"El Poder De Las Tinieblas" - читать интересную книгу автора (Connolly John)2Al día siguiente de hablar con Rita Ferris por última vez me levanté temprano. En la oscuridad inmóvil y opresiva me dirigí en coche al aeropuerto para tomar el primer vuelo a Nueva York. En los boletines informativos dieron las primeras noticias de un tiroteo en Scarborough, pero aún se conocían pocos detalles. Desde el JFK tomé un taxi que me llevó por Van Wyck y Queens Boulevard, donde el tráfico era denso, hasta la esquina de la calle Cincuenta y Uno. Una pequeña multitud se había congregado ya en el cementerio de New Calvary: corrillos de policías uniformados que fumaban y hablaban en voz baja ante la verja; mujeres de luto, bien peinadas y maquilladas con delicadeza, intercambiaban solemnes gestos de asentimiento; hombres más jóvenes, algunos casi adolescentes, con el cuello de la camisa demasiado apretado, visiblemente incómodos, y con corbatas negras prestadas que tenían el nudo mal hecho, demasiado pequeño, demasiado fino. Algunos de los policías me miraron y saludaron con la cabeza, y yo les devolví el saludo. Conocía a muchos por el apellido, pero ignoraba sus nombres de pila. El coche fúnebre se acercó desde Woodside, seguido de tres limusinas negras, y entró en el cementerio. Los asistentes, en grupos de dos y de tres, comenzaron a avanzar tras los automóviles y, lentamente, nos encaminamos hacia la tumba. Vi un montículo de tierra con esteras verdes encima, y coronas y otras ofrendas florales alrededor. La concurrencia había aumentado: más policías de uniforme, otros de paisano, más mujeres, unos cuantos niños. Reconocí a varios subjefes, media docena de capitanes y tenientes, todos allí para presentar sus últimos respetos a George Grunfeld, el viejo sargento del distrito Treinta, quien finalmente había sucumbido al cáncer dos años antes de la edad de jubilación. En mi opinión, era un buen hombre, un policía honesto, chapado a la antigua, que tuvo la desgracia de trabajar en un distrito donde habían corrido durante años rumores de extorsión y corrupción. Con el tiempo, los rumores dieron paso a las denuncias: sistemáticamente se decomisaban armas y drogas, sobre todo cocaína, y volvían a venderse; se llevaban a cabo redadas ilegales en las casas; se recurría a las amenazas. El distrito, que abarcaba hasta la calle Ciento Cincuenta y Uno y Amsterdam Avenue, se sometió a investigación. Al final se condenó a treinta y tres agentes, que habían intervenido en dos mil procesos, y a muchos de ellos por perjurio. Sumado al incidente de Dowd en el distrito Setenta y Cinco -más armas y tráfico de cocaína, más sobornos-, este hecho dio mala prensa al Departamento de Policía de Nueva York. Yo suponía que aún saldrían más cosas a la luz: se decía que Midtown South estaba en el punto de mira como consecuencia de un acuerdo con las prostitutas de la zona, que proporcionaban sexo recreativo a los agentes de servicio. Quizá por eso había asistido tanta gente al funeral de Grunfeld. El representaba algo bueno y esencialmente honrado, y su fallecimiento era de lamentar. Yo estaba allí por razones muy personales. Me arrebataron a mi mujer y a mi hija en diciembre de 1996, cuando aún era inspector de homicidios en Brooklyn. La violencia y la brutalidad con que las arrancaron de este mundo, y la incapacidad de la policía para descubrir al asesino, provocaron un creciente distanciamiento entre mis compañeros y yo. Para ellos, el asesinato de Susan y Jennifer me había contaminado y puesto de manifiesto la vulnerabilidad incluso de un policía y su familia. Deseaban convencerse de que yo era la excepción, de que en cierta manera, como borracho, me lo había ganado a pulso, para así no tener que plantearse la alternativa. En cierto sentido tenían razón: me lo había ganado a pulso, y habíamos pagado por ello mi familia y yo, pero nunca perdoné a mis compañeros por obligarme a afrontar ese