"Entre Dos Aguas" - читать интересную книгу автора (Ribas Rosa)LEONCITO MÜLLERPoco más tarde Cornelia llegaba de nuevo a la Jefatura de Policía. Si por un momento había olvidado su enfado por la ausencia de Fischer, constatar que tampoco estaba allí se lo recordó al instante. No había señales de que hubiera permanecido allí cuando ella se marchó al río. Más bien parecía que había abandonado la habitación inmediatamente después. El ordenador estaba apagado, los papeles tal como los había dejado el día anterior y no se veía su chaqueta de cuero por ninguna parte. Una chupa de cuero de un color marrón difícil de definir que lo había acompañado desde que a los veinticuatro años, pronto haría treinta de ello, había entrado en la policía. Era a mediados de los setenta y en la televisión emitían Starsky y Hutch. En los años en que tuvo que llevar uniforme, Fischer reservó la chupa para su vida en ropa civil. En cuanto el grado le permitió dejar el uniforme en el armario, se presentó con ella en la Jefatura de Policía. En ese tiempo su perímetro se había ensanchado, su cuerpo se había vuelto más cilindrico, pero era un cilindro compacto, que todavía entraba, aunque con algunos problemas, en la vieja chaqueta. Fue al despacho contiguo y preguntó a los compañeros que lo ocupaban. – Hoy no lo he visto. – Yo tampoco. – A mí me pareció verlo hablando por el móvil camino del aparcamiento. – ¿Qué? Parece que tenemos caso, pero no compañero. Esa última voz sonó a sus espaldas. Era la del comisario Sven Juncker. Cornelia sintió cómo se le encogía el estómago. Se volvió y se encontró con Juncker apoyado en el quicio de la puerta del despacho de enfrente con los brazos cruzados sobre el pecho. Contraía los labios en un rictus de asco, como si estuviera oliendo algo repugnante. Desde sus casi dos metros, exageraba el ángulo que daba a la nuca para mirarla, como si hablara con un ser minúsculo. – Mal empezamos, Weber. Un muerto sin identificar y un equipo ausente. No le pronostico precisamente éxito. Cornelia se había propuesto no reaccionar a las provocaciones de Juncker, de modo que se volvió de nuevo hacia los compañeros con los que había hablado, les dio las gracias por la información y se metió en su despacho sin cerrar la puerta. Sabía que eso exasperaba más a Juncker que una respuesta. Así fue. – ¿Habéis visto cómo se pone? Ni se ha dignado a dirigirme la palabra. ¿Acaso he dicho algo ofensivo? – Déjalo, Juncker -fue la respuesta del comisario Grommet, una puerta más allá-. A veces eres más bien cargante. Murmurando entre dientes Sven Juncker se batió en retirada. El comisario Grommet era uno de los veteranos y gozaba de demasiado predicamento entre los colegas. Cornelia disfrutó de la escena desde su escritorio con la vista fija en el paquete de cigarrillos que tanto había echado de menos en el río. Pero la observación de Juncker la inquietaba. Esperaba que no se repitiera lo sucedido no hacía ni dos semanas, cuando Reiner Fischer, al declarar ante el fiscal, confundió de tal manera los datos que casi echó por tierra el trabajo de tres meses de investigación. Confiaba en que esa situación no volviera a darse y que la amonestación que le había costado hubiera bastado para acabar con la patente dispersión, los despistes y el ensimismamiento de su compañero. Deseaba que la ausencia de esa mañana no significara nada, que no fuera una señal de que esos errores podían repetirse en el nuevo caso. Y ahora un muerto sin nombre. Tenía razón Juncker, por más que le irritara reconocerlo, un caso con un cadáver anónimo resulta en extremo difícil si no se da pronto con la identidad de la víctima. Aunque tenía que escribir el informe del caso Merckele, empezó a trabajar en el nuevo asunto. Sacó la foto del muerto. Reiner seguía sin aparecer; tendría que empezar ella el