"Agua para elefantes" - читать интересную книгу автора (Gruen Sara)SIETE
Los vagones no están ordenados por número y tardo un rato en encontrar el 48. Está pintado de un color burdeos oscuro y rotulado con letras doradas de treinta centímetros que anuncian a los cuatro vientos EL ESPECTÁCULO MÁS DESLUMBRANTE DEL MUNDO DE LOS HERMANOS BENZINI. Justo debajo de estas palabras, sólo visible en relieve bajo la pintura reciente, se lee otro nombre: CIRCO DE LOS HERMANOS CHRISTY. – ¡Jacob! -flota la voz de Marlena desde una ventana. Unos segundos después aparece en la plataforma del final, colgada de la barandilla, de manera que su falda vuela a su alrededor-. ¡Jacob! Cuánto me alegro de que hayas venido. ¡Pasa, por favor! – Gracias -digo mirando en torno a mí. Me subo y la sigo por el pasillo interior hasta la segunda puerta. El compartimento 3 es grandioso, además de tener una denominación inexacta: constituye como poco la mitad del vagón y tiene, por lo menos, una habitación más, que está separada del resto por una cortina de terciopelo. La habitación principal está revestida de madera de nogal y decorada con muebles de damasco, un pequeño comedor y una cocina empotrada. – Por favor, ponte cómodo -dice Marlena ofreciéndome una silla con un gesto-. August se reunirá con nosotros dentro de un minuto. – Gracias -digo. Se sienta enfrente de mí. – Oh -dice levantándose de nuevo-. ¿Dónde están mis modales? ¿Te apetece una cerveza? – Gracias -digo-. Eso sería estupendo. Pasa junto a mí revoloteando en dirección a una nevera. – Señora Rosenbluth, ¿puedo preguntarle una cosa? – Oh, por favor, llámame Marlena -dice mientras abre el tapón de la botella. Inclina un vaso largo y vierte la cerveza lentamente por un lado, evitando que se forme espuma-. Y, sí, por supuesto. Puedes preguntar lo que quieras -me pasa el vaso y va a por otro. – ¿Cómo es que todo el mundo tiene tanto alcohol en este tren? – Siempre vamos a Canadá al principio de la temporada -dice volviendo a sentarse en su silla-. Sus leyes son mucho más civilizadas. Salud -dice levantando el vaso. Choco el mío con el suyo y doy un trago. Es una cerveza rubia, fría y limpia. Magnífica. – ¿No les revisan los guardias de aduanas? – Guardamos la bebida con los camellos -explica. – Lo siento. No entiendo. – Los camellos escupen. Casi se me sale la cerveza por la nariz. Ella también se ríe y se lleva una mano a la boca tímidamente. Luego suspira y deja la cerveza. – ¿Jacob? – ¿Sí? – August me ha contado lo que pasó esta mañana. Miro mi brazo amoratado. – Se siente fatal. Tú le caes bien. De verdad. Pero es que… Bueno, es algo complicado -baja la mirada a su regazo, ruborizándose. – Bah, no pasa nada -digo yo-. Está bien. – ¡Jacob! -exclama August detrás de mí-. ¡Mi querido amigo! Me alegro mucho de que hayas podido acompañarnos en nuestra pequeña – ¿El tocador? – Marlena -dice mientras se vuelve hacia ella y sacude la cabeza tristemente. La reprende con un dedo acusador-. Muy mal, querida. – ¡Oh! -dice ella levantándose de un brinco-. ¡Lo he olvidado por completo! August se acerca a la cortina de terciopelo y la retira con una sacudida. – ¡Ta-chán! Dispuestos sobre la cama hay tres atavíos. Dos esmóquines, con sus zapatos y todo, y un precioso vestido de seda rosa con pedrería en el escote y en el bajo. Marlena suelta un chillido y palmotea encantada. Corre hasta la cama y agarra el vestido, apretándolo contra su cuerpo y dando vueltas. Yo me giro hacia August. – Éstos no serán del Hombre de los Lunes… – ¿Un esmoquin en un tendedero? No, Jacob. Ser director ecuestre tiene sus beneficios adicionales. Puedes arreglarte ahí dentro -dice señalando una puerta de madera brillante-. Marlena y yo nos cambiaremos aquí fuera. No hay nada que no hayamos visto antes, ¿verdad, querida? Ella agarra el zapato de seda rosa por el tacón y se lo lanza. Lo último que veo antes de cerrar la puerta del baño es una maraña de pies derrumbándose en la