"Los Hombres paradójicos" - читать интересную книгу автора (Harness Charles L.)III EL CEREBRO Un obsequioso esclavo doméstico, vestido con la librea gris y roja del ministro de Policía, los condujo por un corredor entre arcadas hasta las salas de esgrima. Ante el umbral de la cámara el esclavo les hizo una nueva reverencia y los dejó. Haze-Gaunt señaló un par de sillas y ambos se sentaron sin hacerse notar. Thurmond había visto su entrada desde el centro del gimnasio; los saludó con una inclinación de cabeza y retomó una tranquila conversación con su adversario. Mientras tanto, Keiris admiraba a su pesar el rostro del ministro, que parecía tallado en acero y el torso musculoso, envuelto en una chaqueta de seda y un taparrabos suelto. Hasta ella flotó la voz metálica e indomable. – ¿Conoces las condiciones? – Sí, excelencia -replicó vacilante el adversario, con el rostro cubierto de sudor y los ojos dilatados, vidriosos. – Te lo recuerdo: si transcurridos sesenta segundos estás vivo aún, serás liberado. He pagado casi cuarenta mil unitas por ti; confío en que me los retribuyas. Empéñate a fondo. – Lo haré, excelencia. Keiris se volvió hacia Haze-Gaunt, que permanecía rígidamente erecto en la silla vecina, con los brazos cruzados sobre el pecho. – Dime, Bern, con toda franqueza: ¿no piensas que hoy en día los duelos no son más que un deporte pervertido? ¿no se ha perdido acaso el honor que involucraba? Hablaba en voz muy baja, para que sus palabras no llegaran a oídos extraños. El la escrutó con sus ojos duros e inteligentes, como para averiguar qué grado de seriedad había en su pregunta. Al ver que no era un mero intento de irritarlo, respondió: – Los tiempos han cambiado. Sí, en verdad las tradiciones se han perdido en su mayor parte. La motivación principal no es ya asunto de "cobardía y valor". – En ese caso ha degenerado en un mero rito bárbaro. – De ser así tendrías que responsabilizar a los Ladrones por eso. – Pero ¿fue alguna vez más que eso? – En otros tiempos mereció gran respeto -replicó él, mientras observaba a Thurmond y a su contrincante, que elegían las armas-. Aunque su mayor importancia la tuvo en la antigüedad, el duelo privado de la época actual surgió del duelo judicial. En la Francia del siglo XVI se tomó muy común tras el famoso desafío entre Francisco 1 y Carlos V. Después de eso todos los franceses creyeron su deber emplear la espada en defensa del honor a la menor ofensa. – Sin embargo -insistió Keiris- eso fue en Europa y en los tiempos antiguos. Aquí estamos en América. Haze-Gaunt prosiguió observando a los dos hombros que se preparaban para el combate. Parecía haber olvidado a la mujer; su réplica fue más parecida a un monólogo que a una información para beneficio ajeno. – No hubo rincón del mundo en que el duelo se tomara tan en serio como en América. Se libraban combates bajo cualquier condición, con las armas más inconcebibles. Y casi todos eran fatales. Eso fue lo que llevó a la promulgación de leyes que lo erradicaron hasta el advenimiento del Imperio. Y agregó, volviéndose a mirarla. – No es de extrañar que haya revivido. – Pero ahora ha perdido toda respetabilidad moral -observó ella, haciendo uso de su derecho femenino a establecer su opinión como hecho definitivo-. Es sólo una invitación al asesinato legalizado. – Hay leyes -objetó él-. Nadie está obligado a batirse en duelo. – Como ese pobre diablo -replicó Keiris, señalando hacia el centro del gimnasio, con un relámpago en los ojos. – Como él -afirmó sobriamente Haze-Gaunt-. Ahora calla, que van a comenzar. Estocada, parada, finta, nueva estocada, parada… El ritmo iba Keiris pasó su atención al esgrimista esclavo, notando que el hombre había dejado a un lado su desesperación y se defendía con salvaje precisión. Hasta entonces su nuevo amo no lo había rasguñado. Tal vez en su vida libre había sido un peligroso duelista. Pero una diminuta línea roja apareció sobre el pecho, a la izquierda, como por arte de magia. Y otra en el lado derecho. Keiris contuvo el aliento, con los puños apretados. Thurmond estaba tocando cada una de las seis secciones en las que se divide arbitrariamente el cuerpo del esgrimista, como prueba de que podía matar a voluntad a su adversario. El pobre condenado quedó boquiabierto; sus esfuerzos dejaron de ser científicos para tornarse frenéticos. Al aparecer el sexto corte sobre la parte inferior izquierda del abdomen lanzó un grito y se lanzó de lleno contra su torturador. Antes