"El Libro De Las Cosas Perdidas" - читать интересную книгу автора (Connolly John)III. Sobre la casa nueva, el niño nuevo y el rey nuevo Así es como pasó todo. Rose estaba embarazada. A David se lo dijo su padre mientras comían patatas fritas junto al Támesis, los barcos iban de un lado a otro, y el olor a aceite y algas se mezclaba en el aire. Era noviembre de 1939. Había más policías que antes en las calles, y hombres de uniforme por todas partes. Las ventanas tenían sacos de arena apilados delante y grandes cantidades de alambre de espino enrolladas como peligrosos muelles. Los jardines estaban llenos de abultados refugios prefabricados Anderson, y en los parques habían excavado trincheras. Parecía haber carteles blancos en todos los huecos libres: recordatorios de las restricciones de luz, anuncios del rey y todas las instrucciones para un país en guerra. Casi todos los niños que conocía David habían dejado ya la ciudad y se agolpaban en las estaciones de tren con etiquetitas marrones de equipaje atadas a los abrigos, de camino a granjas y pueblos desconocidos. Su ausencia hacía que la ciudad pareciese más vacía y aumentaba la expectación tensa que parecía dirigir las vidas de todos los que se quedaban. Pronto llegarían los bombarderos, y la ciudad se envolvía de oscuridad por las noches para hacerles más difícil la tarea. El apagón dejaba todo tan oscuro que podían distinguirse los cráteres de la luna y el cielo se abarrotaba de estrellas. De camino al río, vieron cómo inflaban más globos de barrera en Hyde Park. Cuando estaban inflados del todo, los dejaban flotar, anclados por pesados cables de acero. Los cables evitaban que los bombarderos alemanes volasen bajo, lo que significaba que tendrían que soltar sus cargas desde mayor altura; así se aseguraban de que las bombas no acertasen en sus objetivos. Los globos tenían la forma de bombas enormes, y el padre de David decía que resultaba irónico. David le preguntó que qué quería decir, y él respondió que le resultaba gracioso que algo que estaba destinado a proteger la ciudad de las bombas tuviese también forma de bomba. David asintió, suponiendo que era extraño. Pensó en los hombres de los bombarderos alemanes, los pilotos que intentaban esquivar el fuego antiaéreo, y los hombres que se agachaban junto al visor mientras la ciudad pasaba bajo sus pies. Se preguntó si alguna vez pensaban en la gente de las casas y fábricas antes de soltar las bombas. Desde mucha altura, Londres debía de parecer una maqueta, con casitas de juguete y árboles en miniatura en calles diminutas; quizás era la única forma de poder soltar las bombas: fingir que no era real, que nadie ardería y moriría cuando explotasen. David intentó imaginarse en un bombardero, en uno británico, quizás un Wellington o un Whitley, volando sobre una ciudad alemana, con las bombas listas. ¿Sería capaz de soltar la carga? Al fin y al cabo, era una guerra, y los alemanes eran malos, todo el mundo lo sabía. Ellos lo habían empezado, y era como una pelea en el patio del colegio: si la empezabas, la culpa era tuya y no podías quejarte por lo que había pasado después. David pensó que sería, capaz de soltar las bombas, pero que no pensaría en la posibilidad de que hubiese personas debajo. Serían sólo fábricas y astilleros, formas en la oscuridad, y todos los empleados estarían a salvo en sus camas cuando cayesen las bombas y sus lugares de trabajo volasen hechos pedazos. Entonces, se le ocurrió algo. – Papá, si los alemanes no pueden apuntar bien por los globos, sus bombas podrían caer en cualquier parte, ¿verdad? Quiero decir que intentarán apuntar a las fábricas, ¿verdad? Pero no podrán, así que soltarán las bombas sin más y esperarán que caigan en un buen sitio. No se van a volver a casa y dejarlo para otra noche sólo por los globos. El padre de David no respondió durante unos momentos. – Creo que no les importa -dijo al fin-. Quieren que la gente pierda los ánimos y la esperanza. Si de camino hacen volar fábricas de aviones o astilleros, mucho mejor. Así es como funcionan algunos matones: te ablandan antes de darte el golpe de gracia. -Entonces, suspiró-. Tenemos que hablar de algo, David, de algo importante. Acababan de salir de otra sesión con el doctor Moberley, y