"El Poder De Las Tinieblas" - читать интересную книгу автора (Connolly John)5Cuando regresé con la comida, Roger no parecía muy contento por todo lo que le había hecho esperar, a juzgar por las arrugas que tenía en la frente, que en ese momento parecían un centímetro más profundas. – Ha tardado una eternidad -masculló mientras alcanzaba la comida. Era una de las frases más largas que le había oído. Empecé por el pollo con arroz, pero se me había quitado el apetito. La aparición de aquel gordo calvo en Congress me inquietaba, aunque no sabía exactamente por qué, aparte del hecho de que conocía mi nombre y me ponía la carne de gallina. Roger y yo volvimos al tejado, y un viento frío nos obligó a forzar un poco la marcha a fin de terminar a primera hora de la tarde, cuando la luz empezaba a declinar. Pagué a Roger y él me dio las gracias asintiendo con la cabeza. Luego regresó al pueblo. Tenía los dedos entumecidos de trabajar en el tejado, pero la obra debía completarse antes de las intensas nevadas o, si no, viviría en un castillo de hielo. Me di una ducha caliente para quitarme la suciedad del pelo y los dedos, y cuando me disponía a prepararme un café, oí que se detenía un coche fuera. Cuando bajó del Honda Cívic, por un momento no la reconocí. Había crecido desde la última vez que la vi y le noté el pelo más claro, teñido con algún tipo de tinte. Tenía cuerpo de mujer, el pecho grande y amplias caderas. Sentí cierto bochorno por fijarme en esos cambios. Al fin y al cabo, Ellen Cole contaba poco más de veinte años y, para colmo, era hija de Walter Cole. – ¿Ellen? Bajé del porche y abrí los brazos mientras ella me rodeaba con los suyos. – Me alegro de verte, Bird -susurró, y yo, en respuesta, la estreché. Ellen Cole: la había visto crecer. Recordaba haber bailado con ella en mi boda, la tímida sonrisa que dirigió a su hermana menor Lauren, y cómo le sacó la lengua burlonamente a Susan vestida de novia. Recordé también una vez que estaba sentado en los escalones del porche de la casa de Walter con una cerveza, y Ellen, a mi lado, me escuchaba con las manos entrelazadas alrededor de las rodillas, mientras yo intentaba explicarle por qué a veces los chicos se comportaban como gilipollas incluso con las chicas más guapas. Deseaba creer que ésa era un área en la que yo poseía una experiencia incuestionable. Había sido amiga de Susan, y Jennifer la adoraba. Mi hija nunca lloraba cuando Susan y yo la dejábamos por la noche siempre y cuando la canguro fuese Ellen. La niña se sentaba entre los brazos de la muchacha, jugueteaba con sus dedos y al final se quedaba dormida con la cabeza apoyada en su regazo. Ellen emanaba una especie de fuerza que tenía sus raíces en un inmenso acopio de bondad y compasión, una fuerza que inspiraba confianza a los menores y más débiles que ella. Dos días después de la muerte de Susan y Jennifer, la encontré esperándome sola en la funeraria cuando llegué para organizar los preparativos del entierro. Otros se habían ofrecido a acompañarme, pero allí no quise a nadie. Creo que en aquel momento ya estaba retrayéndome en mi propio y extraño mundo de pérdida. No supe cuánto tiempo llevaba esperándome, con el coche en el aparcamiento, pero se acercó a mí, me abrazó durante largo rato y luego permaneció a mi lado, sin soltarme la mano, mientras yo miraba fotografías de féretros y limusinas. En sus ojos vi reflejada la profundidad de mi propio dolor y supe que, al igual que yo, Ellen sentía la pérdida de Jennifer como una ausencia entre los brazos, y la pérdida de Susan como un silencio en el corazón. Y cuando salimos, ocurrió algo muy extraño. Sentado con ella en su coche, lloré por primera vez en muchos días. Aquella fuerza plácida, serena y profunda en el interior de Ellen hizo brotar en mí el dolor y la aflicción, como si sajara una herida. Volvió a abrazarme y, durante un rato, las nubes se disiparon