"En busca de Buda" - читать интересную книгу автора (Thibaux Jean-Michel)

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Una sensación de quemazón en la mano derecha, con la que sujetaba el cirio, sacó a Helena de su ensoñación. Gotas de cera fundida le cayeron en la piel. Enderezó el cirio. Ante ella el pope de cabellos negros y rizados, pálido como un nabo, se dedicaba a sus aspavientos. A lo largo de seis sesiones, le había echado encima litros de agua bendita. Un nuevo torrente cayó de repente sobre su cráneo.

El pope le pidió que rezara. Ella rogó en voz baja que no pudiera oír lo que estaba diciendo. Se inventaba oraciones según se las pedía, en las que invocaba a los búhos y a las cabras, y daba las gracias a las hadas y a los gnomos, al tiempo que se disculpaba con los árboles. Todo valía para no tener que dirigirse a Dios, a los ángeles y a los santos. Ella le seguía el juego bajo las miradas de compasión de sus abuelos, de los criados y de los campesinos, recogidos en el fervor.

– Habla más fuerte, hija mía -dijo el pope ahumándola con incienso.

– Padre, ¿de qué me serviría alzar la voz? ¿No lee Dios mis pensamientos?

– Es cierto. Haz lo que mejor te parezca. Tú eres su oveja, y te volverá a traer a su rebaño.

– Sí, soy de su rebaño.

No se fijó en su sonrisa. La astuta Helena aceptaba las reglas del rito de exorcismo y adoptaba la apariencia de una santa para acabar lo antes posible.

El pope invocaba, se arrodillaba, se golpeaba el pecho, se volvía a arrodillar hasta tocar el suelo con la frente y se erigía como el garante de la buena conducta de la niña. Ella lo imitaba, y se dejaba la piel repitiendo los ejercicios de piedad. Sus gestos de consagración rozaban la perfección. Cuando levantó la cabeza, se habría podido creer que había entrado en éxtasis ante la imagen del Juicio Final, pintada con colores vivos realzados con oro y plata. Ángeles diáfanos armados con la espada de luz pisoteaban a los diablos rojos. En el azul del cielo, donde convergía la multitud de serafines vencedores, resplandecía el Salvador. El rostro de ese Cristo glorioso era serio. Helena contemplaba su cara demacrada. No encarnaba la felicidad ni prometía el Edén. No se parecía en nada a la imagen que se hacía del amor divino.

Ella era y seguiría siendo siempre Helena Petrovna von Hahn, la Sedmitchka, la elegida de los Siete Espíritus de la Revuelta y de los Grandes Ancianos, y ni todos los pacificadores ni los mártires, ni tan siquiera los santos reunidos, la convertirían en una oveja del rebaño.