"Aquamarine" - читать интересную книгу автора (Parkhutik Vera)CAPÍTULO IIIMontestelio agradó a Codi. La ciudad era pequeña, soleada y soñolienta: la antítesis del glamour. No parecía adecuada para una estrella como Cherny. Cada edificio estaba separado de otros por grandes espacios llenos de árboles, hierba y flores. Resultaba claro que el césped de Emociones Líquidas no impresionaría a nadie aquí. Codi salió del taxi y se dirigió hacia su destino intermedio: la Intendencia de Transportes. Eso era lo único que le había sabido aconsejar Snell. A pesar de repetidas búsquedas — el misterio del paradero de Gabriel Cherny acabó por interesarla hasta a ella—, la forma de acceso al archipiélago permanecía sin aclarar. Las autoridades locales le ayudarían, había dicho finalmente. Alguna comunicación debía de haber. Si Cherny vivía en una isla, tenía que poder llegar a ella, ¿no? La recepción de la Intendencia armonizaba con el espíritu de toda la ciudad: era pequeña y estaba vacía. La sombra del interior refrescó a Codi: era casi mediodía y el sol colgaba despiadadamente sobre su cabeza. El aire estaba demasiado quieto. El periodista había supuesto que la cercanía del mar traería la brisa, pero en medio de una ciudad dormida hasta el viento parecía descansar en los recovecos entre los edificios. Una flecha indicaba las cabinas de información. Codi golpeó con los nudillos el cristal para atraer la atención del hombre que se estaba aburriendo dentro. — Buenos días. Soy Candance Weil, reportero de Hoy y Mañana. — Codi le enseñó sus credenciales. Era un método muy efectivo en sitios pequeños. Mejoraba mucho el nivel de colaboración—. Estoy seguro de que podrá ayudarme. Tengo una cita algo lejos de aquí y necesito arreglar un transporte. — Hay muchos taxis detrás de aquella esquina — el interés mostrado por el hombre fue el mínimo imprescindible para no parecer descortés. — No, tengo que ir hasta las Hayalas. Estoy tratando de llegar a la residencia del señor Cherny… No necesitó decir más. Por la expresión de su interlocutor, era evidente que Gabriel Cherny era conocido en aquel lugar. El hombre se levantó de su asiento y se acercó al cristal. —¿Tiene una cita? Codi se limitó a esbozar una soleada sonrisa a sabiendas de que el otro la tomaría por una afirmación. Su parte menos práctica se cuestionó si pronunciar una mentira en voz alta era más, menos o igual de deshonesto que dejar que esa misma mentira se estableciera espontáneamente. Su parte más lista ignoró la pregunta. Necesitaría toda su suerte e ingenio para llegar hasta Cherny. Nunca había tenido que acercarse a alguien partiendo de una base tan insólita como la compraventa de un archipiélago. El hombre de la ventanilla empezó a conversar rápidamente con alguien, tocándose la oreja de cuando en cuando. Codi se apoyó en la pared de al lado y se recordó su plan de resistencia pasiva contra Harden. Esforzarse lo mínimo significaba que no tenía ninguna prisa. —¿Cómo nadie? Al menos la hélide… — gruñía mientras el hombre—. Vale, pero la hélide, digo, ¿está aquí? Es alguien de la prensa, alguien oficial… No, claro que no va hacerlo él mismo. No, Cherny no lo había avisado, ¿acaso Cherny avisa alguna vez? Bien. Bien, vale. Volvió a acercar la cara a la ventanilla. Parecía malhumorado. Estaba haciendo aquello únicamente por respeto a las credenciales de Codi, según parecía irradiar todo su ser. —¿Hay algún problema? — preguntó el periodista. — Pues que no es tan fácil llegar. Necesita la hélide, que es cosa delicada. Es porque las islas son muy pequeñas. No hay red de transporte normal. Sólo están las hélides, y no van solas. Cherny pilota él mismo la suya. Y si alguien quiere ir a visitarle, tiene que hacerlo también… — dicho esto el hombre se calló, como si esperara que Codi le ofreciera una solución al problema. Se frotó la nariz con los nudillos de la mano derecha—. ¿Escuche, por qué no le dice que venga a buscarle? — No puedo pedirle que haga eso — repuso Codi sin parpadear—. Es un hombre muy ocupado. Su interlocutor