cama. Guando vuelvo a salir, Marlena y August son la viva imagen de la dignidad, de pie al fondo del compartimento, mientras tres camareros de guantes blancos se afanan con una mesita de ruedas y fuentes con tapaderas de plata. El escote del vestido de Marlena apenas cubre sus hombros, dejando al aire sus clavículas y un fino tirante del sujetador. Ella sigue mi mirada y esconde el tirante debajo de la tela, ruborizándose de nuevo. La cena es sublime: empezamos con – Al parecer, a Jacob la cena no le ha parecido suficiente -dice August en un tono solemne. Mi cucharilla se detiene a medio camino. Luego, Marlena y él explotan en un ataque de risa. Yo dejo la cucharilla, avergonzado. – No, no, muchacho, es una broma… evidentemente -ríe mientras se inclina para darme una palmada en la mano-. Come. Disfruta. Toma, sírvete un poco más -dice. – No. No puedo más. – Bueno, pues bebe un poco más de vino -dice volviendo a llenar mi copa sin esperar respuesta. August se muestra generoso, encantador y malicioso, tanto que, a medida que transcurre la velada, empiezo a pensar que el incidente con Rex no ha sido más que una broma que se le ha ido de las manos. Su rostro se ilumina con el vino y el sentimiento cuando me relata la historia de cómo conquistó a Marlena. Cómo él, tres años antes, percibió el poderoso influjo que Marlena ejercía sobre los caballos nada más entrar ella en la carpa de las fieras, y lo captó a través de los propios caballos. Y cómo, para gran desasosiego de Tío Al, se negó a hacer nada hasta que hubiera conseguido enamorarla y casarse con ella. – Me costó un poco de trabajo -dice August vaciando los restos de una botella de champán en mi copa y yendo a por otra-. Marlena no es cosa fácil, aparte de que en aquel momento estaba prácticamente prometida. Pero esto es mucho mejor que ser la mujer de un banquero regordete, ¿verdad, cariño? Sin lugar a dudas, había nacido para esto. No todo el mundo puede trabajar con caballos en libertad. Es un don de Dios, un sexto sentido, si lo prefieres. Esta chica habla el idioma de los caballos y, créeme, ellos la escuchan. Cuatro horas y seis botellas después, August y Marlena bailan al ritmo de – ¿Qué te pasa? -pregunta ella-. ¿Auggie? ¿Te encuentras bien? Él sigue mirándola a la cara con la cabeza inclinada, como si la estuviera analizando. Las comisuras de sus labios se curvan. Empieza a asentir con la cabeza, lentamente, sin apenas moverla. Marlena abre mucho los ojos. Intenta retroceder, pero él la agarra de la barbilla con fuerza. Me incorporo en el sillón, repentinamente alerta. August la mira unos instantes más con los ojos brillantes y acerados. Luego su expresión vuelve a transformarse, y por un momento se pone tan sentimental que creo que va a echarse a llorar. La acerca hacia él por la barbilla y la besa en los labios. Después se marcha a la habitación y se desploma boca abajo en la cama. – Perdóname un momento -dice Marlena. Entra en el dormitorio y le hace rodar hasta que queda en medio de la cama. Le quita los zapatos y los deja caer al suelo. Luego sale, corre las cortinas de terciopelo e inmediatamente cambia de idea. Las vuelve a abrir, apaga la radio y se sienta enfrente de mí. Un ronquido de proporciones mayestáticas resuena en el dormitorio. La cabeza me da vueltas. Estoy completamente borracho. – ¿Qué demonios ha sido eso? -pregunto. – ¿Qué? -Marlena se quita los zapatos, cruza las piernas y se inclina para frotarse el empeine del pie. Los dedos de August le han dejado unas marcas rojas en la barbilla. – Eso -le espeto-. Lo que acaba de pasar. Cuando estabais bailando. Levanta la mirada con dureza. Su rostro se contrae, y por un momento creo que va a llorar. Luego se gira hacia la ventana – Hay que entender una cosa de Auggie -dice-, y no sé exactamente cómo explicarla. Me inclino hacia ella. – Inténtalo. – Es… voluble. Puede ser el hombre más encantador del mundo. Como esta noche. Espero a que