el médico le había preguntado de nuevo si echaba de menos a su madre. Pues claro que la echaba de menos, era una pregunta estúpida; la echaba de menos y estaba triste por esa razón, no necesitaba a un médico para que le dijese eso. En cualquier caso, la mayor parte del tiempo le costaba entender lo que decía el doctor Moberley, en parte porque el médico usaba palabras que David no entendía, pero, sobre todo, porque su voz quedaba prácticamente ahogada por los murmullos de los libros de sus estanterías. David cada vez oía mejor los sonidos de los libros. Sabía que el doctor Moberley no podía oírlos como él, o, de lo contrario, no podría trabajar en aquella consulta sin volverse loco. A veces, cuando el médico le hacía una pregunta que los libros aprobaban, todos decían al unísono «mmm», como un coro de voces masculinas practicando una sola nota. Si decía algo que no aprobaban, murmuraban insultos. – ¡Payaso! – ¡Charlatán! – ¡Tonterías! – Este hombre es idiota. Un libro que tenía grabado en la cubierta el nombre de Jung en letras doradas se enfadó tanto que se cayó de la estantería y aterrizó en la moqueta, echando humo. El doctor Moberley pareció bastante sorprendido, y David estuvo tentado de contarle lo que el libro decía, pero no creía que fuese buena idea explicarle al médico que podía oír cómo hablaban los libros. David sabía que había gente a la que «ingresaban» porque «estaban mal de la cabeza», y no quería acabar así. De todos modos, tampoco los oía todo el rato, sino sólo cuando estaba preocupado o enfadado. Intentaba mantener la calma, pensar en cosas buenas siempre que podía, pero, a veces, era difícil, sobre todo cuando estaba con el doctor Moberley o con Rose. En aquel momento estaba sentado junto al río, y todo su mundo iba a cambiar otra vez. – Vas a tener un hermanito o una hermanita -le dijo su padre-. Rose va a tener un bebé. David dejó de comer patatas fritas, porque le sabían mal. Sintió que la presión aumentaba dentro de su cabeza, y, por un momento, creyó que se caería del banco y sufriría otro ataque, pero, de algún modo, consiguió mantenerse derecho. – ¿Te vas a casar con Rose? -preguntó. – Eso espero -contestó su padre. David le había oído discutir el tema con Rose la semana anterior, cuando ella los había visitado y se suponía que David estaba en la cama. Lo cierto era que estaba sentado en las escaleras, escuchando su conversación. A veces lo hacía, aunque siempre se iba a la cama cuando acababa la charla y oía el ruido de un beso, o a Rose riendo en tono bajo y gutural. La última vez que los había escuchado, Rose hablaba sobre la «gente» y sobre lo que esa «gente» decía. No le gustaba lo que decía. Y entonces surgió el tema del matrimonio, pero David no oyó más, porque su padre salió del dormitorio para poner agua a hervir, y el niño a duras penas evitó ser visto. Creyó que su padre sospechaba algo, porque entró en el cuarto de David un momento después, pero él cerró los ojos y fingió estar dormido. Aunque aquello pareció dejar satisfecho a su padre, David estaba demasiado nervioso para volver a las escaleras. – Sólo quiero que sepas una cosa, David -le decía su padre-. Te quiero, y eso no cambiará nunca, da igual con quién compartamos nuestra vida. También quería a tu madre y siempre la querré, pero estar con Rose me ha ayudado mucho estos últimos meses. Es una buena persona, David, y te aprecia. Intenta darle una oportunidad, ¿vale? David no contestó, sino que tragó saliva con dificultad. Siempre había querido un hermano, pero no así: quería que fuese con su madre y su padre. Aquello no estaba bien, porque, en realidad, no sería su hermano si salía de Rose. No era lo mismo. – Bueno -dijo su padre, rodeándole los hombros con el brazo-, ¿tienes algo que decir? – Me gustaría volver a casa ya -respondió David. Su padre mantuvo el brazo donde estaba un par de segundos más y luego lo dejó caer. Pareció hundirse un poco, como si alguien lo hubiese dejado momentáneamente sin aliento. – Vale -respondió con voz triste-, vámonos a casa. Seis meses después, Rose dio a luz a un niño, y David y su padre dejaron la casa en la que David había crecido para irse a vivir con Rose y el nuevo hermanastro, Georgie. Rose vivía en una gran casa antigua de tres plantas