"El Poder De Las Tinieblas" - читать интересную книгу автора (Connolly John)

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Para mí, la primera señal de que se avecina el invierno es siempre el cambio en la coloración de los abedules papeleros. Sus troncos, normalmente blancos o grises, pasan a ser de un tono verde amarillento en otoño, que se mezcla con el tumulto de rojo ladrillo, dorado intenso y ámbar mortecino a medida que van transformándose los árboles. Contemplo los abedules y sé que el invierno está de camino.

En noviembre llegan las primeras escarchas importantes y las carreteras son peligrosas; las hojas de hierba se vuelven quebradizas como el cristal, de modo que, cuando uno camina, los fantasmas de sus pasos lo siguen como filas de almas en pena. En las esqueléticas ramas se acurrucan los gorriones molineros; los ampelis se columpian de rama en rama, y de noche las lechuzas gavilanas buscan presas en la oscuridad. En el puerto de Portland, que nunca se hiela por completo, hay ánades reales, patos arlequines y eíderes.

Incluso en los momentos más fríos, el puerto, los campos y los bosques están llenos de vida. Las urracas azules vuelan y los chochines emiten su reclamo; los pinzones se alimentan de semillas de abedul. Seres diminutos e invisibles reptan, cazan, viven, mueren. Las crisopas hibernan bajo la corteza muerta de los árboles. Las larvas de frigánea llevan a cuestas sus casas construidas con restos de plantas, y los áfidos permanecen encogidos en los alisos. Las ramas del bosque duermen congeladas bajo capas de hongos, en tanto que los escarabajos y los nadadores de espalda, los tritones y las salamandras maculadas, con sus colas gruesas por la grasa acumulada, se agitan en las heladas aguas. Hay hormigas carpinteras, pulgas de las nieves, arañas y mariposas manto de duelo que revolotean sobre la nieve como papel quemado. Ratones de patas blancas y ratones de campo y musarañas pigmeas corretean por la nieve fundida, atentas a la aparición de zorros y comadrejas y de las crueles martas pescadoras, que cazan puercoespines con los que comparten el hábitat. La liebre nival adquiere un pelaje blanco en respuesta a las escasas horas de luz solar, más apto para esconderse de los depredadores.

Porque los depredadores nunca desaparecen.


Cuando llega el invierno, a las cuatro ya ha oscurecido y la vida se comprime para adaptarse a las restricciones impuestas por la naturaleza. La gente vuelve a formas de vida que, en algunos aspectos, les habrían resultado familiares a sus antepasados, a los primeros colonos que remontaron los grandes valles fluviales tierra adentro en busca de bosques madereros y tierras cultivables. Salen menos y se quedan en sus casas al calor del hogar. Terminan sus tareas diarias antes de que oscurezca. Piensan en la siembra, en el bienestar de los animales, de los niños, de los ancianos. Cuando abandonan sus casas, se abrigan bien y agachan la cabeza para que no les entre en los ojos la arena que levanta el viento del camino.

En las noches más frías las ramas de los árboles crujen en la oscuridad, el cielo se ilumina al paso de los ángeles de la aurora boreal y los terneros mueren.

Habrá falsos deshielos en enero, otros en febrero y marzo, pero los árboles continuarán deshojados. La tierra se convierte en barro con el calor que suele hacer tras el amanecer y vuelve a helarse de noche; de día, los caminos son intransitables, y al oscurecer, peligrosos.

Y la gente sigue reuniéndose en lugares calientes y espera a que el hielo se resquebraje en abril.


En Old Orchard Beach, al sur de Portland, los parques de atracciones están vacíos y en silencio. La mayoría de los moteles permanece cerrada y las rejillas del aire acondicionado están cubiertas con bolsas de plástico negro. Las olas rompen grises y frías, y las ruedas de los coches producen un golpeteo grave y sordo al cruzar las viejas vías del ferrocarril en la calle mayor. Así ha sido hasta donde me alcanza la memoria, desde que era niño.

Cuando los árboles empezaban a transformarse, y antes de que los abedules papeleros pasaran del blanco hueso a los colores de un hermoso declive, el timador Saul Mann liaba los bártulos y se preparaba para abandonar Old Orchard con rumbo a Florida.

