"El Poder De Las Tinieblas" - читать интересную книгу автора (Connolly John)

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Hacía casi tres meses que había vuelto a Scarborough, a la casa donde había pasado la adolescencia tras la muerte de mi padre y que mi abuelo me había dejado en su testamento. En el East Village, donde viví durante una temporada después de la muerte de mi esposa y de mi hija, la anciana propietaria del apartamento de renta controlada me acompañó hasta la salida con una sonrisa en el rostro mientras calculaba el aumento que aplicaría -al siguiente inquilino. Era una italoamericana de setenta y dos años que había perdido a su marido en Corea, y por lo regular se mostraba tan cordial como una rata hambrienta. Ángel comentó una vez que probablemente su marido se había entregado al enemigo para que no lo enviaran de regreso a casa.

En la casa de Scarborough nació mi madre, y allí vivían aún mis abuelos cuando mi padre murió. Después de trescientos años anclado en el pasado, Scarborough había iniciado ya un proceso de cambio cuando yo llegué a finales de los años setenta. Debido a la prosperidad económica empezaba a convertirse en población satélite de Portland, y si bien algunos de los antiguos residentes conservaban sus tierras, unas tierras que habían sido propiedad de sus familias durante generaciones, los promotores inmobiliarios pagaban precios altos y cada vez había más gente que vendía. Pero Scarborough era aún la clase de comunidad donde uno conocía a su cartero y a la familia de éste, y él, a su vez, conocía a la tuya.

Desde la casa de mi abuelo en Spring Street podía ir en bicicleta hasta Portland en dirección norte, o hasta Higgins Beach, Ferry Beach, Western Beach o la propia Scarborough Beach hacia el sur, o incluso podía llegar hasta el extremo de Prouts Neck para contemplar las islas de Bluff y Stratton y el océano Atlántico.

Prouts Neck es una pequeña punta de tierra que se adentra en Saco Bay a unos dieciocho kilómetros al sur de Portland. Allí se estableció el artista Winslow Homer a finales del siglo XIX. Su familia adquirió casi todas las tierras del cabo y Winslow investigó a sus eventuales vecinos con sumo cuidado, ya que, por lo general, le gustaba estar a sus anchas. La gente del cabo sigue siendo así. Desde 1926 hay un elegante club náutico y un club de playa privado restringido a quienes residen o alquilan casas de veraneo en la zona y pertenecen a la Asociación de Prouts Neck. Scarborough Beach sigue siendo pública y gratuita, y hay acceso público a Ferry Beach, cerca del Black Point Inn en Prouts Neck. Como fue al lado de Ferry Beach donde Chester Nash, Paulie Block y otros seis hombres perdieron la vida, los veraneantes del cabo iban a tener mucho de que hablar cuando regresasen en vacaciones.

En la vieja casa, el pasado flotaba en el aire como motas de polvo en espera de ser iluminadas por los intensos rayos de la memoria. Era allí donde, rodeado de los recuerdos de una juventud más feliz, confiaba en enterrar a los viejos fantasmas: los fantasmas de mi mujer y de mi hija, que me habían acosado durante mucho tiempo pero que quizás ahora habían alcanzado una especie de paz, una paz que no se reflejaba aún en mi propia alma; el fantasma de mi padre; el de mi madre, que me había alejado de la ciudad en un esfuerzo por encontrar la serenidad para ambos; el de Rachel, a quien parecía haber perdido, y el de mi abuelo, que me había aleccionado sobre el deber y la humanidad y sobre la importancia de crearse enemigos de quienes uno pudiera sentirse orgulloso.

En cuanto la mayor parte de la casa estuvo habitable, dejé el hotel de la esquina de St. John y Congress Street en Portland y me instalé allí. De noche el viento agitaba ruidosamente las láminas de plástico del tejado, que chacoloteaban como alas oscuras y correosas. La última obra pendiente era el empizarrado, y por eso me encontraba sentado en el porche con una taza de café y el New York Times a las nueve de la mañana siguiente, esperando a Roger Simms. Roger era un cincuentón de espalda erguida, músculos finos y alargados y un rostro de color palisandro. Era capaz de hacer casi cualquier cosa que requiriese el uso de un martillo, una sierra y la destreza innata de un artesano para poner orden en el caos de la naturaleza y el abandono.

Llegó puntualmente al volante de su viejo Nissan, cuyos gases de escape de color azul ensuciaban el aire como la nicotina los pulmones. Salió del coche vestido con unos vaqueros anticuados llenos de manchas de pintura, una camisa tejana y un jersey azul que era poco más que un puñado de agujeros unidos por hebras. Unos guantes marrones de cuero asomaban de uno de los bolsillos posteriores de los vaqueros y llevaba una gorra negra de punto calada hasta las orejas. Por debajo, pendían mechones de cabello oscuro como las patas de un cangrejo ermitaño. Entre los labios le colgaba un cigarrillo con una columna de ceniza en la punta que desafiaba la ley de la gravedad.

