"Los Hombres paradójicos" - читать интересную книгу автора (Harness Charles L.)

VI REFUGIO IMPERIAL

Una hora más tarde Alar estaba rígido como una estatua en el antepecho de mármol de una ventana, apoyado sobre una rodilla, con los dedos de acero clavados en la fría superficie de piedra, mirando fijamente hacia el interior del cuarto.

La mujer tenía aproximadamente su propia edad; vestía un traje blanco de noche, de tela muy suave y lujosa. Los largos cabellos, de un negro azulado, estaban reunidos en una ancha banda sobre el seno izquierdo, entrelazados con un imperceptible hilo dorado. Su cabeza, al igual que la de Alar, parecía muy grande en proporción. Estaba de pie, con la cadera izquierda levemente adelantada, de modo tal que la rodilla y el muslo izquierdo se destacaban nítidamente bajo la túnica; los labios, pintados con mano experta, contrastaban llamativamente con las mejillas pálidas y totalmente inexpresivas. Y sus ojos negros, enormes, lo observaban cautelosamente. Todo en ella expresaba un carácter altivo y despierto.

Alar experimentó cierto júbilo indefinible. Se deslizó silenciosamente hacia el interior de la habitación y dio un paso hacia el costado de la ventana, donde no pudieran verlo desde el patio. Cuando se volvía para enfrentarse nuevamente a la mujer, algo pasó rozándole la cara y se enterró en el panel de la pared, a la altura de su oreja. Quedó petrificado en su sitio.

– Me alegra que se muestre razonable -observó ella, serena-. Eso ahorrará tiempo. ¿Es usted el Ladrón fugitivo?

Alar vio un relámpago en sus ojos y evaluó rápidamente su temperamento: sereno y peligroso. No respondió. La muchacha dio varios pasos veloces hacia él, con el brazo derecho en alto, en un movimiento que ciñó a su cuerpo la túnica blanca, destacando sus curvas. En la mano llevaba otro puñal, al que la suave luz arrancaba destellos amenazadores.

– Le conviene responder pronto y con franqueza -aconsejó.

El siguió en silencio, con los ojos firmemente clavados en los de ella. Pero esa mirada fogosa sostenía la suya sin parpadear. Al fin la mujer soltó una sorpresiva carcajada y agitó sugestivamente el cuchillo.

– ¿Cree que me puede matar con los ojos? -comentó-. Vamos, si usted es el Ladrón, muéstreme su máscara.

El sonrió con ironía, se encogió de hombros y sacó su máscara.

– ¿Por qué no fue al escondrijo de los Ladrones? ¿Por qué vino hacia aquí?

Había bajado el brazo, pero el cuchillo seguía firme en su mano.

– Lo intenté -replicó Alar, sin bajar los ojos-. Todos los caminos estaban bloqueados por varios kilómetros a la redonda. La línea de menor resistencia me trajo hacia aquí, hacia la cancillería. ¿Quién es usted?

Keiris pasó por alto la pregunta, pero se acercó un paso más, examinándolo desde la punta de los zapatos blandos hasta la gorra negra. Por último le estudió el rostro con un leve e intrigado fruncimiento de ceño.

– ¿Me ha visto alguna vez? -preguntó él.

Había algo en su expresión que lo preocupaba; tenía algo que ver con ese misterioso júbilo que crecía dentro de él. La mujer pasó por alto también esa segunda pregunta, diciendo:

– ¿Qué puedo hacer con usted?

Era una duda solemne y requería una respuesta seria. Alar estuvo a punto de replicar, bromeando: "Llame a la policía imperial; ellos sabrán qué hacer conmigo". Pero se limitó a decir, simplemente:

– Ayúdeme.

– Tengo que marcharme -musitó Keirirs-. Pero no puedo dejarlo aquí. En menos de una hora revisarán estos cuartos.

– ¿Eso significa que me ayudará?

