"Aquamarine" - читать интересную книгу автора (Parkhutik Vera)

CAPÍTULO I

Codi notaba la fría mano de la técnico contra su oreja. Su tacto era agradable: los movimientos eran suaves y firmes a la vez, altamente profesionales. Sentir los fuertes dedos recorriendo su piel era… hipnótico. Nada de dolor: si aquello duraba mucho más, llegaría a quedarse dormido.

—¿Qué tal va, Candance?

La voz sacó a Codi del plácido estado de ensimismamiento. Primero se sobresaltó, y luego enrojeció ante su reacción.

— Bien.

—¿Cuánto hace que el implante le da problemas?

— Sólo desde esta mañana.

— No ha esperado mucho para venir — si las voces pudieran sonreír, Codi habría jurado que ésta lo hacía.

— Lo necesito continuamente en mi trabajo.

Hubo un instante de silencio y Codi adivinó que la técnico esperaba a que ampliara su respuesta, pero no lo hizo. Luego el sillón en el que estaba tumbado se puso en marcha con una leve sacudida, plegándose y enderezando su cuerpo. La tela verde que cubría su cara fue retirada y un rostro salpicado de pecas sonrosadas le saludó. Cuando la muchacha le había hecho pasar al pequeño quirófano Codi no se había fijado mucho en su cara. Ahora, a la agradable impresión de profesionalidad se añadía también la impresión de su juventud. No podía ser más que una aprendiz. Lo había hecho estupendamente.

Se inclinó sobre Codi por última vez y repasó con una gasa húmeda la piel de su oreja y su cuello.

— La colocación ha terminado, ahora puede ponerse más cómodo — de repente sonaba profesional, y Codi se preguntó si su silencio la habría molestado—. Tenga una servilleta, si le quedan restos de gel límpielos con ella. En seguida iremos a por el ajuste.

Codi se preparó para una tanda de chirridos, pero no llegó. Sólo oyó un pitido pausado, apenas audible, que poco a poco aumentó de volumen y frecuencia. La familiar sensación de oír los sonidos con gran claridad dentro de su cabeza resultó muy bienvenida. La voz de la mujer empezó a parecerle lejana, amortiguada en comparación. La nitidez de un implante transmitiendo directamente a su cerebro no se podía comparar con la de una onda acústica transmitida por el aire.

Durante casi diez minutos, el pitido subió y bajó de intensidad, varió de timbre y se hizo irritantemente alto para volverse inaudible después. Era un proceso tedioso y que exigía paciencia, pero Codi notaba la constante mejoría de la señal. Cerró los ojos y trató de relajarse, sabiendo que en pocos minutos estaría fuera de la consulta. Se había llevado un sobresalto muy desagradable a primera hora de la mañana, cuando en mitad de una conversación escuchó una serie de clics y se quedó prácticamente sordo. El percance era más serio que la simple incomodidad, Codi no podía permitirse estar desconectado del mundo. Al menos, la solución había sido rápida y eficiente. Ahora sólo faltaba reactivar el acceso a Airnet y todo estaría arreglado de nuevo.

—¿Tendrá que gestionarme el alta otra vez? — preguntó a pesar de intuir que no era un buen momento para charlar. Temía haber sido descortés con la muchacha.

— Sí, y le tocará pagar la cuota de conexión. Lo siento. Le saldrá caro.

— A mí no; a mi jefe.

— Entonces tiene suerte. ¿Qué canales desea tener?

Codi recitó de memoria la larga lista de prestaciones a las que tenía derecho. De las tres grandes áreas de audio que ofrecía Airnet — canales privados de voz, canales públicos de voz y canales musicales— los únicos que Codi tenía que financiarse él mismo eran los últimos. Hoy y Mañana, en cuya redacción trabajaba, le financiaba el acceso a una amplia selección de canales informativos, políticos y culturales, y pagaba sus conversaciones privadas.

La lista debió de parecerle rara a la técnico. No hizo ningún comentario mientras Codi le daba instrucciones, pero cuando empezó a rellenar el formulario le miró varias veces de reojo.

— No me las doy de intelectual, los necesito por mi trabajo — dijo Codi, y comprendió con desagrado que acababa de cometer el mismo error por segunda vez—. Soy periodista — aclaró—. Me paso la vida hablando.

No se avergonzaba de lo que hacía, todo lo contrario: se consideraba una de esas personas afortunadas que habían convertido su pasión en el medio de ganarse la vida. Pero demasiada gente asociaba su profesión con el glamour de las noticias sensacionalistas, y eso le molestaba. Los comentarios que escuchaba eran siempre los mismos, demasiado repetitivos para su gusto. ¿Periodista? ¡Qué interesante! ¿Qué cosas suele hacer? Debe de conocer a mucha gente famosa. Debe de viajar un montón…

—¿Con qué proveedores trabajáis? — preguntó para cambiar de tema.

— Los tenemos todos.

—¿Cuál soléis aconsejar?

— Depende de las necesidades del cliente.

—¿Y de la comisión? — La muchacha negó con la cabeza, pero Codi notó que sonreía—. Puede decírmelo, sólo soy periodista en horario laboral.

— Estamos en horario laboral — repuso ella. Codi se rió.

— Su secreto estará a salvo conmigo.

— Todos los proveedores nos pagan una comisión similar. Magnum Air y Resonance, siendo los principales, hacen aportaciones extra, pero poco importa. La gente viene sabiendo lo que quiere. No nos dedicamos a hacerles cambiar de opinión… ¿Sabe lo que nos piden mucho últimamente? Ambientes musicales. Es la última moda. ¿Ha oído hablar de ellos?

— No.

— Pues está en boca de todos. No es ningún canal ni estilo concreto. Es una musiquita de fondo que gusta a todos. Está pero como si no estuviera, ya me entiende. Dicen que es relajante y que aumenta el rendimiento.

Codi empezó a volverse para mirar a la mujer, pero se paró a tiempo. La sustitución del implante le había provocado un ligero vértigo que aumentaba con cualquier movimiento brusco. Optó por echarse más cómodamente en el sillón y cerrar los ojos.

— Los canales musicales mueven mucho dinero — musitó—, pero no sabía que eran tan poderosos como para dejar de amoldarse a los gustos individuales de los clientes. ¿Algo que gusta a todos? No me lo creo.

— Bueno, es la teoría. Aún no han salido al mercado porque tanto Magnum Air como Resonance quieren hacerse con los derechos. La compañía que los ha inventado era prácticamente desconocida, y dicen que saldrá muy beneficiada.