«El invierno es para los paletos», decía mientras guardaba la ropa -sus corbatas de charlatán de feria, sus vistosas chaquetas de JCPenney, sus zapatos de dos tonalidades- en su maleta de color tostado. Saul era un hombre menudo y atildado, con el pelo negro como el azabache desde que lo conocía y algo de barriga, que apenas tensaba un poco los botones del chaleco. Las facciones de su cara eran de una vulgaridad inexorable, curiosamente difíciles de recordar, como si las hubiese encargado a propósito. Su actitud era cordial y nada amenazadora, y no le dominaba la codicia, así que rara vez, o nunca, sobrepasaba sus propios límites. Timaba a la gente en torno a los diez o veinte dólares, en ocasiones cincuenta, y muy de vez en cuando, si pensaba que la víctima podía sobrellevar la pérdida, un par de cientos. Por lo general trabajaba solo, pero si el timo lo exigía, contrataba a un cebo para atraer a los pardillos. A veces, si las cosas no andaban bien, encontraba trabajo con la gente de las ferias ambulantes y los fulleros en partidas amañadas.

Saul nunca se había casado. «A cualquier hombre casado le tima su mujer», decía Saul. «Nunca te cases a menos que ella sea más rica que tú, más tonta que tú y más guapa que tú. O eso, o eres un primo.»

Se equivocaba, claro está. Yo me casé con una mujer que paseaba conmigo por el parque, que hacía el amor conmigo y que me dio una hija, y a quien no llegué a conocer realmente hasta que se fue de este mundo. Saul Mann nunca disfrutó de una alegría así: tan preocupado estaba por no convertirse en pardillo que la vida le estafó sin que se diese cuenta siquiera.

Mientras hacía la maleta tenía a su lado, en una segunda bolsa negra de charol más pequeña, las herramientas de su oficio, las armas del pequeño timador. Estaba la cartera repleta de billetes de veinte dólares que, tras un examen más atento, revelaban ser un billete de veinte dólares más la mitad del Maine Sunday Telegram cuidadosamente cortado en trozos del tamaño de un billete de veinte dólares. El timador «encuentra» la cartera, pide consejo al primo sobre qué hacer con ella, accede a dejarla bajo su custodia hasta que la obligación legal de entregarla expire con el paso del tiempo, lo anima a ofrecer un depósito de cien dólares como gesto de buena voluntad, sólo para asegurarse de que no va a estafarle su parte del efectivo y, helo ahí, el timador ha sacado ochenta pavos con el trato, menos el coste de una cartera nueva y otro ejemplar del Maine Sunday Telegram para el siguiente camelo.

Había anillos de diamantes falsos, todo de cristal, estrás y metal tan barato que uno tardaba una semana en quitarse la mancha verde de los dedos, y chapas de botella para el juego de los triles. Había naipes con más marcas que la playa de Omaha el Día D y también material para otros timos más elaborados: documentos repletos de sellos de aspecto oficial que prometían al portador el sol, la luna y las estrellas; boletos de lotería que garantizaban al ganador exactamente el cero por ciento de nada; talonarios de diez o veinte cuentas distintas, cada una con fondos apenas suficientes para mantenerlas en funcionamiento, pero que a la vez le permitían extender cheques sin problemas un viernes por la noche, con dos días de respetabilidad fiscal antes de ser devueltos.

En los meses de verano, Saul Mann recorría los pueblos turísticos de la costa de Maine en busca de víctimas. Llegaba a Old Orchard Beach religiosamente el 3 de julio, alquilaba la habitación más barata que encontraba y trabajaba en la playa durante una semana, dos a lo sumo, hasta que su cara empezaba a ser conocida. Entonces iniciaba el recorrido hacia Bar Harbor, al norte, y repetía la misma maniobra, siempre en marcha, sin quedarse nunca demasiado tiempo en un sitio, eligiendo a sus víctimas con cuidado. Y cuando había amasado dinero suficiente y la gente empezaba a marcharse después del Día del Trabajo, cuando los árboles empezaban a cambiar lentamente, Saul Mann liaba los bártulos y se trasladaba a Florida para timar allí a los turistas de invierno.