De inmediato comprendió que sus palabras eran estúpidas. Por lo común sabía enfrentar lo inesperado en perfecto dominio de sí; era molesto que esa mujer pudiera perturbarlo. Para recuperar su equilibrio se apresuró a agregar.

– Tal vez pueda ir con usted.

– Tengo que ir al baile -explicó ella. -¿Al baile?

El Ladrón estudió rápidamente las posibilidades, aceptando la ayuda de la. mujer como si fuera un hecho cierto.

– ¿Y si fuera con usted? -propuso- Podría pasar por su escolta.

Ella lo observó con curiosidad, con los labios apenas entreabiertos, dejando ver la blancura de sus dientes.

– Es un baile de máscaras -dijo.

– ¿Cómo ésta? preguntó Alar, mostrando tranquilamente la suya.

Keiris dilató imperceptiblemente los ojos y replicó:

– Acepto su propuesta.

Una hora antes aquellas palabras le habrían parecido fantásticas, ridículas y dementes; una hora antes habría jugado por un momento con esa idea, preguntándose cuando sonaría el silbato de la cafetera para sacarlo de ese sueño. Pero en ese breve período había perdido toda noción de la probabilidad y de la proporción. Por lo tanto se inclinó con cierta ironía, expresando:

– Será un placer para mí.

Ella prosiguió de buen humor:

– Naturalmente, usted piensa abandonar los salones a la primera oportunidad. Permítame advertirte que sería peligroso. Se sabe que usted está en este vecindario; los alrededores del palacio están repletos de policías.

– ¿Y bien?

– Pasee un rato por el salón de baile y la sala de reuniones; ya trataremos de facilitarle la huida.

– ¿Trataremos? -preguntó él, fingiendo cierta sospecha.

Ella sonrió. Fue apenas una contracción en una comisura de la boca, que a Alar le resultó especialmente provocativa.

– La Sociedad, por supuesto -explicó- ¿Quien otra podría ser?

Bajó la mirada para dejar el cuchillo en una mesa. El notó entonces que sus pestañas eran largas y negras, como el pelo, y destacaban mejor la rara palidez de sus mejillas. Le costaba un esfuerzo concentrarse en lo que decía. ¿Lo estaba tentando, acaso, para jugar con él?

– ¡Vaya! -exclamó-;Usted es la hermosa espía de los Ladrones, entre las mismas paredes de palacio!

Y su boca copió la sonrisa de Keiris.

– Nada de eso -respondió ella, súbitamente cauta y seria-. ¿Hará usted lo que yo le indique?

No tenía otra salida. Asintió con un ademán de la cabeza, preguntando:

– Dígame, ¿qué han dicho los informativos sobre el asunto del Ala M?

Keiris vaciló por primera vez, pero sin perder su actitud.

– El doctor Haven escapó.

– ¿Y los mutantes? -volvió a preguntar él, aspirando con ganas.

– Los vendieron.

Se apoyó contra la pared, agotado. Poco a poco tomó conciencia de que el sudor le goteaba en irritantes chorros por las piernas. Tenía los sobacos empapados; los brazos y la cara hedían con una mezcla de transpiración y mugre.

– Lo siento, Ladrón.

Alar notó que sus palabras eran sinceras.

– En ese caso todo ha terminado -dijo pesadamente, mientras se dirigía hacia el tocador para mirarse en el espejo-. Necesitaría una ducha y una depilación. Y algo de ropa. ¿Podrá usted conseguirme todo eso? Y un sable, no lo olvide.

– Le conseguiré todo lo necesario. Allá está el baño.

Quince minutos después Keiris se tomó de su brazo y ambos cruzaron serenamente la sala hacia la amplia escalinata, que descendía en magnífica curva hacia la gran cámara de recepciones. Alar manoseó la máscara con nerviosismo, contemplando los espléndidos tapices y las pinturas que adornaban las paredes de mármol. Todo era de un gusto exquisito pero daba la impresión de deberse al criterio de una empresa de decoraciones; la gente que pasaba sus días brillantes e inseguros en esos cuartos había perdido mucho tiempo atrás la capacidad de apreciar la sutil luz solar de Renoir o los apolípticos estallidos cromáticos de Van Gogh.