—¿Cómo se llaman los héroes del momento?

— Emociones Líquidas… creo. Hemos acabado — la muchacha sacudió las manos—. Ya tiene su conexión y se acopla estupendamente a ella. No se olvide de pasar por el mostrador.

— Jamás se me ocurriría.

La técnico se inclinó sobre Codi por última vez, manos en jarras, la nariz salpicada de pecas arrugándose en una expresión de diversión mal disimulada.

— Mucha gente se olvida cuando empieza a recibir avisos de llamadas. Sabemos que no lo hacen de mala fe. Ya se entiende, la vuelta a la realidad. ¡Disfrute de su nueva conexión!

— Gracias… Lo haré.

Se fue con decepcionante rapidez. Cerrando los ojos por un nuevo acceso de vértigo, Codi se puso en pie poco a poco. Echó un vistazo a su reflejo en el espejo del pequeño quirófano. Tenía una mancha de gel anestésico en el cuello, transparente y quebradiza ahora que había empezado a secarse. La quitó con un poco de agua, y a falta de un peine alisó sus mechones castaños con la mano. Salió a la recepción y la encontró vacía. Numerosos panfletos con precios cubrían la pared. Aparte de los precios, había maquetas de los implantes en uso: todas muy parecidas entre sí, tiras largas y planas enrolladas sobre sí mismas. Hechas a gran escala parecían enormes, cuando en realidad apenas resultaban visibles al ojo humano.

La técnico pasó silenciosamente detrás de Codi, acompañando al pequeño quirófano a un nuevo cliente. Su jefe, un hombre entrado en años, canoso y vestido con su correspondiente bata blanca, salió desde el interior y se acercó al mostrador.

—¡Señor Weil! Ya estoy con usted. ¿Todo en orden?

— Sí.

— He visto que estaba observando las maquetas.

—¿Meten todo esto aquí dentro? — Codi señaló su oreja.

Era un comentario ridículamente obvio, pero casi todos los comentarios sociales lo eran. En la cara del hombre, el entusiasmo floreció donde antes sólo había cortesía.

—¡Por supuesto! Se hace un pequeño agujero en el tímpano y después en el hueso que rodea el oído interno. Esto — el hombre señaló la lámina enrollada— se introduce en la cóclea, la parte del oído interno que transforma las ondas mecánicas en impulsos nerviosos. Los implantes…

— Parece muy interesante — le interrumpió Codi con suavidad—, pero creo que prefiero mantener intacto el encanto del misterio.

—¿Misterio? ¡Esa intervención lleva haciéndose desde hace más de un siglo! Inicialmente en casos muy seleccionados, pretendiendo solucionar problemas gravísimos de audición… Los resultados eran ciertamente cuestionables, pero desde que puede hacerse de forma totalmente segura hemos tenido una verdadera revolución en las comunicaciones.

Codi asintió: saltaba a la vista que el hombre tenía ganas de hablar. Por pura cortesía, hizo lo posible por prestar atención a pesar de que justo en aquel momento el pronóstico de la técnico empezó a cumplirse. Mientras la conferencia sobre implantes seguía, fue discretamente informado de que tenía trece llamadas sin contestar. Lo más fácil hubiera sido interrumpir al encargado y atenderlas pero, viendo el interés que ponía en la explicación, a Codi le supo absurdamente mal.

—¿Ha visto alguna vez uno de éstos?

Codi aceptó el objeto que le tendía y le dio vueltas entre los dedos. Sonrió estoicamente mientras el recordatorio se repetía una y otra vez en segundo término.

— No.

El aparato tenía el tamaño de la palma de Codi. Era bastante plano, con una pequeña pantalla y diminutos botones con los números del cero al nueve. No era una imitación: la superficie estaba deslustrada. Parecía auténtico, y ciertamente antiguo.

— Tecnología punta de medio siglo de antigüedad — le explicó el hombre con orgullo—. Era necesario que dos personas poseyeran un aparato así para que tuvieran el privilegio de comunicarse a distancia. Por supuesto, dejaba de funcionar con frecuencia y se olvidaba en cualquier parte. Lo que hemos avanzado… Increíble, ¿verdad?

— Sí.

— Son doce con treinta y cinco por el implante y sesenta y dos con cuatro por los trámites de conexión. Setenta y cuatro con treinta y nueve en total.

Codi asintió. Se estrecharon la mano, sellando el pago, y el periodista salió de la clínica sintiéndose un poco menos libre que cuando entró. Era absurdo estar defraudado por haber sido atendido tan rápido y tan bien, pero así era como estaba empezando a sentirse. Al descubrir el fallo del implante, había supuesto que el arreglo le ocuparía el día entero. Había hecho… podía llamarlos planes alternativos, pero la mañana aún no había terminado y el problema ya estaba solucionado. Era demasiado pronto para no volver a la redacción. No era su costumbre escaquearse del trabajo, pero Harden se volvía un poco más exigente y gruñón con cada día que pasaba… Unas horas lejos del vigilante ojo del jefe le habrían permitido organizar varios asuntos atrasados.

Avisos automáticos para Weil, Candance. Tiene trece llamadas sin contestar. Tiene cinco mensajes sin escuchar. Tiene…

Todas sus preferencias se habían desconfigurado, por supuesto. Reinaban los valores predeterminados, como la metálica voz femenina y la necesidad de molestar con inútiles avisos cada cinco minutos. «Borrarlos sumariamente», pensó Codi. Quien quiera que le hubiera llamado podía hacerlo de nuevo.

Esta acción no se podrá deshacer. Tiene un mensaje de máxima prioridad. ¿Está seguro de que desea borrarlo?

—¿De quién es?

Harden, Víctor.

— Borrar — Codi hizo una mueca. Por un instante había imaginado que podía ser de Cladia. Llevaba una semana sin tener noticias suyas—. Si es Harden, volverá a llamarme.

No había terminado aún, cuando la voz le avisó de nuevo.

Llamada entrante para Weil, Candance. Etiqueta de máxima prioridad. Harden, Víctor.

Por un instante, todas las maldiciones del mundo no le parecieron suficientes para expresar su opinión sobre su editor jefe. Había explicado adónde iba. Había avisado de que tardaría en volver. Cualquier otro jefe le habría dado un par de horas de tranquilidad. Harden no. Harden consideraba que el tiempo de Codi era de su absoluta propiedad.