de que la espada cayera al suelo era ya cadáver. Sonó un gong, indicando que el minuto había pasado. Haze-Gaunt, hasta entonces pensativo y silencioso, se levantó con un breve aplauso. – Bravo, Thurmond, buena estocada. Si no tiene ningún compromiso, me gustaría que me acompañara. Thurmond entregó la espada enrojecida a un esclavo doméstico y se inclinó sobre el cadáver, en reverencia. El hombre estaba sentado bajo una cúpula transparente, en estado de trance. Su rostro quedaba parcialmente oculto a la vista de Keiris por un objeto metálico de forma cónica que pendía desde la parte superior del globo, provisto en su extremo inferior de dos lentes. El hombre tenía la mirada fija en esas dos lentes visoras. Su cabeza era desmesuradamente grande, aun para el cuerpo macizo; en cuanto a la cara, estaba reducida a una repulsiva masa de tejido rojizo y lacerado, desprovisto de facciones definidas. También las manos, desprovistas de vello, presentaban iguales heridas y malformaciones. Keiris se agitó en su asiento, inquieta, entre el semicírculo de espectadores. A su izquierda estaba Thurmond, silencioso e imperturbable. A la derecha, Haze-Gaunt, inmóvil en su silla, con los brazos cruzados sobre el pecho. Era evidente que se estaba impacientando. Más allá estaba Shey, y junto a éste un hombre a quien ella reconoció como Gaines, el subsecretario de Espacio. Haze-Gaunt inclinó ligeramente la cabeza hacia Shey. – ¿Demorará mucho? -preguntó. Su peluda mascota parloteó nerviosamente, corrió por su manga y volvió al hombro. Shey, con una de sus sonrisas perpetuas, alzó una de sus manos regordetas en ademán de advertencia. – Paciencia, Bern. Debemos aguardar a que se terminen de proyectar estas películas microfílmicas. – ¿Por qué? -preguntó Thurmond, con una mezcla de curiosidad e indiferencia. El psicólogo sonrió, benigno. – En este momento el Cerebro Microfílmico está en un profundo trance de aútohipnosis. Si lo expusiéramos a un estímulo exterior desacostumbrado provocaríamos la ruptura de alguna red neural subconsciente, perjudicando seriamente su utilidad como integrador de hechos desconectados al servicio del gobierno. – Extraordinario -murmuró Thurmond, como ausente. – Es realmente extraordinario -afirmó el rollizo psicólogo con amistosa ansiedad-. Aunque desde aquí no podemos verlo, cada uno de sus ojos está observando una película distinta, y cada película pasa a través del visor a la velocidad de cuarenta imágenes por segundo. El promedio aproximado de reversión que presenta la púrpura visual de la retina es de un cuarentavo de segundo; eso equivale al límite máximo de velocidad al que puede operar el Cerebro Microfílmico. Sin embargo, el proceso de pensamiento en sí es mucho más veloz. – Comienzo a comprender -musitó Haze-Gaunt-cómo hace el Cerebro Microfílmico para leer una enciclopedia en una hora, pero sigo sin entender por qué debe trabajar bajo autohipnosis. Shey irradió una sonrisa. – Uno de los rasgos principales que distinguen la mente humana de la de su pequeña mascota, por ejemplo, es la capacidad de pasar por alto las trivialidades. Cuando el hombre común se dedica a resolver un problema excluye automáticamente todo lo que su conciencia cree irrelevante. Ahora bien, esos detalles rechazados, ¿son en verdad irrelevantes? Una prolongada experiencia nos indica que no se puede confiar en la conciencia. Por eso decimos: "Déjeme consultar esto con la almohada". Eso da al subconsciente la oportunidad de someter algo a la atención de la conciencia. – En otras palabras -dijo Haze-Gaunt-, el Cerebro Microfílmico es efectivo debido a que funciona en un plano subconsciente y utiliza la suma total del conocimiento humano en cada problema sometido a su consideración. – ¡Exacto! -exclamó el psicólogo, complacido. – Me parece que están retirando el visor -observó Thurmond. Todos aguardaron, llenos de expectativa, mientras el hombre se erguía en el interior del globo y los miraba fijamente. – ¿Han notado el estado en que tiene las manos y la cara? -murmuró el psicólogo-. Se quemó gravemente en el incendio de un circo. Antes de que yo lo descubriera se presentaba como un simple número de feria. Ahora se ha convertido en el instrumento más útil en mi colección de esclavos. Pero fíjese, Bern, está por analizar algo con Gaine. Escuche, y usted mismo podrá juzgar si vale la pena formularle alguna pregunta. En la cúpula se abrió un panel transparente. El Cerebro se dirigió a Gaines; éste era un hombre