"En busca de Buda" - читать интересную книгу автора (Thibaux Jean-Michel)

5

En Yekaterinoslav, la leyenda se extendía, hasta alcanzar los suburbios y los campos circundantes: en el palacio de Dolgoruki vivía una chiquilla de siete años que hablaba con seres invisibles y daba órdenes a los fantasmas.

A pesar de su corta edad, Helena no ignoraba ninguno de esos rumores. Los prodigios que le atribuían los adultos le parecían naturales.

En sus peregrinaciones nocturnas, la chiquilla a menudo se encontraba con personas que no pertenecían a este mundo. Ella las consideraba como sus amigos. Ellos le contaban historias extraordinarias sobre el pasado y acerca del más allá, que Helena repetía sonriendo a su niñera y a las atemorizadas criadas.

– El anciano me ha llevado al bosque azul -le dijo a Calina cuando se despertó.

– ¡No quiero saber nada! Nada, ¡escúchame bien, Helena!

Le tapó la cara a la chiquilla, cuyos enigmáticos ojos grises la sondaban hasta lo más profundo. Detestaba a aquel anciano que rondaba los sueños de su pequeña protegida.

Exasperada, la chiquilla se liberó y le reprochó a su niñera:

– ¡No me crees!

– Sí… Sí -respondió la vieja Calina, que temía sus enfados.

– Llevaba un animal de pelo largo, con mirada malvada… Creo que tenía hambre. Sus patas curvadas estaban dobladas y movía la cabeza de un lado a otro buscando una presa…

– ¡Basta!

Helena se enfurruñó un poco. Después se quedó mirando fijamente con ojos maliciosos el jarrón de la cómoda. Galina no tuvo tiempo de interponerse entre la mirada y el recipiente. El jarrón se deslizó y cayó, y al llegar al suelo se rompió.

– ¡Te voy a castigar! ¡Te había dicho que no volvieras a jugar a ser bruja! -gritó Galina-. Era un jarrón muy caro, traído de China…

Galina se levantó del borde de la cama donde estaba sentada y se dirigió con paso renqueante hacia la puerta. Decididamente, la pequeña Helena no dejaba de sorprenderla. Le habría gustado caminar más rápido, pero su peso le hacía difícil moverse. Entonces, ocurrió lo que temía: Helena saltó de la cama y se interpuso entre ella y la puerta.

– ¡Voy a acabar mi historia! -Abrió la boca y mostró sus dientes puntiagudos.

– ¡Por Dios! ¡Cállate! -gritó ella, consternada.

– ¿Quieres que me calle cuando no hace mucho me paseabas en compañía de los mujiks para purificar a los animales y a los enfermos?

– ¡No es verdad!

– Tenía cuatro años cuando me llevaste al pueblo de Prosli. Allí había un hombre horroroso y ciego en una cabaña, y me pediste que pusiera las manos sobre sus ojos. ¡No pude curarlo y quiso golpearme! Todos queréis que me parezca a Jesús, pero ¡no soy Jesús! ¡No nací para hacer milagros!

– ¿Qué pasa aquí?

Helena se calló. Su padre la contemplaba con severidad. Estaba impresionante con su uniforme de coronel de los húsares cubierto de polvo tras el galope y los ejercicios que se obligaba a realizar cada amanecer. Aquella expresión marcial y severa de su rostro, enmarcado por una fina barba, era la misma que mostraba ante sus soldados.

– Señorita Von Hahn, ¡estoy esperando una respuesta!

– Es culpa mía, señor -dijo lloriqueando Galina, a la vez que se abrazaba a sus rodillas.

– Levántate. Sé muy bien de quién es la culpa: ella te ha vuelto a asustar con sus historias de fantasmas. Déjanos. Puedes ir a descansar.

Galina desapareció resoplando. Von Hahn empujó la puerta con el pie. En ese momento, una expresión de dulzura atemperó sus rasgos crispados.

Nunca se mostraba así ante los criados. Un hombre diferente cogió a la chiquilla entre sus brazos y la levantó.

– Nadie quiere escuchar mis historias, padre -dijo ella apoyando la mejilla en su hombro.