El periodista dio un puntapié al guijarro que encontró en el camino. Era grande, la mitad de un puño, e impactó ruidosamente contra la pared de un edificio. Algunos transeúntes miraron a Codi de reojo, pero no dijeron nada. La imagen de una persona hablando apasionadamente consigo misma estaba arraigada en la sociedad. Además, la mayoría de los paseantes tenía la mirada acristalada de quien tiene a su grupo favorito tocando dentro de su propia cabeza.

Codi cogió aire para calmarse y se aclaró la garganta.

— Hola, señor Harden — dijo, confiando en que su tono transmitiera diligencia y entusiasmo.

— Candance, amigo mío, me alegro de dar contigo por fin. ¡Llevo toda la mañana intentándolo!

— Le dije a Snell que estaría en el médico.

— Sí, sí, sí. ¿Todo bien?

— Estupendamente.

Durante la breve pausa que siguió Codi se dedicó alternativamente a maldecir y a preguntarse por qué Harden le necesitaba con tanta urgencia. Su eterno tono optimista pocas veces traslucía algo, pero Codi no había pasado tres años trabajando a su lado en balde. Entre los muchos motivos que Harden podía tener para perseguirle, el más probable era…

— Así que ya estás libre. Eso está bien. Necesito que me hagas un favor.

Silencio. Codi suspiró. Se preguntó por qué el hombre se molestaba en fingir inseguridad. Fuera cual fuera el encargo, los dos sabían que Codi lo haría.

—¿Sí?

— Verás… Resulta que tengo concertada una entrevista, conseguirla fue toda una demostración de olfato periodístico. Pero ha surgido una reunión que no puedo dejar en manos de cualquiera, así que no voy a poder hacer la entrevista. Es a las once.

—¡¿De hoy?!

—¡Claro! Ése es el problema. Ya no se puede aplazar…

Codi aguantó la pausa. La aguantó todo el tiempo que le fue humanamente posible, dejando que el taciturno silencio fuese su protesta. Algún día, cualquier día, se negaría. Incluso ahora podía negarse. No con un no rotundo, pero sí diciendo que aún le quedaba una parte del implante por revisar. Harden no podría decir nada a eso. De hecho, le bastaría con…

— Está bien — suspiró.

Hubiera querido que su voz sonara magnánima, pero no le era fácil mostrarse magnánimo con su jefe. Sonó, a lo sumo, tranquilizadora. Una vez más, él se encargaría de arreglar las cosas. Se aseguraría de que todo saliera bien y todos quedaran en buen lugar. Codi no era la mano derecha de Harden; ni siquiera era su mano izquierda. No llevaba el suficiente tiempo en Hoy y Mañana para aspirar a tales cimas de reconocimiento laboral. Pero si Harden tenía un problema, todos sabían a quién acabaría por recurrir. Era un hecho conocido en la redacción que Codi Weil era demasiado eficiente y bien intencionado para su propio bien.

— Bien, muy bien. Te cuento entonces los detalles — siguió Harden—. Es una exclusiva que concerté hace dos días con Stiven Ramis, el fundador de Emociones Líquidas. El planteamiento es muy fácil, en el fondo no hace ninguna falta que vaya yo personalmente. Ese Ramis parece un simplón que no se acaba de creer su suerte. Resulta difícil imaginar que tiene a Magnum Air y Resonance peleándose por su favor.

«Ramis», repitió Codi para sus adentros con la esperanza de evocar algún recuerdo útil. Emociones Líquidas… La nariz de la chica se había arrugado de una forma graciosa cuando había mencionado ese nombre. Eso no era útil. ¿Por qué demonios no había mentido? ¿Por qué tenía que haberle sabido mal? ¿Acaso a Harden le remordía alguna vez la conciencia? No, se sentía complacido de haberse salido con la suya.

— Me temo que no domino mucho todo ese tema… — indicó Codi con cautela.

Realmente, no estaba muy seguro de si Harden lo juzgaría un fallo por su parte. Trató de recordar si alguna vez le había mandado que indagara en la historia, pero la respuesta era no, y un no rotundo. No sabía nada de Stiven Ramis, y nunca había oído mencionar a Emociones Líquidas antes de pisar la consulta del médico. Harden había estado trabajando en el tema sin decirle nada.

—¡Si hay muy poco que rascar! No te pido que averigües cómo van las negociaciones, Ramis puede ser un simplón pero no soltará prenda. Sólo se trata de ir allí, caerle bien, charlar amigablemente durante un rato. Un enfoque general: el hombre que se hace a sí mismo. Algo sobre esos «ambientes» o como se llamen. Cómo funcionan, cómo se le ocurrió la idea. No olvides agasajar su ego de cuando en cuando. Puedes conseguir mucho si dominas el arte.

— Sé cómo entrevistar — repuso Codi.

—¡Muchacho! No me seas orgulloso. Cualquier persona sabe que algunos pequeños y certeros elogios son parte necesaria de una conversación placentera. No vas allí para hacer carrera, sino para tender un puente. Tienes que caerle bien al dichoso Ramis, y qué puede ser más útil y de mejor educación que hablarle de cosas que le puedan gustar. Familia, uno. En eso no te puedo ayudar. No tenemos ninguna información sobre su vida privada. Negocios, dos. De eso ya hemos hablado. Si lo haces todo bien, concierta una nueva cita. Entonces iré a sacarle más jugo.

¿Qué fue de «entrevista fácil» y de «no hace ninguna falta que vaya yo»? Que Harden era un manipulador era un hecho conocido; ¿pero un farsante así de malo? Emociones Líquidas era, obviamente, un tema prometedor que había llevado en solitario. Ahora había metido la pata con su agenda y al no poder estar en dos sitios a la vez, echaba mano de Codi. Lógicamente, no por ello querría compartir con él la exclusiva. Y sin embargo fingía que no le importaba hacerlo, para descubrirse a sí mismo un minuto más tarde.

Todas esas consideraciones pasaron por la mente de Codi en el instante en que apretaba los labios y pronunciaba un escueto «sí, señor». Caminaba deprisa porque estaba enfadado, y en el tiempo que llevaba hablando con Harden había avanzado un buen trozo a lo largo de la calle. La parte de la ciudad donde se encontraba resultaba ideal para un paseo: la zona peatonal era amplia y no muy concurrida. Hacía una agradable y fresca mañana de primavera, pero la conversación hacía difícil que Codi disfrutara de esos detalles. De hecho, ya empezaba a preguntarse cuánto tardaría en encontrar un taxi.

