"Agua para elefantes" - читать интересную книгу автора (Gruen Sara)

OCHO

– Despierte, señor Jankowski. Está teniendo una pesadilla.

Abro los ojos. ¿Dónde estoy?

Ah, maldita sea una y mil veces.

– No estaba soñando -digo.

– Bueno, pues estaba hablando en sueños, eso seguro -dice la enfermera. Es la encantadora chica negra otra vez. ¿Por qué me costará tanto recordar su nombre?-. Algo sobre darles de comer estrellas a los felinos. Y no se preocupe por esos gatos, seguro que les han dado de comer, aunque haya sido después de despertarse usted. Pero ¿por qué le han puesto estas cosas? -susurra para sí mientras suelta las ataduras de velcro que me sujetan las muñecas-. No habrá intentado escaparse, ¿verdad?

– No. Tuve la osadía de quejarme de la papilla que nos dan para comer -la miro por el rabillo del ojo-. Y después el plato se me cayó de la mesa.

Se detiene y me mira. Luego rompe a reír.

– Menudo genio que tiene usted -dice frotándome las muñecas entre sus manos tibias-. Madre mía.

Me llega como en un fogonazo: ¡Rosemary! Ja. No estoy tan senil después de todo.

Rosemary. Rosemary. Rosemary.

Tengo que pensar un modo de guardarlo en la memoria, una rima o algo así. Puede que lo haya recordado hoy, pero eso no garantiza que lo recuerde mañana, ni siquiera dentro de un rato.

Se dirige a la ventana y abre las persianas.

– Si no te importa… -digo.

– ¿Si no me importa qué? -responde ella.

– Corrígeme si me equivoco, pero ésta es mi habitación, ¿verdad? ¿Y si no quiero abrir las persianas? Te diré que empiezo a estar más que harto de que todo el mundo crea saber lo que quiero mejor que yo.

Rosemary se me queda mirando. Luego deja caer las persianas y se marcha de la habitación, cerrando la puerta al salir. Yo abro la boca sorprendido.

Un momento después se oyen tres golpecitos en la puerta. Se abre una rendija.

– Buenos días, señor Jankowski, ¿puedo pasar?

¿A qué puñetas está jugando?

– Le he preguntado si puedo pasar -repite.

– Por supuesto -mascullo.

– Gracias por su amabilidad -dice mientras entra y se sitúa a los pies de la cama-. Y ahora, ¿quiere que abra las persianas y que el sol del buen Dios le bañe con su luz o prefiere pasarse el día entero sentado aquí, en las más negras tinieblas?

– Oh, ábrelas de una vez. Y deja de hacer tonterías.

– No es ninguna tontería, señor Jankowski -dice acercándose a la ventana para abrir las persianas-. No lo es en absoluto. Nunca lo había pensado y le doy las gracias por haberme abierto los ojos.

¿Se está burlando de mí? Entorno los ojos para examinar su rostro en busca de alguna señal.

– Bien, ¿y tengo razón al pensar que prefiere tomar el desayuno en su habitación?

No contesto, porque todavía no estoy muy seguro de si me está tomando el pelo. Sí lo estoy de que, a estas alturas, han anotado esa preferencia en mi ficha, pero me hacen la misma pregunta todas las mañanas. Por supuesto, preferiría tomar el desayuno en el comedor. Desayunar en la habitación hace que me sienta como un inválido. Pero al desayuno le sigue el cambio matinal de pañales y el hedor de las heces llena el corredor y me produce arcadas. Hasta una o dos horas después de que hayan limpiado, alimentado y aparcado a todos los incapacitados fuera de sus habitaciones no es seguro sacar la cabeza.

– Bueno, señor Jankowski, si espera que la gente haga las cosas como usted quiere, va a tener que dar algunas pistas de cómo es eso.

– Sí. Por favor. Lo tomaré aquí -digo.

– Muy bien. ¿Quiere darse la ducha antes o después de desayunar?

– ¿Qué le hace pensar que necesito una ducha? -digo con tono ofendido, a pesar de que no estoy muy seguro de no necesitarla.

– Porque hoy es el día que vienen a visitarle sus familiares -dice desplegando otra vez su enorme sonrisa-. Y porque he pensado que le gustaría estar fresco y arreglado para su salida de esta tarde.