al noroeste de Londres, con grandes jardines en la parte delantera y en la parte trasera, y un bosque alrededor. La casa pertenecía a su familia desde hacía varias generaciones, según el padre de David, y era al menos tres veces más grande que la de ellos. Al principio, el niño no quería mudarse, pero su padre le había explicado amablemente las razones: estaba cerca de su nuevo lugar de trabajo, y, a causa de la guerra, iba a tener que pasar cada vez más tiempo allí; si vivían más cerca, podría ver más a menudo a David y, quizás, iría a casa a comer alguna que otra vez. Su padre también le contó que la ciudad iba a ser más peligrosa y que allí estarían un poco más seguros. Los aviones alemanes estaban de camino, y, aunque el padre de David estaba seguro de que al final vencerían a Hitler, las cosas se iban a poner mucho peor antes de mejorar. David no sabía muy bien lo que hacía su padre para ganarse la vida. Sabía que se le daban bien las matemáticas y que había sido profesor en una gran universidad hasta hacía poco, pero la había dejado para trabajar con el gobierno en una vieja casa de campo en las afueras de la ciudad. Había barracones del ejército cerca, y unos soldados controlaban las puertas que llevaban a la casa y patrullaban el recinto. Normalmente, cuando David le preguntaba a su padre por el trabajo, el hombre se limitaba a decirle que tenía que ver con comprobar cifras para el gobierno, pero, el día que finalmente se mudaron a casa de Rose, creyó que le debía algo más. – Sé que te gustan las historias y los libros -le dijo, mientras seguían a la camioneta de la mudanza hasta las afueras de la ciudad-. Supongo que te preguntas por qué a mí no me gustan tanto como a ti. Bueno, a mí también me gustan los cuentos, a mi manera, y eso es parte de mi trabajo. Sabes que a veces una historia parece tratar sobre una cosa, pero, en realidad, trata sobre otra muy distinta, ¿no? Tiene un significado oculto que hay que descubrir, ¿verdad? – Como las historias de la Biblia -comentó David. Los domingos, el cura solía explicar las historias de la Biblia que acababa de leer en voz alta. El chico no siempre prestaba atención, porque el cura era un señor muy aburrido, pero resultaba sorprendente lo que podía ver en unas historias que, en principio, parecían muy sencillas. De hecho, al cura parecía gustarle complicarlas, seguramente porque así podía hablar más. David no disfrutaba mucho de la iglesia, porque todavía estaba enfadado con Dios por lo que le había sucedido a su madre, y por meter a Rose y Georgie en su vida. – Pero algunas historias están pensadas para que no las entienda todo el mundo -siguió explicando el padre de David-, sino sólo un grupito de gente, así que ocultan muy bien su significado. Puede hacerse con palabras o con números, y, a veces, con ambas cosas, pero el objetivo es el mismo: evitar que cualquiera pueda interpretarlas. Si no sabes el código, no tienen significado. »Pues bien, los alemanes utilizan códigos para enviar mensajes, y nosotros también. Algunos son muy complicados, y otros parecen muy sencillos, aunque, a menudo, ésos son los peores. Alguien tiene que averiguar lo que dicen, y eso es lo que hago yo: intento comprender los significados ocultos de las historias escritas por personas que no quieren que yo las entienda. -Se volvió hacia David y le puso una mano en el hombro-. Te estoy confiando un secreto; no puedes contárselo a nadie. -Se llevó un dedo a los labios-. Alto secreto, viejo amigo. – Alto secreto -repitió David, imitando su gesto. Y siguieron conduciendo. El dormitorio de David estaba en lo más alto de la casa, en una habitación pequeña y de techo bajo que Rose había escogido para él porque estaba llena de libros y estanterías. Los libros del chico acabaron compartiendo estante con otros libros que eran más viejos o extraños que ellos. David hizo sitio para sus tomos lo mejor que pudo, y al final decidió ordenarlos todos por tamaño y color, porque así quedaban mejor. Aquello significaba que sus libros se mezclaban con los que estaban allí antes, de modo que unos cuentos de hadas acabaron comprimidos entre una historia del comunismo y un análisis de las últimas batallas de la Primera Guerra Mundial. David intentó leer un poco del