hecho solo. Renuncié a mi puesto en el Departamento de Policía de Nueva York apenas un mes después de las muertes. Muy pocos intentaron disuadirme de mi decisión, y uno de ellos fue George Grunfeld. Nos reunimos una soleada mañana de domingo en John's, un bar de la Segunda Avenida, cerca del edificio de las Naciones Unidas. Tomamos pomelos y magdalenas sentados en un reservado junto a la ventana con vistas a la Segunda Avenida, que en ese momento estaba tranquila, con poco tráfico y escasos peatones. Pacientemente, escuchó mis motivos para marcharme: mi aislamiento cada vez mayor, el dolor de vivir en una ciudad donde todos los rincones me recordaban lo que había perdido, y la idea de que quizá, sólo quizá, lograría encontrar al hombre que me había arrebatado todo lo que para mí tenía valor. – Charlie -dijo (nunca me llamaba Bird), una espesa mata de pelo canoso coronaba su cara redonda, y sus ojos oscuros semejaban cráteres-, son todas buenas razones, pero si te vas, te quedarás solo y la ayuda que podrán ofrecerte los demás será limitada. Permaneciendo en el cuerpo, aún tendrás una familia, así que quédate. Eres un buen policía. Lo llevas en la sangre. – Lo siento, pero no puedo. – Si te marchas, es posible que muchos lo vean como una huida. Probablemente algunos se alegrarán de perderte de vista, pero te odiarán por rendirte. – Allá ellos. En todo caso, son ésos quienes me tienen sin cuidado. Exhaló un suspiro y tomó un sorbo de café. – Nunca ha sido fácil llevarse bien contigo, Charlie. Eres demasiado listo, demasiado propenso a perder los estribos. Todos tenemos nuestros demonios, pero tú los llevas a flor de piel. Creo que pones nerviosa a la gente, y si algo no le gusta a un policía, es que lo pongan nervioso. Va contra su propia naturaleza. – Pero a ti no te pongo nervioso, ¿o sí? Grunfeld hizo girar su taza sobre la mesa con el dedo meñique. Adiviné que quería contarme algo más pero dudaba si convenía o no. Lo que dijo cuando por fin habló me causó cierta vergüenza, y multiplicó por diez mi admiración por él si aquello era posible. – Tengo cáncer -comentó con calma-. Linfosarcoma. Me han anunciado que a lo largo del próximo año me pondré francamente mal, y después de eso me quedará quizás un año de vida. – Lo siento -dije, unas palabras tan insignificantes que de inmediato se perdieron en la magnitud de la situación a la que él se enfrentaba. Grunfeld levantó la mano e hizo un parco gesto de indiferencia. – Lamento no disponer de más tiempo. Tengo nietos. Me gustaría verlos crecer. Pero ya vi crecer a mis hijos y te compadezco porque a ti te han privado de eso. Quizás haga mal en decirlo, pero ojalá tengas una segunda oportunidad. Al final, es lo mejor que uno recibe en esta vida. »En cuanto a si me pones nervioso, la respuesta es no. La muerte viene por mí, Charlie, y eso te lleva a ver las cosas desde otra perspectiva. A diario me despierto y doy gracias a Dios por seguir aquí y porque el dolor aún es llevadero. Y entro en la comisaría del Treinta, ocupo mi asiento tras la mesa de la sala de revista y observo a la gente malgastar su vida de manera miserable, y les envidio hasta el último minuto que pierden. Tú no hagas eso, Charlie, porque cuando estás furioso y atormentado y buscas a alguien a quien cargar las culpas, lo peor que puedes hacer es echártelo en cara a ti mismo. Y lo siguiente peor es echárselo en cara a otra persona. Ahí es donde la estructura, la rutina, pueden ser una ayuda. Por eso yo sigo en esa mesa, porque si no me ensañaría conmigo mismo y con mi familia. -Apuró el café y apartó la taza-. Al final harás lo que tengas que hacer, y te aconseje lo que te aconseje, eso no cambiará. ¿Todavía bebes? No me molestó la franqueza de la pregunta, porque no escondía dobles intenciones. – Intento dejarlo -contesté. – Algo es algo, supongo. -Se llevó una mano a la mejilla y luego anotó un número en la servilleta de papel-. Es el número