– Deja tranquila tu máscara -susurró su compañera-. Estás muy bien así.

Ya iban descendiendo las escaleras. Alar no lograba captar la imagen completa, sino sólo fragmentos aislados; allí se vivía de un modo ignorado para él: barandilla de oro macizo, alfombras tan mullidas que uno parecía hundirse hasta los tobillos, balaustradas de mármol de Carrara, con intrincadísimos relieves, y por doquier lámparas de alabastro luminoso. La cámara de recepciones pareció acercarse a velocidad vertiginosa. Mil hombres y mujeres desconocidos.

Y sin embargo (cosa extraña), Alar tenía la sensación de conocer todo eso desde hacía mucho tiempo, de pertenecer a ese lugar.

De vez en cuando el maestro de ceremonias, impecablemente uniformado, anunciaba por medio del micrófono el nombre de los recién llegados. Aquí y allá, entre el mar de cabezas, alguna se alzaba para mirarlos, a él y a Keiris.

Y de pronto se encontraron al pie de la escalinata, ante el maestro de ceremonias, que se inclinó profundamente.

– Buenas noches, señora.

– Buenas noches, Jules.

Jules miró a Alar con cierta curiosidad y un aire de pedir disculpas.

– Me temo, excelencia, que…

– El doctor Hallmarck -murmuró fríamente el Ladrón.

Jules volvió a inclinarse.

– Por supuesto, señor.

Tomó el micrófono y anunció con voz suave:

– ¡El doctor Hallmarck, escoltando a la señora Haze-Gaunt!

Keiris pasó por alto la sorprendida mirada de Alar.

– No hace falta que tengas la máscara puesta -sugirió-. Póntela sólo cuando alguien te resulte sospechoso. Ven; te presentaré a un grupo de caballeros. Trata de entablar alguna discusión amistosa y nadie te prestará atención. Te dejaré con el senador Donnan. Es estridente, pero no hace daño a nadie.

El senador Donnan se irguió en ademán imponente.

– Dirijo una prensa libre, doctor Hallmarck -afirmó ante Alar-. Digo lo que quiero e imprimo lo que se me antoja. Creo que hasta Haze-Gaunt tiene miedo de cerrar mi diario. Sé inquietar a la gente, sé hacer que me lean con ganas o sin ellas.

Alar lo miró con curiosidad. Las historias que circulaban sobre el senador no daban la impresión de que se tratara del Campeón de los Oprimidos.

– ¿De verás? -musitó cortésmente.

– Lo digo siempre: hay que tratar a los esclavos como si en otro tiempos hubieran sido seres humanos semejantes a nosotros. Tienen sus derechos, ¿comprende? Si uno los trata mal, se mueren y uno sale perdiendo. Los esclavos de mis imprentas solían quejarse por el ruido. Yo solucioné el problema.

– Me hablaron de eso, senador. Muy humano de su parte. Les hizo quitar los tímpanos, ¿verdad?

– Exacto. Ahora no hay más quejas por nada. ¡Ja! Aquí está el viejo Perkins, banquero internacional. ¡Hola, Perk! Te presento al profesor Hallmarck.

Alar se inclinó. Perkins le hizo un agrio saludo con la cabeza y Donnan se echó a reír.

– Eché por tierra su proyecto de ley para la Esclavitud Uniforme en la comisión de esclavos del senado. El viejo Perk no es realista.

– Muchos pensamos que su proyecto de ley era sorprendente, señor Perkins -dijo Alar con suavidad-. Me interesó en especial la parte dedicada a la condenación y venta de deudores morosos.

– Una claúsula muy sensata, señor. Así las calles quedarían limpias de morosos.

– Ya lo creo -rió Donnan-. Perk maneja el ochenta por ciento de los créditos otorgados en el Imperio. En cuanto un pobre diablo se atrasara un par de unitas en el pago… ¡zas! Perk se haría de un esclavo por valor de varios miles de unitas por nada o casi nada.

