"Entre Dos Aguas" - читать интересную книгу автора (Ribas Rosa)

GOETHE EN HUELGA

Después de tomar declaración a la señora Merckele la dejaron de nuevo en manos de los dos agentes y regresaron silenciosos a la Jefatura de Policía. Cornelia no tenía ganas de hablar y Fischer no brilló tampoco por su locuacidad. El caso Merckele era demasiado sórdido.

El tráfico era espeso como un pudin. Escucharon por la radio que la situación se había agravado porque la lluvia había provocado un corrimiento de tierras en unas obras en los terrenos de la antigua estación de mercancías que había dejado al descubierto una bomba de la Segunda Guerra Mundial. Estos hallazgos eran relativamente frecuentes en todo el país, pero esta vez se trataba del centro de la ciudad y esto había obligado a desalojar la zona cercana, cortar varias líneas de tranvía y autobús y desalojar las viviendas colindantes. El caos a esas horas era total. Tardaron casi tres cuartos de hora en llegar, una eternidad cuando ninguno de los dos estaba de humor para conversaciones.

El edificio de la nueva Jefatura de la Policía de Francfort, un dado aplastado y macizo de piedra oscura, se levantaba en una zona bastante desangelada de la ciudad en el cruce entre el cinturón de avenidas que recorre la ciudad por lo que hasta el siglo XIX fue el límite norte de Francfort antes de que se fueran anexionando los pueblos cercanos y una de las calles que va subiendo hacia esos nuevos barrios, la Eckenheimer Landstraße, partida por la cicatriz de la línea de metro que poco más allá de la Jefatura de Policía sale a la superficie.

Al entrar en el edificio, Cornelia notó repentinamente que tenía hambre, pensó en pasar por la cafetería, pero temió que Fischer la acompañara. El silencio ya le había resultado bastante opresivo en el lento camino de vuelta como para aguantarlo ahora comiendo, donde lo más natural era que se conversara.

Subieron al despacho que compartían en el tercer piso. Cornelia aún no se había acostumbrado a su nuevo despacho en el flamante Polizeipräsidium de Francfort. Las plantas que colmaban su antigua oficina se veían esmirriadas en ese espacio enorme que compartían varios comisarios y subcomisarios separados por tabiques bajos y ventanas interiores. Se sentaron en silencio ante sus respectivos escritorios. Les tocaba escribir los informes y eso implicaba volver a diseccionar todos los detalles de esa historia.

No fue así. Al poco tiempo sonaba el teléfono. La comisaria tomó nota.

– Reiner, hay caso nuevo. Han encontrado el cadáver de un hombre presumiblemente apuñalado en el Alte Brücke.

La comisaria se puso la chaqueta con prisa. Reiner Fischer permanecía sentado.

– Venga, es urgente. La zona donde ha aparecido el cadáver está amenazada por la riada.

– Ve tú primero. Tengo que hacer un par de llamadas importantes. Tomaré mi coche.

– Está bien, pero no me tardes.

– Que no.

Otra vez tendría que luchar contra el colapso circulatorio. Llegar precisamente al río no iba a resultar fácil. Aunque no le gustaba demasiado, decidió usar la luz azul.

Mientras se aproximaba a la zona, se preguntó cuánto faltaría para que la riada alcanzara a la ciudad. Tendrían que darse prisa en recoger todo lo que pudiera ser importante antes de que el agua se lo llevara por delante. Desde la central se puso en contacto con los policías que ya estaban en la zona y comprobó que la hubieran acordonado. Cerrar el Alte Brücke suponía bloquear una de las vías más importantes entre las dos orillas del río, pero era necesario. La voz al otro lado de la línea se lo confirmó y le dijo que el forense ya estaba allí. Claro, sólo tenía que cruzar el puente.

Enfiló Untermainkai, la calle paralela al río. Todas las entradas de las casas a lo largo de las dos orillas aparecían cubiertas con montones de sacos de arena. Al otro lado del río, en el barrio de Sachsenhausen, las precauciones se habían extendido a las calles cercanas al Meno. Los más previsores subían a sus viviendas los objetos de cierto valor que pudieran albergar los sótanos.

Con todo, la riada no iba a ser la peor que había vivido la ciudad. Los pilares del Eiserner Steg, un puente más abajo, así lo constataban. Por cada gran riada, una marca y una fecha. La más alta el 27 de noviembre de 1882, cuando el nivel del agua alcanzó los 6,35 metros.