de mi casa. Si necesitas hablar, llámame. Pagó la cuenta, me estrechó la mano y salió a la luz del sol. No volví a verlo. Junto a la tumba, una silueta alzó la cabeza y fijó su atención en -mí. Walter Cole me dirigió un discreto ademán a modo de saludo y se concentró de nuevo en el sacerdote, que leía de un devocionario encuadernado en piel. En algún lugar una mujer sollozaba calladamente y, en el cielo oscuro, un reactor oculto se abría paso entre las nubes con un rugido. Y después se oyeron sólo la voz baja y apagada del sacerdote, el susurro de la tela mientras plegaban la bandera y el eco ahogado de los primeros puñados de tierra al caer sobre el féretro. Cuando los asistentes empezaron a marcharse, me quedé de pie junto a un sauce y, con amargura, disgusto y pesar, vi a Walter Cole alejarse con los demás sin dirigirme una sola palabra. En otro tiempo mantuvimos una estrecha relación: fuimos compañeros durante una época, luego amigos, y de todos aquellos cuya amistad había perdido, era a Walter a quien más echaba de menos. Era un hombre culto, aficionado a la lectura, a las películas que no tenían por protagonistas a Steven Seagal o Jean-Claude Van Damme, y a la buena mesa. Había sido mi padrino de boda, y en ella sostuvo con tal fuerza el estuche de las alianzas que le dejó profundas marcas en la mano. Yo había jugado con sus hijos. Susan y yo habíamos disfrutado de la compañía de Walter y su esposa Lee en cenas, obras de teatro y paseos por el parque. Y me había pasado horas y horas sentado con él en coches y bares, en salas de juzgados y entre bastidores, sintiendo el pulso regular e intenso de la vida bajo nuestros pies. Me acordé de un caso en Brooklyn. Vigilábamos a un pintor y decorador sobre quien recaía la sospecha de que había matado a su mujer y la había hecho desaparecer de algún modo. Estábamos en un mal barrio, algo más al este de Atlantic Avenue, y Walter olía de tal modo a poli que podrían haberle puesto su nombre a un perfume; sin embargo, aquel individuo no parecía sospechar siquiera que estábamos allí. Quizá nadie lo advirtió. Nosotros no molestábamos a los yonquis ni a los camellos ni a las putas, y nuestra presencia saltaba tanto a la vista que no podíamos actuar en secreto, así que los vecinos del barrio decidieron dejarnos en paz y no entrometerse en nuestros planes. Cada mañana el tipo llenaba su furgoneta de botes de pintura y brochas y se iba a trabajar. Nosotros lo seguíamos. A lo lejos, lo observamos mientras pintaba primero una casa y, un par de días después, la fachada de una tienda, antes de tirar los botes vacíos y volver a casa. Tardamos unos días en entender qué hacía. Fue Walter quien agarró un destornillador y, haciendo palanca, abrió la tapa de uno de los botes abandonados en un contenedor. Lo consiguió al segundo intento, porque la pintura se había secado en el borde. Lógicamente, fue ese detalle lo que nos puso sobre aviso: el hecho de que la pintura estuviese seca, no fresca. Dentro del bote había una mano de mujer. Llevaba aún el anillo de boda en el dedo y el muñón se había adherido a la pintura del fondo de la lata, de modo que la mano parecía surgir de la base. Dos horas más tarde, provistos de una orden de registro, echamos abajo la puerta de la casa del pintor y, en un rincón del dormitorio, encontramos botes de pintura apilados casi hasta el techo, cada uno con una sección del cuerpo de la esposa. En algunos, la carne había sido encajada casi a presión. Descubrimos la cabeza en un bote de esmalte blanco de ocho litros. Esa noche, Walter llevó a cenar a Lee y, cuando regresaron a casa, la estuvo abrazando toda la noche. No hizo el amor con ella, me contó; sólo la abrazó, y ella lo comprendió. Yo ni siquiera recordaba qué hice aquella noche. Ésa era la diferencia entre nosotros, o al menos lo era entonces. Ahora yo había aprendido. Desde entonces había hecho algunas cosas. Había matado en un esfuerzo