El financista apretó los labios.

– Esa afirmación, senador, es muy exagerada. Vaya, si con las costas legales solamente…

Y se alejó farfullando. Donoso parecía muy divertido.

– Esta noche hay de todo aquí, profesor. ¡Ah, aquí viene algo interesante! La Emperatriz Juana -María, en su silla a motor, con Shimatsu, el Embajador del Oriente, y Talbot, el historiador toynbiano, uno a cada lado.

Alar se inclinó profundamente al acercarse aquel terceto, mientras observaba con curiosidad a la gobernante titular del Hemisferio Occidental. La emperatriz era una mujer anciana, de físico menudo y deforme, pero de ojos chispeantes y rostro inquieto, atractivo a pesar de su carga de arrugas. Se rumoreaba que Haze-Gaunt era el responsable de la bomba puesta en el carruaje imperial, que había matado al emperador y a los tres hijos varones, dejando a la emperatriz condenada al lecho durante muchos años e incapaz, en consecuencia, de ejercer autoridad alguna sobre el Canciller. Cuando ella aprendió a desenvolverse en la silla de ruedas, las riendas del imperio habían pasado completamente de la casa de Chatham-Pérez a las duras palmas de Bem Haze-Gaunt.

– Buenas noches, señores -dijo Juana María-. Esta noche estamos de suerte.

– Siempre es una suerte contarla entre nosotros, señora -respondió Donnan con auténtico respeto.

– ¡Oh, no sea tonto, Herbert! Un Ladrón muy importante y peligroso, un tal profesor Alar de la Universidad, ¿se imaginan?, logró escapar a un fuerte bloqueo policial. Le han seguido la pista hasta los alrededores del palacio. En este mismo instante puede estar aquí. El general Thurmond está manejando las cosas a su modo, tranquilamente, pero ha puesto una guardia tremenda en los terrenos y está haciendo revisar todo el palacio. Se ha encargado personalmente de nuestra protección. ¿No es emocionante?

Pero su voz sonaba seca y burlona.

– Me alegra saberlo -comentó Donnan con sinceridad-. Precisamente la semana pasada esos pillos me asaltaron la caja fuerte. Tuve que liberar a cuarenta hombres para que me devolvieran el contenido. Ya sería hora de que capturaran a los cabecillas.

Alar, incómodo, tragó saliva por detrás de la máscara y miró disimuladamente a su alrededor. Aún no había señales de Thurmond, pero su ojo entrenado identificó a varios policías vestidos de civil, que se iban filtrando lentamente entre la concurrencia. Uno de ellos lo estaba estudiando en silencio desde algunos metros de distancia. Al fin siguió de largo.

– ¿Y por qué no hace algo usted misma,, Su Majestad? -preguntó Donnan- Esos Ladrones están arruinando su imperio.

Juana-Maria sonrió:

– ¿Le parece? Y si lo hacen, ¿qué? De cualquier modo lo pongo en duda. ¿Por qué tengo que hacer nada al respecto? Yo hago lo que me place. Mi padre fue político y soldado. Su gusto fue unir las dos Américas en una sola, durante la Tercera Guerra Mundial. Si nuestra civilización sobrevive unos cuantos siglos más se le concederá sin duda el mérito de haber hecho historia. Por mi parte me gusta, observar, comprender. Soy tan sólo una estudiosa de la historia… una toynbiana por afición. Miro, contemplo cómo se hunde el barco de mi imperio. Si fuera como mi padre emparcharía las velas, remendaría las sogas y buscaría aguas más calmas; pero como soy así debo contentarme con observar y predecir.

– ¿Predice usted la destrucción, señora? -preguntó Shimatsu, entornando los ojos.