libro sobre comunismo, sobre todo porque no estaba muy seguro de lo que era, salvo que su padre parecía considerarlo una cosa muy mala. Consiguió avanzar tres páginas antes de perder interés, porque su palabrería sobre que los «medios de producción debían ser propiedad de los trabajadores» y «la depredación de los capitalistas» le daba mucho sueño. La historia de la Primera Guerra Mundial era un poco mejor, aunque sólo fuera por los dibujos de viejos tanques que alguien había recortado de una revista ilustrada y había metido entre las hojas. También había un aburrido libro de vocabulario francés, y un libro sobre el imperio romano que tenía unos dibujos muy interesantes y parecía disfrutar describiendo las crueldades que los romanos le hacían a la gente, y lo que la gente le hacía a los romanos para vengarse. Por otro lado, el libro de mitos griegos de David era del mismo tamaño y color que una antología de poesía cercana, así que a veces sacaba los poemas en vez de los mitos. Algunos no estaban mal, si se les daba una oportunidad. Uno trataba sobre una especie de rey (aunque, en el poema, se le llamaba «Childe»), y su búsqueda de una torre oscura y los secretos que contenía. Sin embargo, el poema no acababa como debiera, porque el caballero llegaba a la torre y, bueno, se acabó. David quería saber qué había en la torre y qué le pasaba al caballero después de encontrarla, pero estaba claro que al poeta no le había parecido importante. Aquello hizo que el chico se preguntara qué clase de personas se dedicaba a escribir poesía. Resultaba evidente para cualquiera que lo mejor del poema empezaba al llegar a la torre, pero, justo en ese momento, el poeta había decidido dejarlo y escribir otra cosa. Quizás hubiera pensado en volver a él más tarde y después se le olvidara, o quizá no encontró un monstruo lo suficientemente impresionante para la torre. David se imaginó al escritor rodeado de trocitos de papel con cientos de ideas para la criatura tachadas o garabateadas encima. Hombre lobo. Dragón. Dragón muy grande. Bruja Bruja muy grande Bruja pequeña. El chico intentó darle forma a la bestia que anidaba en el centro del poema, pero descubrió que no podía, que era más difícil de lo que parecía, porque nada encajaba del todo. Sólo pudo evocar un ser a medio formar que se acurrucaba en los rincones llenos de telarañas de su imaginación, donde todas las cosas que temía se escondían y arrastraban en la oscuridad. David fue consciente del cambio que se produjo en la habitación en cuanto empezó a llenar los huecos vacíos de los estantes, porque los libros nuevos parecían y sonaban incómodos junto a los otros libros del pasado. La apariencia de los antiguos resultaba intimidatoria, y hablaban con David en tonos polvorientos y sordos; estaban encuadernados en piel de becerro y cuero, y algunos guardaban conocimientos largo tiempo olvidados o que resultaron ser incorrectos al avanzar la ciencia y el proceso de descubrimiento de nuevas verdades. Los libros que contenían aquella vieja sabiduría nunca se habían reconciliado con la devaluación de su ciencia. En aquellos momentos eran peores que las historias, porque los relatos, en cierto modo, estaban pensados para ser invenciones y mentiras, pero aquellos otros libros habían nacido para empresas de mayor importancia. Hombres y mujeres habían trabajado en su creación, llenándolos con la suma de todo lo que sabían y todo lo que pensaban sobre el mundo. Los libros apenas podían soportar que aquellas personas se equivocasen y que sus hipótesis hubiesen perdido todo valor. Un gran libro afirmaba, basándose en el análisis de la Biblia, que el fin del mundo tendría lugar en 1783, pero el pobre se había vuelto loco hacía tiempo, porque se negaba a creer que el año 1783 ya había pasado, ya que, si lo hacía, tendría que reconocer que todos sus contenidos estaban equivocados y que, por tanto, la única razón de su existencia era convertirse en una simple curiosidad. Un delgado trabajo sobre las civilizaciones de Marte en la actualidad, escrito por un hombre con un buen telescopio y mejor vista que fue capaz de discernir los senderos de los canales donde no había fluido canal alguno, parloteaba constantemente sobre cómo los marcianos se habían ocultado