"Los Hombres paradójicos" - читать интересную книгу автора (Harness Charles L.)VII LA MANADA DE LOBOS El toynbiano estudió con curiosidad al enmascarado. – Los ladrones son inalcanzables, como se sabe, pero la Sociedad no es sino el sello de Kennicot Muir, y a éste lo traté con frecuencia algunos años antes de que lo mataran. Siempre tuvo conciencia de que el Imperio estaba subsistiendo con tiempo prestado. – Pero ¿qué piensa usted de las pequeñas colonias establecidas en la luna, en Mercurio y en el Sol? -insistió Alar En ellas debería hallar optimismo suficiente como para negar todo ese fatalismo que le inspira la Tierra. – Con respecto a la Estación -Observatorio de la luna, supongo que sí -concordó Talbot-, siempre que la consideremos como sociedad independiente, aparte de las fortificaciones selenitas. El espíritu de esos pocos centenares de hombres debe estar muy cultivado por el constante fluir de conocimiento que reciben mediante el reflector de doscientos metros. En cuanto a la estación de Mercurio, es un mero derivado de las estaciones solares; perdurará o sucumbirá con ellas. Su observación, profesor, es muy interesante, pues ocurre que los toynbianos acabamos de recibir por fin la autorización de Eldridge, el ministro de Guerra, para que alguien de nuestro equipo visite un solario durante veinte días. La elección ha recaído en mí. – ¡Qué maravilla! -exclamó la emperatriz- ¿Qué espera encontrar allí? – La verdadera apoteosis de nuestra civilización -replicó Talbot con gravedad-, desprovista de todo fingimiento o desviación. Como ustedes saben, la civilización presente recibe el nombre de Toynbee Veintiuno. Naturalmente, se trata de un intento de esquematizar una situación extremadamente compleja, con exclusión de los factores prescindibles. Pero los solarios son únicos. Constituyen un producto puro y directo de nuestro tiempo. Específicamente, espero hallar en el Solario Nueve la esencia destilada de Toynbee Veintiuno: treinta dementes decididos al suicidio. Alar oyó estas últimas palabras sólo por encima, pues los latidos de su corazón se estaban acelerando de un modo alarmante. Shey, Thurmond y alguien que podía ser Haze-Gaunt pasaban junto a él. Les volvió la espalda, encongiéndose contra la pared, pero los tres pasaron de largo hacia el estrado de la orquesta, sin prestarle la menor atención. Alar vio por el rabillo del ojo que Thurmond decía algo al director. La música cesó. – Damas y caballeros -dijo al micrófono el Canciller, con su rica voz de barítono-. Creemos que un peligrosísimo enemigo del Imperio puede estar en el salón en este preciso instante. Por lo tanto debo pedirles que todos los caballeros se quiten la máscara, a fin de que la policía pueda apresar al intruso. ¡Pero nuestra fiesta no tiene por qué arruinarse por este episodio! ¡Que siga el baile! El Canciller hizo una señal al director y la gran orquesta inició la interpretación de la Por doquier surgió un entusiasta susurro; los machos de brillante plumaje comenzaban a quitarse las máscaras y miraban a su alrededor. Las parejas volvieron gradualmente a la pista de baile. Alar se deslizó a lo largo de la pared; levantó la mano a la máscara, pero la dejó caer lentamente. Su extraño corazón palpitaba con mayor celeridad aún. Varias cosas clamaban por su atención. Los bailarines se fijaban ya en él, a pesar de que se había refugiado en el rincón más sombreado de aquella pared adornada por tapices. Varios hombres de gris, con los sables de la policía imperial, parecieron materializarse súbitamente a pocos metros de él, rodeándolo por ambos lados. Permanecían quietos en sus puestos, como si estuvieran absortos en la alegría del baile. Otros dos se recostaron discretamente contra una gran columna, a unos tres o cuatro metros de él, La máscara parda del Ladrón podía pasar tan desapercibida en ese sitio como un harapo rojo agitado frente a un toro. Era una locura dejársela puesta. Sentía la lengua seca dentro de la boca. Llevaba una espada que no le era familiar y estaba exhausto; sobrevivía pura y simplemente gracias a su energía nerviosa. Aunque lograra detectar una salida a los jardines… – ¿Su máscara, señor? Era Thurmond. Estaba de pie ante él, con la mano en el pomo de su espada. Por un largo y horrible momento el Ladrón sintió que las piernas cedían, que lo dejarían caer sobre el suelo de mármol. No pudo evitar el gesto instintivo de humedecerse los labios. Los agudos ojos del policía no perdieron detalle; hubo un atisbo de sonrisa en sus labios. – Su máscara, señor -repitió suavemente. Tal vez se le había acercado desde atrás de la columna, en uno de esos brincos de gato que lo habían rodeado de fama y de temor. Ya estaba sacando lentamente la hoja, como si la rápida respiración del Ladrón le procurara un placer casi sensual. – Por el rostro de Thurmond cruzó la sombra