y pude seguir adelante. Detrás de Ellen, un joven salió por el lado del pasajero. Tenía la piel oscura y el cabello negro, que caía en una lacia melena hasta los hombros. Su código indumentario era la elegancia informal, excepto por las botas de montañismo Zamberlain: vaqueros, camiseta holgada por fuera del pantalón, camisa vaquera abierta sobre el resto. Se estremeció un poco mientras me observaba con expresión recelosa. – Éste es Ricky -dijo Ellen-. Ricardo -añadió con un acento vagamente español-. Ricky, ven a conocer a Bird. El chico me estrechó la mano con un firme apretón y rodeó los hombros de Ellen en un gesto protector. Me dio la impresión de que Ricky era posesivo e inseguro, una mala combinación. Lo observé con atención mientras entrábamos en la casa, por si decidía marcar el territorio meándose en mi puerta. Nos sentamos en la cocina y tomamos café en grandes tazones azules. Ricky no dijo gran cosa, ni siquiera «gracias». Me preguntaba si llegaría a conocer a Roger. Reuniéndolos, tendría lugar la conversación más breve del mundo. – ¿Qué haces aquí? -pregunté a Ellen. Ella se encogió de hombros. – Vamos hacia el norte. Yo nunca había estado antes tan al norte. Nos dirigimos al lago Moosehead para ver el monte Katahdin, o lo que sea. Quizás alquilemos un trineo a motor. Ricky se levantó y preguntó dónde estaba el cuarto de baño. Se lo indiqué y se alejó, caminando con los hombros caídos y un peculiar balanceo, como si avanzara metiendo los pies en surcos muy separados. – ¿De dónde has sacado a este – Estudia psicología -contestó. – ¿En serio? -Procuré que el cinismo no asomara a mi voz. Quizá Ricky, al optar por la psicología, pretendía analizarse a sí mismo y matar dos pájaros de un tiro. – La verdad es que es encantador, Bird, pero un poco tímido con los desconocidos. – Hablas de él como si fuera un perro. Me sacó la lengua. – ¿Han acabado las clases? Eludió la pregunta. – Voy a tener que estudiar bastante en el futuro. – Mmm. ¿Qué piensas estudiar? ¿Biología? – Ja, ja. -No sonrió. Supuse que, con la aparición de Ricky en su vida, los exámenes semestrales habían pasado a ser algo secundario. – ¿Cómo está tu madre? – Bien. -Guardó silencio por un momento-. Preocupada por ti y por papá. Él le contó que ayer estuviste en el funeral de Queens, pero que no tuvisteis mucho que deciros. Mamá piensa, creo, que deberíais resolver lo que sea que pasó entre vosotros. – No es tan fácil. Ellen asintió con la cabeza. – Los he oído hablar -musitó-. ¿Es verdad lo que mi padre cuenta de ti? – Una parte, sí. Se mordió el labio y de pronto pareció tomar una decisión. – Tendrías que hablar con él. Erais amigos y a él no se puede decir que le sobren. – Como a la mayoría de la gente -respondí-. Y ya he intentado hablar con él, pero me ha juzgado y ha decidido que no cumplo los requisitos. Tu padre es un buen hombre, pero su definición de la bondad es muy restrictiva. Ricky volvió y la conversación prácticamente se desvaneció. Les ofrecí mi cama para esa noche, pero cuando Ellen rechazó la invitación, en cierto modo me alegré: seguro que habría sido incapaz de volver a conciliar el sueño en mi habitación si me asaltaban visiones de Ricky follando allí. Decidieron pasar la noche en Portland en lugar de Augusta, con la intención de encaminarse directamente hacia los Grandes Bosques del Norte a la mañana siguiente. Les sugerí el hotel de St. John, y que dijeran que los enviaba yo. Por lo demás los dejé con lo suyo, sin estar muy seguro de querer saber qué era «lo suyo». Por alguna razón, imaginaba que Walter Cole tampoco querría saberlo. Cuando se fueron, subí al coche y volví a Portland para ir al gimnasio del Bay Club en One City Center. Colocar tejas había sido ya todo un ejercicio, pero me proponía reducir los cúmulos de grasa que se adherían a mis costados como niños resueltos. Me pasé cuarenta y cinco minutos realizando