volvió a frotarse la nariz. Por la expresión perpleja que tenía, Codi empezó a temer que decía la verdad, a pesar de que la inexistencia de una red automatizada de transporte se le antojaba imposible. — Entonces, lo único es que le lleve uno de los huérfanos — dijo el hombre. —¿Huérfanos? — repitió Codi arqueando las cejas. — Del Formatorio Estatal. Niños abandonados a cargo del Estado. Aquí los llamamos huérfanos, pero la mayoría no lo son. Alguno puede llevarle, pero extraoficialmente, claro. No veo otra solución. — Pero… — Escuche, si quiere ver a Cherny esto es lo que tiene que hacer. Si sube al tejado, allí verá la hélide. Es como un gran pájaro con alas, no tiene pérdida. Si tiene suerte, al lado encontrará algún crío. Siempre juegan con el aparato, lo cogen sin permiso. Y no se preocupe, los que saben pilotar lo hacen bien. Cherny les enseña. Pero lo que hacen con sus cosas cuando él no está cerca no me incumbe. No me pagan por vigilar, si estropean algo no es mi responsabilidad. Así que le digo una cosa: si consigue que le lleven, que quede entre nosotros. Suba sin miedo, yo avisaré de que va a… subir. Si Codi hubiera tenido que puntuar esta información en una escala de irrealidad con el diez marcando el máximo, le habría puesto un ocho al asunto. Gentes de ciudades pequeñas. ¡Qué extrañas eran! Decidió no preguntar nada más. Quizá fuera mejor ver esa supuesta hélide con sus propios ojos. Cuando salió al tejado se llevó una nueva desilusión. Había confiado en encontrar algo remotamente parecido a una terminal de pasajeros, un lugar donde obtener más información. Sólo vio cables sueltos y grandes cajas desperdigadas por un suelo abollonado. Ni un alma a la vista. Sólo el sol seguía brillando abrasador. No tuvo problemas para encontrar la hélide. Resultó ser un objeto hermoso de color plateado y formas suaves. De lejos verdaderamente parecía un ave. Tenía un cuerpo estilizado y dos salientes finos y muy largos que estaban abatidos como las alas de un pájaro cansado. Codi se acercó y dejó caer al suelo la pequeña bolsa que llevaba. No era más pesada que en cualquier otro viaje, pero tras cargarla al hombro durante casi una hora estaba harto. Rodeó el aparato admirando el diseño. —¿Es el que necesita transporte? ¿El periodista? — oyó un grito desde arriba. Un muchacho balanceaba los pies por fuera de la portezuela. No podía tener más de doce años. En su cara se mezclaba el deseo de aparentar que era mayor y el más puro deleite—. Venga, suba, pero por ahí no. Por el otro lado. Codi terminó de rodear la hélide. Miró su bolsa de viaje, decidió que sus pertinencias no corrían peligro por el momento y trepó hasta que su cara estuvo a la misma altura que la del niño. Al verlo más de cerca, llamaban la atención la necesidad de un buen corte de pelo y las manchas en el cuello de su camisa. —¿Todos a bordo? — preguntó el chaval. —¿Tú eres el piloto? — A menos que sepa pilotar usted también… — sonrió el crío enseñando los dientes. Codi se sintió vencido por el entusiasmo del muchacho. — Está bien. ¿Cómo te llamas? — Rico. —¿Y cuántos años tienes, Rico? — Catorce… señor. ¿Qué podía hacer ante esa sonrisa tan picara y esa mentira tan descarada? —¿Y ya sabes manejar esta cosa? — Claro. Rico manipuló los controles y el aparato empezó a girar lentamente sobre sí mismo. La fuerza centrífuga desarrollada por un giro tan lento era despreciable, o lo sería si Codi tuviera los pies en el suelo. A más de tres metros de altura y sin un lugar cómodo al que agarrarse, descubrió que hasta las sacudidas más leves le ponían nervioso. — Está bien, te creo — se apresuró a decir consiguiendo que el bravo mozo se riera con ganas. — Súbase bien. No querrá caerse y que le atropelle. Codi se introdujo dentro de la cabina y cerró la portezuela. Lo había conseguido justo a tiempo: el aparato había completado la vuelta y ahora las alas se desplegaban con un susurro. Cada una debía de tener más de seis metros de longitud; ver una hélide despegar debía de ser un espectáculo memorable. Se preguntó