"El Libro De Las Cosas Perdidas" - читать интересную книгу автора (Connolly John)II. Sobre Rose, el doctor Moberley la importancia de los detalles Era muy extraño pero, poco después de la muerte de su madre, David recordaba haber experimentado una sensación semejante al alivio. No había otra forma de describirlo, y era algo que hacía que David se sintiese mal. Su madre ya no estaba y no volvería jamás, le daba igual lo que el cura había dicho en su sermón: que estaba en un lugar mejor y más feliz, y que el dolor ya se había terminado. No ayudaba que le hubiese dicho a David que su madre siempre estaría con él, aunque no la viera, porque una madre invisible no podía ir de paseo con él en las tardes de verano, sacando los nombres de árboles y flores de sus aparentemente infinitos conocimientos sobre la naturaleza; ni tampoco podía ayudarlo con los deberes, mientras olía su familiar perfume al inclinarse sobre él para corregir una falta de ortografía o preguntarse por el significado de un poema desconocido; ni leer con él en las frías tardes de domingo, cuando el fuego ardía en la chimenea, la lluvia golpeaba las ventanas y el techo y la habitación se llenaba del olor a madera quemada y bollos. Pero, entonces, David recordó que, en los últimos meses, su madre no había sido capaz de hacer ninguna de aquellas cosas. Las medicinas que le daban los médicos la dejaban atontada y enferma, así que no podía concentrarse, ni siquiera en las tareas más sencillas, y, desde luego, no podía salir a dar largos paseos. A veces, ya cerca del final, David ni siquiera estaba seguro de que su madre pudiera reconocerlo. Empezó a oler raro: no mal, sino raro, como la ropa vieja que lleva mucho tiempo sin usarse. Durante la noche, la mujer a veces gritaba de dolor y el padre de David la abrazaba e intentaba consolarla. Cuando se ponía muy mal, tenían que llamar al médico, y, al final, estaba demasiado enferma para quedarse en su cuarto, así que vino una ambulancia para llevársela a un hospital que no era exactamente un hospital, porque nadie parecía ponerse bien y nadie volvía nunca a casa, sino que cada vez hablaban menos y menos, hasta que sólo quedaban silencio y camas vacías. El hospital que no era del todo un hospital estaba muy lejos de su casa, pero el padre de David la visitaba cada dos noches después de volver del trabajo y cenar los dos juntos. El niño iba con él en su viejo Ford al menos dos veces a la semana, aunque el viaje de ida y vuelta lo dejaba con poco tiempo después de terminar los deberes y comerse la cena También dejaba a su padre muy cansado, y David se preguntó donde encontraba la energía para levantarse cada mañana prepararle el desayuno, ver cómo se iba al colegio antes de irse a trabajar, volver a casa, preparar el té, ayudarle con los deberes que le resultaran difíciles, visitar a su esposa, regresar a casa, darle un beso de buenas noches y leer el periódico durante una hora antes de acostarse. En una ocasión, el niño se despertó de noche con la boca muy seca y bajó las escaleras para beberse un vaso de agua en la cocina. Oyó ronquidos en la salita y vio que su padre se había quedado dormido en el sillón, con las hojas del periódico desperdigadas por encima y la cabeza colgando a un lado. Eran las tres de la mañana. David no sabía bien qué hacer, pero, al final, había despertado a su padre, porque recordaba que una vez él se había quedado dormido en el tren durante un viaje largo, y el cuello le había dolido durante varios días. Su padre pareció un poco sorprendido y un poquito enfadado por la interrupción de su sueño, pero se levantó del sillón y subió a su cuarto a dormir. En cualquier caso, David estaba seguro de que no era la primera vez que se quedaba dormido así, completamente vestido y bastante lejos de la cama. Así que la muerte de la madre de David significaba que ya no habría más dolor para ella, pero también que no habría más visitas al gran edificio amarillo en el que la gente se marchitaba hasta morir, ni más noches en el sillón, ni más cenas a toda prisa. En vez de todo aquello, llegó ese silencio que suele aparecer cuando alguien se lleva un reloj para repararlo, y, al cabo de un tiempo, te das cuenta de su ausencia, porque su tictac delicado y tranquilizador ya no está y lo echas de menos. Pero el sentimiento de alivio desapareció al cabo de pocos días, y después David se sintió culpable por haberse alegrado de que ya no tuvieran que hacer todas las cosas que les exigía la enfermedad de su madre; en los meses siguientes, la culpabilidad no desapareció, sino que empeoró cada vez más, tanto que David empezó a desear que su madre siguiera en el hospital. De seguir allí, la habría visitado todos los días, aunque significara despertarse antes por las mañanas para hacer los deberes, porque