"Los Hombres paradójicos" - читать интересную книгу автора (Harness Charles L.)

VIII DESCUBRIMIENTO MEDIANTE TORTURA

– Ya está volviendo en sí -dijo la voz, con una risita disimulada.

Alar se irguió sobre una rodilla y abrió los ojos doloridos. Estaba en una gran jaula de barrotes metálicos, apenas lo bastante alta como para permitirle estar de pie. La jaula ocupaba el centro de una gran habitación cuyas paredes eran de piedra. Un olor rancio y áspero lo inundaba todo. Notó, con un estremecimiento de las fosas nasales, que se trataba de olor a sangre. Era en esos cuartos donde los psicólogos imperiales practicaban sus artes inhumanas.

– ¡Buenos días, Ladrón! -balbuceó Shey, irguiéndose de puntillas.

Alar trató inútilmente de tragar saliva. Por último se levantó con esfuerzo. Por primera vez en su vida se sintió agradecido por estar completamente exhausto. En las prolongadas horas que sobrevendrían a continuación podría desmayarse con facilidad y frecuencia.

– Se me ha sugerido -gorjeó Shey- que bajo un. estímulo adecuado podrías demostrar poderes desconocidos por los seres humanos: ésa es la razón por la cual te hemos puesto en esa jaula. Nos gustaría presenciar una buena demostración, pero sin riesgos personales y sin correr el peligro de perderte de vista.

Alar guardó silencio. Nada ganaría con protestar. Además, su situación no mejoraría en absoluto si Shey reconocía su voz como la del Ladrón que lo había asaltado recientemente. El psicólogo se aproximó a la jaula.

– El dolor es algo maravilloso, ¿sabes? -susurró ansioso, mientras se levantaba la manga derecha- ¿Ves estas heridas? Me apliqué allí cuchillos al rojo y los mantuve tanto como me fue posible. El estímulo… ¡ah!

Aspiró como en éxtasis, agregando:

– Pero lo sabrás muy pronto, ¿verdad? Mi dificultad consiste en que siempre retiro el cuchillo antes de alcanzar el estímulo máximo. Pero con alguien que ayude como yo te ayudaré a ti…

Sonrió con simpatía y concluyó:

– Confío en que no nos desilusionarás.

Alar sintió que algo frío le corría lentamente por la espalda.

– Y ahora -continuó el psicólogo- ¿quieres extender el brazo y dejar que mi ayudante te aplique una inyección? ¿o prefieres que te estrujemos entre las paredes de la jaula para aplicártela? Es sólo una inocente cantidad de adrenalina para que no te desmayes por un buen rato.

No había forma de evitarlo. Y en cierto modo él tenía aun más curiosidad que Shey por saber qué ocurriría. Alargó el brazo en sombrío silencio; la aguja se clavó en él. En ese momento sonó el teléfono.

– Es de arriba -informó éste-. Quieren saber si ha visto usted a Madame Haze-Gaunt.

– Dígales que no.

El asunto pareció clausurado. Mientras tanto, otros ayudantes habían acercado un cajón de grandes bisagras, montado sobre ruedas; lo abrieron y comenzaron a sacar de él varios objetos que colocaron sobre la mesa. Otros cerraron las paredes de la jaula, una contra otra, de modo tal que el Ladrón quedó aplastado entre ellas como un bacilo entre dos placas de microscopio.

Alar sintió que el sudor le chorreaba por la barbilla y goteaba contra el suelo de piedra, agregando un demencial obbligato al tamborileo de su corazón, lleno de adenalina. Desde atrás le llegaba el olor del metal al rojo vivo.

Al menos Keiris había logrado escapar.

Era el crepúsculo. Como ya no había dolor creyó por un momento que estaba muerto. Se irguió para mirar en su torno, sin comprender. En ese mundo en el que estaba él parecía ser lo único en movimiento.