si las cajas y cables esparcidos por el suelo obstruirían el avance. Lo último que deseaba era que muchacho rompiera algún mecanismo importante con él como testigo e instigador. — De verdad, no necesitas enseñármelo ahora, Rico. Sólo quiero estar seguro de que alguien podrá llevarme a una isla. Conoces a alguien mayor… — No se preocupe tanto. Muchos chicos vuelan en la hélide. Montestelio es muy pequeña. Las Hayalas es lo único divertido que hay aquí. Gabriel nos deja volar a todas las islas que queramos. —¿Ya tus padres…? La sonrisa de Rico creció para enseñar aún más dientes. — No tengo. Aquí hay muchos niños pero pocos padres, así que no haga esa pregunta por ahí o la gente se reirá. — Lo siento — dijo Codi. —¿Por qué? Toda ciudad que se precie debe tener algún atractivo. Un estadio, un teatro, una fábrica o algo así. Montestelio tiene un Formatorio Estatal — las mayúsculas eran claramente audibles en el tono del niño—. Gabriel dice que es una suerte para la ciudad. Antes de que lo construyeran, aquí sólo había viejos y turistas que venían a veranear. Entre unos y otros, no hacían muchos niños. Al parecer, Cherny estaba en todo. La afectuosa familiaridad con la que el chico pronunciaba su nombre desagradó a Codi por alguna razón, pero en seguida apartó la idea. Era ridículo. — Oye, Rico, dime… Se interrumpió al ver una gran masa de agua bajo las alas del aparato. Codi no había notado nada en absoluto: ni ruido de arranque de un motor, ni vibración, ni aceleración de un despegue. Un poco atrás, la orilla y los edificios de Montestelio eran aún bien visibles, con la azotea de la Intendencia brillando con reflejos metálicos bajo el sol. Las alas plateadas de la hélide se extendían a ambos lados, largas y estrechas. Rico miraba a Codi por el rabillo del ojo: el rey del aire sentado en su trono. — Es lo que tiene volar en manual — dijo—. Ningún automático puede hacerlo así. Un heliodeslizador es lo que es: la hélide. ¿Le gusta? — Me gusta mucho — dijo Codi suavemente. La voz se le había cogido en la garganta, constreñida en un arranque de inesperada emoción. A pesar de su infinita sorpresa, había un inexplicable sosiego en ese modo de volar, una paz que experimentaba con una intensidad embriagadora. —¿Qué quería preguntarme? A Codi le costó acordarse. — Cherny… ¿Gabriel Cherny te enseñó a manejar esto? — dijo al final. — Hace muchas cosas con nosotros. —¿Por qué? — Dicen que se siente culpable — dijo Rico—. Antes de que él llegara, las Hayalas eran parte del Formatorio. En las islas había talleres y laboratorios. Los cerró todos. Por eso le cae mal a la gente de la ciudad. Dicen que sólo necesita una isla y las demás no las usa, y que las compró por maldad. Pero yo no lo creo. Nos deja coger su hélide e ir donde queramos. Los laboratorios abandonados son geniales para explorar. Codi asintió, y no volvió a hacer preguntas. No lo había planeado así, pero parecía que ese mismo día iba a poder ver el lugar donde vivía Cherny. Quizá hasta le vería en persona, aunque prefería no hacerlo. Sería demasiado precipitado. Antes de abordarle, tendría que decidir por dónde empezar. ¿Ambientes musicales? ¿Stiven Ramis? ¿El mensaje de Fally? El día era soleado en Montestelio, pero en el horizonte el cielo se nublaba. Aunque no estaba lejos según el niño, pasó mucho tiempo antes de que Codi pudiera ver el archipiélago. Las palabras de Snell no le habían preparado para lo que vio. Las Hayalas comprendían cientos de islas. La superficie del agua estaba salpicada por ellas: eran más numerosas en el horizonte y más escasas allí donde se encontraban. Todas eran altas y de contornos abruptos, algunas cubiertas de vegetación y otras completamente carentes de vida. Su base estaba formada por roca gris que se estaba partiendo en vertical, creando aristas puntiagudas que el tiempo iba convirtiendo en vertiginosos acantilados. El pequeño tamaño y lo escarpado del terreno hacía difícil que cada islote albergara más de uno o dos edificios. La razón de la inexistencia de una red de transporte