando heno y retirando estiércol. Se han levantado algunas partes de la tienda para crear una corriente de aire. Nada más entrar recorro la carpa en busca de animales con problemas. Afortunadamente, todos parecen encontrarse muy bien. La elefanta se yergue al fondo de la tienda: es una bestia enorme del color de las nubes de tormenta. Nos abrimos paso entre los trabajadores y nos paramos delante del animal. Es descomunal. Por lo menos mide tres metros de alto hasta los hombros. Su piel es manchada y cuarteada, como el cauce de un río seco, desde la punta de la trompa hasta sus anchas patas. Sólo sus orejas son tersas. Nos mira con unos ojos escalofriantemente humanos. Son de color ámbar, muy hundidos en su cara y con unas pestañas muy largas. – Dios santo -dice August. Alarga la trompa, que se agita como una criatura independiente, hacia nosotros. Ondea delante de August, luego de Marlena y finalmente de mí. En su extremo, un apéndice parecido a un dedo se agita y se contrae. Las fosas nasales se abren y cierran, soplan y bufan, y luego se retira. Cuelga de su cara como un péndulo, como un inmenso gusano musculoso. El dedo recoge del suelo hebras perdidas de heno y luego las deja caer de nuevo. Observo la trompa vacilante y deseo que vuelva a acercarse. Extiendo la mano para ofrecérsela, pero ya no regresa. August la mira consternado y Marlena sencillamente la observa. No sé lo que pensar. Nunca he visto un animal tan grande. Sobrepasa mi cabeza casi metro y medio. – ¿Es usted el encargado de la elefanta? -pregunta un hombre que se nos acerca por la derecha. Lleva la camisa sucia y fuera de los pantalones, saliéndose por los lados de los tirantes. – Soy el director ecuestre y el encargado de los animales -responde August estirándose todo lo alto que es. – ¿Dónde está el domador de elefantes? -dice el hombre mientras lanza un salivajo de tabaco por la comisura de la boca. La elefanta alarga la trompa y se la pone encima del hombro. Él se la quita y se pone fuera de su alcance. La elefanta abre la boca con forma de pala en lo que sólo podría describirse como una sonrisa y empieza a balancear la cabeza, manteniendo el ritmo con las oscilaciones de la trompa. – ¿Para qué quiere saberlo? -le pregunta August. – Sólo quiero intercambiar unas palabras con él, eso es todo. – ¿Por qué? – Para que sepa en lo que se está metiendo -dice el hombre. – ¿Qué quiere decir? – Dígame quién es el domador de los elefantes y se lo diré. August me agarra del brazo y tira de mí. – Éste es. Él es mi domador de elefantes. Bueno, ¿en qué nos estamos metiendo? El hombre me mira, aplasta la bola de tabaco contra el fondo de la mejilla y sigue dirigiéndose a August. – Este que ven aquí es el animal más estúpido que hay sobre la faz de la Tierra. August parece asombrado. – Creía que era el mejor elefante. Al dijo que era el mejor de todos. El hombre sorbe y escupe un chorro de saliva marrón en dirección a la inmensa bestia. – Si fuera la mejor, ¿por qué iba a ser la única que queda? ¿Creen que son el primer circo que viene a recoger los restos? Pero si han tardado tres días en llegar. Bueno, que tengan buena suerte -se gira para marcharse. – Espere -dice August apresuradamente-. Cuénteme más cosas. ¿Es mala? – No. Sólo es más tonta que mandada hacer de encargo. – ¿De dónde procede? – De un número ambulante de elefantes, de un cochino polaco que cayó muerto en Libertyville. El ayuntamiento la daba por cuatro perras. Pero no fue ninguna ganga, porque desde entonces no ha hecho nada más que comer. August le mira pálido. – ¿O sea que ni siquiera estaba en un circo? El hombre pasa por encima de la cuerda y desaparece detrás del animal. Regresa con un palo de un metro de largo con un pincho metálico de diez centímetros en la punta. – Aquí tienen la pica para la elefanta. La van a necesitar. Que tengan suerte. En lo que a mí respecta, si no vuelvo a ver un paquidermo en lo que me queda de vida, me parecerá poco tiempo -escupe otra vez y se marcha. August y Marlena se quedan mirándole. Yo vuelvo la vista a tiempo de ver cómo la elefanta saca la trompa del abrevadero. La levanta, apunta y le lanza un chorro de agua al hombre con tal fuerza que le arranca el sombrero de la cabeza. Él se para con el pelo y la ropa chorreando. Se queda quieto unos instantes. Luego se seca la cara, se inclina para recoger el sombrero, hace una reverencia a los asombrados trabajadores de la carpa y sigue su camino. |
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