"Los Hombres paradójicos" - читать интересную книгу автора (Harness Charles L.)IV LA REDADA Desde su asiento ante el piano de cola, Alar observaba por sobre las hojas de música a sus dos amigos: Micah Corrips, profesor de Etnología, y John Haven, profesor de Biología, ambos completamente absortos en su voluminoso manuscrito. Los grandes ojos de Alar observaron brevemente a los dos sabios para perderse después más allá, entre las desordenadas pilas de libros y papeles, la hilera de esqueletos humanos y semihumanos, la cafetera que hervía lentamente junto a la ventana que daba a la calle. Allá estaba el recinto universitario; un gran camión negro trepaba lentamente en el atardecer, tras una arboleda de cipreses griegos. Se detuvo allí, sin que nadie descendiera. El pulso de Alar se aceleraba lentamente. Tocó cierto acorde en el teclado; los dos hombres lo oyeron, sin lugar a dudas, pero no le prestaron atención. – A ver, Micah, lee eso que tienes allí -dijo Haven el etnólogo. Corrips, hombre corpulento y vigoroso, de ojos azules y simpáticos, sabía dictar su cátedra de modo tan seductor que se le había asignado el gran auditorio de la universidad como salón de clase. Tomó el prefacio y comenzó a leer. – "Podríamos imaginar, si quisiéramos, que en las primeras horas de cierta tarde, en el año cuarenta mil antes de Cristo, la vanguardia de los hombres de Neanderthal llegó al valle del Ródano, donde ahora se alza la ciudad de Lyon. Estos hombres y mujeres, expulsados de sus tierras de caza, allá en Bohemia, por los glaciares que bajaban lentamente, habían perdido una tercera parte de sus compañeros en su marcha hacia el sudoeste, tras cruzar el helado Rin en el invierno anterior. Ya no había niños ni ancianos en el grupo. "Esta gente, proveniente de la Europa oriental, no se caracterizaba por su belleza. Eran morrudos y encorvados: carecían prácticamente de cuello; la nariz presentaba un puente ancho y huidizo y fosas aplastadas. Marchaban con las rodillas flexionadas, apoyando el peso sobre el borde exterior de los pies, tal como lo hacen los antropoides superiores. "Aun así eran mucho más civilizados que el brutal Eoántropo (¿Hombre de Piltdown? ¿Hombre de Heidelberg?) en cuyo territorio penetraban. La única herramienta del Eoántropo consistía en un trozo de pedernal astillado de forma tal que se ajustaba a su mano; le servía al mismo tiempo para escarbar las raíces y para tender alguna emboscada ocasional a los renos. Pasaba su breve y obtusa vida al aire libre. El de Neanderthal, por el contrario, fabricaba lanzas de piedra, cuchillos y sierras. Para eso empleaba con preferencia grandes astillas de pedernal, y no la parte más compacta. Vivía en cavernas y cocinaba sobre una hoguera. Debía tener alguna noción de la vida espiritual y del más allá, pues enterraba a sus muertos con armas y herramientas. El jefe del grupo… " – Perdón, caballeros -interrumpió Alar, serenamente-. Registro ciento cincuenta y cinco. Sus dedos siguieron ondulando sobre el teclado en el segundo movimiento de la Patética. No había vuelto a levantar la vista de los pentagramas desde que mirara por primera vez por la ventana, como respuesta a la cálida aceleración de su extraño corazón. – "El jefe del grupo -prosiguió Corrips-, canoso, pálido e inexorable, se detuvo y olfateó la brisa que venía del valle. Olió sangre de venado a pocos cientos de metros y algo más, un olor desconocido, parecido en cierta forma a la fétida mezcla de mugre, sudor y excrementos que caracterizaba a su propia banda. Haven se levantó, golpeteó suavemente la pipa contra el cenicero que estaba sobre la gran mesa, estiró con languidez de tigre su cuerpo menudo y nervioso y se acercó lentamente a la cafetera puesta a hervir junto a la ventana. Alar, que estaba ya en el movimiento final de la Patética, lo observó con atención. Corrips proseguía con la resonante lectura, sin cambiar la inflexión de su voz, pero Alar sabía que el etnólogo vigilaba a su colaborador por el rabillo del ojo. – "El anciano se volvió hacia la pequeña banda y meneó su espada de pedernal, en señal de que había hallado un rastro. Los otros hombres alzaron las espadas para expresar su acuerdo y lo siguieron en silencio. Las mujeres desaparecieron entre la escasa espesura de la ladera. "Los hombres siguieron por el barranco las huellas del reno; pocos minutos después descubrían tras una mata un grupo formado por un viejo Eoántropo macho, tres hembras de distinta edad y dos niños; todos yacían