intensos circuitos periféricos, alternando continuamente ejercicios para piernas y la mitad superior del cuerpo hasta tener el corazón acelerado y la camiseta empapada de sudor. Cuando terminé, me duché y observé los pequeños depósitos de grasa en el espejo para ver si habían disminuido. Tenía casi treinta y cinco años, las canas invadían mi cabello negro, y era ochenta y un kilos de inseguridad en un cuerpo de metro setenta y siete. Necesitaba poner mi vida en marcha… Eso, o una liposucción. Cuando salí del Bay Club, las luces navideñas brillaban en los árboles del Puerto Antiguo, que, vistos desde esa distancia, parecían arder. Fui a pie hasta Exchange para recoger unos libros en Alien Scott's y luego seguí hasta el Java Joe's para tomar un café largo y leer los periódicos. Hojeé el Había empezado a llover. El agua de la lluvia dejaba marcas en la ventana como cortes en el cristal, y caía sobre los jóvenes que iban a los bares del Puerto Antiguo. Contemplé la lluvia un rato y luego volví a concentrarme en el – ¿Puedo hacerle una pregunta? -dijo una voz peculiar. Alcé la vista y me sobresalté. Aquellos ojos risueños pero fríos me observaban de nuevo desde la cara blanda como masa para hacer pan con relucientes gotas de lluvia en la calva. Esta vez la mezcla de olores a sangre y colonia era más intensa, y me aparté un poco de la mesa. – ¿Quiere encontrar a Dios? -prosiguió, con esa mirada de preocupación que dirigen los médicos a los fumadores cuando éstos empiezan a palparse los bolsillos en busca del paquete de tabaco en la sala de espera. En una de sus pálidas manos sostenía un arrugado panfleto bíblico con un burdo dibujo a pluma de un niño y su madre en una de las caras. Tras un instante de desconcierto, lo miré con rostro inexpresivo. Por un momento pensé que quizá fuese un fanático religioso, pero si era así, las sectas empezaban a tocar fondo en su busca de prosélitos. – Cuando Dios me quiera, sabrá dónde encontrarme -contesté, y seguí leyendo el – ¿Cómo sabe que yo no soy Dios y vengo a buscarlo ahora? -dijo, y se sentó delante. Comprendí que debería haber mantenido la boca cerrada. Si era un predicador chiflado, dirigirle la palabra no hacía más que alentarlo. Esa clase de individuos actúa como monjes a quienes se exime durante un fin de semana del voto de silencio. Sólo que la religión no parecía el verdadero interés de aquel hombre, y tuve la impresión de que sus preguntas ocultaban un trasfondo que yo no acababa de entender. – Siempre me lo había imaginado más alto -contesté. – Se avecinan cambios -dijo el calvo. De pronto sus ojos miraron con una peculiar intensidad-. No habrá lugar para pecadores, divorciados, fornicadores, sodomitas, mujeres que no respetan a sus maridos. – Creo que acaba de mencionar algunos de mis pasatiempos y de los de todos mis amigos -comenté mientras plegaba el periódico y tomaba, pesaroso, un último sorbo de café. Desde luego aquél no era mi día-. Si acabo en el mismo sitio que ellos, no tengo inconveniente. Me observó con detenimiento, como una serpiente dispuesta a atacar a la menor opción. – Ni habrá lugar para el hombre que se interponga entre otro hombre y su mujer, o su hija. -Sus palabras destilaban ahora una perceptible amenaza. Sonrió y le vi los dientes, pequeños y amarillos como los colmillos de un roedor-. Busco a alguien, señor Parker. Quizás usted pueda ayudarme a encontrarlo. -Se le tensaron los labios, obscenamente blandos y rojos, hasta el punto de que temí que reventasen y me salpicasen de sangre. – ¿Quién es usted? -pregunté. – Da igual quién sea. Eché un vistazo al resto de la cafetería. El camarero de la barra miraba distraído a una chica sentada a la mesa de la ventana y no había nadie más en la parte trasera del local. – Busco a Billy Purdue -continuó-. Tenía la esperanza de que usted supiese dónde encontrarlo. – ¿Qué quiere de él? – Tiene algo que es