— Por cierto, hay algo más… — oyó decir a Harden, y volvió a prestar inmediata atención—. Una antigua empresa de Ramis, la precursora de Emociones Líquidas, estuvo implicada en una investigación policial. Hace ya muchos años de aquello. No se llegó a acusar a nadie, pero sería interesante ver qué podemos sacar de esa circunstancia.

Plural. ¿Ya eran un equipo de nuevo?

—¿Puede darme más detalles?

— Era una pequeña empresa familiar que diseñaba orchestrones. Supongo que sabes lo que son.

— Sí.

— Son instrumentos musicales, una especie de ordenadores gigantes que producen sonidos electrónicos…

Codi elevó los ojos al cielo. Era precioso, de color azul pálido surcado por finas estelas de humo. ¿Por qué preguntaba Harden, si hacía caso omiso a la respuesta? ¿Por qué respondía él, si sabía que no le escuchaba?

— Su aspecto es muy peculiar, y también su sonido, o eso dicen. Los ambientes musicales se crean mediante el orchestrón. Con eso fue con lo que empezó Ramis. La empresa era pequeña, tenía unos veinte empleados. Y una noche, después de una jornada cualquiera, varios no volvieron a sus casas.

—¿Por qué?

— Se suicidaron.

El periodista se paró en seco. Harden y su amor por los golpes de efecto.

—¡¿A la vez?!

— No a la vez, no estaban juntos cuando pasó — dijo Harden con paciencia—. Pero sí el mismo día. Ninguno tenía antecedentes psiquiátricos. Ninguna relación entre las muertes salvo el lugar en el que trabajaban. La salvación de Ramis fue que todas las muertes fueron suicidios claros, sin ningún indicio de criminalidad. Tenlo en mente cuando le entrevistes, pero ni si te ocurra sacarlo a relucir. Ya me ocuparé yo de sacarle partido.

Tal y como Codi había previsto, no había podido disfrutar del nuevo equipo ni cinco minutos. Se encogió de hombros.

— Lo tendré en mente — dijo—. Suerte en su reunión, señor.

— Ve a por él. Te veo en la redacción.

Hubo un clic, y Codi respiró con alivio cuando la voz de Harden salió de su cabeza. A las once, había dicho. Miró su reloj. Tenía menos de una hora antes de la entrevista.

Estudió su reflejo en el escaparate de una tienda de electrodomésticos. Sobre un fondo violeta por el que desfilaban robots de cocina y mensajes de descuento se perfilaba una figura alta y delgada, de pelo un poco enmarañado y ojos claros y muy abiertos. El traje gris claro que vestía, al estar desabrochado, le daba un aspecto levemente desaliñado. Codi se abrochó con desgana: el día prometía ser caluroso. El pelo, a falta de un peine, no tenía solución en ese momento. Reflejado sobre el fondo violeta adquiría un extraño color rojizo cuando en realidad era castaño, abundante y rebelde.

No era el aspecto ideal para ir a visitar a un director de empresa, pero tendría que bastar. Codi sonrió a su reflejo. Aparte de por el regusto amargo de ser el perrito faldero de Harden, el encargo no le molestaba en absoluto. Disfrutaba haciendo entrevistas y sabía que era bueno en su trabajo. Le gustaba conocer a diferentes personas y tratar de comprenderlas. Ganar su confianza mostrando ser merecedor de ella, no agasajando su ego.

Una vez más, oyó el aviso automático repetirse dentro de su cabeza. Revolución en las comunicaciones, había dicho el dueño de la consulta. En aquel momento, dicha revolución le suponía más una molestia que una bendición.

Tiene trece llamadas sin contestar. Tiene cinco mensajes…

Codi los borró todos y llamó a un taxi.


Tratar de imaginar el lugar en el que transcurriría la entrevista era para Codi un pequeño juego privado. Nunca acertaba. Tampoco acertó esta vez, y echó la culpa a las palabras de Harden sobre un dueño simplón.

La sede de Emociones Líquidas resultó ser un edificio con mucha clase. Tenía a lo sumo unas treinta plantas: resultaba más bien bajo para la zona que lo albergaba. La sensación de prosperidad y poder que emanaba de él no se debía a su altura, sino a su decoración. La entrada estaba rodeada por una parcela de césped de puro color esmeralda. Una verja diminuta — sólo llegaba a las rodillas de Codi— rodeaba el recinto. El mensaje era evidente: aquella gente no necesitaba resguardarse detrás de ostentosas medidas de seguridad. Su prosperidad era su mejor protección.

Codi caminó hasta la entrada sintiendo ganas de silbar. La vaga irritación que lo había acompañado durante todo el camino había desaparecido. Poner un pie en el territorio del recinto le había cambiado completamente el humor. Aquel rincón de la naturaleza alegraba la vista. Relajaba. Codi podía sentir cómo la sonrisa luchaba por salir al exterior. Estar rodeado de verde en medio de la ciudad era una verdadera rareza.

Estaba entrando por la puerta cuando comprendió que la bulliciosa descarga de alegría no se debía sólo al frescor de la hierba. Había música en el aire, tan sutil y sedosa que le costaba oírla. La sensación era similar a un levísimo toque de un dedo en la base de su cráneo. Placentero, tan íntimo que cuando Codi se hizo consciente de su presencia fue atravesado por un lento estremecimiento. Por un segundo, sintió que aquella melodía estaba allí sólo para él, susurrada en su oído, un murmullo secreto que nadie más era digno de escuchar.

Las puertas se abrieron invitándolo a entrar, pero Codi se paró en el umbral, escuchando. Frunció el ceño, atento a la melodía, tratando de capturar de nuevo el extraño instante. Cuanto más trataba de centrarse en la música, más se disolvía ésta en el aire. Resultaba imposible de retener, igual de imposible que retener agua en un puño cerrado. Codi meneó la cabeza, frustrado por su incapacidad para explicar el poderoso efecto que tenía sobre él. ¿Una secuela de la reparación del implante? Quizá fuera lógico que oyera mejor, lógico que aún se mareara ligeramente al caminar. Finalmente, desechó aquellas reflexiones y se apresuró a entrar en el edificio sin mirar atrás: quedándose embobado en medio de la entrada cerraba el paso a demasiada gente.