no podía soportar pensar en una vida sin ella. El colegio se le hizo más difícil; se apartó de sus amigos, incluso antes de que llegase el verano y sus cálidas brisas los dispersaran como semillas de diente de león. Se decía que evacuarían de Londres a todos los niños para enviarlos al campo cuando se reanudasen las clases en septiembre, pero el padre de David le había prometido que no lo haría. «Al fin y al cabo -le había dicho-, ahora estamos solos y tenemos que permanecer unidos.» Su padre contrató a una mujer, la señora Howard, para mantener limpia la casa y encargarse de cocinar y planchar. La señora solía estar allí cuando David volvía del colegio, pero estaba demasiado ocupada para hablar con él; estaba entrenándose con la ARP, las patrullas que se encargaban de las medidas de seguridad durante los bombardeos, además de cuidar de su marido y sus hijos, así que no tenía tiempo para charlar con el niño ni para preguntarle cómo le había ido el día. La señora Howard se iba justo a las cuatro de la tarde, y el padre de David no volvía a casa de su trabajo en la universidad hasta las seis, y, a veces, más tarde. Eso quería decir que David se quedaba solo en la casa vacía con la única compañía de la radio y sus libros. A veces se sentaba en el dormitorio que su padre y su madre antes compartían. La ropa femenina seguía en uno de los armarios, los vestidos y las faldas alineados en unas filas tan ordenadas que casi parecían personas si entrecerrabas los ojos lo suficiente. El niño los acariciaba y los agitaba, recordando mientras lo hacía que así era como se movían cuando su madre los llevaba. Después se tumbaba sobre la almohada de la izquierda, porque aquél era el lado donde su madre dormía, e intentaba colocar la cabeza en el mismo punto que ella, un punto que se reconocía fácilmente gracias a la mancha algo oscura que mostraba la funda. Aquel nuevo mundo era demasiado doloroso para poder soportarlo. Se había esforzado mucho, había seguido sus rutinas, había contado con cuidado, había seguido las reglas…, pero la vida le había engañado. Aquel mundo no era como el de sus historias. En el de las historias, el bien era recompensado y el mal recibía su castigo. Si te mantenías en el buen camino y te alejabas del bosque, estabas a salvo. Si alguien enfermaba, como el viejo rey de uno de los cuentos, sus hijos partían en busca del remedio, el agua de la vida, y si uno de ellos era lo bastante valiente y lo bastante honesto, podía salvar la vida del rey. David había sido valiente, y su madre más aún. Al final, la valentía no había sido suficiente, ya que el mundo en que vivía no la recompensaba. Cuanto más pensaba el niño en ello, menos quería formar parte de un mundo semejante. Seguía manteniendo sus rutinas, aunque no con tanta rigidez como antes; se contentaba con tocar los pomos y los grifos dos veces, primero con la mano izquierda y después con la derecha, sólo para mantener los números pares. Seguía intentando poner siempre primero el pie izquierdo para levantarse de la cama o subir y bajar las escaleras, pero eso no era tan difícil. No estaba seguro de qué pasaría si no se comportaba según sus reglas hasta cierto punto, aunque suponía que podría afectar a su padre. Quizás al seguir sus rutinas había salvado la vida de su padre, aunque no hubiese logrado hacerlo con la de su madre, y, como se habían quedado solos, era importante no correr demasiados riesgos. Entonces fue cuando Rose entró en su vida, y también cuando empezaron los ataques. La primera vez fue en Trafalgar Square, cuando su padre y él se acercaban a dar de comer a las palomas después de su almuerzo del domingo en el Popular Café, de Picadilly. Su padre le dijo que el Popular cerraría pronto, y David se entristeció, porque pensaba que era un sitio estupendo. La madre del muchacho llevaba muerta cinco meses, tres semanas y cuatro días. Aquel día, una mujer había comido con ellos en el Popular, y su padre la había presentado como Rose. Era muy delgada, con cabello largo y oscuro y labios de color rojo intenso. Su ropa parecía cara, y llevaba oro y diamantes en las orejas y el cuello. Aseguraba comer muy poco, aunque se terminó casi todo su pollo aquella tarde y le quedó espacio de sobra para el pudin. A David le resultaba familiar, y resultó ser la administradora del hospital que no era el hospital en el que había muerto su madre. Su padre le dijo que Rose había cuidado de su madre muy, muy bien…, aunque no lo suficiente para evitar que se muriera, pensó David. Rose intentó hablar con el niño sobre el colegio, sus amigos y lo que le gustaba hacer por las tardes, pero él apenas podía responder, porque no le gustaba la forma en que miraba a su padre, ni cómo lo llamaba por su nombre de pila. No le gustaba que le tocase la mano cuando