– ¿La destrucción de qué? -interrogó a su vez Juana-María-. El alma es indestructible; no hay otra cosa de interés para una anciana como yo. Y si mi canciller piensa destruir todo lo demás…

Y así diciendo encogió sus frágiles hombros. Shimatsu se inclinó, murmurando:

– Si la nueva bomba supersecreta del Imperio es tan eficaz como dicen nuestros agentes, no tendremos defensa contra ella. Y si no tenemos defensa sólo nos resta aguantar el ataque de Haze-Gaunt con nuestro propio ataque, mientras nos sea posible. Además tenemos dos ventajas sobre las fuerzas del Imperio.

"Ustedes están demasiado seguros de que el número está de su parte, a tal punto que nunca se tomaron el trabajo de evaluar las armas a nuestra disposición. Por otra parte suponen que aguardaremos gentilmente a que ustedes elijan el momento. Su Majestad, ¿me permite sugerir que este Imperio está regido, no por la famosa "manada de lobos", sino por niños crédulos?

Donnan se echó a reír estruendosamente.

– ¡En eso está en lo cierto! -gritó- ¡Niños crédulos!

Shimatsu recogió la capa de piel de oso que llevaba al brazo y se la echó sobre los hombros en un gesto definitivo.

– Ahora esto los divierte -murmuró-. Pero cuando se aproxime la hora cero tendrán que prepararse para recibir una sorpresa.

Se inclinó profundamente y se alejó. Alar comprendió que ese hombre había entregado una advertencia de muerte.

– Vaya, ¿no es curiosa esta casualidad? -observó Juana-María-. Hace sólo unos minutos el doctor Talbot me estaba diciendo que el Imperio pasa por un momento similar al que atravesaba el imperio asirio en el año 614 a. de C. Tal vez Shimatsu sabe lo que dice.

– ¿Qué pasó en el año 614 a. de C., doctor Talbot? -preguntó Alar.

– La principal civilización del mundo estalló en pedazos -respondió el toynbiano, acariciándose pensativamente la barba-. Es una historia muy interesante. Por más de dos mil años los asirios lucharon por gobernar el mundo que ellos conocían. Hacia 614 a. de C. el genio asirio dominaba una zona que se extendía desde Jerusalén hasta Lidia. Cuatro años después no quedaba una sola ciudad asiria en pie. Su destrucción fue tan completa que dos siglos más tarde, cuando Jenofonte condujo a sus griegos por las ruinas de Nínive y de Cala, nadie supo decirles quién las había habitado.

– Toda una derrota, doctor Talbot -concordó Alar-. Pero ¿a qué se debe su paralelo entre Asiria y América Imperial?

– Hay ciertos detalles infalibles. El lenguaje toynbiano se habla de "Falla de autodeterminación", "cisma de cuerpo social" y "cisma del alma". Estas fases, naturalmente, siguen a la "época problemática", al "estado universal" y a la paz universal". Paradójicamente, éstas dos últimas señalan en cada civilización el momento de la muerte, aunque en apariencias está- en su apogeo.

Donnan gruñó en tono de duda.

– La Nuclear Asociada cerró a quinientos seis esta mañana. Si ustedes, los toynbianos, creen que el Imperio se viene abajo, deben ser los únicos. El doctor Talbot sonrió.

– Los toynbianos estamos de acuerdo con usted,: pero no tratamos de imponer nuestras opiniones al público, por dos razones: En primer término, los toynbianos nos limitamos a estudiar la historia; no la hacemos. En segundo lugar nadie puede detener una avalancha.

Donnan no pareció convencido.

– Ustedes, los melenudos, se la pasan perdidos en cosas que pasaron hace mucho tiempo. Estamos aquí, en la época actual; en América Imperial, el 6 de junio de 2177. Tenemos al mundo entero en el bolsillo.

– ¡Ojalá tenga usted razón, senador! -replicó el doctor. Talbot, con un suspiro.

– Si puedo intervenir… -dijo Juana-María.

Todos se inclinaron.

– Tal vez al senador le interese saber que durante los últimos ocho meses los toynbianos se han dedicado a un solo proyecto: el reexamen de una tesis primordial, según la cual todas las civilizaciones siguen el mismo camino sociológico, que es inevitable. ¿Me equivoco, doctor Talbot?