Estaba suspendido en el espacio, cerca de una columna silenciosa, que trepaba en espiral. La gravedad había desaparecido: no había arriba ni abajo, ni marco de referencia que indicara una dirección, de modo que la columna no era necesariamente vertical ni horizontal. Alar se frotó los ojos. El contacto físico de la palma con la cara parecía real; aquello no era un sueño. Le había ocurrido algo tremendo, apabullante, que no podía recordar. En ese sitio no había movimiento ni sonidos, nada más que esa columna y un vastísimo silencio.

Alargó tímidamente la mano para tocar la columna.

Había en ella algo extrañamente fluido, flexible, que la hacía semejante a un retorcido rayo de sol. También su forma era curiosa: la parte que él había tocado era un reborde provisto de cinto aletas, que se extendía a partir del centro.

Con una sierra atómica le habría resultado muy simple aserrar innumerables brazos con manos y dedos. Tocó ligeramente el reborde y flotó en torno a la columna, hacia el otro lado; allí encontró otro reborde de cinco aletas, exactamente igual. Frunció el ceño, perplejo: más allá había aletas similares a piernas.

De pronto sus ojos se iluminaron: una sección transversal de esa columna se parecería mucho al corte vertical de un ser humano. Al mirar hacia arriba descubrió que se extendía aparentemente hasta el infinito. Flotó entonces a lo largo en la dirección opuesta, comprobando que su corte se hacía cada vez menor. El contorno de la mejilla era más reducido, los huesos más prominentes; parecía la silueta de un joven delgado. Aún más allá la columna se reducía otro poco; forzando la vista pudo notar que a la distancia era apenas un hilo.

Comprendió entonces el Ladrón que su vida dependía de la solución a ese misterio, pero por mucho que se esforzaba en descifrarlo la respuesta se le escurría. Regresó, lenta, pensativamente, para estudiar la columna más o menos donde había recobrado la conciencia. La exasperación le atenaceaba las mandíbulas.

Tal vez la explicación estuviera en el interior de la columna. Introdujo lentamente un brazo en ella y notó con interés que alguna fuerza plástica lo inducía a meter los dedos en las cinco aletas de aquel reborde. Hizo lo mismo con la pierna derecha. Encajaba perfectamente. A modo de prueba deslizó el resto de su cuerpo en la columna.

Y de pronto algo inmenso y elemental se apoderó de él, lanzándolo…

– Ya está volviendo en si -dijo la voz, con una risita disimulada.

Alar se irguió sobre una rodilla y abrió los ojos doloridos.

La cabeza le daba vueltas. No estaba apretado entre las paredes de la jaula, sino en el centro. Ya no había sangre en su cuerpo; también tenía puestas nuevamente la chaqueta y la camisa: Tanto los hombres como la mesa y los instrumentos estaban en el mismo sitio que ocupaban cuando él despertó por primera vez, hacía ya siglos, antes de la inyección y del dolor.

¿Acaso el dolor no había sido más que una pesadilla, coronada por aquel extraño episodio de la columna con forma humana? ¿Era sólo una ilusoria sensación de cosa ya vivida esa seguridad de que Shey se erguiría de puntillas y balbucearía…

– ¡Buenos días, Ladrón! -balbuceó Shey, irguiéndose sobre las puntas de sus pies.

Alar sintió que el rostro se le quedaba sin sangre.

Una cosa estaba muy clara. Por medio de recursos totalmente incomprensibles para él había abandonado, durante un rato, la corriente del tiempo, para volver a ella en el peor momento posible. Supo que esa vez le fallarían las fuerzas, que hablaría, condenando a muerte a sus camaradas. Y no tenía arma alguna con la que evitar esa catástrofe. A menos que…

El corazón le palpitó con una alegría salvaje. Oyó que su propia voz, calma, helada, decía:

– Creo que usted me soltará muy pronto.

Shey sacudió su rizada cabeza en una rara muestra de buen humor.