se le hizo clara a Codi: la mano del hombre apenas había civilizado aquel rincón. El intento del Formatorio de expandirse en esa dirección decía mucho sobre el presupuesto de la institución: el suelo inaccesible debía ser barato a pesar de su austera belleza. Poco a poco, las islas fueron pasando — flotando— bajo las alas del aparato, hasta que Rico se removió en el asiento y señaló el trozo de tierra que estaba justo debajo de ellos. Sobresalía del agua como el diente de un gigantesco animal: no un colmillo puntiagudo sino un molar, pues estaba formado por una corona de picos que rodeaban un pequeño valle. En la punta del pico más alto se veía una plataforma. Era circular, con tres finos apoyos que se clavaban en la roca. En la depresión del valle se veía un edificio alto y estrecho. La vegetación y los accidentes del terreno escondían el resto, pero por el tamaño del islote se hacía difícil imaginar que pudiera albergar algo más. Codi estiró el cuello: un edificio y una plataforma de aterrizaje le parecían claramente insuficientes para una celebridad, y todo el lugar resultaba demasiado apartado, solitario. Obediente a su inexpresado deseo, la hélide comenzó a describir círculos alrededor de la isla. A medida que el aparato descendía, el periodista descubrió muchos caminos abiertos cuidadosamente entre las rocas y una pequeña cúpula de cristal pegada a un acantilado, pero nada más. La hélide describió un último y amplio círculo y se posó suavemente sobre la plataforma. — Ya está. Hemos llegado — dijo Rico. La puerta del pasajero se abrió con un leve susurro. Codi se asomó hacia fuera, pensando en su siguiente paso. No había pensado volar hasta la isla ese mismo día, y desde luego no había planeado aterrizar, pero ahora que estaba allí se daba cuenta de que no habría sido muy educado espiar desde el aire y largarse sin dar su nombre. Miró alrededor, pensando en cómo proceder. Veía una segunda hélide con las alas plegadas. Veía el suelo de la plataforma y la barandilla que protegía y decoraba su perímetro: un trenzado fino de algún tipo de metal. Lo que no veía era una sola alma, ni ninguna forma de llamar a la puerta, por así decirlo. ¿Cómo se enteraba Cherny de que tenía una visita? Codi saltó al suelo y se acercó al borde. A diferencia de la costa, allí sí hacía viento. Las ráfagas, aunque suaves y cálidas, llegaban inesperadamente desde cualquier dirección y le hacían aferrarse inconscientemente a la barandilla. El agua acariciaba las afiladas piedras desprendidas del acantilado muy por debajo de él. Sobre la llanura azul del mar no había nada: ni barcos, ni pájaros, ni peces. Sólo otras islas diminutas, columnas elevándose hacia el cielo en medio de una paz acogedora, tan calmante como un bálsamo para el alma. Era un lugar extraño, decidió. Nada que ver con la moderna villa que se había imaginado. ¿Por qué había decidido Cherny vivir así? Era una filosofía, una elección, el lugar de un exilio voluntario. Rico agitó la mano a través de su ventanilla. —¡Adiós, señor! — Yo… ¿Qué? ¡Espera! —¡Tiene que apartarse o no podré coger vuelo! La hélide estaba girando ya. Codi tuvo que dar un paso hacia atrás para evitar que el ala le rozara el pecho. Su estado de ensoñación se rompió en el instante en que fue plenamente consciente de su situación: estaba invadiendo la propiedad privada de un hombre importante y su medio de salir de allí le estaba abandonando. —¡Espera! Pero el chico no esperó. La hélide terminó de girar y comenzó a alejarse. Durante un segundo precioso Codi se quedó quieto, agudamente consciente del ridículo que iba a hacer si echaba a correr detrás del aparato. Para cuando comprendió que no tenía elección, la hélide se elevaba ya en el aire. La sensación de que lo que le estaba pasando no era real, que se resolvería de alguna forma y que acabaría el día en la deseada habitación del hotel duró poco. La realidad era simple: para volver, tendría que encontrar a Gabriel Cherny, pedirle disculpas y confiar en que le llevara a la costa y que aún quisiera