Le alcancé una taza de café y él se la bebió deprisa mientras examinaba el tejado con ojo crítico, como si lo viera por primera vez. Ya había estado allí unas tres veces para comprobar el estado de las vigas y los soportes del tejado y para medir los ángulos, así que me pareció poco probable que fuera a topar con alguna sorpresa. Me dio las gracias por el café y me devolvió la taza. «Gracias» fue la primera palabra que me dirigió desde su llegada. Roger era un trabajador excelente, pero la cantidad de aire que malgastaba en charla innecesaria no habría salvado la vida de un mosquito.

Yo tenía la impresión de que, techando la casa vieja, reafirmaba por fin mi lugar en ella. Despojada de sus tejas de pizarra viejas y rotas, sin nada más que los plásticos para protegerla de los elementos, había quedado reducida a un cascarón sin vida, y los recuerdos de vidas pasadas contenidos entre sus paredes se hallaban ahora en estado latente, como para ampararlos de los estragos del mundo natural. Con el tejado restaurado, la casa volvería a estar caliente y cerrada, y yo podría fundirme con su pasado garantizando su futuro y mi presencia en ella.

A modo de preparativo, ya habíamos puesto listones para sujetar las tejas, utilizando piezas de cinco por diez cortadas a lo largo por la mitad e impregnadas de protector para la madera. Ahora, con el aire frío y cortante, y sin la amenaza de lluvia en el cielo, iniciamos la colocación de las tejas. Había algo en el proceso, sus ritmos y rutinas, que lo convertían casi en un ejercicio de meditación. Avanzando metódicamente por la superficie del tejado, alargaba el brazo para alcanzar una teja, la ponía sobre la anterior, ajustaba el lado expuesto mediante una muesca en el mango del martillo, daba la vuelta al martillo, clavaba la teja, tomaba otra y comenzaba de nuevo el proceso. Encontré cierta paz en ello y la mañana se me pasó deprisa. Decidí no compartir con Roger mis especulaciones. Por alguna razón, quienes realizan trabajos como tejar casas para ganarse la vida tienden a molestarse ante las reflexiones de los aficionados sobre la naturaleza de la tarea. Roger probablemente me habría lanzado el martillo.

Durante las cuatro horas que estuvimos trabajando, tanto Roger como yo descansábamos cuando nos apetecía; después bajé con cuidado y le comenté que me acercaría al restaurante tailandés Seng de Congress Street para comprar comida. Dejó escapar un gruñido que interpreté como un asentimiento, así que me encaminé hacia el Mustang y salí en dirección a South Portland. Como de costumbre, Maine Mall Road estaba muy concurrida, con gente que curioseaba en Filene's o iba a los cines, comía en el Old Country Buffet o evaluaba los moteles de la avenida. Dejé atrás el aeropuerto, seguí por Johnson y finalmente llegué a Congress. Aparqué detrás del hotel de St. John entre un Pinto y un Fiat; luego recorrí a pie la manzana, compré la comida y la coloqué en el asiento trasero del coche.

Edgard aún tenía una caja con cosas mías detrás del mostrador de recepción del hotel y se me ocurrió ir a recogerla aprovechando que estaba en la zona. Abrí la puerta y entré en el recargado vestíbulo de estilo antiguo, con su vieja radio y sus ordenadas pilas de folletos turísticos. Edgard no estaba, pero otro hombre que no reconocí me sacó la caja, me sonrió y continuó contando recibos. Lo dejé enfrascado en su tarea.

Cuando volví al aparcamiento, vi que alguien me había cerrado el paso. Un enorme Cadillac Coupe de Ville negro, de unos cuarenta años y prácticamente una antigüedad, había estacionado detrás del Mustang y no me dejaba espacio para salir. Tenía neumáticos blancos, la tapicería de color tostado restaurada, y los característicos parachoques achatados de la parte delantera intactos y resplandecientes. En el asiento trasero había un mapa de Maine y tenía matrícula de Massachussets, pero, aparte de eso, nada en el coche identificaba a su dueño. Podría haber salido directamente de un museo.

Guardé la caja en el maletero del Mustang y volví a entrar en el hotel, pero el hombre del mostrador me dijo que nunca antes había visto el Cadillac. Se ofreció a avisar a la grúa, pero decidí intentar localizar primero al dueño. Pregunté en el Pizza Villa, en la acera de enfrente, pero tampoco sabían nada. Probé incluso en el Dunkin' Donuts y el Sportsman's Bar hasta que, aún sin resultado alguno, volví a cruzar la calle y di una palmada al techo del Cadillac en un gesto de frustración.