por encontrar al asesino de mi familia, el Viajante, y vengarme de él. Walter lo sabía, lo había utilizado incluso para sus propios fines, y se había dado cuenta de que yo haría pedazos a quienquiera que se interpusiese en mi camino. Pienso que, en cierto modo, fue una prueba, una prueba para ver si confirmaba sus peores temores con respecto a mí. Y así fue. Lo alcancé cerca de la verja del cementerio, con el fragor del tráfico, la versión urbana del sonido del mar, en los oídos. Walter conversaba con Emerson, un capitán destinado antiguamente en el distrito Ochenta y Tres y que en aquel momento estaba en Asuntos Internos, lo cual quizás explicase la mirada que me lanzó cuando me acerqué. El asesinato del pederasta y proxeneta Johnny Friday era ya un caso archivado, y dudaba que llegasen a descubrir al hombre que lo había matado. Lo sabía, porque ese hombre era yo. Lo había matado en un arrebato de ira ciega durante los meses posteriores al asesinato de Jennifer y Susan. Al final me traía sin cuidado qué sabía o dejaba de saber Johnny Friday. Sólo quería matarlo por lo que, gracias a él, les había ocurrido a un centenar de Susans, a un millar de Jennifers. Lamenté la manera en que había muerto, como lamenté tantas otras cosas, pero lamentarlo no iba a traerlo de nuevo a este mundo. Desde aquel día habían corrido rumores, pero nada se demostraría jamás. Aun así, Emerson había oído esos rumores. – Parker -dijo, y movió la cabeza con un gesto de asentimiento-. Pensaba que no volveríamos a verle por aquí. – Capitán Emerson -respondí-. ¿Cómo le va por Asuntos Internos? Muy ocupado, imagino. – Siempre hay tiempo para un caso más, Parker -dijo, pero no sonrió. Alzó la mano en un gesto de despedida a Walter y se encaminó hacia la verja con la espalda erguida, la columna vertebral sostenida por los ligamentos de su rectitud. Walter, con las manos en los bolsillos, se miró los pies por un momento y levantó la vista para fijarla en mí. La jubilación no parecía sentarle bien. Se le notaba pálido e inquieto, y tenía cortes y la piel irritada por el afeitado de esa mañana. Supuse que echaba de menos la policía, y ocasiones como ésa intensificaban aún más su añoranza. – Como ha dicho Emerson -comentó Walter por fin-, pensaba que no volveríamos a verte por aquí. – Quería presentarle mis respetos a Grunfeld. Era un buen hombre. ¿Cómo está Lee? – Bien. – ¿Y los chicos? – Bien. -Quedaba claro que no era fácil lidiar consecutivamente con Walter y Emerson-. ¿Por dónde andas ahora? -dijo, pero su tono daba a entender que lo preguntaba sólo por aligerar la incomodidad de la situación. – He vuelto a Maine. Es un sitio tranquilo. No he matado a nadie desde hace semanas. La mirada de Walter permaneció impasible. – Deberías quedarte allí. Si te entran ganas, puedes dispararle a una ardilla. Ahora tengo que irme. Asentí con la cabeza. – Claro. Gracias por tu tiempo. No contestó y, mientras lo observaba alejarse, sentí un dolor profundo y humillante, y pensé: tienen razón. No debería haber vuelto, ni siquiera por un día. Fui en metro a Queensboro Plaza, donde hice trasbordo a la línea N de Manhattan. Al poco de sentarme frente a un hombre que leía un panfleto religioso, el ruido y el olor del vagón desencadenaron en mí una sucesión de recuerdos, y me vino a la memoria algo que había ocurrido siete meses antes, a primeros de mayo, cuando empezaba a dejarse notar el calor del verano. Llevaban muertas casi cinco meses. Era la noche de un martes, ya tarde, muy tarde. Tras salir del Café con Leche, en la esquina de la calle Ochenta y Uno con Amsterdam Avenue, tomé el metro para volver a mi apartamento del East Village. Debí de adormilarme un rato, porque cuando desperté, mi vagón iba vacío y en el siguiente la luz parpadeaba, pasando del negro al amarillo y otra vez al negro. En ese otro vagón viajaba una mujer, con la vista fija en sus propias manos y la cara oculta tras el cabello. Vestía