¿Mi salida? ¡Ah, sí! El circo. Tengo que decir que despertar dos días seguidos con la perspectiva de ir al circo ha sido muy agradable.

– Creo que me la daré después del desayuno, si no le importa -digo con amabilidad.


Una de las mayores indignidades de ser mayor es que la gente se empeña en ayudarte a hacer cosas como bañarte o ir al lavabo.

La verdad es que no necesito ayuda para ninguna de las dos, pero también les da tanto miedo que resbale y me rompa la cadera otra vez que me acompañan tanto si quiero como si no. Siempre insisto en entrar al baño yo solo, pero siempre viene alguien conmigo, por si acaso, y, por alguna extraña razón, siempre es una mujer. A quien le haya tocado le digo que se dé la vuelta mientras me bajo los pantalones y me siento, y luego le pido que salga hasta que haya terminado.

Bañarse es todavía más bochornoso, porque me tengo que desnudar hasta quedarme como vine al mundo delante de una enfermera. Y claro, hay cosas que nunca mueren, o sea que, a pesar de tener más de noventa años, el tallo se me levanta de vez en cuando. No puedo evitarlo. Ellas siempre hacen como que no se dan cuenta. Supongo que están adiestradas para eso, aunque hacer como que no se dan cuenta es todavía peor que darse cuenta. Significa que no me consideran más que un viejo inofensivo pertrechado de un pene inofensivo que todavía se pone tieso en alguna ocasión. Aunque si alguna de ellas se lo tomara en serio e intentara hacer algo al respecto, probablemente me moriría de la impresión.

Rosemary me ayuda a entrar en la cabina de la ducha.

– Eso es, y ahora sujétese bien a esa barra de allí…

– Lo sé, lo sé. Ya me he dado otras duchas -digo agarrándome a la barra y sentándome con cuidado en la silla de baño. Rosemary desliza la alcachofa de la ducha por la guía para que pueda alcanzarla.

– ¿Qué tal está de temperatura, señor Jankowski? -pregunta poniendo la mano debajo del chorro y manteniendo la mirada discretamente retirada.

– Bien. Dame el champú y sal fuera, ¿quieres?

– Vaya, señor Jankowski, hoy sí que está de mal humor, ¿eh? -abre el bote de champú y vierte unas gotas en la palma de mi mano. No necesito más. Sólo me quedan una docena de pelos más o menos.

– Déme una voz si necesita algo -dice corriendo la cortina-. Estoy aquí al lado.

– Brrrrmf-digo.

Una vez que se ha ido disfruto bastante de la ducha. Saco la alcachofa de su horquilla y me paso el chorro pegado al cuerpo, recorriendo los hombros y la espalda, y por encima de todos los miembros escuálidos. Incluso echo la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados y dejo que el chorro me dé en la cara. Imagino que es una tormenta tropical; sacudo la cabeza y gozo con ella. Y también disfruto de la sensación allí abajo, esa arrugada serpiente rosa que engendró cinco hijos hace tanto tiempo.

A veces, cuando estoy en la cama, cierro los ojos y recuerdo el aspecto -y, sobre todo, el tacto- del cuerpo desnudo de una mujer. Por lo general es el de mi mujer, pero no siempre. Le fui totalmente fiel. Ni una sola vez en más de sesenta años eché una cana al aire, salvo en mi imaginación, y tengo la sensación de que no le habría importado. Era una mujer extraordinariamente comprensiva.

Dios santo, ¡cómo echo de menos a aquella mujer! Y no sólo porque si estuviera viva yo no estaría aquí, aunque ésa sea una verdad como un castillo. Por muy decrépitos que hubiéramos estado, habríamos cuidado el uno del otro, como hicimos siempre. Pero cuando ella se fue no pude hacer nada con los chicos. La primera vez que me caí lo arreglaron todo antes de que pudiera decir «garrapiñadas».

