"Los Hombres paradójicos" - читать интересную книгу автора (Harness Charles L.)

V LA PROYECCION

Thurmond ordenó serenamente por sobre el hombro

– Disparen contra ellos.

Seis cargas de plomo, lanzadas por la titánica presión del vapor generado por fisión, rebotaron inofensivas contra los tres profesores. Al momento siguiente los sables no estaban ya colgados entre los homínidos. La espada dle Thurmond se lanzaba ya hacia el corazón de Alar.

Sólo una tensa parada de pecho salvó al Ladrón. El teniente y sus hombre, evidentemente escogidos entre los mejores, acorralaron a los dos ancianos contra la pared.

– ¡Alar! -gritó Hlaven- ¡No luches contra Thurmond! ¡La puerta-trampa! ¡Nosotros te cubriremos!

El Ladrón lanzó una mirada angustiosa hacia los profesores. Haven se liberó de la pared y logró reunirse con Alar, que aún estaba milagrosamente indemne. Inmediatamente se echaron contra el costado del piano de cola.

El suelo se hundió bajo ellos.

Lo último que vio Alar fue el cadáver de Corrips al pie de la pared, con un tajo en la cara. Con un aullido de dolor agitó inútilmente su espada contra Thurmond: los batientes de la trampa se cerraron sobre él.

Ya en la semioscuridad del túnel, cavado en la tierra, acosó amargamente a Haven, diciendo:

– ¿Por qué no me dejaste seguir luchando con Thurmond?

– ¿Crees que fue fácil para Micah y para mí, muchacho? -jadeó el profesor, con voz quebrada- Algún día lo entenderás. Por ahora no hay nada que hacer, salvo ponerte a salvo.

– ¿Y Micah? -insistió Alar.

– Ya ha muerto. Ni siquiera podemos enterrarlo. Vamos, ven conmigo.

Se dirigieron a paso rápido hacia el otro extremo del túnel, distante unos setecientos metros. Allí se abría a un callejón sin salida, por detrás de un montón de escombros.

– El escondrijo de Ladrones más próximo está seis calles más allá. ¿Lo conoces?

Alar asintió sin hablar.

– No puedo correr tan velozmente como tú. Tendrás que lograrlo solo. Debes hacerlo. Sin preguntas. Ahora vete.

El Ladrón tocó silenciosamente la manga ensangrentada del anciano. Después se volvió y echó a correr velozmente por el centro de las calles. Corría con facilidad y ritmo, respirando por la nariz dilatada. Lo rodeaban por doquier los rostros flacos y agotados de trabajadores libres y empleados que regresaban de la jornada laboral. Las aceras estaban pobladas de mendigos y vendedores ambulantes, vestidos con harapientas ropas en desuso, pero aún libres.

A trescientos metros de altura rondaban perezosamente de doce a quince helicópteros. Comprendió que una red tridimensional se cerraba sobre él. Probablemente estaban bloqueando las calles, tanto ésa como las laterales. Aún le faltaban dos manzanas.

Tres reflectores se clavaron en el desde los cielos oscurecidos, como un acorde de audible presagio. Tenía que escapar, pero resultaría inútil tratar de esquivar esos rayos. Sin embargo en pocos segundos caerían cápsulas explosivas, y un golpe próximo podía acabar con él.

Notó subconscientemente que las calles habían quedado vacías de pronto. En sus cacerías de Ladrones la policía imperial solía disparar sin preocuparse por lo que ocurriera a los transeúntes.

Era imposible llegar al refugio subterráneo de los Ladrones. Debía esconderse inmediatamente, antes de que fuera demasiado tarde. Lanzó una rápida mirada a su alrededor y halló lo que buscaba: la entrada al submundo de los esclavos. Estaba a cincuenta metros de distancia. Hacia ella se lanzó frenéticamente.

Sabía que por sobre su cabeza habría treinta ojos entornados sobre las miras de las armas, quince dedos se preparaban a oprimir fría y serenamente los gatillos.

Alar se arrojó dentro de la alcantarilla. La cápsula cayó a tres metros de él.