continúe. – ¿Y…? Se recuesta en el sillón. – Y, bueno, tiene… sus momentos. Como hoy. – ¿Qué ha pasado hoy? – Casi te ha dado de comer a una fiera. – Ah. Eso. No puedo decir que me encantara, pero no corrí ningún peligro. Rex no tiene dientes. – No, pero pesa ciento ochenta kilos y tiene zarpas-dice con calma. Dejo la copa de vino en la mesa mientras asimilo la gravedad de lo que acaba de decir. Marlena hace una pausa y luego levanta los ojos para buscar los míos. – Jankowski es un nombre polaco, ¿verdad? – Sí, claro. – A los polacos no les suelen caer bien los judíos, por lo general. – No sabía que August fuera judío. – ¿Con un apellido como Rosenbluth? -dice. Baja la mirada a los dedos, que se retuercen en el regazo-. Mi familia es católica. Me desheredaron cuando lo supieron. – Siento oír eso. Aunque no me sorprende. Me mira con dureza. – No quería decir eso -añado-. Yo no… pienso así. Un incómodo silencio se extiende entre nosotros. – ¿Y por qué estoy aquí? -pregunto por fin. Mi cerebro borracho no es capaz de procesar todo esto. – Yo quería suavizar las cosas. – ¿Tú? ¿El no quería que viniera? – Sí, por supuesto que sí. August también quería arreglar las cosas contigo, pero a él le cuesta más. No puede evitar tener esos momentos. Y se avergüenza. Lo mejor que puede hacer es fingir que no han existido -sorbe y se vuelve hacia mí con una sonrisa tensa-. Y lo hemos pasado muy bien, ¿verdad? – Sí. La cena ha sido magnífica. Muchas gracias. Otra vez el silencio nos envuelve y entonces se me ocurre que, a menos que quiera saltar de un vagón a otro borracho y en la más absoluta oscuridad, debería dormir donde me encuentro. – Por favor, Jacob -dice Marlena-. Tengo mucho interés en que las cosas vayan bien entre nosotros. August está sencillamente encantado de que estés aquí. Y Tío Al, lo mismo. – ¿Y eso a qué se debe, exactamente? – A Tío Al le pesaba no tener veterinario, y de repente, como caído del cielo, apareces tú, y nada menos que de una universidad de la Ivy League. Me quedo mirándola fijamente, intentando comprender. – Ringling tiene veterinario -continúa Marlena-, y a Tío Al le encanta ser como Ringling. – Creía que odiaba a Ringling. – Cariño, quiere Echo la cabeza para atrás y cierro los ojos, pero la consecuencia inmediata es un mareo atroz, así que vuelvo a abrirlos e intento concentrarme en los pies que cuelgan del borde de la cama. Cuando despierto, el tren está quieto; ¿es posible que no me hayan despertado los chirridos de los frenos? El sol entra por las ventanas y me baña en su luz, y el cerebro golpea contra las paredes de mi cráneo. Los ojos me duelen y la boca me sabe como una cloaca. Me pongo de pie, vacilante, y entro en el dormitorio. August está pegado a Marlena, con un brazo sobre ella. Están tumbados encima de la colcha, todavía completamente vestidos. Cuando salgo del vagón 48 vestido de esmoquin y mi otra ropa debajo del brazo, atraigo algunas miradas de extrañeza. En esta parte del tren, en la que la mayoría de los testigos son artistas, recibo miradas de glacial regocijo. A medida que me voy acercando a los coches de los trabajadores, las miradas son más severas, más suspicaces. Subo con cuidado al vagón de los caballos y abro la puerta deslizante de la habitación. Kinko está sentado en el borde de su camastro con una revista pornográfica en una mano y el pene en la otra. Se para a medio camino, la cabeza púrpura y brillante sobresaliendo de su puño. Hay un instante de silencio al que sigue el zumbido de una botella vacía de Coca-Cola que vuela hacia mi cabeza. Me agacho. – ¡Lárgate! -grita Kinko al tiempo que la botella revienta detrás de mí, contra el marco de la puerta. Se levanta de un salto, haciendo que su erección se bambolee llamativamente-. ¡Vete al infierno! -y Me giro hacia la puerta protegiéndome la cabeza y dejando caer la ropa. Oigo el sonido de una cremallera al cerrarse, y unos segundos después las obras completas de Shakespeare