mío. Quiero recuperarlo. – Perdone, pero no conozco a ningún Billy Purdue. – Me parece que miente, señor Parker. -Aunque no alteró el tono ni el volumen de su voz, la amenaza de peligro subió un grado. Me abrí la chaqueta para dejar a la vista la culata de la pistola. – Caballero, creo que se equivoca de persona -dije-. Ahora voy a marcharme, y si se levanta antes de que me haya ido, usaré esta pistola en su cabeza. ¿Queda claro? La sonrisa permaneció inmutable, pero se le apagó el brillo de los ojos. – Clarísimo -respondió, y de nuevo percibí aquella vibración sibilante y horrísona en su voz-. He llegado a la conclusión de que usted no va a servirme de ayuda. – Procure que no vuelva a verlo -advertí. Asintió para sí. – Ah, no me verá -repuso, y esta vez la amenaza era explícita. Hasta que llegué a la puerta no aparté la vista de él, y estuve observándolo mientras se hacía con el panfleto y le prendía fuego con un Zippo metálico. No desvió la mirada de mi rostro un solo instante. Recuperé el coche en el aparcamiento de Temple y fui a casa de Rita Ferris, pero las luces estaban apagadas y nadie contestó cuando llamé al portero electrónico. Luego salí de Portland en dirección a Scarborough Downs hasta cerca del cruce de Payne Road y Two Rod Road, donde vivía Ronald Straydeer. Aparqué junto a la caravana plateada de Billy Purdue y llamé a la puerta, pero reinaba el silencio y no se veía luz dentro. Ahuecando las manos ante el cristal, escruté el interior, pero parecía tan desordenado como antes. El coche de Billy se encontraba a la derecha de la caravana. El capó estaba frío. Oí un ruido a mis espaldas y me di la vuelta, medio esperando ver aquella extraña cabeza surgir como una llaga blanca de la gabardina de color tostado. Sin embargo, sólo era Ronald Straydeer, vestido* con vaqueros negros, sandalias y una camiseta de los Sea Dogs, el cabello corto y oscuro oculto bajo una gorra de béisbol blanca adornada con una langosta roja. Empuñaba un AK-47. – Pensaba que eras otra persona -dijo y miró su propia arma avergonzado. – ¿Como quién? ¿El Vietcong? Sabía que para Ronald su AK era sagrado, como para muchos hombres que habían servido en Vietnam. En una ocasión, Ronald me contó que durante la guerra su fusil reglamentario, el M1, se atascaba con las lluvias del sudeste asiático, y los soldados por regla general los sustituían por los AK-47 robados a los cadáveres del Vietcong. El arma de Ronald parecía lo bastante antigua para ser un recuerdo de la guerra, probablemente lo era. Ronald se encogió de hombros. – En todo caso, no está cargado. – Busco a Billy. ¿Lo has visto? Negó con la cabeza. – Desde ayer no. No ha aparecido por aquí. -Parecía preocupado, como si deseara añadir algo más. – ¿Ha venido alguien más a buscarlo? – No lo sé. Es posible. Anoche me pareció ver a alguien mirar dentro de la caravana, pero a lo mejor me engañó la vista. No llevaba las gafas. – Te estás haciendo viejo -comenté. – Sí, quizá fuese un viejo el que vino -respondió Ronald, como si no me hubiese entendido bien. – ¿Qué dices? Pero Ronald ya había perdido interés en el asunto. – ¿Te he hablado alguna vez de mi perro? -preguntó, y deduje que Ronald ya no podía facilitarme más información útil. – Sí, Ronald -contesté, y me dirigí hacia el coche-. Quizá volvamos a hablar de él en otra ocasión. – No hablas en serio, Charlie Parker -repuso, pero sonrió al decirlo. – Tienes razón. -Le devolví la sonrisa-. No lo hago. Aquella noche una fría lluvia cayó, igual que clavos, sobre mi casa recién techada. No hubo goteras, ni siquiera en las partes que había cubierto yo. Sentí una honda satisfacción mientras me invadía el sueño, acompañado por los ruidos del viento, que sacudía las ventanas y hacía crujir y asentarse las tablas de la casa. Durante muchos años me había quedado dormido al arrullo de esas tablas, del susurro de la voz de mi madre en la sala