Cornelia aparcó el coche sobre la acera enfrente del puente. Seguía lloviendo. Justo al lado del pilar del Alte Brücke los agentes de huellas inspeccionaban el cuerpo, recogían muestras del suelo y de la ropa del muerto y las metían en bolsitas de plástico. Caminaban por la orilla embutidos en trajes blancos impermeables con capucha y guantes que sólo dejaban la cara al descubierto. Se movían con extrema lentitud para no borrar posibles huellas, parecían astronautas abandonados en un paisaje de matorrales raquíticos.

– Me temo que lo único que vamos a encontrar aquí son latas y botellas del chiringuito que hay al pie del puente. En mi opinión, el cadáver cayó al agua bastante más arriba.

La voz vienesa, cadenciosa y profunda del forense Winfried Pfisterer se le acercaba por detrás. Se volvió y se saludaron con un fuerte apretón de manos. Cornelia estiró el brazo para protegerlo con su paraguas. Encogido dentro de la gabardina, aún parecía más menudo de lo que era. Por lo visto llevaba ya un rato en la zona y todo ese tiempo había permanecido bajo la lluvia sin paraguas, el agua le había aplastado el pelo y la piel rosada del cráneo asomaba entre los mechones grisáceos que conservaban algunos pocos restos de color rubio oscuro. Viéndolo así, mojado y encorvado, Cornelia fue de pronto consciente de que los diez años que hacía que lo conocía habían dejado huella en el pequeño doctor, su cuerpo parecía haber menguado, como si se hubiera ido gastando lenta pero inexorablemente. Las manchas de envejecimiento se le extendían por las sienes y los pómulos formando pequeños archipiélagos oscuros en la piel blanquecina. «Lentigo. Melasma. Los lentigos surgen como consecuencia de la acción del sol, que favorece la producción excesiva de melanocitos, y los melasmas, que aparecen por el aumento de melanina y están más relacionados con el envejecimiento. Lentigo maligno. Melanoma.» Esa mañana en el baño había estado controlando con una lupa una peca en el hombro que parecía haber cambiado en las últimas semanas.

Cornelia se obligó a apartar la vista de la piel de Pfisterer, miró hacia un lado y señaló la zona en la que los asistentes del forense seguían con su paseo lunar.

– ¿Por qué lo crees?

– En primer lugar, porque es muy improbable que un cuerpo lanzado desde el mismo puente se enganche de ese modo en la argolla. El ángulo de caída que lo haría posible exige que el cuerpo cayera con absoluta verticalidad, como un saltador, caso que no se da aquí. Por otro lado, me sorprendería que quien lanzó el cuerpo al agua, porque una cosa está clara, ese hombre no fue asesinado en el puente, escogiera para hacerlo precisamente el Alte Brücke, uno de los puentes más transitados, donde no sólo podría ser visto por algún transeúnte, sino también por gente de las casas de las orillas o alguien que pasara por el siguiente puente. No parece muy lógico.

– Entonces, ¿por qué buscáis aquí?

– En los últimos tiempos se nos ha acusado de falta de escrupulosidad en el trabajo. Como no queremos que eso vuelva a suceder, estamos llevando a cabo una especie de huelga de celo. Además, puedo equivocarme. Quizás el asesino lanzó el cuerpo desde aquí y éste se enganchó en el pilar nada más caer al agua. Eso por lo menos aclararía por qué nadie lo vio flotando en el río, aunque te repito que lo considero más que improbable.

– No sabía que estabais en huelga.

El golpeteo de la lluvia sobre el paraguas aumentaba de intensidad. Cornelia notaba en los tobillos el frío de las perneras del pantalón mojadas.

– Es que no es pública.

Cornelia miró a Pfisterer con extrañeza. Una huelga de celo de los forenses no es justamente lo que más se precisa cuando se acaba de encontrar un cadáver. Intentó no sonar con acritud al preguntar:

– ¿De qué sirve, si nadie se entera?

– Quien queremos que la note, la notará. La opinión pública no es el problema. Sobre nuestro trabajo saben lo que ven en las series de televisión sobre forenses. Y eso tiene más de ciencia ficción que de realidad. Nos da una buena imagen, pero si esperan de nosotros los prodigios que ven en la tele, ya hemos perdido la batalla. El jefe no mira la televisión, por lo menos se jacta de ello, pero exige que todo se realice según protocolos prefijados, que sigamos todos los pasos sin desviarnos nunca del mismo procedimiento. Ahora va a darse cuenta de hasta qué punto un exceso de formalismo puede colapsar nuestro trabajo. Es cuestión de actuar así unas pocas semanas.