entrevistarse con él. Un plan de acción nada realista. Debía de haber varias maneras de bajar. Lo intuía por las trampillas que se dibujaban en el suelo de la plataforma. No encontró un modo obvio de activarlas y eligió las escaleras: era un camino más predecible, con menos complicaciones. Trataba de pisar fuerte para avisar de su presencia. Por lo demás, el silencio a su alrededor era absoluto: a Codi le hacía sentir cosquillas en la nuca e irritaba cada uno de sus nervios. Estuvo tentado de activar algún canal de música sólo para combatir esa sensación, pero no se atrevió. De algún modo, resultaba tan inapropiado como en un santuario. Terminadas las escaleras, sus pies pisaron la roca gris que formaba los fundamentos de la isla. Su superficie era plana, afeitada por el viento. Brillaba con un reflejo apagado bajo los rayos oblicuos del sol. La vegetación era inexistente allí arriba, pero en las grietas del interior de la isla se desarrollaba con frenesí. Codi buscó una manera de bajar más. La pendiente era muy pronunciada allí y descender a ciegas resultaba imposible. Tras dar varias vueltas, encontró un estrecho puente que le llevó directamente a la azotea del edificio que había vislumbrado desde arriba. Ésta, a diferencia de la azotea de la Intendencia, estaba vacía de objetos y cables, y lucía pulcramente limpia. Una puerta daba acceso al interior. Unas zapatillas estaban colocadas justo a la entrada. Codi abrió la puerta y se asomó. No vio a nadie, sólo un amplio rellano del que partía hacia abajo una nueva escalera. — Hola. ¡Hola! A pesar de que su llamada colgó huérfana en el silencio, Codi anduvo hacia la escalera y bajó a toda prisa un nivel. —¿Hay alguien? Nadie contestó. En el segundo rellano encontró dos puertas entreabiertas a las que no se atrevió a acercarse. En el tercero, vio dos arcos en dos paredes enfrentadas que llevaban a un despacho y una biblioteca. Los siguientes dos rellanos no tenían ni una sola puerta, detalle que le dejó desconcertado, sobre todo al descender aún más y encontrar allí una enorme puerta doble cerrada a cal y canto. Ahora ya sabía cómo se sentían los ladrones. El corazón de Codi latía frenéticamente en el pecho y en la garganta. Una vuelta, otra más, siempre hacia abajo. Cuando los peldaños terminaron de repente, Codi se paró en seco. La planta baja albergaba un gran salón. Las paredes exteriores eran transparentes y permitían ver la espesa vegetación que rodeaba la casa. La luz inundaba literalmente el lugar. La decoración era sencilla y muy elegante: suaves sofás dispuestos sin orden aparente, mesas bajas, plantas vivas, cuadros suspendidos en el aire, expositores con piezas de museo. Una fuente vertía sus chorros dentro de un gran acuario. Todo irradiaba paz y riqueza. Todo hablaba de la reciente presencia de un dueño, y sin embargo todo estaba en silencio. —¡Hola! Cherny podía estar fuera, decidió. En cualquier lugar de la isla. Codi esperaba que no se hubiera ido de viaje. ¿Lo hubieran sabido Rico o el hombre de Montestelio? Seguramente, no, pero Cherny volaba en su propia hélide y Codi la había visto arriba. No podía seguir vagabundeando por la casa y volver a la azotea no tenía ningún sentido, así que permaneció donde estaba. Se dedicó a estudiar los estantes cubiertos negligentemente de objetos cotidianos. Había trozos de conchas con largas espinas, un vaso vacío, pequeñas estatuillas de cera. Durante un tiempo admiró el álbum de fotos abandonado casualmente sobre una mesita baja: era grande y muy ostentoso, el tipo de álbum donde se guardan las imágenes de las grandes ocasiones, y no se atrevió ni a tocarlo. Luego se entretuvo tratando de adivinar el probable uso de un objeto metálico, fino, largo y dotado de botones, expuesto en una vitrina. Volvió a los estantes y no pudo evitar la tentación de juguetear con las conchas marinas. Cogió la más grande, verdeazulada y cubierta de espinas, sorprendido al instante por lo mucho que pesaba. —¿Qué está haciendo? — llegó una voz desde atrás. La mano de Codi tembló, y