de estar, del rítmico golpeteo de la pipa de mi abuelo contra la barandilla del porche. En la barandilla se veía aún una mancha ocre de tabaco y madera quemada. La había dejado sin pintar, un gesto sentimental que me sorprendió. No recuerdo por qué me desperté, pero una profunda inquietud había traspasado mi sueño en fase REM y me había devuelto a la realidad en la oscuridad de la noche. La lluvia había cesado y la casa parecía en calma, pero yo tenía erizado el vello de la nuca y mis percepciones se aguzaron de inmediato, pues la certeza instintiva de que se acercaba un peligro había disipado el embotamiento del sueño. Me levanté con sigilo y me puse unos vaqueros. La Smith amp; Wesson estaba en su funda junto a la cama. Saqué el arma y retiré el seguro. La puerta de la habitación seguía parcialmente abierta, como yo la había dejado. La aparté un poco más sin que las bisagras bien engrasadas emitiesen el menor chirrido, y con sumo cuidado apoyé un pie en las tablas desnudas del pasillo. Al pisar toqué algo blando y mojado y retiré el pie en el acto. El resplandor de la luna penetraba por las ventanas contiguas a la puerta delantera, bañando el pasillo de luz plateada. Iluminaba un viejo perchero, unos botes de pintura y una escalera de mano situados a mi derecha. Asimismo alumbraba unas pisadas de lodo que iban desde la puerta trasera hasta la sala de estar pasando por la cocina y frente a mi habitación. La marca de mi pie descalzo quedó impresa en la huella más cercana a la puerta. Eché un vistazo a la sala de estar y el cuarto de baño antes de dirigirme a la cocina. El corazón me latía con fuerza en el pecho y mi aliento se empañaba en el aire frío de la noche. Conté mentalmente hasta tres y crucé con rapidez la puerta de la cocina, trazando arcos a uno y otro lado con el cañón de la pistola. No había nadie, pero vi la puerta trasera entornada. Alguien -supuse que un hombre por el tamaño de las huellas de las botas-, tras forzar la cerradura, había atravesado la casa y me había observado mientras dormía. Recordé al grotesco calvo con quien me había encontrado el día anterior, y la idea de que pudiera haber estado mirándome desde la penumbra me revolvió el estómago. Abrí totalmente la puerta trasera y recorrí el jardín con la mirada. Dejé apagadas las luces de la cocina y el porche y me calcé un par de botas de trabajo que guardaba junto a la puerta. Salí y rodeé la casa. En el porche y en el barro cercano había huellas. Ante la ventana de mi habitación, allí donde el visitante se había detenido para observarme desde fuera, presentaban un ligero giro. Volví a entrar en la casa. Saqué mi linterna y me puse un jersey. A continuación seguí el rastro por el barro hasta la carretera. Había poco tráfico y aún se veían las marcas de las botas en el asfalto. Inmóvil en medio de la carretera vacía, miré a izquierda y derecha y luego regresé a la casa. Sólo cuando encendí la luz de la cocina me di cuenta de que había algo en la mesa del rincón. Lo agarré utilizando un paño de papel y le di la vuelta en la mano. Era un pequeño payaso de madera. Componían el cuerpo unos aros pintados de vivos colores que podían extraerse desenroscando la sonriente cabeza. Sentado, lo contemplé durante un rato. Después lo introduje con cuidado en una bolsa de plástico y lo dejé junto al fregadero. Eché el cerrojo de la puerta trasera, comprobé todas las ventanas y volví a la cama. A pesar de mi estado de agitación, debí de dormirme en algún momento, porque soñé. Soñé que veía moverse una silueta a través de la noche, negra contra las estrellas. Vi un árbol solitario en un claro y otras siluetas que se movían bajo él. Olía a sangre y a perfume dulzón y empalagoso. Unos dedos blancos y gruesos recorrían mi pecho desnudo. Y vi cómo se apagaba una luz, y oí llorar a un niño en la oscuridad. |
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