pantalón oscuro y blusa roja. Tenía los brazos extendidos y las palmas de las manos en alto, como si leyese el periódico, salvo que sus manos no sostenían nada. Iba descalza y, bajo sus pies, había sangre en el suelo. Me levanté y recorrí el vagón hasta llegar a la puerta que comunicaba con el otro coche. No sabía dónde estábamos ni cuál era la parada siguiente. Abrí la puerta y, al salvar la distancia y entrar en la oscuridad del otro vagón, sentí la bocanada de calor del túnel, el sabor a inmundicia y contaminación en la boca. Las luces se encendieron otra vez, pero la mujer había desaparecido, y no había sangre en el suelo donde la había visto sólo un momento antes. En el vagón viajaban otros tres pasajeros: una anciana negra, aferrada a cuatro enormes bolsas de plástico; un hombre blanco con gafas, esbelto y bien vestido, con un maletín sobre las rodillas; y un borracho de barba desigual, tendido en cuatro asientos, roncando. Me disponía a volverme hacia el ejecutivo cuando, frente a mí, vi una silueta en negro y rojo iluminada por unos segundos. Era la misma mujer, sentada en la misma posición que antes: los brazos extendidos, las palmas de las manos en alto. Incluso ocupaba más o menos el mismo asiento, sólo que un vagón más allá. Y caí en la cuenta de que la luz vacilante también parecía haberse desplazado junto con ella, de modo que, una vez más, era una figura capturada a instantes por aquella iluminación defectuosa. A mi lado, la anciana alzó la vista y sonrió; el ejecutivo del maletín me miró imperturbable, y el borracho cambió de posición y se despertó, y cuando me observó, vi una mirada de complicidad en sus ojos brillantes. Avancé por el vagón hacia la puerta, cada vez más cerca. Algo en aquella mujer me resultaba familiar, algo en su porte, algo en su peinado. No se movió, no levantó la vista, y yo sentí que se me hacía un nudo en el estómago. Alrededor de ella, las luces parpadearon y se apagaron. Entré en el vagón, el último antes del coche del conductor, y olí la sangre del suelo. Di un paso, luego otro, y otro más, hasta que resbalé sobre algo húmedo y de pronto supe quién era la mujer. – ¿Susan? -susurré, pero en la oscuridad reinaba el silencio, un silencio roto sólo por el impetuoso viento del metro y el traqueteo de las ruedas en la vía. Bajo los destellos de las luces del túnel, vi su silueta recortada contra la puerta del fondo, la cabeza gacha, los brazos levantados. La luz vaciló por un segundo, y me di cuenta de que no llevaba una blusa roja. No llevaba nada. Era sólo sangre: sangre espesa y oscura. La luz resplandeció tenuemente a través de la piel que había sido arrancada de sus pechos y dispuesta como un manto sobre sus brazos extendidos. Alzó la cabeza y vi una mancha roja y desdibujada donde había estado la cara, y las cuencas de los ojos vacías y mutiladas. Y en ese instante, cuando el tren se acercaba a la estación, chirriaron los frenos y el vagón se balanceó. El mundo entero quedó a oscuras y no hubo más que un vacío hasta que entramos en Houston Street, y una iluminación antinatural inundó el coche. El olor de la sangre y el perfume continuaban flotando en el aire, pero ella ya no estaba. Ésa fue la primera vez. La camarera nos trajo las cartas de postres. Le sonreí. Me devolvió la sonrisa. Lo inusitado es prodigioso. – Tiene el culo gordo -comentó Ángel mientras observaba cómo se alejaba. Él vestía su indumentaria característica: vaqueros descoloridos, camisa de cuadros arrugada sobre una camiseta negra y unas zapatillas de deporte que eran ahora una mugrienta burla del blanco original. Una cazadora negra de cuero colgaba del respaldo de su silla. – No le miraba el culo -repuse-. Tiene una cara bonita. – Entonces ella es la cara aceptable de las mujeres de culo gordo. – Sí -terció Louis-. Parece la portavoz de las culonas, la que sacan cuando quieren quedar bien en televisión. La gente la mira y dice: «Bien