En un segundo estuvo de pie, aturdido y sofocado, pero invisible entre el polvo arremolinado en su torno. A su alrededor caían trozos de ladrillo y adoquín. Dos de los reflectores recorrían nerviosamente los bordes de la nube, cerca de la entrada al submundo. El otro se movía al azar por las proximidades. Ni siquiera lograría llegar a la entrada de los esclavos. Esperó que el reflector se alejara un poco y echó a correr hacia la puerta más cercana.

Estaba cerrada con candado. La golpeó frenéticamente. Por primera vez se sentía… cazado. Y con la sensación de estar acorralado vino una prolongación del tiempo, que aminoró su marcha hasta pasar casi arrastrándose. Alar comprendió que sus sentidos estaban acelerados. Notó varios detalles: sus oídos captaron el chirriar de los coches blindados que giraban en la esquina sobre dos ruedas, provistos de reflectores que barrían la calle entera; vio que el polvo se había asentado y que los reflectores de dos helicópteros recorrían metódicamente la zona. El tercer rayo permanecía inmóvil sobre la entrada a la escalera de los esclavos, constituyendo el único objeto real. Era un claro problema de estímulo respuesta. Estímulo: el observador ve que el objeto entra a un campo circular blanco de tres metros de diámetro. Respuesta: apretar el gatillo antes de que el objeto abandone el campo.

Como un venado despavorido, saltó entre los dos rayos convergentes del coche blindado y corrió hacia las escaleras iluminadas. Por dos veces recibió el golpe de sendos disparos provenientes del coche, pero se trataba de armas cortas y su armadura los absorbió con facilidad. Para cuando pudieran apuntar hacia él el cañón de la torreta…

Ya estaba en la zona iluminada de la escalera, descendiendo apresuradamente hacia el primer rellano. Logró franquear todos los escalones y se aplastó contra la plataforma de cemento. En ese mismo instante una cápsula hizo pedazos la entrada.

Volvió a levantarse y se lanzó por el tramo restante hasta llegar al primer nivel de la ciudad subterránea para esclavos. Sus perseguidores tardarían algunos segundos en abrirse camino por entre los escombros, y esa demora le sería muy ventajosa.

Se apartó cautelosamente de la escalera, apoyado contra la pared, y echó una mirada a su alrededor mientras aspiraba con gratitud ese aire viciado. Allí vivían los esclavos superiores, aquellos que se habían vendido a sí mismos por veinte años, o tal vez menos.

Era la hora en que las guardias nocturnas debían abandonar las viviendas de los esclavos, bajo la dirección de patrullas armadas, para ser llevados a las minas, los campos de labranza, las moliendas o dondequiera lo ordenaba el contratista. Allí trabajarían durante la innombrable parte de sus vidas que debían pasar en esclavitud. Si Alar se mezclaba entre esos grupos sombríos podría franquear las escaleras por detrás del coche blindado y reanudar la búsqueda del escondrijo que le habían indicado. Pero nadie se movía en las silenciosas calles subterráneas.

Todas las hileras de habitaciones para esclavos, a ambos lados de las calles angostas, estaban bien cerradas. Eso no era obra de unos pocos minutos; revelaba varias horas de preparativos por parte de Thurmond. Así debían estar todos los niveles, inclusive las Hileras del Infierno, donde los esclavos enfermos y desgastados trabajaban esposados en eterna oscuridad. De pronto giró sobre sus talones, alarmado. Un coche blindado corría hacia él por la callejuela oscura.

Comprendió entonces que, horas antes, se había emplazado estratégicamente bajo tierra toda la artillería ligera de que Thurmond disponía, más un considerable contingente prestado por Eldridge, del departamento de Guerra, solamente para acabar con él.

Y lo habían obligado a entrar al subterráneo para matarlo. ¿Por qué? ¿Qué lo hacía tan importante? No se debía a que fuera Ladrón, por cierto. Aunque el gobierno albergaba una vengativa amargura contra los Ladrones, aquello era una movilización de fuerzas equivalente a la que se llevaba a cabo para suprimir revoluciones. ¿Qué gigantesco peligro representaba él para Haze-Gaunt?