la concha fue parar al suelo. Sin quererlo, el periodista siguió su trayectoria con los ojos hasta verla desaparecer debajo de un sofá. Entonces levantó la mirada. Gabriel Cherny le observaba fijamente desde el otro lado de la sala. Codi había supuesto que en su propia casa tendría un aspecto diferente del que presentaba en público, pero incluso cogido desprevenido en la privacidad de su solitario retiro, Cherny seguía siendo un modelo de perfección. El pelo negro le caía elegantemente sobre los ojos. El corte de su ropa era simple, el bordado de la tela delicado y muy caro. Su mano izquierda sujetaba el pie de una copa y la derecha caía relajada a lo largo del costado. Su pregunta y el temblor en su voz habían revelado la sorpresa de encontrar un desconocido en su salón, pero se había sobrepuesto rápidamente. Su mirada hubiera podido congelar el océano. —¿Cómo ha llegado aquí? — dijo Cherny dando un paso hacia delante. — En la hélide — contestó Codi. Era plenamente consciente de lo absurdo de su respuesta, y también de que no tenía ninguna otra. —¿Para qué? Codi entreabrió la boca pero los segundos pasaron y las frases preparadas seguían sin salir de sus labios. Debía poder contestar a eso, se dijo con irritación. Había preparado varios discursos para ese momento, pero en el instante de la verdad todos ellos se habían evaporado de su memoria. — Yo… Quería concertar una cita con usted — logró pronunciar finalmente—. Mi nombre es Candance Weil. Soy reportero de… — Fuera de aquí. Teniendo en cuenta lo bajo que hablaba el orchestrista, era sorprendente la intensidad que era capaz imprimir a una orden. Codi maldijo su propia torpeza. Había reunido suficiente información para intuir que a Cherny no le entusiasmaban los reporteros. Ahora, además de considerarlo un intruso, el hombre lo consideraría un enemigo. — Soy reportero de Hoy y Mañana — terminó de todas formas—. No era mi intención invadir su casa, y lo lamento muchísimo. Sólo puedo prometerle que no quería molestarle en absoluto. Y lamento haber tocado… — Los dos sabemos que lo que lamenta no es el haber tocado, sino el haber sido pillado tocando. Fuera de aquí. Por un instante Codi se quedó perplejo por la abierta hostilidad en las palabras del orchestrista. Luego recordó que a Cherny no le faltaba razón. — Lo siento muchísimo — repitió con firmeza—. Ha sido un malentendido. Sólo quería concertar una entrevista… En los términos que usted prefiera. — Yo no concedo entrevistas. ¿Quién le trajo? — Un chaval. —¿Cómo se llamaba? — Rico. —¿Y ha acordado con él el modo de volver a la ciudad? — La verdad es que no. — Estupendo — el orchestrista cerró los ojos por un instante, como rindiéndose a la estupidez de su interlocutor. Luego los abrió y removió el líquido de su copa sujetándola entre el dedo medio y el pulgar— Sencillamente estupendo. Ha venido, pero no ha pensado en cómo volver. Ha conseguido colarse aquí sin ser invitado, se ha atrevido a tocar mis cosas… La manera de Cherny de enunciar sus infracciones hubiera podido parecerle perversa a Codi, pero algo en los ojos del orchestrista le dijo que su cólera estaba amainando. Pasada la furia inicial, el tono de Cherny se había vuelto brusco y malhumorado, a la vez que algo indiferente. Pasó por delante de Codi, fue hacia un rincón de la sala y se dejó caer en el sofá. Estaba descalzo, se dio cuenta el periodista. Por eso no había oído sus pasos hasta el último momento. — Está bien. Ilumíneme… — dijo mirando demostrativamente al exterior—. ¿Cuál iba a ser el importante tema de esa entrevista? Y no me diga que es esa historia que está todo el día en las noticias. — Lamento decirle que se trata en parte de esa misma historia. — Lamento decirle que no voy a hablarle de los trapos sucios de Ramis. Ya puede ir buscando una manera de librarme de su presencia. — Es cierto que estoy haciendo un reportaje sobre Stiven Ramis, pero ¿por qué iba a necesitar que alguien me hablara mal de él? — Codi se mordió el labio sin darse cuenta de que si Cherny se volvía, podría verlo. ¡Qué