pensado, quizá las culonas no están tan mal». Como siempre, daba la impresión de que Louis había sido concebido como el intencionado contrapunto a su amante. Lucía un traje negro de Armani y una camisa de etiqueta blanca como la nieve con el cuello desabrochado, el blanco virginal de la camisa en marcado contraste con sus oscuras facciones y su afeitada cabeza de ébano. Estábamos sentados en J.G. Melon's, un restaurante en la esquina de la Tercera Avenida con la calle Setenta y Cuatro. No los veía desde hacía dos meses, pero aquellos dos hombres, el diminuto ex ladrón blanco y su enigmático y persuasivo novio, eran en la actualidad lo más parecido a unos amigos que me quedaba. No se movieron de mi lado cuando Jennifer y Susan murieron y se quedaron conmigo durante aquellos últimos y terribles días en Louisiana cuando nos acercábamos al enfrentamiento final con el Viajante. Vivían al margen de la sociedad -quizás era ése uno de los motivos de nuestra estrecha relación-, y Louis en particular era un hombre peligroso, un asesino a sueldo que en la actualidad disfrutaba de una especie de semijubilación turbia e indefinida, pero estaban del lado de los ángeles, aun cuando los ángeles no tuviesen muy claro si considerarlo un hecho positivo o no en su evolución. Ángel soltó una estridente carcajada. – Portavoz de las culonas -repitió para sí, y examinó la carta. Le lancé una patata frita que me había dejado en el plato. – ¡Eh, esbelto! -exclamé-. Me parece que bien podrías prescindir de un par de helados de vez en cuando. Si intentases entrar a robar ahora en alguna parte, te quedarías atascado en la puerta. Sólo podrías colarte en casas con ventanas grandes. – Es verdad, Ángel -coincidió Louis, impertérrito-. Quizá deberías especializarte en catedrales, o en el Metropolitan. – Aún puedo permitirme unos cuantos kilos más -contestó Ángel fulminándolo con la mirada. – Tío, si engordas más todavía, parecerás tú y tu gemelo juntos. – Muy gracioso, Louis -dijo Ángel con un gesto de indiferencia-. En todo caso, ésa necesita dos pases de metro para ella sola; no sé si me explico. – ¿Y a ti qué más te da? -pregunté-. No tienes ningún derecho a hacer comentarios sobre el sexo opuesto. Eres gay. No tienes un sexo opuesto. – Eso es un prejuicio, Bird. – Ángel, cuando alguien comenta que eres gay, no es un prejuicio; es sólo una afirmación. Prejuicio es cuando uno la emprende con los miembros más voluminosos de la sociedad. – Eh -dijo-, eso no cambia el hecho de que, si buscas compañía, quizá podamos ayudarte. Lo miré fijamente con una ceja enarcada. – Me parece improbable. Si llego a estar tan desesperado, me pegaré un tiro. Sonrió. – En fin, das esa impresión. He oído que la página web esa de las «Mujeres entre rejas», la Womenbehindbars.com, bien vale una visita. – ¿Cómo? -interrogué. Su sonrisa se ensanchó de tal modo que uno podría haberle encajado una tostada en la boca. – Ahí hay muchas mujeres buscando a un hombre como tú. -Formó una pistola con la mano derecha, me apuntó con el dedo índice y me disparó con un movimiento del pulgar. Parecía un número de cabaré de un tugurio gay. – ¿Qué es exactamente Womenbehindbars.com? -pregunté. Sabía que me estaban mortificando, pero también percibí otra intención tanto en Ángel como en Louis. «Allá en el norte estás solo, Bird», parecía que quisieran decirme. «No cuentas con muchas personas a quienes recurrir, y nosotros no podemos cuidar de ti desde Nueva York. A veces, incluso antes quizá de creer que estás preparado para ello, debes tender la mano y encontrar algo en lo que puedas confiar de verdad. Debes buscar un punto de apoyo, o de lo contrario caerás y seguirás cayendo hasta que todo quede a oscuras.» Ángel se encogió de hombros. – Ya sabes, uno de esos servicios de citas por Internet. En algunos sitios hay más mujeres solitarias que en otros: San Francisco, Nueva York, las prisiones estatales… – ¿Estás diciéndome