de una levísima duda. Pero la espada ya estaba desnuda y su extremo centelleaba aun en la velada luz de ese salón. – El Canciller querría hablar con usted -prosiguió Thurmond-. Si no puedo arreglar esa conversación debo matarlo a usted. Las conversaciones son cháchara inútil y podría perderlo en el trayecto, de modo que lo voy a matar. Ahora. Aquí mismo. Alar logró al fin tomar aliento. Hubo más destellos de acero a su alrededor: los hombres de gris habían sacado las espadas y se deslizaban hacia él. Dos o tres parejas habían interrumpido el baile y los miraban fascinados. ¡Una mancha en movimiento! Thurmond estaba un paso más cerca; parecía imposible que un ser humano se moviera con tanta celeridad. No era que el pobre Corrips, espadachín nada experto, hubiera durado apenas segundos ante la veloz hechicería de Giles Thurmond. Sin embargo no atacaba. ¿Por qué? Ese falso francés de diplomático debía haber socavado su absoluta seguridad. Era evidente que no lo mataría mientras no se quitara la máscara. – Thurmond vaciló. En seguida explicó en tono cortante: – (1) ¿Hay que sacarse la máscara? ¿Por qué.?- (2) Usted me insulta, tovavrich. Vuelvo a preguntarle, ¿por qué debo sacarme la máscara? ¿Quién es usted? Quiero saber su identidad. Si desea un duelo, mis padrinos… (3) Es necesario sacarse la máscara porque en el baile hay un enemigo del estado. Mi deber es apresarlo. Por lo tanto, señor, sírvase quitarse la máscara (N. de la T.) El ministro de policía acababa de tener en cuenta la única posibilidad en un millón de estar equivocado, de que Alar fuera en realidad un dignatario visitante que no había comprendido el anuncio del Canciller. Ya estaba listo para matar al Ladrón, se quitara la máscara o no. La mente de Alar empezó a flotar con esa curiosa independencia que prescindía del tiempo. Su corazón se había estabilizado en 170 latidos por minuto. En uno o dos segundos más la hoja de Thurmond lo atravesaría contra los gruesos tapices como si fuera un insecto. No era la muerte apropiada para un Ladrón. Se inclinó en una agradecida reverencia: Keiris había aparecido desde tras las columna, con el Canciller y el embajador Shimatsu, uno a cada lado. La hoja de Thurmond se agitó a dos centímetros de su pecho. Los ojos de Keiris se dilataron con una expresión innombrable. Había llegado finalmente el momento que – Comete usted un grave error, general Thurmond -dijo serenamente-. Permítame presentarle al doctor Hallmarck, de la universidad de Kharkov. Alar se inclinó, mientras Thurmond envainaba lentamente el arma. Era evidente que no estaba convencido. Shimatsu también observaba a Alar con expresión de duda. Abrió la boca para decir algo, peto se arrepintió. Haze-Gaunt fijó sus ojos duros en el Ladrón. – Es un gran honor, señor. Pero por mera cortesía, ¿tendría a bien…? La mujer soltó una risa artificiosa y se volvió hacia el Canciller. – El pobre no sabe de qué se trata. Debía bailar esta pieza conmigo. Yo le haré sacar la máscara. Y usted, general Thurmond, debería poner más cuidado. No se había alejado mucho aún cuando ella dijo: – Me parece difícil que puedas escapar ahora. Pero tu mejor oportunidad consiste en hacer exactamente lo que Yo te diga. Sácate la máscara ahora mismo. Alar obedeció, guardando el antifaz en el bolsillo. Keiris maniobró cuidadosamente, de modo tal que el Ladrón quedara de espaldas al grupo del Canciller, y ambos se deslizaron en un amplio giro a través de la sala. Al tenerla tan próxima, al sentir el roce constante de su cuerpo, sintió que se reactivaba aquella especie de tentador recuerdo del balcón: sólo que ahora venía multiplicado. La diferencia de estatura no era mucha; en cierto momento la nariz de Alar se hundió entre los delicados cabellos de su sien, y entonces notó que hasta su perfume le era familiar hasta la exasperación. ¿Acaso había conocido a esa mujer en alguna época de su fantasmagórico pasado? Probablemente no, puesto que ella no daba señales de reconocerlo. – Si tienes algo pensado -le urgió él- hazlo pronto. Cuando nos alejamos Shimatsu le decía a Haze-Gaunt que me ha oído hablar inglés. Thurmond no necesitará saber más. En ese momento se vieron libres de la multitud, en la sombreada galería de la fuente. – Sólo puedo acompañarte hasta aquí, Alar -dijo la mujer, apresuradamente-. Al fondo de este corredor hay una, boca de residuos. La rampa te lanzará a uno de los pozos incineradores que hay en los sótanos de palacio. En cualquier momento encenderán el fuego, pero tendrás que correr el riesgo. Hallarás gente amiga en una gran cántara contigua a los incineradores. ¿Estás asustado? – Un poco. ¿Quiénes son esos amigos? – Ladrones. Están construyendo una extraña nave espacial. – ¿ La T -veintidós? ¿No es un proyecto imperial? Es un secreto absoluto. Está a cargo del mismo Gaine, subsecretario de Espacio. – Dos