– Tienen miedo, mi amor. Es culpa mía, debería haberme ocupado más de ti, pequeña Sedmitchka. Si no hubiera estado haciendo la guerra en Polonia el día que naciste, todo esto no habría pasado.

Le acarició los cabellos y lamentó, como siempre, que fuera demasiado tarde para cambiar el destino de su hija. Sabía que poseía dones sobrenaturales, pero se negaba a aceptar la creencia popular: su adorada hija no estaba poseída por los Siete Espíritus de la Revuelta y los Grandes Ancianos. Sin embargo, su papel de padre lo sobrepasaba; antes que cualquier otra cosa, era soldado. Había pasado varios años en la guerra, en medio del olor a pólvora y a sangre. Primero fue el sitio de Varsovia; luego, la campaña en Lituania, y después, las incursiones en la costa asiática del Bósforo. Batallas y más batallas. Miles de muertos por enterrar. ¿Qué palabras tiernas sabía pronunciar? A veces, envidiaba el talento de Pushkin; habría escrito maravillosos cuentos para su hija.

– Deberías ir a besar a tu madre -dijo él mientras volvía a dejarla en el suelo.

– Padre…

– ¿Sí?

Ella lo miró con sus grandes ojos grises y lo comprendió. Acababa de darle lo mejor de sí mismo. No iría más allá. Bajó la cabeza para no mostrar su decepción.

– Voy a ver a mamá.

Ella se apartó de él y echó a correr. Por un segundo él quiso atraparla y agarrarla muy fuerte, decirle que la quería, pero no consiguió romper el rigor germánico heredado de sus ancestros. El eco de las pisadas de los pies desnudos sobre el mármol fue disminuyendo. Suspiró y después se recolocó el tahalí y el sable con la marca de las armas de los Von Hahn. A una versta [2] del palacio, sus oficiales lo esperaban para pasar revista al regimiento.


Tras empujar delicadamente el batiente de la puerta, la niña de bucles rubios se deslizó en silencio dentro del salón-biblioteca de su madre. En medio de aquel universo de tafetán y puntillas, de tallas de líneas suaves y de acuarelas, de libros y de manuscritos, la descendiente de los Dolgoruki, de los Du Plessy y de los Fadéiev, la hija del consejero personal de Nicolás I, Hélène, su madre, buscaba la inspiración.

No había oído entrar a su hija. Su bello rostro pálido estaba inclinado sobre el escritorio de caoba. Su portaplumas de marfil con incrustaciones de plata de motivos florales corría sobre el pergamino. Muy cerca tenía sus cuatro libros preferidos: La dama de picas y Boris Godunov, de Alexander Pushkin, La molinera hechicera, de Alexander Ablesimov, y El diario de un loco, de Gógol. Todos ellos descansaban permanentemente sobre una mesa cerca de los retratos del zar y la zarina.

Las hojas descartadas, arrugadas y esparcidas por las alfombras persas, atrajeron irresistiblemente la mirada de Helena. A veces recogía alguna y se la llevaba escondida en el corsé. Alisaba los pergaminos antes de leerlos en alguna sala de palacio, intentando entrar en el mundo romántico de su madre.

La señora Von Hahn sintió la presencia de su hija. Dejó su pluma y le abrió los brazos:

– Amor mío, alma mía -dijo apasionadamente, con una voz todavía presa de las emociones que le procuraba la escritura de su novela.

Gentilmente, la niña se acurrucó contra ella y murmuró unas cuantas veces: «Te quiero, mami». Hélène suspiró de felicidad. Había otras maneras de amar más intensas que las vividas por los personajes de sus novelas.

De repente, el ruido de un galope hizo que se estremeciera. Vio por los cristales de la ventana al coronel Von Hahn, su rudo esposo, azuzar a su montura y hundirse en una brecha abierta en el parque.

– Ya se ha vuelto a ir -murmuró ella, mientras abrazaba con fuerza a su hija.

El matrimonio era una prueba. Aumentó la presión de sus brazos y deseó con todo su corazón que el destino de su querida Helena fuera diferente del suyo. Después, las ganas de volver a escribir se hicieron ineludibles. La besó suavemente en el lóbulo de la oreja y en la frente.