hipocresía estaba saliendo de su boca! — . La labor que realiza en Emociones Líquidas me parece muy loable… —¿Loable? — repitió Cherny como un eco. Sus ojos se entrecerraron con maliciosa ironía—. Lo que intenta hacer es la aberración más grande que se pueda imaginar…, y puede dar las gracias porque mi educación no me permite expresarme de una manera más gráfica. Vació su copa con gesto de fastidio y midió al periodista de nuevo con ojos impasibles y a la vez furiosos que brillaban a través de mechones de pelo negro. Codi suponía que no tardaría en invitarle de nuevo a que se marchara. Cogió aire y lo dejó escapar lentamente. Cuando Ramis le había hablado de «detractores de su forma de ver las cosas», no se había imaginado que las pasiones detrás de la desavenencia serían tan… ardientes. — Bien, entonces supongo que está todo dicho. Lamento haberle… importunado… con mi presencia — pronunció el periodista cuidadosamente—. Me habían avisado de que no albergaba simpatías hacia el señor Ramis… Cherny soltó una sonora carcajada. —¡No me diga! ¿Quién? — Su hija. La copa vacía de Cherny cayó de su mano y estalló en mil pedazos a sus pies. Los trozos de cristal reflejaron los rayos del sol y dibujaron un arco iris antes de esparcirse por el suelo. —¿Quién? — repitió. — Es una gran admiradora suya. Fue ella la que me sugirió hablar con usted. Codi se hizo a un lado, cuidando de no pisar los finos fragmentos de cristal. Sonrió para sus adentros recordando a la niña — parecía que finalmente iba a cumplir con uno de sus objetivos, a pesar de que era el último en su lista de prioridades—, pero dejó de hacerlo cuando levantó los ojos hacia Cherny. Éste le miraba como si fuera una aparición, con los labios entreabiertos y una expresión que había perdido toda su gélida superioridad. La copa no se había roto por un accidente: la mano izquierda le temblaba. Mucho. En realidad, le temblaban las dos. La reacción era tan diferente a lo que Codi había esperado que la certeza de estar metido en algo mucho más grande que el capricho de una niña se cernió sobre él. La insistencia de Fally Ramis le vino a la mente de nuevo; una insistencia llena de una valentía desesperada. No era eco de una pasión adolescente. Era otra cosa. Más importante, más madura, más secreta. Esa niña le había mentido en algo, comprendió, o quizá en todo, al convertirlo en un recadero para… — Me… Me dio esto para que se lo entregara. Con cuidado, Codi introdujo la mano en su bolsillo y sacó el marco. Se acercó cuidando de no pisar los cristales, medio esperando que Cherny saliera del trance y se desquitara físicamente por su impertinencia. Lo único que hizo el orchestrista fue extender la mano. Al dejar el mensaje sobre la palma abierta de Cherny, Codi vio que temblaba aún más que antes. Las dos mitades del marco se desplegaron con un clic apenas audible. El aire sobre la palma de Cherny comenzó a vibrar. La cara de Fally apareció allí, pero Codi casi no fue capaz de reconocerla. Seguía pareciendo un patito feo, pero esta vez desesperado por cambiar. Sus ojos, ya grandes de por sí, parecían enormes debido al ángulo de la grabación. Codi pudo distinguir cómo sus pupilas se dilataban. Vio su boca entreabrirse, vio que se mordía el labio y luchaba por hablar sin conseguirlo. Había tanta emoción en sus ojos que Codi tuvo que esforzarse por recordar que estaba viendo una imagen, que la niña no estaba allí en realidad. — Gabriel… — pronunció Fally en un hilo de voz, un mero susurro en la primera sílaba y un tembloroso sollozo en la última—. Gabriel, te… ¿acuerdas de mí? No dijo más. Miró hacia abajo con vacilación, se mordió el labio de nuevo y finalmente desapareció. El aire tembló sobre la palma del orchestrista mientras cerraba el marco. Durante un minuto se quedó quieto, mirando el lugar donde había estado la imagen. Luego, lentamente, clavó los ojos en Codi: dos pozos sin fondo negros como la noche. —¿De qué conoce a mi hermana? — preguntó en un susurro. |
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