"Las Viudas De Los Jueves" - читать интересную книгу автора (Piñeiro Claudia)
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Virginia siempre decía que aunque la casa de los Scaglia no era la mejor de Altos de la Cascada, era la que más llamaba la atención de los clientes de su inmobiliaria. Y si había alguien que sabía de mejores y peores casas en nuestro barrio, esa era ella. Sin duda la casa del Tano era una de las más grandes del country, y eso también marcaba una diferencia. Muchos de nosotros la mirábamos con cierta envidia, aunque ninguno se atrevería a confesarlo. De ladrillo enrasado, con techo de teja pizarra negra a varias aguas y carpintería de madera blanca, tenía dos plantas, seis dormitorios, ocho baños, sin contar el de la pieza de servicio. Salió en dos o tres revistas de decoración gracias a los contactos del arquitecto que la construyó. En la planta alta funcionaba un home theatre, y junto a la cocina, un family con muebles de ratán y una mesa de madera y hierro patinado color óxido. El living estaba frente a la pileta de natación y desde los sillones color arena, frente al ventanal que iba de pared a pared y del piso al techo, uno tenía la sensación de que estaba en el deck de madera que se extendía en cuanto terminaba la galería.
En el jardín cada arbusto había sido puesto en un lugar predeterminado de acuerdo con su color, altura, espesor, movimiento. "Es mi carta de presentación", decía Teresa, que al poco tiempo de mudarse a La Cascada abandonó grafología para empezar a estudiar paisajismo y, aunque no necesitaba trabajar, siempre parecía a la búsqueda de nuevos clientes, como si conquistarlos representara para ella mucho más que un nuevo jardín que atender. En su casa no había plantas marchitas ni apestadas, no había plantas que hubieran nacido porque sí, porque voló una semilla y allí cayó, no se veían hormigueros ni babosas. El pasto era como una alfombra de un verde intenso, inmaculado, sin matices. En una línea imaginaria, en el punto exacto donde cambiaba el color del pasto, terminaba el jardín y comenzaba la cancha de golf, el hoyo 17; un bunker de arena sobre el costado izquierdo, y un hazard, un pequeño espejo de agua artificial, sobre la derecha, completaban la vista desde la casa.
Teresa entró por la puerta que da al estacionamiento. No necesitó usar llaves, en Altos de la Casca da no echamos llave a las puertas. Dice que le llamó la atención no oír las risotadas típicas de su marido y sus amigos. Nuestros amigos. Risotadas ahogadas en alcohol. Y se alegró de no tener que ir a saludarlos, estaba demasiado cansada como para tolerar los mismos chistes de siempre, dijo. Como todos los jueves, se habían juntado a comer y a jugar a las cartas y por tradición, desde tiempo atrás, ese día sus mujeres tenían que ir al cine. Excepto Virginia, que hacía tiempo había dejado de ir con excusas de distinto tipo que nadie se molestaba en analizar demasiado, y en voz baja todos atribuíamos su alejamiento a sus problemas económicos. Los hijos de los Scaglia tampoco estaban esa noche; Matías dormía en casa de los Florín, y Sofía, muy a su pesar, por la insistencia de su padre había ido a dormir a la casa de sus abuelos maternos. Y la mucama de franco, el propio Tano había establecido que se tomara su descanso los jueves para que ese día nadie en la casa pudiera molestarlo ni a él ni a sus amigos, interrumpiendo por lo que fuera su partida de cartas.
Subió la escalera con el temor de que, tal vez, después de mucho vino o champán, los hombres hubieran terminado durmiendo la mona en el home theatre mientras fingían ver una película o algún evento deportivo. No estaban allí, y de camino a su cuarto ya no había riesgo de cruzarse con ellos. La casa parecía desierta. No estaba preocupada, sí intrigada. A menos que los amigos de su marido se hubieran ido caminando, pensó, no podían estar muy lejos; al entrar había tenido que esquivar las camionetas de Gustavo Masotta y de Martín Urovich estacionadas en la entrada de su casa. Se asomó al balcón, y en la oscuridad de la noche le pareció ver algunas toallas en el deck de madera. Era una noche agradable, a pesar de que apenas terminaba septiembre, y desde que el Tano había mandado instalar la caldera para calefaccionar el agua de la pileta, las especulaciones en cuanto al clima y la natación no seguían los patrones establecidos. Seguramente terminaron su mona en la pileta y están cambiándose en el vestuario del quincho, pensó. Y como no tenía más ganas de pensar, se puso el camisón y se metió en la cama.
A las cuatro de la mañana se despertó sola. El lado izquierdo de su cama estaba intacto. Caminó hasta el frente de la casa y a través de la ventana vio que las camionetas todavía estaban allí. La casa seguía muda. Bajó, pasó por el living y verificó que lo que había visto desde su balcón eran toallas y remeras. Pero no había luz en la pileta y le costó distinguirlo. Fue al family, todo estaba en su lugar: las botellas descorchadas, los ceniceros llenos de puchos, las cartas revueltas sobre la mesa como si recién hubieran terminado una partida. Siguió hasta el quincho y en el vestuario encontró la ropa de los hombres tirada sobre el banco, un calzoncillo hecho un bollo en el piso, una media sin su compañera colgada de la canilla de la ducha. Sólo la ropa del Tano había sido doblada prolijamente, y acomodada sobre una punta del banco, junto a sus zapatos. No podían haber ido a caminar a esa hora y en traje de baño, pensó. Entonces fue hacia la pileta. Intentó prender la luz, pero en ese sector estaba cortada, como si hubiera saltado el disyuntor, pensó, y luego supo que no había sido el disyuntor sino la llave térmica. El agua estaba calma. Tocó las toallas y se dio cuenta de que no habían sido usadas, estaban secas, apenas húmedas del rocío. Sobre el borde de la pileta, ordenadas en una fila perfecta, tres copas de champán vacías la desorientaron. No porque los hombres hubieran bebido ahí, lo hacían donde fuera, sino porque eran las copas de cristal del juego de casamiento, las que les había regalado el padre del Tano, y que el mismo Tano reservaba para ocasiones muy especiales. Teresa se acercó a levantarlas antes de que la brisa de la mañana, un gato o un sapo acabaran con ellas. Si no fuera por ciertos accidentes provocados por elementos de la naturaleza como esos, en La Cascada no corremos demasiados riesgos. Eso creíamos.
Mientras recogía las copas, Teresa apenas miró el agua inmóvil. Al tomarlas dos se chocaron y el ruido a cristal la estremeció. Las revisó y verificó que estaban intactas. Y se alejó hacia la casa. Caminó despacio, tratando de que las copas no volvieran a chocarse y sin saber lo que recién sabríamos todos al día siguiente: que debajo de esa agua tibia, en el fondo de su pileta, se hundían los cuerpos de su marido y dos de sus amigos, muertos.