El hall estaba decorado con plantas y con auténtica madera. Había bastante gente en tránsito: se acercaba la hora del almuerzo. Justo en el centro de la recepción se encontraba un pedestal con lo que sólo podía ser el logotipo de la empresa. La imagen de una lágrima cayendo desde un ojo ámbar giraba lentamente en el aire. Codi se acercó, admirando el diseño. Emociones Líquidas. Muy poético. Con una mueca irónica, esperó a que el logotipo completara la vuelta. El reverso mostraba un austero fondo negro con una sola palabra grabada en delicado azul: «Aquamarine».

Aquello le sorprendió sobremanera. La idea de dos empresas compartiendo el edificio no casaba con el espíritu del lugar: disminuía varias veces el poder que el dueño de Emociones Líquidas obviamente deseaba aparentar ante los visitantes. Codi rodeó el pedestal sin que su acción le revelara ninguna solución al enigma: el conjunto seguía rotando imperturbable en medio de conversaciones y pasos apresurados. Finalmente, se acercó al mostrador de la recepción y se presentó. El apretón de manos fue un poco más prolongado de lo habitual. El encargado estudió sin ningún disimulo las credenciales que se le transmitieron.

— Sígame — fue lo único que dijo tras escuchar la explicación de Codi sobre la ausencia de su editor jefe.

Rodearon el ambiguo logotipo hasta llegar a los ascensores, donde Codi fue dejado en manos de otro… suponía que eran miembros del servicio de seguridad. Por más que lo intentara, no era capaz de distinguir entre ese hombre y el anterior. La sola anchura de sus hombros hacía difícil fijarse en otros detalles.

El tipo entró en el ascensor detrás de Codi. La cabina se lanzó hacia arriba con decisión, instando al periodista a darse prisa en cogerle la medida correcta a Ramis. Entrevistar al hombre sin ningún tipo de preparación previa tenía más mérito del que Harden iba a darle. De momento, sólo había concluido que Ramis tenía una desbordante seguridad en sí mismo. Emociones Líquidas era una empresa joven, pero sus costumbres internas eran pomposas. Ramis estaba a la espera de cerrar un trato muy ventajoso — siendo «espera» la palabra clave— y, a pesar de eso, se exhibía al mundo con un sorprendente aire de superioridad.

El curso de pensamiento de Codi fue interrumpido cuando sus ojos se fijaron en el panel de control. Había algo en él que no le cuadraba, pero tardó un par de segundos en comprender el qué. Había más botones en el ascensor que plantas en el edificio. Más del doble.

—¿Qué hay en el sótano? — preguntó a su acompañante.

— Estudios de grabación y dependencias de Aquamarine.

Codi iba a aprovechar la oportunidad y preguntar qué era Aquamarine, pero justamente entonces el ascensor se paró. Las puertas se abrieron para revelar una planta de planificación y decoración confusa, a medio camino entre un lugar de trabajo y una vivienda de alguien demasiado rico para su propio bien. Desde la entrada, Codi podía ver varias salas abiertas e intercomunicadas, llenas de alfombras y una selección algo caótica de objetos de arte.

— Espere aquí hasta que le llamen — fue instruido concisamente.

— Lo haré. Gracias.

No tuvo que esperar nada. Sólo había dado un par de pasos hacia el centro del recibidor cuando un hombre sonriente y rechoncho salió a su encuentro desde uno de los pasillos. Caminaba con pasos absurdamente pequeños y rápidos, prácticamente rodaba hacia el periodista.

—¿Es usted Weil? — preguntó a Codi con empuje.

—¿Señor Ramis? — dijo el periodista sin parpadear.

El hombre extrajo la mano derecha del bolsillo y se la ofreció. Tenía unos dedos gruesos y cortos, pero su apretón fue inesperadamente fuerte. Llevaba una amplia sonrisa en la cara; no muy sincera, pero amplia y en general bastante amable. Sólo los ojos estropeaban el efecto: eran grandes y saltones, e invitaban a ponerse en guardia.

— El mismo — anunció antes de extraer la otra mano de su otro bolsillo y señalarse el pecho con el pulgar.

— Gracias por recibirme.

— Me parece estupendo que haya venido, joven, pero esperaba a un tal Harden. ¿Es usted su ayudante?

— Su representante — puntualizó Codi. Había cubierto a Harden en innumerables ocasiones previas, y hacía tiempo que había aprendido a cortar de raíz velados comentarios sobre su juventud y experiencia.

Ramis realizó un gesto vago que sirvió para desestimar la protesta de Codi y hacerle pasar dentro al mismo tiempo. Siguiendo a su anfitrión y ligeramente sobresaltado por su incongruente entusiasmo, Codi atravesó una corta galería y entró en un despacho. Era amplio, imponente, más útil para impresionar que para trabajar en él. Tenía el paquete completo: dos sofás de cuero, una mesa de cristal, un bar de madera y cuadros en las paredes. El rápido escrutinio del periodista sólo le reveló un detalle de interés: una foto sobre la mesa. Una niña de cinco, quizá seis años. No era una instantánea cualquiera: la niña estaba sentada con las manos sobre las rodillas, seria y vigilante, y llevaba puesto un vestidito de gala rojo con lunares. El parecido familiar era ciertamente cuestionable: los rasgos de la niña eran más bien delicados.

— Gracias por mantener en pie la entrevista, señor — dijo Codi mientras seguía a su anfitrión hacia el interior—. Me imagino que desde que fue concertada debió de recibir muchas más ofertas.

— Ajá — fue la respuesta de Ramis.

— Su buena disposición significa mucho para Hoy y Mañana. Puede estar seguro de que dedicaremos a este reportaje toda la atención que se merece.

Se sentaron uno frente al otro en dos sillones de cuero: Ramis estirando los pies y el cuerpo, Codi con la espalda bien recta — ponerse demasiado cómodo le haría parecer impertinente—. Pasó la mirada por los objetos que había en la mesa que los separaba: una baraja de cartas, una copa vacía y la foto que le había llamado la atención.

— Tiene una hija preciosa — dijo con una sonrisa.

Se amonestó al instante, horrorizado por estar siguiendo a pies juntillas la estrategia aduladora de Harden. Luego se dijo con firmeza que no lo estaba haciendo en absoluto. Se limitaba a constatar un hecho: la niña era mona, por no decir más. Sólo quería que la entrevista fuera lo más distendida posible.

Ramis siguió la dirección de la mirada de Codi hasta que sus ojos se posaron sobre la foto. Hizo girar el marco para verla mejor. Curiosamente, no parecía muy complacido.