se estrellan contra la pared a mi lado. – ¡Vale, vale! -grito-. ¡Ya me voy! Al salir, cierro bien la puerta y me apoyo en la pared. Las maldiciones no decaen en su violencia. Otis aparece fuera del vagón de los caballos. Contempla alarmado la puerta cerrada y luego se encoge de hombros. – Oye, chico listo -me dice-. ¿Nos vas a ayudar con los animales o qué? – Sí, por supuesto -salto al suelo. Se me queda mirando. – ¿Qué? -pregunto. – ¿No te vas a quitar antes el traje de mono? Echo una mirada a la puerta cerrada. Algo pesado se estrella contra la pared interior. – Oh, no. Creo que, por el momento, me voy a quedar como estoy. – Tú decides. Clive ha limpiado a los felinos. Quiere que les llevemos la carne. Esta mañana sale todavía más ruido del vagón de los camellos. – A esos comedores de hierba no les gusta nada viajar con la carne -dice Otis-. Pero preferiría que dejaran de armar toda esa bulla. Aún nos queda un buen trecho por recorrer. Abro la puerta corredera. Las moscas salen en tropel. Veo los gusanos al mismo tiempo que me golpea el hedor. Logro retirarme unos pasos antes de vomitar. Otis se une a mí, doblado por la mitad, agarrándose el estómago con las manos. Cuando termina de vomitar, respira profundamente unas cuantas veces y saca un pañuelo mugriento del bolsillo. Se lo pone por encima de la boca y la nariz y regresa al vagón. Agarra uno de los cubos, corre hasta los árboles y allí lo vuelca. Sigue aguantando la respiración hasta la mitad del camino de vuelta. Luego se para y se inclina con las manos apoyadas en las rodillas, recuperando el resuello. Yo intento ayudarle, pero cada vez que me acerco mi diafragma vuelve a sufrir nuevos espasmos. – Lo siento -le digo a Otis cuando regresa. Todavía tengo náuseas-. No puedo hacerlo. Es que no puedo. Me lanza una mirada acusadora. – Tengo el estómago revuelto -digo sintiendo la necesidad de dar explicaciones-. Anoche bebí demasiado. – Sí, de eso estoy seguro -dice él-. Siéntate, gua-pito de cara. Ya me ocupo yo de esto. Otis tira el resto de la carne junto a los árboles, formando con ella un montículo que bulle de moscas. Dejamos la puerta del vagón de los camellos abierta, pero está claro que una simple ventilación no será suficiente. Bajamos a los camellos y las llamas a las vías y los atamos a un lado del tren. Luego echamos cubos de agua sobre los tablones del suelo y utilizamos escobones para arrastrar el barrillo resultante y sacarlo del vagón. La peste sigue siendo insoportable, pero es todo lo que podemos hacer. Después de atender al resto de los animales, regreso al vagón de los caballos. Silver Star está tumbado de costado y Marlena se arrodilla a su lado, todavía con el vestido rosa de la noche anterior. Recorro la larga línea de cubículos vacíos y me paro junto a ella. Silver Star tiene los ojos medio cerrados. Gruñe y se estremece en reacción a algún estímulo que no vemos. – Está peor -dice Marlena sin mirarme. Tras un instante digo: – Sí. – ¿Existe alguna posibilidad de que se recupere? ¿Por pequeña que sea? Dudo, porque lo que tengo en la punta de la lengua es una mentira y siento que no soy capaz de pronunciarla. – Puedes decirme la verdad -dice-. Necesito saberla. – No. Me temo que no hay ninguna posibilidad. Le pasa una mano por el cuello y la deja allí. – En ese caso, prométeme que será rápido. No quiero que sufra. Entiendo lo que me pide y cierro los ojos. – Lo prometo. Se levanta y se queda de pie sin dejar de mirar al caballo. Estoy maravillado y no poco sobrecogido por su estoica reacción cuando un ruido extraño surge de su garganta. A éste le sigue un gemido, y acto seguido está chillando. Ni siquiera se molesta en intentar limpiarse las lágrimas que corren por sus mejillas, se limita a quedarse de pie, abrazada a sí misma, con los hombros temblorosos y la respiración entrecortada. Parece que está a punto de derrumbarse. La miro horrorizado. No tengo hermanas, y mi escasa experiencia en