Mi abuelo no sentía gran simpatía por él o, como mínimo, no confiaba en él, y para mi abuelo confianza y simpatía eran la misma cosa. «Si te pide que le prestes un dólar, no lo hagas», me advirtió una y otra vez. «Recuperarás diez centavos si es que recuperas algo.»

Pero Saul nunca me pidió nada. Lo conocí un verano que yo trabajaba en las salas de juegos de Old Orchard, donde me dedicaba a aceptar el dinero de niños pequeños a cambio de peluches cuyos ojos se mantenían en su sitio mediante prendedores de un centímetro y medio de largo y cuyos miembros permanecían unidos al tronco por la voluntad de Dios. Saul Mann me habló de las ferias ambulantes, de los engaños en equipo: la canasta de baloncesto con la pelota demasiado hinchada y el aro demasiado pequeño, los dardos para globos con los globos medio desinflados; la galería de tiro con las miras torcidas. Observé cómo trabajaba con la gente, y eso me sirvió como aprendizaje. Elegía a los ancianos, los codiciosos, los desesperados, a aquellos tan inseguros que confiaban más en el juicio de otro hombre que en el suyo propio. A veces optaba por los tontos, pero sabía que los tontos podían resultar mezquinos, o que quizá no tenían dinero suficiente para que el timo mereciese la pena, o que a veces eran tan poco astutos que se volvían desconfiados.

Mejores aún eran los que se creían listos, los que tenían buenos empleos en localidades de tamaño medio y que pensaban que jamás caerían en las trampas de un timador. Éstos constituían su objetivo prioritario, y Saul se regodeaba con ellos cuando aparecían. Murió en 1994 en una residencia para ancianos de Florida entre las personas que antes había escogido como víctimas, y probablemente los engañó jugando a la canasta hasta que exhaló el último aliento, hasta que Dios tendió su mano y le mostró que, al final, todos somos unos primos.

Esto fue lo que me aconsejó Saul Mann: «Nunca des tregua a los pardillos: escaparán si lo haces. Nunca sientas piedad: la piedad es la madre de la caridad, y la caridad consiste en entregar dinero, y un timador nunca entrega dinero. Y nunca los obligues a hacer nada, porque los mejores timos son aquellos en los que ellos vienen a ti. Pon el señuelo, espera y siempre acudirán a ti».


Aquel diciembre la nieve llegó pronto a Greenville, Beaver Cove, Dark Hollow y los otros pueblos que lindaban con los Grandes Bosques del Norte. Cayeron los primeros copos y la gente miró al cielo para, de inmediato, apretar el paso, con un nuevo brío en el andar, espoleados por el frío que ya se presentía. Se encendió fuego en las chimeneas, se abrigó a los niños con llamativas bufandas rojas y guantes con los colores del arco iris, y se les advirtió que no podían quedarse en la calle hasta tarde, que debían darse prisa para volver a casa antes de que oscureciera, y en los patios de las escuelas empezaron a contarse historias sobre niños pequeños que se apartaban del camino y los encontraban fríos y muertos cuando llegaba el deshielo.

Y en los bosques, entre los arces, los abedules y los robles, entre las piceas y las tsugas y los pinos blancos, se movía algo. Caminaba despacio y con determinación. Conocía aquellos bosques, los conocía desde hacía mucho tiempo. Pisaba con aplomo; sabía dónde había un árbol caído. Para él, cada muro de piedra antiguo, cubierto por los bosques renovados y perdido entre la maleza, era un lugar donde descansar, donde cobrar aliento antes de seguir adelante.

En la negrura del invierno comenzó a moverse con un nuevo objetivo. Algo que se había perdido ahora había reaparecido. Algo desconocido se había puesto de manifiesto, como si la mano de Dios hubiese descorrido un velo. Pasó junto a los restos abandonados de una vieja granja con el techo desplomado desde hacía tiempo, las paredes no más que un refugio para ratones. Llegó a lo alto del monte y recorrió la cima, con la luna resplandeciente en el cielo, el murmullo de los árboles en la oscuridad.

Y devoró las estrellas a su paso.