trabajo de identificación. Lo poco que sabían del muerto era que quizás estaba casado y que podría tratarse de un español, una posibilidad que le causaba una sorda desazón. Buscó en el ordenador las denuncias por desaparición. Más de 6.500 personas en paradero desconocido en Alemania, algunas desde hacía años. Bastantes en la categoría de los que «habían salido a por cigarrillos» y no habían vuelto a aparecer, gente que quería huir de su vida cotidiana, que se evadía sin previo aviso, dejando curiosamente tras de sí una aureola de intocables entre los que habían sido abandonados, como los muertos. Sólo después de la desaparición, los familiares y los amigos percibían las señales que los podrían haber puesto sobre aviso, pero ya era demasiado tarde. Algunos de esos desaparecidos resurgían por desgracia como el muerto de esa mañana. Afinó la búsqueda, centrándose en los casos de hombres de más de cincuenta años. Muchos todavía. Eliminó a los alemanes. Pegó la foto del muerto en el marco de la pantalla del ordenador. Empezó a pasar fichas consciente de que se movía en un terreno que podía tocarla demasiado de cerca. ¿Cuánta distancia hay entre el hombre que aparecía sonriente en la pantalla del ordenador, dueño de una tienda de artículos de deporte, casado, con dos hijos, que salió un día supuestamente para ir a trabajar y nunca más volvió a ser visto y su propio marido, que llevaba ya un mes recorriendo Australia en motocicleta para «encontrarse a sí mismo»? Miró la cara del muerto para recordarse a quién se debía en esos momentos. Pasó a la siguiente ficha. Ningún parecido. Otra. Lo mismo. Llevaba ya una media hora sumergida en esta indagación cuando entró Fischer con expresión de mal humor. Antes de que Cornelia pudiera hacerle algún reproche, la atajó. – No me preguntes. Evitó mirarla al decirlo, se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de la silla. La respuesta de Cornelia salió como un latigazo. – No me interesa. Fischer la observó confundido. No estaba preparado para algo así. Habría esperado o bien una bronca o una amonestación amistosa, pero no el tono frío con que ella le manifestó su indiferencia. Como si no hubiera desaparecido sin dar explicación, Cornelia le tendió las informaciones sobre el cadáver encontrado por la mañana. Fischer, seguramente aliviado por no tener que hablar de las causas de su ausencia, las leyó con una atención algo exagerada que no le pasó desapercibida. Ella aprovechó su fingida concentración para darle un vistazo. Realmente había engordado en los últimos meses. «El estar obeso aumenta el riesgo de muchas enfermedades, especialmente de enfermedades del corazón, de ataques cerebrales, de cáncer y de diabetes.» ¿Cuál debía de ser el perímetro de la cintura de Fischer? «El perímetro de la cintura indica la grasa que hay en el abdomen. Un perímetro abdominal superior a cien centímetros en los varones aumenta el riesgo de enfermedad del corazón y de otras enfermedades.» – Éste es nuestro nuevo caso. Todavía no sabemos quién es el muerto, pero voy a poner a Müller en ello. Fischer la miró con asombro. – ¿Müller? ¿Quién es Müller? – Leopold Müller. – ¡No! ¿Ese Müller? ¿Leoncito Müller? – ¿Qué es eso de Leoncito Müller? Él pareció no haber escuchado la pregunta. Se reía para sus adentros como si se estuviera contando un chiste. – ¿Por qué Leoncito Müller? -insistió Cornelia. Fischer seguía risueño. De pronto, su sonrisa se cortó en seco. Las cejas abundantes, que antes dibujaban arcos espeso^ en su frente, se alinearon sobre los ojos apretados en un ceño. – ¿Por qué Leoncito Müller? – Eso te lo he preguntado yo, Reiner. – Nada. Es una tontería. Fischer fingió volver a la lectura. – Entonces seguro que no te costará mucho contármela. El subcomisario levantó la vista del papel y suspiró como si le