Pero papá, dijeron, te has roto la cadera, como si yo no me hubiera dado cuenta. Me resistí todo lo que pude. Les amenacé con dejarles sin un centavo, hasta que caí en la cuenta de que ya controlaban todo mi dinero. Ellos no me lo recordaron, me dejaron que protestara como un viejo chocho hasta que me di cuenta yo solo, y eso me puso todavía más furioso, porque si me hubieran tenido el mínimo respeto, al menos se habrían asegurado de que fuera consciente de ello. Me sentí como un bebé al que se le deja que tenga una rabieta hasta que se canse.

A medida que me quedaba más y más claro el alcance de mi indefensión, fui cambiando de postura.

Tenéis razón, concedí. Supongo que me vendría bien contar con ayuda. Alguien que viniera durante el día no estaría mal, para que me ayude con la limpieza y la cocina. ¿No? Bueno, ¿y una persona interna? Ya sé que he tenido las cosas un poco abandonadas desde que murió vuestra madre… Pero creía que habíais dicho… Vale, entonces uno de vosotros puede venirse a vivir conmigo…

Pero no lo entiendo… Bueno, Simón, tu casa es bastante grande. Seguro que puedo…

No hubo nada que hacer.

Recuerdo cuando salí de mi casa por última vez, arropado como un gato que va al veterinario. Mientras se alejaba el coche tenía los ojos tan empañados de lágrimas que no pude mirar atrás.

No es un asilo, me dijeron. Es una residencia asistida, una cosa moderna, ¿sabes? Sólo te dan ayuda para las cosas que necesites, y cuando te hagas mayor…

Siempre se cortaban ahí, como si así pudieran evitar que yo siguiera el razonamiento hasta su conclusión lógica.

Durante mucho tiempo me sentí traicionado porque ninguno de mis cinco hijos hubiera querido que viviera con ellos. Ya no. Ahora que he tenido tiempo de darle vueltas, me doy cuenta de que ya tienen bastantes problemas sin necesidad de añadirme a la lista.

Simón tiene unos setenta años y ha tenido al menos un ataque al corazón. Ruth tiene diabetes y Peter problemas con la próstata. La mujer de Joseph huyó con un camarero del hotel cuando estuvieron en Grecia, y aunque el cáncer de mama de Dinah parece haber remitido, gracias a Dios, ahora tiene a su nieta viviendo con ella y está intentando que la chica vuelva al buen camino después de dos hijos ilegítimos y un arresto por robar en una tienda.

Y ésas son sólo las cosas que yo sé. Hay otras muchas que no mencionan porque no quieren inquietarme. He oído por casualidad algunas, pero cuando les pregunto se cierran en banda. No hay que preocupar al abuelo, ya sabes.

¿Por qué? Eso es lo que me gustaría saber. Detesto esta incomprensible política de protección excluyente, porque lo que hace en realidad es considerarme un cero a la izquierda. Si no sé lo que está pasando en sus vidas, ¿cómo voy a poder intervenir en sus conversaciones?

He deducido que no lo hacen por mí en absoluto. Es un mecanismo de protección para ellos mismos, una manera de defenderse de mi futura muerte, lo mismo que los hijos se distancian de los padres como preámbulo para irse de casa. Cuando Simón cumplió dieciséis años y se volvió peleón, creí que sólo le pasaría a él. Cuando Dinah llegó a esa edad sabía que no era culpa suya: había sido programada así.

Pero, dejando a un lado la censura de contenidos, mi familia ha sido completamente fiel en las visitas. Todos los domingos viene alguien, contra viento y marea. Hablan y hablan y hablan sobre lo bueno/desapacible/despejado que está el tiempo, de lo que hicieron durante las vacaciones, de lo que han comido en el almuerzo, y luego, a las cinco en punto, miran agradecidos el reloj y se van.

Algunas veces, mientras se van, intentan convencerme de que vaya al bingo que se celebra en el salón, como los que vinieron hace dos semanas. ¿No te gustaría jugar un rato?, dijeron. Podemos acercarte de camino a la salida. ¿No te parece divertido?

Claro, les dije. Tal vez si eres una hortaliza. Y se rieron, lo que me agradó mucho aunque no lo decía como broma. A mi edad uno se agarra a lo que puede. Al menos demostraron que me estaban escuchando.