que existe un servicio de citas para mujeres en la cárcel? Levantó las manos con las palmas abiertas. – Claro que sí. Las talegueras también tienen sus necesidades. Basta con que te registres, y luego echas una ojeada a las fotos y eliges mujer. – Están en la cárcel, Ángel -le recordé-. No puedo invitarlas a cenar y al cine sin cometer un delito. Además, podría ser que yo las hubiese mandado a chirona. No voy a salir con alguien a quien puse entre rejas. Quedaría raro. – Pues sal con mujeres de otros estados -propuso Ángel-. Declara zona restringida desde Yonkers hasta el lago Champlain, y el resto del país es tu territorio. Brindó por mí con su vaso. A continuación, él y Louis cruzaron una mirada, y envidié esa clase de intimidad. – Y a todo esto, ¿por qué están encerradas esas mujeres? -pregunté, resignado ya a interpretar el personaje serio en esa escena cómica. – En la página no se dice -respondió Ángel-. Sólo da la edad, lo que buscan en un hombre y una foto. Una foto sin números debajo -añadió-. Ah, y te dice si están dispuestas a trasladarse o no, aunque la respuesta es bastante obvia. Piensa que están en la cárcel. Probablemente el traslado ocupa una de las primeras posiciones en su lista de prioridades. – ¿Y qué más te da por qué están encerradas? -preguntó Louis. Advertí que se le saltaban las lágrimas. Me complació proporcionarle tanta diversión-. Las señoras cometen su delito, cumplen condena, y su deuda con la sociedad queda saldada. Siempre y cuando no le hayan cortado la polla a alguien y la hayan atado a un globo hinchado con helio, estás a salvo. – Exacto -convino Ángel-. Basta con que fijes unas normas básicas y luego tantees el terreno. Pongamos que ha sido ladrona. ¿Saldrías con una ladrona? – Me robaría. – ¿Con una puta? – No me fiaría de ella. – Eso que dices me parece una atrocidad. – Lo siento -contesté-. Quizá podríais iniciar una campaña. Ángel movió la cabeza en un gesto de fingido pesar y de pronto se le iluminó el semblante. – ¿Y un caso de agresión? -sugirió-. Con una botella rota o, tal vez, un cuchillo de cocina. Nada demasiado grave. – ¿Un cuchillo de cocina no te parece lo bastante grave? Ángel, ¿en qué planeta vives? ¿En el mundo de los cubiertos de plástico? – Una asesina, pues. – Depende de a quién haya matado. – A su viejo. – ¿Por qué? – ¿Y yo qué coño sé? ¿Te crees que le puse micrófonos? ¿Sales con ella o no? – No. – Joder, Bird, si te andas con tanto remilgo, nunca conocerás a nadie. La camarera regresó. – ¿Tomarán postre, los señores? Los tres dijimos que no, y Ángel añadió: – No, con mi dulzura natural me sobra. – Y también le sobra algún que otro kilo -apostilló la camarera y volvió a sonreírme. Ángel se sonrojó y Louis contrajo los labios en un amago de sonrisa. – Tres cafés -dije, y le devolví la sonrisa-. Acabas de ganarte una propina considerable. Después de comer fuimos a pasear al Central Park y nos paramos junto a la estatua de Alicia sobre la seta que se encuentra al lado del estanque para barcos teledirigidos. Aunque no había niños haciendo navegar sus juguetes por el agua, vimos a dos o tres parejas abrazadas en la orilla, Louis las observaba impasible. Ángel se encaramó a la seta y se quedó allí sentado con las piernas colgando junto a mí y Alicia mirando por encima de él. – ¿Qué edad tienes? -pregunté. – Soy lo bastante joven para saber apreciar todo esto -contestó-. ¿Y a ti cómo te van las cosas? – Sobrevivo. Tengo días buenos y días malos. – ¿Cómo los distingues? – Los días buenos no llueve. Una sonrisa comprensiva se dibujó en sus labios. – El Día de Acción de Gracias debió de ser un mal trago. – Di gracias por que no llovió. – ¿Te va quedando bien la casa? -quiso saber. Estaba rehabilitando la vieja casa de mi abuelo en Scarborough. Ya me había mudado allí, pero aún eran necesarias algunas reformas. – Está casi terminada. Hay que arreglar el tejado, y eso es todo. Guardó silencio por un rato. – En