— Entonces, quizá. Era más guapa de pequeña — refunfuñó—. Fally ha crecido mucho desde entonces: se ha convertido en un monstruo adolescente. Calla cuando tiene que hablar, habla cuando nadie la llama. Su padre graba la mejor música y ella sólo escucha a la competencia. Gabriel Cherny por aquí, Gabriel Cherny por allá.

—¿Acaso tiene mucha competencia? — dijo Codi con otra sonrisa. Resultaba evidente que de alguna manera había metido la pata—. Creía que lo que hacía era rotundamente innovador.

—¡Ja! Sería más correcto llamarlos detractores de mi forma de ver las cosas.

— Entonces, hábleme de su forma de ver las cosas.

— Eso es fácil — Ramis dejó la foto y se echó hacia atrás en su asiento con una expresión de satisfacción en la cara—. Sabrá que el orchestrón es un instrumento muy especial. Muy… elitista. No sé si ha tenido ocasión de ver alguno.

— No, nunca.

— No es una guitarra, ni un violín, ni un piano. De hecho, tiene el tamaño de una casa pequeña. Manejarlo requiere mucho adiestramiento, y muy poca gente sabe hacerlo bien. ¡El precio de los conciertos es astronómico, ya puede imaginarse la clase de público que acude allí! Yo busco cambiar eso. Quiero llevar la música de orchestrón hasta un público mucho más amplio.

— Me parece una iniciativa muy loable.

— Y muy complicada. La forma más obvia de hacerlo es promocionando grabaciones, pero los puristas ponen el grito en el cielo. Todo lo que no es un directo es un sacrilegio para ellos. Pocos profesionales están dispuestos a colaborar, y los interesados se ven presionados por el resto. La mayoría de los orchestristas son avaros y presumidos; el gremio es igual de especial que el instrumento en sí.

—¿Por qué querría alguien poner obstáculos a la difusión de su propio arte?

— Porque la música de orchestrón puede perturbar las emociones de una persona.

—¿Perturbar?

— Eso dice la leyenda negra del instrumento. La verdad es mucho más prosaica. Cuando el orchestrón fue inventado, lo que se perseguía no era crear un instrumento musical nuevo, sino una nueva forma de expresión emocional. Originalmente, el orchestrista estudiaba a su público y componía exclusivamente para él, comunicándole una serie de emociones. Ya hace un tiempo de eso; ahora mismo sólo los mejores orchestristas se molestan en tocar así. En todo caso, la relación con el público sigue siendo muy estrecha. Muchos dicen que no se puede reproducir mediante una grabación.

Era difícil pasar por alto el desdén que había en el tono de Ramis. Prácticamente dictaba a Codi su siguiente frase.

— Las palabras parecen muy bonitas, pero yo mismo puedo escribir todas las que quiera.

—¡Claro que sí! Sólo es una excusa barata, pero ha sido infalible hasta ahora. Hasta que se me ocurrieron los ambientes musicales. ¿Tiene claro en qué consisten?

— No olvide que soy un profano que escribe para profanos. La explicación del maestro nunca viene mal.

La pequeña demostración de humildad le gustó mucho a Ramis, Codi había adivinado correctamente: el hombre poseía un ego bastante superior a la media.

— En realidad es muy fácil. Las emociones son iguales para todos nosotros: todos sentimos tristeza, alegría, enfado. Un orchestrista de gran nivel quizá pueda combinarlas todas y provocar un éxtasis sensorial a diez ricachones que se lo puedan permitir. Yo me conformo con algo más simple. Melodías centradas alrededor de una sola emoción, la alegría, pero para un público mucho más amplio. Imagíneselo: una carga de buen humor en el momento que quiera directa al oído — Ramis dio un ligero golpecito a su oreja—. ¿A que le ha gustado la bienvenida que le dimos a la entrada?

—¿Era un ambiente musical lo que oí allí?

Codi trató de recordar y poner en palabras la impresión que la melodía le había causado. Había sido fugaz, etérea, fluida. No estaba en un segundo plano sino en un quinto, un décimo. Como una parte de él mismo. Lo más probable era que la próxima vez ni siquiera se diera cuenta de que estaba allí y se preguntara por qué llevaba de repente una sonrisa en la cara.

— No sólo es una melodía agradable. Es la ideal: un pequeño regalo de buen humor. Favoreciendo la alegría frente a la tristeza, la energía frente al decaimiento… Venga, confiese que le ha encantado.

— La verdad es que me ha gustado — dijo el periodista—. Muchísimo. Hasta fue un poco inquietante.

—¿Inquietante? — la palabra pareció haber ofendido a Ramis—. ¿Por qué?

Por suerte, Codi no tuvo que responder a eso. Había hecho el comentario con sinceridad pero sin criterio, y Ramis no era el tipo de persona a la que le entusiasmaba que no le dieran la razón. A Codi le habría costado salir del paso sin parecer descortés, pero en aquel preciso instante Ramis se quedó quieto, con la cabeza ladeada ligeramente hacia el hombro izquierdo, y sus ojos se volvieron fijos e inexpresivos.

— Ahora no puedo — dijo, y el periodista tuvo claro que no se dirigía a él—. Estoy hablando con… Bien, bien, espera un segundo — miró a Codi—. ¿Puede esperar fuera un momento?

— Claro.

Codi asintió, se levantó con presteza y se encaminó a la salida del despacho. Ramis le acompañó unos metros, mostrándose cortés a pesar de que estaba claramente ansioso por retomar la conversación interrumpida y repitiendo que no tardaría en volver con él. Parecía que Codi había cumplido con la exigencia de su jefe: le había caído bien al magnate.

El periodista cerró la puerta a sus espaldas y caminó a lo largo del pasillo en dirección al ascensor. No tenía nada en contra de esperar: un rato a solas le iría de maravilla para planificar las siguientes preguntas. La música era un tema que no dominaba: se dejaba arrastrar por la corriente de la conversación y de momento le iba bien; todo lo que Ramis le contaba le resultaba muy interesante, pero necesitaba que además fuera provechoso para Hoy y Mañana.

Al llegar a la entrada descubrió en qué fallaba su plan: no iba a esperar a solas. Había una niña sentada sobre una mesa ricamente decorada con incrustaciones de madera. Tenía una pierna apoyada descuidadamente sobre la superficie. Codi se paró, sin saber qué hacer. La niña tenía la cabeza agachada y le miraba de abajo arriba sin parpadear. Niña o adolescente, a saber. Codi no era un experto en edades infantiles.