enroscados, con expresión estupefacta, bajo una cascada de ramas y pedregullo que colgaba del barranco. Bajo la cabeza del viejo se veía la carcaza de un reno medio devorado que manaba todavía un poco de sangre". Alar siguió a Haven con los ojos entornados. El pequeño biólogo se sirvió una taza de café cuya consistencia era la del lodo, le agregó un poco de crema del frigorífico portátil y lo revolvió con aire ausente, sin dejar de mirar por la ventana desde las sombras del cuarto. – "Algún sexto sentido advirtió al Eoántropo del peligro que corría. El viejo macho sacudió sus doscientos cincuenta kilos y se inclinó sobre el reno, mientras buscaba a los intrusos con ojos miopes. No temía más que al "Los invasores los observaron pasmados a través del verde follaje. Notaron en seguida que esos cazadores eran una especie de animal con pretensiones de hombre. Los más inteligentes de los Neanderthalenses, incluyendo al viejo jefe, intercambiaron miradas de colérica indignación. Sin pensarlo más, el jefe avanzó por entre la maleza y alzó su espada con un grito furioso. "Tenía la convicción de que esas ofensivas criaturas eran extrañas y por lo tanto intolerables; cuanto antes los matara más cómodo se sentiría. Lanzó la espada hacia atrás y la baló con toda su fuerza. Pasó a través del corazón del Eoántropo para asomar por el otro lado una punta de quince centímetros". Hlaven se volvió con el ceño fruncido. En el momento en que se llevaba la taza a los labios moduló sin voz estas palabras: "Rayo de audio-búsqueda". Alar comprendió que Corrips había captado la señal, aunque seguía leyendo como si nada ocurriera. – "El bruto que empuñaba aquella espada, enfrentado al problema de un pueblo extraño, había llegado a una solución por una simple respuesta instintiva: primero se mata, después se piensa. "Esta reacción instintiva, vestigio tal vez de la minúscula organización mental de su antepasado insectívoro (¿Zalambdolestes?), que se remonta probablemente al Cretáceo, ha caracterizado a todas las especies de homínidos antes y después de Neanderthal. "La reacción sigue siendo fuerte, como pueden atestiguarlo tristemente las tres guerras mundiales. Si el hombre de la espada hubiese podido razonar en primer término y apuñalar después, sus descendientes habrían alcanzado quizá las estrellas en el curso de pocos milenios. "Ahora queda América Imperial obtiene materiales escindibles directamente de la superficie del sol, los hemisferios del este y del oeste no tardarán en ensayar la superioridad de sus respectivas culturas. Sin embargo esta vez ninguno de los adversarios puede confiar en la victoria, en el punto muerto, ni siquiera en la derrota. "La guerra terminará simplemente porque no quedarán seres humanos para luchar. Cuanto más habrá un centenar de criaturas animalizadas que se ocultarán en los más lejanos corredores de las ciudades subterráneas a lamerse las heridas provocadas por la radiación y compartirán con unas cuantas ratas los cadáveres tan bien preservados, puesto que no habrá bacterias que los descompongan. Pero aun los ghouls [2] son estériles, y en una década más… " En ese momento se oyó un golpe en la puerta. Haven y Corrips intercambiaron una rápida mirada. Haven dejó el café y se dirigió al vestíbulo. Corrips revisó prontamente la habitación, comprobando la posición de los sables que pendían de unas correas entre los esqueletos homínidos, con inocente aspecto decorativo. La voz de Haven dijo desde el vestíbulo: – Buenas tardes, señor. ¿Con quién tengo el gus…? ¡Ah, general Thurmond! ¡Qué agradable sorpresa, general! Lo reconocí de inmediato, pero claro está, usted no me conoce. Soy el profesor Haven. – ¿Me permitiría pasar, doctor Haven? Había algo helado y mortal en aquella voz seca. – ¡Por supuesto! ¡Caramba, si es un honor! ¡Pase, pase! ¡Micah, Alar! ¡Es el general Thurmond, ministro de Policía! Alar comprendió que aquella efusividad enmascaraba un desacostumbrado nerviosismo. Corrips coordinó sus movimientos de modo tal que el grupo se reunió junto a los homínidos. Alar, que lo seguía de cerca, notó que las manos del etnólogo se retorcían sin cesar. ¿Por qué tanto miedo por un solo hombre? Su respeto por Thurmond iba en aumento. El ministro ignoró las presentaciones, aunque atravesó a Alar con una mirada de apreciación. – Profesor Corrips – carraspeó suavemente-, usted leía algo muy peculiar precisamente antes de que yo llamara. Sin duda sabía que teníamos un rayo de audio-búsqueda instalado en el