el restaurante sólo pretendíamos pincharte un poco -dijo por fin -. Imaginamos que no pasas por un buen momento. Pronto se cumplirá un año, ¿no? – Sí, el doce de diciembre. – ¿Lo llevas bien? – Visitaré la tumba, les ofreceré una misa. No sé si me resultará muy difícil. En realidad temía que llegase ese día. Por alguna razón, me parecía importante que la casa estuviese acabada para entonces, que yo me hubiese instalado ya allí de manera definitiva. Deseaba la estabilidad que suponía, los lazos con un pasado que recordaba feliz. Deseaba un sitio que pudiese llamar hogar, y en el que me fuera posible rehacer mi vida. – Tennos informados de los detalles. Iremos. – Os lo agradecería. Ángel asintió. – Hasta entonces, te conviene cuidarte más, no sé si me entiendes. Si pasas demasiado tiempo solo, al final enloquecerás. ¿Has tenido noticias de Rachel? – No. Rachel Wolfe y yo habíamos sido amantes por un tiempo. Vino a Louisiana para colaborar en la búsqueda del Viajante y se trajo consigo sus conocimientos en psicología y un amor por mí que no comprendí y al que entonces fui incapaz de corresponder plenamente. Ese verano ella había sufrido física y emocionalmente. No habíamos hablado desde el hospital, pero yo sabía que estaba en Boston. Incluso la había visto cruzar el campus universitario un día, su cabello rojo resplandeciente bajo el sol de última hora de la mañana, pero no reuní valor para importunarla en su soledad, o su dolor. Ángel se desperezó y cambió de tema. – ¿Has visto a alguien interesante en el funeral? – Emerson. – ¿El gilipollas de Asuntos Internos? Debes de haberte llevado una gran alegría. – Ver a Emerson siempre ha sido un placer. Un poco más y me toma medidas para unas esposas y un traje de rayas. También estaba allí Walter Cole. – ¿Tenía algo que decirte? – Nada bueno. – Es un moralista, y ésos son los peores. Y hablando de Emerson, El 247 de Mulberry fue la sede del Ravenite Social Club, cuartel general de John Gotti padre hasta que el testimonio de Sammy el Toro garantizó el traslado del negocio de Gotti a una celda. Su hijo John Junior se había puesto al frente de la familia criminal de los Gambino, y se había ganado con ello la detención y la fama de ser el padrino más inepto en la historia de la mafia. – John Junior, tío -dijo Ángel, moviendo la cabeza con gesto de incredulidad-. He ahí la prueba de que los genes del padre no pasan intactos al primogénito de manera automática. – Supongo que no -contesté. Eché un vistazo al reloj-. Tengo que irme. He de tomar el avión. Louis se dio media vuelta y se acercó a nosotros, los músculos de su esbelto cuerpo de metro noventa y cinco eran perceptibles incluso bajo el traje y el abrigo. – Ángel -dijo-, si te encontrase encima de un champiñón, quemaría toda la cosecha. Por tu culpa, Alicia tiene mala cara. – Ya. Eso es que te ha visto venir y ha pensado que vas a atracarla. No eres precisamente el Conejo Blanco. Observé a Ángel mientras bajaba de la seta deslizándose y frenando con las manos. A continuación las levantó para enseñar las palmas, ligeramente cubiertas de mugre, y se aproximó a la figura inmaculada de Louis. – Ángel, te lo advierto, si me tocas, tendrás qué despedirte de Bird con un muñón. Me aparté de ellos y contemplé el parque y la quietud del estanque. Experimenté un creciente desasosiego cuya causa era incapaz de precisar, una sensación de que, mientras yo me encontraba en Nueva York, estaban ocurriendo en otro lugar sucesos que me afectaban de algún modo. Y en la superficie del estanque se agruparon oscuros nubarrones, cambiando de forma una y otra vez, y las aves volaron a través de sus aguas poco profundas como si fueran a ahogarse. En las sombras de ese mundo de reflejos, los árboles desnudos sondeaban las profundidades con sus ramas, como dedos que escarbasen cada vez más hondo en un pasado ya casi olvidado. |
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