Tras un tenso silencio, ella fue la primera en hablar.

— Tú debes de ser Víctor Harden — anunció con una voz que, sin tener nada de especial salvo la agudeza propia de la edad, le pareció a Codi vagamente insolente.

— Soy Candance Weil.

—¿Redactor?

— Reportero.

—¡Claro! Eres muy joven para ser redactor. ¿Has terminado de hablar con mi padre?

Fally Ramis, cayó finalmente Codi. El monstruo adolescente. Ya lo había supuesto, pero eso no le libró de una vaga sensación de incomodidad al confirmar la identidad de su interlocutora.

— Tiene una llamada urgente que atender — dijo—, ¿Estás esperándole?

— Tengo que contarle lo que me dijo el médico — explicó la niña crípticamente y se calló, mirándolo de forma descarada.

Siendo el único adulto de los dos, Codi suponía que le tocaba a él estimular la conversación — si es que deseaba tener alguna—, pero le resultaba difícil pensar en cosas que decir bajo el escrutinio de aquellos ojos negros. La niña no mostraba turbación ante él. Ahora que la veía más crecida, Codi se reafirmaba en su impresión inicial. Para ser la hija de Ramis, se le parecía bien poco. Era alta y desesperadamente delgada, el pelo recogido en dos tensas trenzas, la expresión igual que en la foto del despacho: seria y alarmada. Llevaba puesta una camiseta de manga corta que le iba varias tallas grande, un pantalón vaquero y unas zapatillas de deporte. Contrastaba de una manera sorprendente con todo el ambiente. Parecía un patito feo negándose con obstinación a convertirse en cisne. Y llegaría a ser cisne, algún día. Había una extraña gracia oculta en el cuerpo de la niña y una inteligencia notoria en su brillante mirada.

—¿Has venido a hablar con mi padre de lo buena que es su música? — de nuevo, ella fue la primera en romper el silencio.

— Algo así.

— Su música no es nada. Los orchestristas que trabajan para él no saben tocar.

— No deberías decir esas cosas — dijo Codi suavemente, cogido por sorpresa por la hostilidad de la declaración. La niña dejó escapar un bufido.

—¿Porque soy la hija del dueño?

La expresión de desprecio y altivez se veía ajena, casi inadmisible en su cara: fue eso lo que impulsó a Codi a seguir hablando, en contra de su buen juicio.

— Porque todos los artistas trabajan lo mejor que pueden. Hacen algo que tú no puedes hacer, así que no creo que tengas derecho a juzgarlos.

— Yo podría tocar mucho mejor que ellos. Podría tocar mejor que cualquiera.

—¿Recibes lecciones de música?

— No.

—¿Entonces por qué dices que puedes tocar?

En vez de responder, la niña extendió su mano derecha con la palma hacia arriba. Codi sorbió el aire en un gesto de sorpresa. Toda la piel de la palma y las yemas de los dedos eran una sola cicatriz de quemadura: rojiza, sobreelevada y uniforme, ciertamente antigua.

— No he dicho «puedo», sino «podría» — dijo ella—. Me faltó decir: si no hubiera sido por el accidente, o si tuviera cura. De pequeña tocaba muy bien, recibía lecciones. Pero ahora tengo esta mano deformada, y nunca volveré a tocar.

— Lo siento.

La niña se encogió de hombros y estiró la pierna que tenía doblada sobre la mesa, dejándola caer al lado de la otra y haciéndolas oscilar con aire de independencia.

— Todos dicen lo mismo.

— No, de verdad — dijo Codi suavemente—. No debí haberte sermoneado.

Ella dejó de mover las piernas y cerró el puño. Codi estaba seguro de que la disculpa había sonado patética, pero la niña, Fally, sonrió de repente.

—¿Sabes ya qué vas a escribir en el artículo sobre mi padre? — preguntó.

— Todavía no.

— Deberías hablar con más gente. Aparte de él, me refiero. Gente que tenga un punto de vista diferente.

¿Gente que tenga un punto de vista diferente? Entre su forma de hablar y su palma quemada, la niña parecía mayor de lo que seguramente era. Le caía bien, a su manera. Aun así, Codi se preguntaba cuánto tardaría Ramis en volver a por él y poner fin a aquella conversación extraña.

— Quizá puedas darme algún consejo — se esforzó por que su sonrisa no pareciera condescendiente—. ¿Con quién más crees que debería hablar?

— Con Gabriel Cherny — dijo Fally sin titubear.

— Oí decir que te gustaba.

— Me gusta su música — cortó ella secamente—. Y que nunca se corta al defenderla. Le dejará muy claro lo que piensa sobre mi padre. Perfectamente cristalino.

— No creo que a tu padre le haga mucha gracia.

—¿Tu trabajo es complacer a mi padre?

Ramis tenía razón: era un diablillo. El periodista abrió la boca y tuvo que cerrarla a falta de una respuesta convincente. La puerta del ascensor se abrió en aquel momento, ahorrándole la necesidad de buscarla. Una mujer cruzó el vestíbulo y se adentró en el pasillo. Debía de ser una visita habitual en aquellos lugares, a juzgar por la forma en que Fally saltó al suelo nada más verla y la siguió por el pasillo.

— No me digas que es problema mío — decía la mujer a nadie en particular—. No te atrevas a decírmelo. Es tan problema tuyo como mío. ¿Qué?

Escuchó durante un rato, moviéndose siempre hacia el despacho de Ramis. No era joven; debía de tener unos cuarenta años. Aun así, el primer pensamiento de Codi al verla fue que era bellísima: esbelta, elegante. Llamaba la atención por su pelo totalmente blanco, no canoso sino blanco como el de un albino. Lo llevaba muy corto, mostrando un cuello alto y orgulloso.

— Hay que poner una solución a eso. Me da igual que no te parezca bien. Fally, cielo, ¿qué haces aquí?

— Quiero hablar con Padre.

La mujer se paró. Miró a la niña y luego a Codi, dedicándole un largo minuto. Aún sin quitarle el ojo de encima, puso una mano sobre la cabeza de la niña: un gesto austero pero lleno de afecto.

— Vamos a estar muy ocupados, corazón. No podrá ser.

— El médico me dijo que no volviera más. Dijo que no servía de nada que fuera a verle.

—¡Qué tontería! Hablaré con él.