él decía algo divertido o ingenioso, y ni siquiera le gustaba el hecho de que su padre intentara ser divertido e ingenioso con ella. No estaba bien. Rose cogió a su padre del brazo cuando salieron del restaurante; David caminaba un poco adelantado, y ellos parecían contentos con la situación. El muchacho no entendía bien lo que pasaba, o eso se decía, pero aceptó la bolsa de semillas que le ofreció su padre cuando llegaron a Trafalgar Square, y las usó para atraer a las palomas. Las palomas se acercaban diligentes a su nueva fuente de comida, con las plumas manchadas con la porquería y el hollín de la ciudad, y una mirada vacía y estúpida. Rose y su padre estaban cerca, hablando en voz baja. Cuando pensaban que el niño no miraba, David los vio besarse brevemente. Entonces ocurrió: David estaba con el brazo extendido, con una fila de semillas colocadas encima y dos palomas bastante pesadas subiéndole por la manga, cuando, de repente, se encontró tumbado en el suelo, con el abrigo de su padre debajo de la cabeza, y unos viandantes curiosos (y alguna que otra paloma) mirándolo desde arriba, a modo de nubes gordas que flotaban sobre sus cabezas como negros bocadillos de tebeo. Su padre le dijo que se había desmayado, y David supuso que tenía razón; pero, de repente, su cabeza se había llenado de unas voces y susurros que antes no estaban, y tenía el vago recuerdo de un paisaje boscoso y el aullido de los lobos. Oyó a Rose preguntar si podía hacer algo por ayudarlos, y el padre del niño le dijo que no pasaba nada, que se lo llevaría a casa y lo metería en la cama. Pidió un taxi para volver al coche, y, antes de irse, le dijo a Rose que la llamaría más tarde. Aquella noche, mientras David estaba en su dormitorio, el sonido de los libros se unió a los susurros de su cabeza. Tuvo que ponerse la almohada en las orejas para ahogar el ruido de su cháchara, ya que las historias más antiguas se despertaron de su sueño nocturno y empezaron a buscar lugares en los que crecer. El despacho del doctor Moberley estaba en una casa adosada del centro de Londres, en una calle bordeada de árboles y muy tranquila. Había alfombras caras en el suelo, y las paredes estaban decoradas con cuadros de barcos en el mar. Una secretaria de avanzada edad, con el pelo muy blanco, se sentaba detrás de un escritorio de la sala de espera, ordenando papeles, escribiendo cartas y respondiendo llamadas telefónicas. David estaba sentado en un gran sofá, con su padre al lado. Un reloj de péndulo hacía tictac en un rincón, y ni David ni su padre hablaban, sobre todo porque la habitación estaba tan tranquila que la señora del escritorio habría podido escuchar cualquier cosa que dijeran; además, el niño tenía la impresión de que su padre estaba enfadado con él. Había sufrido dos ataques más desde el de Trafalgar Square, cada vez más largos, que lo dejaban con extrañas imágenes en la cabeza: un castillo con banderolas agitándose en las paredes, un bosque lleno de árboles que sangraban un fluido rojo por la corteza, y una figura entrevista, jorobada y miserable, que se movía a través de las sombras de aquel curioso mundo, a la espera. El padre de David lo había llevado a ver al médico de cabecera, el doctor Benson, pero el doctor Benson no le había encontrado nada malo y lo había enviado a un especialista de un gran hospital, que le había acercado luces a los ojos y le había examinado el cráneo. Le preguntó algunas cosas a David y otras tantas a su padre, algunas acerca de la madre del niño y su muerte. Después le dijeron a David que esperase fuera mientras hablaban, y, cuando el padre de David salió, parecía enfadado. Así habían acabado en la consulta del doctor Moberley. El doctor Moberley era un psiquíatra. Se oyó un zumbido en el escritorio de la secretaria, y la mujer le hizo un gesto a David y a su padre. – Ya puede pasar -anunció. – Venga, entra -dijo el padre de David. – ¿No vienes conmigo? -El padre de David sacudió la cabeza, y David supo que ya había hablado con el doctor Moberley, quizá por teléfono. – Quiere verte a solas. No te preocupes, estaré aquí cuando salgas. El niño siguió a la secretaria hasta otra habitación, que era mucho más amplia y lujosa que la sala de espera, amueblada con sillones y sofás. Las paredes estaban cubiertas de libros, aunque no eran como los que leía David. Le pareció oír a los libros hablar entre sí cuando entró; no entendía casi nada de lo que decían, pero hablaban len-ta-men-te, como si lo que tenían que comunicar fuese muy importante, o la persona con la que hablaban fuese muy estúpida. Algunos parecían discutir entre ellos en tonos pomposos, como a veces hablaban entre ellos los expertos en la radio cuando intentaban impresionar con su inteligencia al resto de colegas que los rodeaban. Los libros lo