consolar a mujeres ha sido siempre por algo mucho menos devastador que esto. Tras unos instantes de indecisión, le pongo una mano en el hombro. Ella se da la vuelta y se desmorona sobre mí, apoyando su mejilla húmeda en mi esmoquin… en el esmoquin de August. Le froto la espalda mientras susurro sonidos confortadores hasta que sus lágrimas acaban por dar paso a unos hipidos convulsos. Entonces se separa de mí. Tiene los ojos y la nariz hinchados y enrojecidos, la cara brillante de lágrimas. Sorbe y se pasa el dorso de la mano por los párpados inferiores, como si eso fuera a servir para algo. Luego endereza los hombros y se va sin mirar atrás, con los tacones altos repiqueteando en el suelo del vagón. – August -digo de pie en la cabecera de la cama y sacudiéndole por un hombro. Él se menea inerte, tan insensible como un cadáver. Me inclino y le grito al oído: – ¡August! Él gruñe molesto. – ¡August! ¡Despierta! Por fin reacciona y se gira, poniéndose una mano sobre los ojos. – Dios mío -dice-. Oh, Dios, creo que me va a estallar la cabeza. Corre las cortinas, ¿quieres? – ¿Tienes una pistola? Se quita la mano de los ojos y se sienta en la cama. – ¿Qué? – Tengo que sacrificar a Silver Star. – No puedes hacerlo. – Tengo que hacerlo. – Ya oíste a Tío Al. Si le pasa algo a ese caballo, te da luz roja. – ¿Y qué significa eso exactamente? – Te tira del tren. En marcha. Si tienes suerte, en las proximidades de las luces rojas de una estación, para que puedas encontrar el camino de la ciudad. Si no, bueno, sólo te queda esperar que no abran la puerta cuando el tren esté cruzando un puente. El comentario de Camel sobre la cita con Blackie cobra sentido de repente, lo mismo que ciertos comentarios en mi primera reunión con Tío Al. – En ese caso, tomaré precauciones y me quedaré aquí cuando arranque el tren. Pero, en cualquier caso, hay que sacrificar a ese caballo. August me mira fijamente con sus ojos enmarcados en negro. – Mierda -dice por fin. Echa las piernas a un lado, de manera que se queda sentado en el borde de la cama. Se frota las mejillas cubiertas de barba incipiente-. ¿Lo sabe Marlena? -se agacha para rascarse los pies enfundados en calcetines negros. – Sí. – Joder -exclama mientras se levanta. Se lleva una mano a la cabeza-. A Al le va a dar un ataque. Vale, quedamos en el vagón de los caballos dentro de unos minutos. Llevaré el arma. Me doy la vuelta para irme. – Ah, Jacob. – Antes quítate mi esmoquin, ¿quieres? Cuando vuelvo al vagón de los caballos, la puerta interior está abierta. Asomo la cabeza dentro con bastante inquietud, pero Kinko no está. Entro en el cuarto y me pongo la ropa de diario. Unos minutos después aparece August con un rifle. – Toma -dice mientras sube la rampa. Me lo entrega y me pone dos cartuchos en la otra mano. Me guardo uno en el bolsillo y le devuelvo el otro. – No necesito más que uno. – ¿Y si fallas? – Por el amor de Dios, August, voy a estar pegado a él. Me mira fijamente y acaba por guardar el cartucho demás. – Bueno, de acuerdo. Llévatelo bien lejos del tren para hacerlo. – Debes de estar de broma. No puede andar. – No puedes hacerlo aquí -dice-. Los otros caballos están ahí mismo. Me quedo mirándole. – Mierda -dice. Se da la vuelta y se apoya en la pared, tocando un redoble con los dedos en los listones-. Vale. Está bien. Se va a la puerta. – ¡Otis! ¡Joe! Alejad a los demás caballos de aquí. Lleváoslos por lo menos hasta la segunda sección del tren. Alguien dice algo desde fuera. – Sí, ya lo sé -dice August-. Pero van a tener que esperar. Sí, claro que lo sé. Hablaré con Al y le diré que hemos tenido una pequeña… complicación. Se vuelve hacia mí. – Me voy a buscar a Al. – Será mejor que busques a Marlena también. – Creía que me habías dicho que lo sabía. – Lo sabe. Pero no quiero que esté sola cuando oiga el disparo. ¿Y tú? August se me queda mirando con seriedad un buen rato. Luego baja la rampa a zancadas, pisando tan fuerte que las