bajo la superficie y estaban construyendo grandes motores en secreto. En aquellos instantes se encontraba entre varios libros sobre el lenguaje de los sordos que, por suerte para ellos, no podían oír nada de lo que les decía. Pero David también descubrió otros libros muy parecidos a los suyos. Eran gruesos volúmenes ilustrados de cuentos de hadas y populares, con los colores todavía vivos en el interior, y fue en aquellas obras en las que se centró durante los primeros días que pasó en su nuevo hogar, tumbado en el asiento de la ventana mirando de vez en cuando hacia los árboles, como si esperase que los lobos, brujas y ogros de las historias se materializasen de repente en el exterior, ya que las descripciones de los libros se parecían tanto al bosque que rodeaba la casa que resultaba casi imposible no creer que se refiriesen al mismo lugar. Aquella impresión se veía reforzada por el aspecto de los libros, porque algunas de sus historias estaban añadidas a mano, y los dibujos de dentro los había creado alguien con bastante talento para el arte. David no encontró ningún nombre que identificase al autor de las adiciones, y algunos de los cuentos no le resultaban familiares, aunque le recordaban a los que conocía casi de memoria. En uno de ellos, una princesa tenía que pasarse la noche bailando y el día durmiendo por culpa de un hechicero, pero, en vez de rescatarla la intervención de un príncipe o un criado inteligente, la princesa moría, aunque su fantasma regresaba para atormentar al hechicero hasta tal punto que el hombre se tiraba a un abismo abierto en la tierra y moría abrasado en sus fuegos. Un lobo amenazaba a una niña que caminaba por el bosque, y, al huir, la pequeña se encontraba con un leñador con un hacha, pero, en aquella historia, el leñador no se contentaba con matar al lobo y llevar a la niña con su familia, no: le cortaba la cabeza al lobo, se llevaba a la niña a su cabaña en lo más profundo y oscuro del bosque, y la encerraba allí hasta que era lo bastante mayor para casarse con él; se casaban en una ceremonia celebrada por un búho, aunque ella no había dejado de llorar por sus padres en todos los años que él la había tenido prisionera. Después daba a luz a los hijos del leñador, y el leñador los criaba para que cazasen lobos y buscasen a todo el que se saliera de los senderos del bosque, matando a los hombres y quitándoles sus posesiones, pero raptando a las mujeres para llevárselas a su padre. David leía los cuentos día y noche, acurrucado entre las mantas para protegerse del frío, porque la casa de Rose nunca se calentaba: el viento se abría paso a través de las rendijas de los marcos de las ventanas y las puertas que no encajaban, y movían las hojas de los libros abiertos, como si buscasen alguna información que necesitasen desesperadamente. Los grandes tallos de hiedra que cubrían la casa por delante y por detrás habían atravesado las paredes con el paso de las décadas, así que los zarcillos salían de las esquinas del techo del dormitorio de David o se pegaban a la parte inferior del alféizar. Al principio, David había intentado cortarla con las tijeras y tirar los restos, pero, al cabo de unos días, la hiedra volvía con aspecto más fuerte y largo, agarrándose con más tenacidad a la madera y el yeso. Los insectos también aprovechaban los agujeros, de modo que la frontera entre el mundo natural y el mundo de la casa empezó a volverse borrosa y difusa. Descubrió escarabajos congregados en el armario y tijeretas explorando el cajón de los calcetines. Por la noche oía a los ratones corriendo bajo los tablones del suelo: era como si la naturaleza estuviese reclamando para sí el cuarto de David. Lo peor era que, cuando dormía, cada vez soñaba más con la criatura a la que había decidido llamar el Hombre Torcido, que caminaba por bosques muy similares al que había al otro lado de la ventana. El Hombre Torcido se acercaba hasta el límite de los árboles y contemplaba una extensión de césped verde en la que había una casa como la de Rose. Hablaba con David en sueños, con una sonrisa burlona, pero sus palabras no tenían sentido. – Estamos esperando -decía-. Le damos la bienvenida, majestad. ¡Viva el nuevo rey! |
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