supusiera un gran esfuerzo lo que le pedía. – De verdad que es una tontería. Cornelia no hizo caso, lo instó con la mirada. – Es un mote que le pusieron durante la formación. Cuando empezó llevaba el pelo largo y rizado como un león, pero era más bien tímido y reservado. No llamaba la atención. Hasta que un día hubo una pelea en los vestuarios, después de un entrenamiento. – ¿Por qué? – Cosas de hombres -quiso esquivar Fischer. Ella lo miró interrogante. Se imaginaba ya de qué se trataba, pero quería escucharlo de Fischer. Aunque a veces se decía que había algo de sadismo en ello, le divertía sobremanera observar los apuros que pasaba su compañero cada vez que se tocaba un tema escabroso. Sabía que lo que Reiner habría contado sin tapujos a un, hombre, era tabú ante ella, a pesar de que llevaban seis años trabajando juntos, compartiendo el mismo espacio durante horas, las mismas preocupaciones durante días, comiendo juntos casi cada mediodía. No era la jerarquía, que ella fuera comisaria y él subcomisario, no eran los diez años de diferencia. Simplemente había y habría siempre una barrera entre ambos que le vedaba el paso a partes del mundo de Fischer. Los chistes de los que se reía con otros compañeros, las palmadas en los hombros y los puñetazos amistosos que se daban, los temas de las conversaciones que intercambiaban mientras tomaban unas cervezas eran las partes de ese mundo al que ella no tenía acceso. Así que, no sabía si por crueldad o como pequeña venganza, miró a Fischer fingiendo ignorancia para ponerlo en el brete de darle detalles y ver cómo luchaba por seleccionar las palabras enrojeciendo como una novicia pudorosa. – Cosas de hombres desnudos en un vestuario… -Se interrumpió, pero vio en la cara de Cornelia que tenía que continuar-. Cosas de hombres desnudos en un vestuario, que se miran y hacen comentarios. – Entiendo. – No, no -se apresuró a corregir Fischer-. No vayas a interpretarlo mal. No se metieron con él. Según he oído, Leoncito… Leopold Müller está más que bien dotado. Aquí Fischer hizo una pausa significativa y la miró. -Ajá Se le escapó a ella muy a su pesar en un tono a la vez ambiguo y admirativo. Intentó disimular su interés creciente ordenando unos papeles sobre la mesa. – Lo que pasó es que alguien hizo una broma sobre otro colega que en ese momento acababa de meterse en la ducha y no podía oírlo y esto a Müller le sentó mal. Fue como si de pronto se le cruzaran los cables, saltó como una fiera sobre el otro, lo estrelló contra los armarios del vestuario de un puñetazo y le rompió la nariz. Cornelia sintió el impulso de repetir un gesto que intentaba reprimir no siempre con éxito, tocarse el nacimiento de la nariz, allí donde empezaba a torcerse. Lo controló cogiendo un bolígrafo y apuntando con él a Fischer al preguntar: – ¿Y no tuvo consecuencias para Müller? – No porque estos asuntos no llegan arriba. Se-arreglan internamente. – O sea que los amigos del otro le dieron una paliza después. – Eso no lo sé -mintió Fischer-. Pero desde entonces le quedó el nombre de Leoncito Müller, aunque después de la formación se cortó el pelo. – ¿Ha vuelto a haber conflictos de este tipo con él? – Algo he oído. Sin poder decir la razón, Cornelia no lo creyó. Habían llegado al final de la historia. Ambos fijaron la vista en las pantallas de sus ordenadores. Un par de horas más tarde, mientras intentaba localizarlo para que se presentara en su despacho, Cornelia se obligó a no pensar en la imagen de un Müller más joven, desnudo con una larga melena rizada y, ahora que lo pensaba, una nariz perfecta, sobreponiéndose al funcionario de policía más bien anodino que había visto esa mañana. Para su sorpresa fue Müller quien la localizó a ella. – Comisaria, he identificado al muerto. |
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