– Bonito coche -dijo una voz mientras se desvanecía el eco de mi palmada. Era una voz aguda, casi de niña, con un tonillo que delataba más malicia que admiración y el sonido sibilante de la primera palabra casi amenazador.

A la entrada del aparcamiento del hotel había un hombre apoyado contra la pared. Era bajo y gordo; posiblemente no medía más de metro sesenta y cinco y pesaba unos cien kilos. Llevaba una gabardina de color tostado, ceñida con un cinturón, pantalones negros y mocasines marrones.

Su cara parecía sacada de una película de terror.

Estaba completamente calvo y el cuero cabelludo se le unía por detrás a los rodetes de grasa de la nuca. Desde las sienes hasta la boca, la cabeza parecía ensancharse en lugar de estrecharse y acababa perdiéndose en los hombros. No tenía cuello, o al menos nada que mereciera ese nombre. Presentaba una palidez cadavérica, excepto por los labios rojos, gruesos y largos, que tenía dilatados en un rictus a modo de sonrisa. Tenía la nariz achatada, semejante a un hocico, con los orificios anchos y oscuros, y los ojos tan grises que parecían incoloros, las pupilas como puntos negros en el centro, dos diminutos mundos oscuros en un universo frío y hostil.

Se apartó de la pared y avanzó con andar lento y firme, y en ese momento percibí su olor. Era difícil de reconocer al estar disimulado por alguna colonia barata, pero me indujo a contener la respiración y a retroceder un paso. Era el olor de la tierra y la sangre, el hedor de la carne descompuesta y el intenso miedo animal que flota en un matadero al final de una larga jornada de sacrificios.

– Bonito coche -repitió, y una mano blanca y carnosa salió de uno de los bolsillos, los dedos como babosas pálidas y viscosas que hubiesen pasado demasiado tiempo en rincones oscuros. Acarició el techo del Mustang con un gesto de ponderación y pareció que la pintura fuese a corroerse de forma espontánea bajo sus dedos. Era la manera en que un pederasta tocaría a un niño en un parque en cuanto la madre le diera la espalda. Por algún motivo, sentí el impulso de apartarlo de un empujón, pero me contuve obedeciendo a un instinto más poderoso que me disuadía de tocarlo. No habría sabido explicar la razón, pero de él parecía emanar algo inmundo que inducía a eludir todo contacto. Daba la impresión de que tocarlo equivaldría a infectarse, a arriesgarse a la contaminación o el contagio.

Pero había algo más que eso. Exudaba una sensación de extrema letalidad, una capacidad de infligir daño y dolor tan profunda que era casi sexual. Brotaba de sus poros y fluía viscosamente por su piel, casi como si gotease de modo perceptible de las puntas de sus dedos y el extremo de su nariz fea y animal. Pese al frío, pequeñas gotas de sudor le brillaban en la frente y sobre el labio superior, cubriendo de humedad sus blandas facciones. Si alguien lo tocaba, presentí, la piel cedería pegajosamente a la presión, los dedos se hundirían en su carne, y lo succionaría.

Y luego lo mataría, porque ésa era la función de aquel hombre. De eso estaba seguro.

– ¿Es suyo el coche? -preguntó. Sus ojos grises despidieron un resplandor frío y la punta de su rosada lengua asomó entre los labios como una serpiente venteando el aire.

– Sí, es mío -contesté-. ¿Y ese Cadillac es suyo?

Pareció no oír la pregunta, o decidió no oírla. En lugar de eso recorrió el techo del Mustang con otro movimiento largo y acariciador.

– Un buen coche, el Mustang -dijo asintiendo para sí, y de nuevo oí la vibración sibilante e intensa del sonido «s», como agua que cae sobre un fogón caliente-. El Mustang y yo tenemos mucho en común.

Se acercó a mí como para hacerme partícipe de un secreto profundo y siniestramente gracioso. Olí su aliento, dulzón y demasiado maduro, como la fruta de finales de verano.

– Los dos nos fuimos a la mierda después de los años setenta. -Y de pronto se echó a reír, un siseo grave como el ruido del gas que desprende un cadáver-. Más vale que cuide de este coche, que se asegure de que no le pasa nada. Un hombre ha de vigilar lo que es suyo. Debe ocuparse de sus asuntos y no meter la nariz en los asuntos ajenos. -Rodeó la parte trasera del coche antes de entrar en el Cadillac, de modo que tuve que volverme para mirarlo-. Hasta la vista, señor Parker.

A continuación, el Cadillac arrancó con un rumor grave y seguro y, pese a estar prohibido, giró a la izquierda por Congress en dirección al centro de Portland.