– Eso lo arruinaría todo -dijo-. No, no te soltaré por mucho tiempo. Casi podría decir… jamás.

Los labios de Alar se apretaron en una fría confianza que estaba muy lejos de sentir. Era indispensable obrar con celeridad; debía preparar las cosas antes de que sonara el teléfono, pero sin demostrar prisa ni ansiedad. Shey no tardaría en reconocer su voz, pero eso no se podía evitar. Cruzó los brazos sobre el pecho y se recostó contra los barrotes del fondo.

– Es posible que la Sociedad de Esclavos me valore en demasía -expresó brevemente-. Sea como fuera, se han tomado ciertas precauciones por si yo era capturado. Debo prevenirle que si no salgo de este palacio sano y salvo en un plazo de diez minutos, esta noche el Canciller recibirá el cadáver de Madame Haze-Gaunt.

Shey, frunciendo el ceño, observó pensativo a su presa.

– Esa voz… ¡Hum! Mientes, por supuesto. Hablas para ganar tiempo. Su Excelencia está aún en el salón de baile. Tu aliento agitado, tus pupilas reducidas, la voz seca… todo indica una mentira deliberada. Ni siquiera me molestaré en comprobarla. Ahora ¿quieres alargar el brazo, por favor, para que te apliquemos un poquito más de adrenalina?

¿Cuándo sonaría ese teléfono? Su aparente calma era una sorpresa para él mismo.

– Muy bien -murmuró, alargando el brazo-. Los tres moriremos juntos.

La aguja entró en la carne y tocó un nervio. El rostro de Alar se contrajo levemente. Mientras tanto los ayudantes acercaron las paredes de la jaula, aplastando al Ladrón como si fuera un águila con los brazos extendidos.

Desde atrás llegaba un fuerte olor a metal caliente. La cabeza empezaba a darle vueltas. Algo estaba fallando. De no estar sujeto por los barrotes apretados caería al suelo. Bajo las mangas de su chaqueta se iba extendiendo un húmedo círculo de sudor.

Dos robustos ayudantes acercaron el cajón de instrumentos. Alar se obligó a observarlos con cierta indiferencia, en tanto lo abrían para entregar a Shey un par de tenazas de extraña forma. Sintió un estremecimiento de náuseas en la garganta al recordar sus manos deformes, ensangrentadas y sin uñas, vistas en… aquel otro momento.

– ¿Sabes? -cloqueó Shey, mirándolo con ojillos coquetos- Creo que eres el mismo que me visitó hace unas pocas noches.

En ese momento sonó el teléfono. Shey levantó distraídamente la vista.

– Contesten -ordenó, como entre sueños.

Para el Ladrón el tiempo se demoró poco a poco hasta detenerse por completo. El pecho subía y bajaba en profundos jadeos.

– Es de arriba -anunció el ayudante, con cierta vacilación-. Quieren saber si- usted ha visto a Madame Haze-Gaunt.

Shey aguardó largo rato antes de contestar. Su expresión introspectiva desapareció lentamente. Al fin se volvió y dejó cuidadosamente la tenaza para arrancar uñas sobre el cajón.

– Dígales que no -replicó-. Que el Canciller acuda al teléfono inmediatamente. Quiero hablarle.

Alar fue dejado en la transitada esquina que él mismo había indicado. Tras vagar sin rumbo durante una hora, para despistar a los policías que quizá lo siguieran, se dirigió hacia la puerta de un escondrijo de la Sociedad a través de un callejón y de un sótano. Antes de dormir o comer, antes de conseguir siquiera un nuevo sable, quería informar al Consejo los increíbles sucesos vividos en el submundo de los esclavos y en la cámara de torturas de Shey.

Algo puntiagudo se le clavó en el flanco. Levantó las manos lentamente, lo rodeaban Ladrones que exhibían antifaces y espadas desnudas. El más próximo le dijo:

– Estás bajo arresto.