Mis temas de conversación no logran mantener su interés y, la verdad, no puedo reprochárselo. Mis anécdotas están pasadas de moda. Qué más da que pueda hablar de primera mano de la gripe española, la aparición del automóvil, las guerras mundiales, la guerra fría, las guerras de guerrillas y del Sputnik; todo eso ahora es historia antigua. Pero ¿qué más puedo ofrecer? A mí ya no me sucede nada. Esa es la realidad de hacerse viejo, y sospecho que ése es el meollo de la cuestión. Todavía no estoy preparado para hacerme viejo.

Pero no debería quejarme, teniendo en cuenta que hoy es día de circo.


Rosemary vuelve con la bandeja del desayuno, y cuando levanta la tapa de plástico marrón veo que ha puesto nata y azúcar moreno en las gachas de avena.

– No le vaya a decir a la doctora Rashid lo de la nata, ¿eh? -me dice.

– ¿Por qué no? ¿No puedo tomar nata?

– No usted en concreto. Es parte de la dieta especial. Algunos de nuestros residentes ya no pueden digerir los alimentos pesados como antes.

– ¿Y mantequilla? -estoy sorprendido. Mi memoria viaja hacia atrás repasando las últimas semanas, meses, años, intentando recordar la última aparición de la nata o la mantequilla en mi vida. Caramba, es cierto. ¿Cómo no me he dado cuenta? O puede que sí lo haya notado y por eso me gusta tan poco la comida. En fin, no me extraña. Supongo que también nos han reducido la sal.

– Está pensado para mantenerles más tiempo sanos -dice sacudiendo la cabeza-. Pero no sé por qué no van a poder disfrutar ustedes de un poco de mantequilla en sus años de madurez -me mira a la cara-. Usted todavía conserva la vesícula biliar, ¿verdad?

– Sí.

Su expresión se suaviza de nuevo.

– Pues, en ese caso, disfrute de la nata, señor Jankowski. ¿Quiere que le ponga la televisión mientras desayuna?

– No. En estos tiempos no ponen más que basura -digo.

– No podría estar más de acuerdo -dice ella doblando la manta a los pies de mi cama-. Llame al timbre si necesita cualquier otra cosa.

Cuando se marcha decido ser más amable. Tengo que encontrar la manera de recordármelo. Supongo que podría atarme un trozo de servilleta de papel alrededor de un dedo, ya que no tengo un cordón. En mi juventud, hacían eso todo el tiempo en las películas. Quiero decir, atarse trozos de cordón en un dedo para recordar cosas.

Voy a coger la servilleta y entonces me fijo en mis manos. Son nudosas y retorcidas, con la piel fina y, lo mismo que mi castigado rostro, cubiertas de manchas de vejez.

Mi rostro. Retiro las gachas y abro el espejo del tocador. Ya debería estar acostumbrado, pero todavía sigo esperando verme a mí. Sin embargo me encuentro con un muñeco de los Apalaches, viejo y manchado, con pellejos colgando, bolsas en los ojos y unas enormes orejas flácidas. Unas cuantas hebras de pelo surgen sin sentido en su cráneo moteado.

Intento alisar los pelos con los dedos y me quedo helado ante la visión de mi mano sobre mi anciana cabeza. Me acerco al espejo y abro mucho los ojos, con la intención de ver más allá de la carne macilenta.

No sirve de nada. Incluso aunque mire directamente a los ojos de un azul lechoso, ya no consigo verme. ¿Cuándo dejé de ser yo?

Estoy demasiado revuelto para comer. Vuelvo a colocar la tapa de plástico marrón sobre las gachas y luego, con considerable dificultad, localizo el mando que controla mi cama. Aprieto el botón que baja la cabecera, dejando que la mesa sobrevuele por encima de mí como un buitre. Ah, espera, también hay un mando que baja la cama entera. Bien. Ahora puedo dar la vuelta y ponerme de lado sin dar en la mesa y derramar las malditas gachas. No quiero volver a hacerlo. Podrían considerarlo un despliegue de mal carácter y llamar a la doctora Rashid.

Una vez que he puesto la cama plana y tan baja como es posible, me coloco de lado y fijo la mirada más allá de las persianas, en el cielo azul que se ve por la ventana. Al cabo de unos minutos caigo en un estado de somnolencia.

El cielo, el cielo. El mismo de siempre.