De pronto se calló y todo su cuerpo se envaró. Con un leve movimiento de la cabeza, Winfried Pfisterer señaló el primer puente río abajo.

– Sonríe para las fotos.

Sobre el puente Eiserner Steg, río abajo, alineados contra el pretil, un grupo de fotógrafos dirigían sus cámaras hacia ellos. Calculó que, por el ángulo, iban a aparecer de pie ante el cuerpo cubierto por una funda de plástico que ocultaba el cadáver indocumentado y bastante deformado por el agua y los golpes recibidos de un hombre de unos sesenta años, calvo, con sobrepeso, vestido con un pantalón oscuro, un jersey gris y debajo de éste una camisa azul marino. Le faltaban el zapato y el calcetín del pie derecho. El otro zapato, negro, le cubría aún el pie izquierdo.

– ¿Cuánto tiempo crees que lleva muerto?

– En el estado en que se encuentra, es difícil decirlo, pero yo diría que no demasiado, puede que un día o dos. Antes de que llegaras hice una punción para tomar muestras de humor vitreo para el análisis.

Ante la mueca de disgusto que se le escapó a Cornelia, el forense sonrió y le dio un golpecito en el brazo.

– Ya sabes que soy un fanático del humor vitreo.

La comisaria rió al escucharlo.

– Como me vuelvas a contar cómo lo extraes, tendrás que sostener tú el paraguas mientras me reanimas. Pero ahora en serio, si ha estado todo este tiempo en el agua, ¿no te parece extraño que nadie viera el cadáver antes? Estos días hay decenas de curiosos observando la crecida del río. Aunque el agua esté tan turbia y el cuerpo haya descendido río abajo entre las ramas, alguien debería haberlo visto. Es en el fondo la fantasía morbosa de muchos curiosos. Por lo menos ver pasar una vaca o una oveja muerta.

Pfisterer se agachó y apretó con los dedos las mejillas del muerto. La carne se hundió bajo la presión como una esponja. Por un momento Cornelia temió que el cadáver desalojara agua por algún orificio, dirigió la mirada a los agentes que seguían barriendo la zona.

– No lleva muchas horas en el río -apuntó el forense-. No está excesivamente hinchado.

Pfisterer tomó la mano del muerto y observó los dedos.

– Presenta ya manos de lavandera, la piel está muy arrugada, pero no se desprende, las uñas siguen bien ancladas. No le podremos tomar las huellas hasta que no hayamos tensado un poco las yemas de los dedos.

Cornelia se volvió de nuevo hacia el forense.

– ¿Algún documento o algo que permita identificarlo?

– No llevaba papeles ni cartera encima.

– Podría ser un robo, pero no se mata por una cartera. No aquí.

– Todavía no.

– Pero lleva anillo. Casado.

– O viudo.

Cornelia miró la mano derecha de Pfisterer. Él lo vio.

– Dos años, cuatro meses, dos semanas…

Cornelia le puso mano sobre el hombro, el forense interrumpió la cuenta.

– ¿Podrías sacarle el anillo? Quizás hay unas iniciales grabadas.

Winfried Pfisterer se agachó y tomó de nuevo la mano del muerto. No sin dificultades consiguió extraer el anillo del dedo inflado. Lo acercó a los ojos.

– Tienes razón. Aquí hay unas iniciales. «M. S. y M. R.»

– ¿Y? Déjame ver.

Cornelia tomó el anillo. Entre las iniciales que corresponderían a los nombres vio claramente la «y». Recordó el anillo de su madre.

– Español o hispano o quizás casado con una española. También hay una fecha, «4.11.1968».

El teléfono móvil de Pfisterer sonó en el fondo de algún bolsillo de su gabardina. El forense le pidió disculpas y se alejó encorvándose sobre el aparato intentando protegerlo de la lluvia.

Cornelia se acercó a otro de los agentes.

– ¿Quién encontró el cadáver?

– El agente Müller.

– ¿Dónde puedo encontrarlo?

El agente buscó entre los policías que se movían por la zona y señaló a un policía de uniforme que contemplaba la escena desde el puente. A Cornelia le pareció reconocerlo. Al acercarse recordó que había colaborado en un caso hacía cinco o seis años. Un muchacho muy despierto, le había augurado un gran futuro en el cuerpo. El la vio y se movió también en su dirección. De lejos Cornelia reconoció las tres estrellas verdes de Polizeiobermeister, el segundo grado en la jerarquía media. Había imaginado que ascendería más deprisa.