Haven y Corrips debían saber más al respecto de lo que habían admitido. Si alguna vez volvía a encontrarse con Haven (la posibilidad era remota) tendría varias preguntas que formularle.

Desde la izquierda, por la misma calle, se acercaba otro coche blindado. Casi simultáneamente ambos coches encendieron sus reflectores, cegando a Alar. Se dejó caer a tierra y ocultó la cara en el hueco del brazo. Las dos cápsulas estallaron contra la pared de acero que tenía a sus espaldas; la fuerza de la explosión lo lanzó al centro de la calle, entre los dos coches ya próximos. Tenía la chaqueta hecha harapos y le sangraba la nariz; además la cabeza le daba vueltas. Por lo demás estaba indemne. Decidió permanecer momentáneamente donde estaba.

Uno de los reflectores se movía por sobre la nube de polvo. Alar contempló aquel rayo que brillaba sobre él como un sol que intentara abrirse paso a través de un cielo cubierto. En tanto el polvo se iba asentando también la luz bajaba hacia él. Comprendió que venía marcando el tiempo, aguardanto el momento de alumbrar un cadáver: el suyo. El otro reflector se paseaba a lo largo de la calle. Por lo visto no dejaban pasar la posibilidad de que el disparo no hubiera sido fatal.

Alar examinó el suelo a su alrededor. Sobre el empedrado precariamente cubierto de macadán había ahora abundantes cascotes y una capa de polvo; ningún agujero, ninguna cavidad, ningún objeto lo bastante grande, como para servirle de escondite. La calle estaba abierta a su alrededor; estaba encerrado entre los coches y los edificios. Calculó sus posibilidades de huida y comprendió que no las tenía. Sólo le restaba permanecer agachado en su sitio y confiar. ¿Confiar en qué?. Dentro de pocos segundos el dedo acusador de la luz lo señalaría para que se reiniciara aquel maldito juego.

El juego no sería muy largo.

Echado allí, entre los escombros húmedos y malolientes, Alar deseó con fervor poseer las legendarias siete vidas del gato, para que una de ellas emergiera de entre aquella luminosa nube de polvo, para que avanzara a tropezones entre la neblina. Así podría rendir a los cañones una vida tras otra y ganaría tiempo suficiente para…

¿Qué era eso?

Tras repetidos parpadeos volvió a fijar la vista. Sí, era una silueta. Un hombre de chaqueta desgarrada, como la suya, caminaba tambaleándose entre el polvo. ¿Quién era? No tenía importancia. No tardaría en caer sin vida bajo los disparos. Pero ese hombre tenía perfecta conciencia del peligro. Alar le vio mirar hacia ambos lados, observar los coches de la policía, próximos ya, y echar a correr junto a la pared de acero, en dirección paralela a la calle.

Mientras Alar contemplaba petrificado aquella escena, el coche más alejado disparó contra el extraño e hizo blanco. Al mismo tiempo el otro vehículo pasó a pocos centímetros del Ladrón, listo para la cacería.

¡Y ahora, si el extraño saliera indemne de aquel golpe seguro…! ¡Allá iba! Entre las sombras, apretado contra la pared, el hombre continuó su carrera.

Se oyeron dos nuevas explosiones, casi simultáneas. Aun antes de oírlas Alar corría ya por la calle oscura, en dirección opuesta. Con un poco de suerte llegaría en cuarenta segundos a la escalera que un rato antes custodiaba el primer coche y podría volver a salir. Entonces tendría tiempo para pensar en ese extraño que, involuntariamente quizá, le había salvado la vida.

Tal vez fuera algún tonto que se había filtrado por el bloqueo policial, en lo alto de las escaleras, para encontrarse entre el polvo de las bombas. De inmediato rechazó esa explicación, no sólo porque la vigilancia de la Policía Imperial no lo habría permitido, sino también porque había reconocido aquella cara.

Sí, la había reconocido finalmente, cuando las luces lo enfocaron de lleno. La conocía bien: esa frente ligeramente abombada, los grandes ojos oscuros, los labios casi femeninos… ¡Oh, sí, la conocía!

Era la suya.