– Ahora vete.

Helena se separó a regañadientes. Cuando llegó al umbral del salón, se volvió y miró de lejos a su madre. Distinguió el aura de oro cobrizo y notó la armonía que se desprendía de ella. Estaba segura de que su mamá iría al Paraíso.

Salió de las habitaciones de su madre, serena y satisfecha. El sol de marzo anunciaba la primavera. En el parque, los petirrojos y las palomas habían reemplazado a las cornejas.

La chiquilla volvió a su habitación y se cambió sin la ayuda de Galina. Abandonó sus muñecas y sus libros de cuentos, y partió en busca de nuevas aventuras. Helena no soportaba estar sola.

La habían mimado tanto, confinada en aquel palacio, que la habían convertido en una niña caprichosa Sus padres temían los cotilleos y las críticas. Su querida hijita corría el riesgo de molestar a los espíritus por sus dones y madurez. Ese angelito, tan diferente de los niños de su edad, no era bienvenido en las demás casas de la nobleza.

La pequeña princesa sabía dónde encontrar compañeros de juegos: aquellos glotones se pasaban el tiempo en las cocinas cerca de las cacerolas y ollas cotilleando sobre los señores.

– ¡Galina! ¡Dimitri! ¡Marina! ¡Basile! -los llamó, dichosa, cuando apareció en el largo pasillo que llevaba a las cocinas.

– ¡Estamos aquí! -gritó una voz de muchacho.

Sin aliento, entró en la gran sala donde había tres fuegos encendidos y los calderos humeaban.

– ¡Quiero ir a la orilla del Dniéper!

– ¡Todavía es pronto! -replicó la niñera mientras amasaba con rabia el pan-. Y tu padre me ha dado permiso para descansar.

– ¿Descansar? Estás haciendo pan en lugar de estar en la cama. Quiero ir al río.

Los otros criados se habían puesto a trabajar con fervor. Ninguno deseaba ofender a la Sedmitchka. Helena avanzó picoteando por aquí y por allá trocitos de queso y de pastel.

Puso cara de interesarse por el gigantesco Dimitri, que estaba sacándole brillo a un caldero; después por Marina, que pelaba unas manzanas tan arrugadas como ella misma.

Siguió un rato husmeando por la cocina, con aspecto desolado y haciéndose la víctima, y mirando las caras tensas de esos mujiks de rasgos groseros. Después, con la voz firme de una chiquilla contrariada, les espetó:

– ¿No queréis obedecerme?

Ninguno levantó la cabeza.

– ¿No soy vuestra señora? Galina, ¿no te contrató mi madre para que te ocuparas de mí?

– ¡No soy tu compañera de juegos!

– Podrías volver a tu antiguo trabajo. Me han dicho que en otra época criabas pollos.

El gesto de Galina se endureció, herida en su orgullo. Helena se acercó a la gruesa mujer y le tiró de la ropa.

– ¡Déjame, Helena!

– ¿Quieres que te retire las protecciones…? Sabes que puedo hablar con los santos.

– ¡Dios mío!

Ésa era la peor amenaza de todas. Galina les lanzó una mirada asustada a sus compañeros. La superstición los torturaba a todos.

La Sedmitchka tenía el poder de privarlos de la protección de sus santos favoritos; tenía incluso el poder de invocar a los espíritus malvados.

Se puso a golpear con el pie.

– ¡Estoy esperando!

– Enseguida salimos de paseo -balbució Galina con los ojos llenos de lágrimas.

La cólera de Helena desapareció de golpe. Conmovida por la tristeza de su niñera, la chiquilla se lanzó a su cuello y la besó con ternura en las mejillas.

– Perdóname, mi querida Lina… No es verdad, al contrario, estoy aquí para protegeros. Mientras esté a vuestro lado, no puede pasaros nada. Nada. ¿Lo entiendes? ¿Qué sería de mí sin vosotros, los humildes? Nadie me quiere. Los nobles me detestan. Dicen que sirvo al diablo y al pueblo. Os quiero, yo…

Galina pasó de llorar a reír. La felicidad volvió. Los criados se vieron embargados de repente por una dicha loca, se cogieron de las manos, bailaron y cantaron.