ponían muy nervioso. Un hombrecillo de pelo y barba grises estaba sentado detrás de un escritorio antiguo que parecía demasiado grande para él. Llevaba gafas rectangulares, con una cadena dorada para evitar perderlas; tenía una pajarita roja y negra bien apretada en el cuello, y un traje oscuro y holgado. – Bienvenido -dijo-. Soy el doctor Moberley, y tú debes de ser David. David asintió, y el doctor Moberley le pidió que se sentase y se puso a hojear las páginas de un cuaderno que estaba en su escritorio, tirándose de la barba mientras leía lo que estaba escrito en ellas. Cuando terminó, levantó la vista y le preguntó al niño cómo estaba, a lo que él respondió que bien. El doctor Moberley le preguntó si estaba seguro, y David dijo que estaba razonablemente seguro. El doctor Moberley comentó que el padre de David estaba preocupado por él, y le preguntó si echaba de menos a su madre. David no respondió. El doctor Moberley le dijo que estaba preocupado por sus ataques, y que iban a averiguar juntos qué había detrás de ellos. El doctor Moberley entregó a David una caja de lápices y le pidió que dibujase una casa. El niño cogió un lápiz de mina negra y empezó a dibujar con cuidado las paredes y la chimenea, después puso algunas ventanas y una puerta, antes de dedicarse a añadir pequeñas tejas al tejado. Estaba bastante concentrado en la tarea de dibujar las tejas, cuando el doctor Moberley le dijo que ya era suficiente; miró el dibujo, miró a David y le preguntó si no se le había ocurrido utilizar lápices de colores, a lo que David respondió que el dibujo no estaba terminado, y que, una vez hechas las tejas, pensaba colorearlas de rojo. El doctor le preguntó a David len-ta-men-te, al estilo de algunos de aquellos libros, por qué las tejas eran tan importantes. David se preguntó si aquel hombre sería un médico de verdad, porque se suponía que los médicos eran muy inteligentes, y el doctor Moberley no lo parecía. Len-ta-men-te, David le explicó que, sin tejas en el tejado, la lluvia entraría en la casa y que, a su manera, eran tan importantes como las ventanas. El niño le dijo que no le gustaba mojarse: no pasaba nada si estabas fuera, sobre todo si llevabas la ropa adecuada, pero la mayoría de la gente no llevaba ropa de lluvia cuando estaba dentro de casa. El doctor Moberley parecía un poco desconcertado. A continuación, le pidió a David que dibujase un árbol. De nuevo, David cogió el lápiz y se tomó su tiempo para dibujar las ramas y añadir hojitas, una a una. Iba por la tercera rama cuando el doctor Moberley le pidió de nuevo que parase. Aquella vez, el médico tenía una expresión que David le había visto a su padre a veces, cuando lograba terminar el crucigrama del periódico de los domingos. Como si se levantase de un salto y gritase «¡aja!», igual que los científicos locos hacían en los dibujos animados; no podía parecer más satisfecho de sí mismo. El doctor Moberley empezó a preguntarle muchas cosas sobre su casa, su madre y su padre. Le preguntó de nuevo por los desmayos, y si David podía recordar algo de ellos. ¿Cómo se sentía antes de que pasaran? ¿Olía algo raro antes de perder la conciencia? ¿Le dolía la cabeza después? ¿Le dolía antes? ¿Le dolía en aquel preciso instante? Pero no le hizo la pregunta más importante de todas, en opinión de David, porque el doctor Moberley había decidido creer que los ataques hacían que David perdiese el conocimiento por completo y que no pudiese recordar nada de ellos al recuperar la conciencia. Pero no era cierto. David pensó en contarle al médico los extraños paisajes que veía cuando se desmayaba, pero el doctor Moberley ya había empezado a preguntarle de nuevo por su madre, y David no quería hablar más de ella, y menos con un desconocido. El médico le preguntó también por Rose y por lo que sentía por ella, y David no supo qué responder. No le gustaba Rose y no quería que su padre estuviese con ella, pero no quería contárselo al doctor Moberley, por si él se lo decía a su padre. Cuando terminó la sesión, David estaba llorando y ni siquiera sabía por qué. De hecho, estaba llorando con tantas ganas que empezó a sangrarle la nariz, se cayó al suelo y vio un relámpago en su cabeza al empezar a temblar. Golpeó la moqueta con los puños y oyó cómo los libros expresaban su desaprobación mientras el doctor Moberley pedía ayuda y el padre de David entraba corriendo; entonces todo se volvió negro durante lo que parecieron ser segundos, pero, de hecho, fue mucho más tiempo. Después, David oyó la voz de una mujer en la oscuridad y pensó que parecía la de su madre. Una figura se acercó, pero no era una mujer, sino un hombre, un hombre torcido con cara larga, que surgía por fin de las sombras de su mundo, sonriente. . |
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