planchas se comban bajo su peso. Espero quince minutos, tanto para darle tiempo a August para que encuentre a Tío Al y a Marlena, como para dejar que los otros se lleven el resto de los caballos tan lejos como sea necesario. Luego agarro el rifle, meto el cartucho en la recámara y lo amartillo. Silver Star tiene el belfo aplastado contra la pared, las orejas le tiemblan. Me inclino y le paso los dedos por el cuello. Después coloco la boca del arma debajo de su oreja izquierda y aprieto el gatillo. Se oye una explosión y la culata del rifle me empuja el hombro. El cuerpo de Silver Star se pone rígido, un último espasmo muscular antes de quedarse totalmente quieto. A lo lejos se oye un único lamento desesperado. Mientras bajo la rampa del vagón los oídos me zumban, pero aun así me parece que reina un silencio aterrador. Se ha reunido una pequeña multitud. Permanecen inmóviles, con las caras largas. Un hombre se quita el sombrero y lo aprieta contra el pecho. Me alejo del tren unas decenas de metros, subo el talud cubierto de hierba y me siento frotándome el hombro. Otis, Pete y Earl entran en el vagón de los caballos y Me quedo sentado cerca de una hora, con la mirada clavada en la hierba que crece entre mis pies. Arranco unas briznas y me las enrollo en los dedos mientras me pregunto por qué demonios tardarán tanto en ponerse en marcha. Al cabo de un rato se me acerca August. Me mira y se inclina para recoger el rifle. No me había dado cuenta de que lo había traído conmigo. – Vamos, compañero -dice-. No querrás que te dejemos aquí. – Creo que sí. – No te preocupes por lo que te he dicho antes… He hablado con Al y no va a darle luz roja a nadie. No pasa nada. Sigo con la mirada fija en el suelo, taciturno. Al cabo de unos instantes, August se sienta a mi lado. – ¿O sí? -pregunta. – ¿Qué tal está Marlena? -respondo. August me mira un momento y luego saca un paquete de Camel del bolsillo de la camisa. Lo sacude y me ofrece uno. – No, gracias -digo. – ¿Es la primera vez que sacrificas un caballo? -dice extrayendo un cigarrillo del paquete con los dientes. – No. Pero eso no significa que me guste. – Es parte de ser veterinario, muchacho. – Lo que, técnicamente, no soy. – Porque no has hecho los exámenes. ¿Qué importancia tiene? – Pues sí, tiene importancia. – No la tiene. Sólo es un trozo de papel y aquí a nadie le importa un carajo. Ahora estás en un circo. Las reglas son otras. – ¿Cómo es eso? Señala hacia el tren. – Dime, ¿de verdad crees que éste es el espectáculo más deslumbrante del mundo? No contesto. – ¿Eh? -insiste, dándome un empujón con el hombro. – No lo sé. – No. Ni por asomo. Probablemente ni siquiera es el número cincuenta en la lista de los espectáculos más deslumbrantes del mundo. Tenemos un tercio de la capacidad del circo Ringling. Ya has descubierto que Marlena no pertenece a la realeza rumana. ¿Y Lucinda? De cuatrocientos kilos nada, doscientos como mucho. ¿Y tú crees que a Frank Otto le tatuaron unos furiosos cazadores de cabezas de Borneo? No fastidies. Antes era un montador del Escuadrón Volador. Se pasó nueve años trabajándose la tinta. ¿Y sabes lo que hizo Tío Al cuando murió el hipopótamo? Cambió el agua por formol y siguió exhibiéndolo. Estuvimos dos semanas viajando con un hipopótamo en conserva. Todo es ilusión, Jacob, y no tiene nada de malo. Es lo que la gente quiere que le demos. Es lo que espera de nosotros. Se levanta y alarga una mano. Tras unos instantes, la tomo y dejo que me ayude a ponerme de pie. Nos dirigimos al tren. – Maldita sea, August -digo-. Casi se me olvida. Los felinos no han comido. Hemos tenido que tirar su comida. – No te preocupes, muchacho -dice-.Ya se ha solucionado. – ¿Qué quiere decir que se ha solucionado? Me quedo clavado en el sitio. – ¿August? ¿Qué quiere decir que se ha solucionado? August sigue andando con el rifle indolentemente echado sobre un hombro. |
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