– Buenos días, Polizeiobermeister Müller.

– Buenos días, comisaria.'

V

Ella le pidió detalles sobre cómo había encontrado el cadáver. Müller le mostró el punto desde el que había avistado el cuerpo, le describió su posición, los movimientos que describía balanceado por el agua, que le faltaba un zapato. Cornelia movió la cabeza aprobando su buena observación. Ante la mirada atenta de la comisaria, Leopold Müller aventuró una hipótesis.

– Tuvieron que tirarlo por lo menos un puente más arriba. Si lo hubieran lanzado desde éste, no habría podido engancharse de este modo al pilar.

La comisaria asintió y dirigió la mirada a la zona en la que yacía el cadáver. Müller entendió que daba la conversación por terminada. Pero él todavía tenía algo pendiente.

– Comisaria, quería decirle algo.

Cornelia se volvió de nuevo hacia él.

– Quiero que sepa que hice una pequeña pausa para tomar algo caliente. Estaba aterido y…

– No se preocupe, Müller. Es su derecho concederse una pausa durante la jornada, pero escríbalo en el informe.

Leopoldo Müller hizo entonces acopio de valor.

– Comisaria, también me gustaría pedirle una cosa.

Ella lo miró expectante.

– Me gustaría formar parte del grupo de investigación de este caso.

La comisaria lo miró con fijeza.

– ¿Está usted en homicidios?

El valor de Müller se diluyó tan rápido como sus esperanzas.

– No. Fronteras.

– ¿Quién es su jefe?

– Kachelmann.

– Hablaré con él. Por mi parte no hay problema, pero su jefe tiene que autorizarlo y para eso necesito algún argumento. No ponga esa cara, Müller -Cornelia le dio unos golpecitos en el brazo-. Eso se puede arreglar. Nos vemos en una hora en la Jefatura de Policía.

Bajaron de nuevo. Müller le quiso dar las gracias a Cornelia, pero ella le dio a entender con un gesto que eso no era necesario. Se despidió de él con un rápido apretón de manos y se dirigió de nuevo al lugar donde habían depositado el cadáver.

Lo que ignoraba Leopold Müller es que la rápida aceptación de su propuesta no se había debido solamente a la cortesía con la que la presentó ni a la precisión y minuciosidad de su informe, ni siquiera a su franqueza por confesar lo del cafetito, sino también al enfado creciente de la comisaria Weber debido a la inexplicable tardanza de Reiner Fischer, que debería haber estado allí precisamente para observar con ella el escenario, comentarlo con ella, discutirlo, analizarlo. Ahora la había dejado sola. Llamó al despacho y no recibió respuesta, tampoco contestaba al móvil. Llamó incluso a su casa, pero nadie cogió el teléfono, por lo visto su mujer había salido.

Nunca había fumado en el escenario de un crimen, bastante lo distorsionaba la mera presencia de los investigadores, pero en esa ocasión, se dijo, la lluvia estaba encargándose de arrastrar río abajo cualquier ilusión de preservar intacto el lugar. Metió la mano en el bolsillo izquierdo de la chaqueta de cuero negro para recordar al momento que había dejado la cajetilla en el despacho.

Se acercó de nuevo el cadáver. Los rasgos de la cara se perdían en esa masa inflada por el agua. Buscó a uno de los agentes que sacaban instantáneas con una polaroid y le pidió una foto del rostro del muerto para que Reiner controlara las denuncias por desaparición. Mientras aún sacudía la foto en el aire intentando a la vez protegerla de la lluvia incesante, se acercó al forense para devolverle el anillo del muerto. Sentado en el asiento trasero de uno de los coches patrulla, con las piernas afuera, expuestas a la lluvia, Winfried Pfisterer tomaba notas en un bloc. Lo cerró de golpe al verla.

– ¿Qué hay, Winfried? ¿Escribiendo un poema? -le dijo bromeando

La cara de asombro del vienés fue una confesión.

– ¿Escribes poemas? ¿En la escena de un crimen?

Pfisterer chistó y la hizo callar con un gesto.

– No se moleste, jefe -intervino a un par de metros de ellos uno de los técnicos sin dejar de meter botellas y latas en bolsas del laboratorio-, es un secreto a voces.

V

Otro técnico, un muchacho joven con varios aros pequeños colgando de la oreja derecha, añadió:

– Es usted el Goethe de la policía criminal.