– Iremos todos a ver el Dniéper -dijo Dimitri con su voz atronadora-. ¡Da igual que el guiso no esté listo! ¡Basile! ¡Basile! ¿Dónde te has metido!

Un joven siervo surgió de repente de la despensa con los labios manchados de mermelada. Cuando se percató de la presencia de Helena, se sonrojó.

– ¿De dónde vienes, cucaracha?… Ah, ¡menudo ladrón de mermelada! Ya hablaremos de eso después. ¡Sabes muy bien que la pequeña señora no debe esperar nunca! ¡Te mereces diez golpes de bastón! ¡Inútil! El príncipe debería haberte vendido con tus padres en el mercado de Smolensk… a los turcos o a los tártaros. Ahora estarías comiendo boñigas.

Aquel malicioso soniquete de barítono se perdió en la cabeza de Basile. Se apretó la asquerosa chaqueta contra su delgado torso. De un violento empujón, Dimitri lo lanzó hacia la pequeña chiquilla, desolada por ver cómo lo trataban. En la jerarquía de los siervos, estaba en el escalón más bajo, puesto que todavía no había asumido ninguna función en el palacio. Vivía como una bestia bajo un altillo. Le caían briznas de paja de sus cabellos rubios despeinados, y a veces una tos inextinguible se apoderaba de él, dañándole los pulmones.

– ¡De rodillas! -continuó Dimitri-. Besa el vestido de tu señora.

– ¡Ya basta! -exclamó Helena-. ¡Nunca un siervo me ha besado el vestido! Dimitri, deberías avergonzarte por tomarla con alguien más débil que tú. Mi pobre Basile, que no se diga que los Von Hahn te maltratan. Toma estas galletas.

Ella le entregó dos pastas de mantequilla y azúcar a su siervo. Basile las aceptó con la cabeza baja. Nunca había tenido el valor para mirarla a la cara ni la osadía de dirigirle la palabra sin autorización. A veces, la observaba a lo lejos, sonriendo y sonrojándose al verla tan guapa con su ropa de princesa.

– ¡Señorita Von Hahn, presta demasiada atención a esos miserables!

Helena volvió su bello rostro con expresión grave. A sus siete años, plantó cara al recién llegado: el intendente Mazarov. Era el más cruel de los hombres. Hacía que la vida de los siervos fuera dura, ya que les exigía que trabajaran en el campo a pleno rendimiento. Sin embargo, nunca había hecho prender a ninguno aunque hubiera cometido una falta, por respeto a la voluntad de los Von Hahn, cuya bondad para con la chusma le parecía excesiva.

– Quiere ir a la orilla del Dniéper y está en su derecho. Pero debo proporcionarle una escolta -añadió Mazarov mirando maliciosamente al joven siervo.

Basile controló sus escalofríos. Ir al río con la Sedmitchka bajo la supervisión de Mazarov sería todo un reto. Ya estaba sufriendo. El intendente lo despreciaría como siempre. Él sabría sufrir por su joven señora. En su vida gris y llena de tormento, la pequeña princesa era un bello rayo de sol.


Acalorado por el esfuerzo, Basile se resentía con cada bache y montículo del camino. Con arnés de cuerdas, se parecía a un pobre jaco. Mazarov lo vigilaba y caminaba junto a él, con la fusta en la mano. Basile arrastraba la carreta en la que iba sentada Helena. Galina, Dimitri y Marina seguían al tiro, atentos al menor crujido que se oyera en el bosque. Allí vivía Russalka, la cruel ondina que torturaba a sus víctimas antes de ahogarlas.

Helena estaba muy triste. Había cambiado de opinión. Había gritado alto y claro que ya no le apetecía ir a la orilla del Dniéper.

El intendente, no obstante, había hecho oídos sordos. Ahora Basile sufría y ella lo lamentaba profundamente. Intentó centrar su atención en el cielo, los árboles, los pájaros…

El Dniéper estaba cerca. Cierto desasosiego empezó a apoderarse de la chiquilla.

La Russalka no andaba lejos.