estudio. – ¿De veras? ¡Qué extraño! Estaba leyendo un libro que el doctor Haven y yo estamos escribiendo en colaboración: – Sólo casualmente. En realidad, el tema corresponde al ministro de Actividades Subversivas. Se lo informaré, naturalmente, para que tome las medidas que crea conveniente. Pero lo que me trae aquí es otro asunto. Alar sintió que la tensión subía una octava completa. Corrips respiraba ruidosamente; Haven, en cambio, parecía paralizado. La aguda mirada de Thurmond no habría pasado por alto los sables que colgaban entre los homínidos. – Tengo entendido que estas habitaciones son parte del Ala M; M de mutante. ¿Es así? -preguntó fríamente el ministro. – En efecto -respondió Haven-. Nosotros tres somos consejeros y tutores de un grupo formado por jóvenes muy bien dotados, pero físicamente disminuidos, a quienes no se permite asistir a las clases regulares de la universidad. Mientras hablaba se secó las manos transpiradas en los costados de la chaqueta. – ¿Puedo ver los registros? -preguntó nuevamente Thurmond. Los dos profesores vacilaron. Al fin Corrips se acercó al escritorio y regresó con un libro negro que entregó a Thurmond. Este lo hojeó con aire aburrido, examinando dos o tres fotografías ante las cuales evidenció cierta sombría curiosidad. – Este personaje sin piernas -dijo-, ¿como se gana la vida? El pulso de Alar había ascendido a ciento setenta latidos por minuto. – Acaba de sintetizar una proteína comestible a partir de carbón, aire y agua -respondió Corrips-. Esta fórmula permitirá una nueva curva sigmoidea de crecimiento para la población del hemisferio, con una nueva asíntota treinta y seis por ciento más alta que… – Pero no puede usar armas de fuego, ¿verdad? Alar contempló a los seis policías militares de camisa negra que entraban silenciosamente al cuarto para agruparse detrás de Thurmond. – Claro que no -saltó Corrips-. Su contribución es algo totalmente distinto de… – En ese caso el gobierno no tiene por qué seguir manteniéndolo -interrumpió tranquilamente Thurmond. Arrancó la hoja del libro y se la entregó al oficial más próximo. – Aquí hay otra -prosiguió, mientras estudiaba la página siguiente con el ceño fruncido-. Una mujer sin brazos y con tres piernas. No serviría de nada en una fábrica, ¿verdad? Haven respondió con voz tensa: – La madre era conductora de ambulancias durante la Tercera Guerra Mundial. Esa criatura colaboró con Kennicot Muir en la determinación de las Nueve Ecuaciones Fundamentales que culminaron en la construcción de nuestros solarios sobre la superficie del sol. – Colaboradora de un traidor declarado e incapaz de toda labor manual -murmuró Thurmond, arrancando la página para entregarla al oficial. – ¿Qué va a hacer el teniente con esas hojas? -preguntó Haven, alzando la voz. Mientras tanto acercó la mano, descuidadamente, a la clavícula del esqueleto de Cro-Magnon, a pocos centímetros de los sables. – Vamos a llevarnos todos estos mutantes suyos, profesor. Haven abrió la boca y volvió a cerrarla. Pareció encogerse en su sitio, pero al fin preguntó, vacilando: – ¿Por qué causas, señor? – Por las que ya he dicho. Son inútiles al Imperio. – No es así, señor -respondió lentamente el profesor-. Su utilidad debe ser evaluada teniendo en cuenta los beneficios a largo alcance que proporcionarán a la humanidad… y al Imperio, por supuesto. – Tal vez -replicó el ministro, sin emoción alguna-. Pero no correremos el riesgo. – En ese caso -arriesgó Haven, cauteloso-, en ese caso piensa usted… – ¿Quiere que lo diga con todas las letras? – Sí. – Serán vendidos al mejor postor. Probablemente a un osario. Alar se humedeció involuntariamente los labios pálidos. No era posible, pero estaba ocurriendo: veintidós jóvenes, entre los cerebros más brillantes del Imperio serían eliminados con indiferente brutalidad. ¿Por qué? La voz de Corrips fue apenas un susurro. – ¿Qué quiere usted? – Quiero a Alar -manifestó Thurmond, con voz helada-. Denme a Alar y quédense con los mutantes. – ¡No! -gritó Haven. Clavó los ojos en el ministro, sumamente pálido. Al volverse hacia Corrips vio allí la confirmación de su idea. Alar, mientras tanto, escuchaba su propia voz como si fuera ajena. – Iré con ustedes, por supuesto -decía, dirigiéndose a Thurmond. Haven extendió una mano para detenerlo. – ¡No, muchacho! Tú no sabes de qué se trata. Vales mucho más que veinte o treinta cerebros terráqueos. ¡Si amas a la humanidad, haz lo que te digo! |
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