– No, Su Majestad. Como cualquier otro ser humano, queremos estar en lo cierto, pero en el fondo deseamos desesperadamente descubrir un error. Nos aferramos de cualquier detalle. Examinamos el pasado para ver si no hubo algunos casos en los que el estado universal no acabara en la destrucción. Buscamos ejemplos de civilizaciones que hayan perdurado a pesar de la estratificación espiritual. Revisamos la historia de la esclavitud en procura de una sociedad esclavista que haya escapado a igual retribución. Comparamos nuestra época problemática, la Tercera Guerra Mundial, con las Guerras Púnicas que redujeron a la esclavitud a la tesonera clase granjera de los romanos; estudiamos también la Guerra Civil de nuestros antepasados norteamericanos sobre la cuestión de la esclavitud. Finalmente recordamos el tiempo que sobrevivió el Imperio Espartano una vez que la guerra del Peloponeso redujo a la servidumbre a su orgullosa soldadesca.

“Buscamos en el pasado comparaciones adecuadas para nuestra dividida alianza entre la veneración a los antepasados que enseñamos a los niños en las escuelas imperiales y el monoteísmo que practican nuestros mayores. Sabemos lo que el espiritualismo dividido lanzó sobre los griegos de Pericles, sobre el Imperio Romano, la incipiente sociedad escandinava, los celtas de Irlanda y los cristianos hestorianos. Comparamos nuestro cisma político actual (los Ladrones contra el gobierno) con las minorías sin representación, aunque fieramente contrarias, que acabaron por barrer al imperio otomano, a la liga austro-húngara y a la sociedad índica, así como a otras varias civilizaciones. Pero hasta ahora no hemos hallado excepciones a ese esquema.

– Usted mencionó varias veces la institución de la esclavitud como si estuviera socabando los cimientos del Imperio -objetó Donnan-. ¿Cómo llega a esa conclusión?

– El surgimiento de la esclavitud en el Imperio equivale precisamente a lo ocurrido en Asiria, Esparta, Roma y los otros imperios esclavistas -respondió Talbot, cauteloso-. No hay cultura capaz de mantenerse en guerra durante varias generaciones sin empobrecer a los campesinos; así es como una buena parte de la población, tanto en el bando de los vencedores como en el de los vencidos, se encuentra sin otro patrimonio que su propio cuerpo. Entonces los más ricos los sujetan con tratos de servidumbre. Puesto que el producto de su trabajo no les pertenece, no tienen medios para mejorarla suerte de su numerosa progenie y engendran una clase de esclavos perpetuos. La población actual del Imperio es de un billón y medio. Una tercera parte de esos habitantes son esclavos.

– Es cierto -aceptó Donnan-, pero en realidad no lo pasan tan mal. Tienen comida suficiente y un sitio donde dormir…, cosa de que no disponen muchos hombres libres.

Juana-María observó con sequedad:

– Naturalmente eso dice mucho en favor de la libre empresa y del sistema esclavista. A fin de comprar pan para sus hijos hambrientos el padre puede venderse siempre al mejor postor. Pero nos estamos saliendo del tema principal, ¿cuáles son sus métodos de evaluación, doctor Talbot? ¿cómo determinan ustedes cuáles son las muestras culturales a tener en cuenta y qué valor se les debe dar?

– El historiador sólo puede evaluar su propia sociedad como medida síntesis de sus componentes microcósmicos -admitió Talbot, tironeándose otra vez de la barbilla-. Puede establecer, cuanto más, una probabilidad en cuanto a la etapa que ha alcanzado dentro del esquema invariable de las civilizaciones. Sin embargo, al estudiar grupo tras grupo, como yo lo he hecho, desde las familias más nobles (con su perdón, Su Majestad) hasta las bandas de esclavos fugitivos en las mal aprovechadas provincias de Texas y Arizona…

– ¿Alguna vez se dedicó a estudiar los Ladrones, doctor? -preguntó Alar, interrumpiéndolo.