policías vienen por el salón -observó ella rápidamente-. Ahora están seguros. Tendrás que correr. – Todavía no. Creen que estoy acorralado y aguardarán refuerzos. Mientras tanto, ¿que será de tí? A Haze-Gaunt no le gustará esto. Ambos se miraron en silencio por un instante, ligados por el futuro desconocido y peligroso. – No tengo miedo de él, sino de Shey, el psicólogo. El sabe hacer daño hasta que la gente le dice cuanto desea saber. A veces creo que tortura por el placer mismo de ver sufrir: Quiere comprarme para eso, pero Haze-Gaunt, hasta el momento, no ha dejado que me toque. Pase lo que pase, trata de no caer en las manos de Shey. – De acuerdo, me mantendré lejos de él. Pero ¿por qué haces todo esto en mi favor? – Me recuerdas a alguien -respondió ella, lentamente. En seguida miró por sobre el hombro y le instó: – ¡Por el amor de Dios, date prisa! Alar le apretó los hombros con insistencia, exclamando ásperamente: – ¿A quién te recuerdo? – ¡Corre! Tuvo que obedecer. En pocos segundos estuvo ante la boca de residuos, examinando la tapa con dedos frenéticos. No había manivela. Claro que no, porque se abría hacia adentro. Se sumergió en aquella angosta oscuridad; cayó bruscamente, girando sobre sí mismo. Si se estrellaba contra algo sólido a esa velocidad se quebraría cuanto menos las dos piernas. Mientras intentaba aminorar el descenso extendiendo los codos y las rodillas chocó en la penumbra contra una masa de algo blando y maloliente. Se puso de pie antes de que se levantara el polvo. La oscuridad era completa, con excepción de un rayo luminoso que provenía de un costado del incinerador. Parecía ser la mirilla de la puerta, que el operador utilizaba para vigilar la quema. Avanzó tambaleando hasta la mirilla y acercó el ojo a ella. El gran cuarto estaba desierto. Sacudió la puerta con cautela; después probó el picaporte. Aquello estaba cerrado desde el exterior. El Ladrón se enjugó la frente con la manga, sacó el sable y lo insertó en el mecanismo de la cerradura, pero era demasiado sólido. El suave chirrido del acero contra el acero levantó un eco burlón en los estrechos confines del incinerador. Alar guardó el arma. Cuando comenzaba a recorrer su prisión a tientas oyó pasos en el piso de cemento, fuera del cuarto. Se abrió la puerta del horno y una masa de basura en llamas pasó velozmente ante sus ojos horrorizados. La puerta se cerró con estruendo en el preciso instante en que él saltaba para apagar el fuego con su pecho. El rayo de luz había desaparecido. Probablemente el portero esclavo tenía puesto el ojo en la mirilla y se preguntaba qué habría pasado dentro. El Ladrón oyó una maldición ahogada y un ruido de pasos que se alejaban. En un instante estuvo junto a la puerta. El esclavo debía regresar en el curso de uno o dos minutos. Así fue. En esa oportunidad traía una antorcha más grande. La mirilla permaneció a oscuras durante largo rato, mientras el esclavo verificaba que la basura estuviese ardiendo como era debido. Al fin se alejó. El Ladrón pudo entonces retirar la punta del sable de la cerradura y abrir la puerta. Una ráfaga de aire frío le inundó los pulmones abrasados y la cara ampollada. Cuando hubo salido se obligó a perder el tiempo necesario para cerrar nuevamente la puerta. Eran segundos preciosos, pero eso podía demorar a sus perseguidores, que se verían forzados a buscarlo en todos los cuartos de incineración. Desapareció como un fantasma entre dos de los hornos y se dirigió hacia el ala oeste, donde estaba la fabulosa T-veintidós. ¿Pertenecería realmente el brillante Gaines a la Sociedad de Ladrones? En ese caso, ¿significaba eso que el gobierno de Haze-Gaunt estaba invadido por los Ladrones? Había dos cosas indudables. Una: la manada de lobos sabía muchas cosas con respecto a él; parecían considerarlo algo más que un mero Ladrón. ¿Por qué algo Abrió la puerta que conducía a la gran cámara; la abrió sólo medio centímetro y observó el interior. Todo estaba tranquilo. Desde el centro de la habitación le llegaba el siseo de los soldadores nucleares. Cautelosamente, en silencio, se deslizó por la puerta. De pronto quedó sin aliento. Aún en aquella penumbra, la T -veintidós centelleaba con un pálido brillo azulado. Sus esbeltos flancos se alzaban cuarenta y cinco metros hacia lo alto, pero el contorno no llegaba a los dos metros y medio de diámetro. Un gran carguero lunar la centuplicaba en tamaño. Pero lo que pasmaba a Alar, lo que cautivó inmediatamente sus pensamientos, haciéndolo insensible al rápido martilleo de su corazón, era que él había visto esa nave anteriormente… varios años antes. Aun cuando la cachiporra se estrelló contra su tranco, aún mientras intentaba vanamente aferrarse a la conciencia, sólo pudo pensar: "T-veintidós, T-veintidós, ¿dónde? ¿cuándo?" |
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