— Pero dijo que no iba a mejorar.

— Va a mejorar, cielo. Va a mejorar, ya lo verás.

La cabeza y los hombros de Fally, previamente caídos, se enderezaron. La mujer sonrió, pero Codi no estaba seguro de su motivo. Al fin y al cabo, todavía estaba mirándole a él. «Incómodo» no era suficiente para describir cómo se sentía bajo el escrutinio. La intensidad de su mirada no encajaba con la paciencia con la que le había contestado a la niña. Obviamente, no le gustaba que la hija del jefe hablara con desconocidos.

— Lo solucionaremos. Serás famosa y tocarás en muchos sitios, Fally. No permitas que nadie te diga lo contrario — se inclinó, le dio a la niña un rápido beso en la frente y siguió andando en dirección al despacho—. Stiva, no abuses de mi paciencia.

Abrió la puerta, revelando a un Stiven Ramis echado hacia atrás en el sofá.

— No abuso de tu paciencia — declaró Ramis mirando hacia el techo—. Tú no tienes paciencia de la que abusar.

Era una situación realmente cómica. Conversaban entre los dos, pero él parecía hablarle al techo y ella a la mesa que tenía enfrente. Dos personas a dos metros de distancia hablando a través de una red cuyas conexiones recorrían muchos kilómetros antes de unirlos.

La mujer entró en el despacho. La niña se asomó detrás, pero al ver que Ramis no se levantaba volvió hasta donde esperaba Codi y se instaló sobre la mesa de nuevo. Durante un momento estudió su palma herida con suprema concentración, como si haciéndolo pudiera deshacer el daño provocado. Luego, soltó un suspiro y sus hombros volvieron a su posición de antes: agachados y lúgubres.

—¿Es tu… madre? — preguntó Codi.

Sabía que no lo era.

La muchacha enarcó una ceja.

— Padre no está casado. Es la doctora Lynne, la directora de Aquamarine.

—¿Qué es Aquamarine?

— Una empresa subsidiaria de Emociones Líquidas.

—¿Qué significa empresa subsidiaria?

— No lo sé — dijo ella con irritación—. ¿Importa mucho? Cierra la puerta. No es bonito escuchar una conversación privada.

«Podrían cerrarla ellos y tú podrías mostrar un poco más de respeto», estuvo a punto de decir Codi, pero se contuvo. Con todos sus aires de grandeza, la niña le parecía más un cachorro olvidado que una rica heredera. El periodista fue pacientemente hasta el despacho, sólo para toparse cara a cara con Ramis, que iba camino de cerrar la puerta él mismo. En las profundidades de la habitación, la doctora Lynne se apoyaba sobre la mesa tecleando datos enérgicamente.

—¡Ah! Señor Weil… — Ramis se volvió hacia su socia—. Mira, éste es el enviado de Hoy y Mañana. Va a hacernos una buena publicidad… es un joven muy agradable.

Codi no quería invadir la habitación de la que acababa de ser educadamente echado, así que se limitó a realizar un gesto amistoso con la mano en dirección a la mujer. Ésta le miró con más benevolencia, ahora que conocía su estatus, y le devolvió el saludo.

— Espero que Fally no le esté molestando en exceso — dijo.

— Al contrario, ha sido muy amable. Me ha hablado de sus ídolos musicales, hasta me ha dado consejo.

— Le pido disculpas por todo esto — apuntó Ramis gravemente—. Fally puede ser muy locuaz, pero es raro que agobie a personas que desconoce. Y estoy pensando que no voy a poder dedicarle más tiempo hoy, realmente tengo un asunto inaplazable que atender. ¿Qué le parece si retomamos la entrevista en otra ocasión? Le avisaría para convenir una hora.

— Sería estupendo — dijo Codi.

Realmente, era la única respuesta posible.

La puerta se cerró ante él, y cuando volvió al vestíbulo vio que no corría peligro de ser entretenido más por Fally: la niña se había ido. Se sintió vagamente defraudado; después de su imprevista conversación, había esperado al menos poder decirle adiós.

Retrasarse no tenía ningún sentido. Codi llamó al ascensor, que no tardó en llegar. El mismo hombre poco hablador que le había acompañado en la subida le acompañó abajo y hasta la salida del edificio. Codi dejó atrás el campo de hierba y echó a andar a lo largo de la calle. A pesar del brusco término de la entrevista, estaba contento de cómo había ido. No había reunido mucha información, pero contaba con la promesa de Ramis de seguir en contacto. Codi sonrió para sus adentros. En contacto con Candance Weil, no con Víctor Harden. A este último no le haría demasiada gracia.

Oyó que alguien le llamaba por su nombre y el ruido de unos pasos apresurados a sus espaldas.

— Candance. ¡Candance, espera!

Pensó automáticamente que era el vigilante y que había olvidado algo. Se sorprendió al ver que era la niña, corriendo detrás de él a la máxima velocidad que sus piernas le permitían. Tenía la mano derecha apretada en un puño. Le alcanzó y se paró a medio metro de él. Codi habría jurado que su mirada era de reproche.

— Cuando vayas a hablar con Gab… con Cherny, ¿puedes darle algo de mi parte? — soltó jadeando.

Las cejas de Codi se enarcaron. ¿Cuando fuera a hablar con Cherny? Abrió la boca pero no dijo nada, acallado por la mirada desafiante, intensa de la niña. Tenía los labios apretados en una línea fina, la cabeza bien alta. El cisne despertaba.

Fally extendió la mano y abrió el puño. Codi había pensado que así escondía la quemadura, pero tenía algo oculto allí: un diminuto marco con un mensaje grabado. La niña dio el último paso hacia Codi y apretó el mensaje contra su palma. Asombrado por su audacia, el periodista no pudo evitar que sus dedos se cerraran alrededor del objeto.

— No lo abras — dijo ella.

Codi negó con la cabeza; por supuesto que no pensaba abrirlo. Se preguntaba cómo podía devolverlo sin hacerla sentir mal. Miró de reojo las puertas de la sede. Fally era la hija del dueño, no era lógico que la dejaran entrar y salir así, sin ir acompañada. Deseaba que llegara alguien cuanto antes para devolverla al interior. Ésa sería la solución más fácil para aquel malentendido.

Pero nadie fue a buscarla, y Codi no tuvo tiempo de esgrimir ninguna excusa. En el instante mismo en que apartó los ojos de ella, la niña se dio la vuelta y echó a correr.