alto, de mejillas sumidas. – Ayer -expresó el Cerebro- usted me preguntó si la propulsión de Muir podía adaptarse a la T -veintidós. Creo que se puede. La propulsión Muir convencional depende de la fisión del muirio en americio y curio, cuyo resultado en energía equivale a cuatro billones de ergos por microgramo de muirio por segundo. "Sin embargo, cuando Muir sintetizó el muirio a partir del americio y el curio, en su primer viaje hacia el sol, no llegó a comprender que ese elemento podía sintetizarse también a partir de los protones y de los cuantos de energía, a una temperatura de ochenta millones de grados. Lo mismo ocurre a la inversa. "Si el núcleo de Muirio se escinde a ochenta quintillones de ergos por microgramo, lo que proporcionaría energía suficiente para acelerar rápidamente la T -veintidós hasta una velocidad superior a la de la luz, si no tenemos en cuenta la teórica limitación que impide superarla. Gaines parecía vacilar. – Es demasiada aceleración para la carga humana -observó-. El límite es de diez u once Gs, aun con un abdomen envasado a presión. – Es un problema interesante -admitió el Cerebro-. Tal como la congelación lenta, unas cuantas Gs podrían quebrar y destruir la célula viva. Pero, por el contrario, unos cuantos millones de Gs, administrados – Probablemente usted está en lo cierto. Instalaré una propulsión Muir, con el sistema de conversión adecuado, a ochenta millones de grados. Así teminó la conversación. Gaines saludó al grupo con una reverencia y se retiró. Shey volvió hacia Haze-Gaunt su rostro entusiasta. – Un ser notable, el Cerebro, ¿verdad? – ¿Le parece? También yo podría hacer otro tanto si mezclara algunos informes de periódicos viejos con un poco de supuesta ciencia y de charlatanería. Me pregunto qué haría si yo lo interrogara sobre algún tema que sólo yo conozco. Mi pequeña mascota, por ejemplo. Y acarició al simio encaramado a su hombro. Aunque no se había dirigido en realidad al Cerebro, éste replicó de inmediato con voz monocorde: – La mascota de Su Excelencia parece ser un tarsero espectral. – ¿Parece? Ya has perdido al vacilar. – Sí, parece ser un – Todo eso es obvio para cualquier observador minucioso -replicó Haze-Gaunt-. Supongo que lo tomas por un fémur en mutación que evoluciona hacia los primates. – Nada de eso. – ¿No? ¿Pero sí por animal terrestre? – Es muy probable. El Canciller se aflojó en el asiento, mientras pellizcaba distraídamente las orejas de su mascota. – En ese caso puedo enseñarle un par de cosas -dijo, con voz ominosamente fría-. Esta criatura fue rescatada de las ruinas de una nave cuyo origen, es casi seguro, era el espacio exterior. Es la prueba viviente de una raza en evolución, notablemente parecida a la nuestra. Y agregó, volviéndose lánguidamente a Shey: – Ya ve usted, este hombre no puede ayudarme. Es un fraude. Debería hacerlo matar. – Sé del naufragio al que usted se refiere -intervino el Cerebro, siempre calmo-. A pesar de su funcionamiento extraño, desconocido aún en la Tierra, con la posible excepción del mecanismo que acabo de explicar a Gaines para el T-veintidós, hay otras pruebas que indican un origen terráqueo de esa nave. – ¿Cuáles son esas pruebas? -preguntó Haze-Gaunt. – Su mascota. No es un tarsioide evolucionado hacia el primate, sino una especie humana que ha degenerado hacia el tarsioide. Haze.Gaunt no replicó palabra. Se limitó a acariciar la frágil cabeza del animalillo, que echaba temerosas miradas hacia el Cerebro por encima de su hombro. – ¿De qué habla el Cerebro? -susurró Shey. Haze-Gaunt, sin prestarle atención, bajó nuevamente la vista hacia el Cerebro. – Como comprenderás -le dijo-, no puedo permitir que me contradigas sin pedirte explicaciones. El tono de su voz se estaba tornando más áspero. El Cerebro respondió, sin apresurarse: – Piense en la ballena y la marsopa. Parecen estar tan adaptadas a la vida en el mar como el tiburón, o quizá más que él. Sin embargo sabemos que no son peces, sino mamíferos, puesto que tienen sangre caliente y respiran aire. Por medio de tales remanentes evolucionarlos sabemos que sus antepasados conquistaron la tierra seca para regresar más tarde al agua. Lo mismo ocurre con su mascota. En otros tiempos sus antecesores fueron humanos, tal vez más que eso, y habitaron la Tierra… Haze-Gaunt apretó los labios hasta convertirlos en una delgada línea blanca. El Cerebro continuó sin pausa: – Sólo habla cuando está a solas con usted, y entonces le ruega que no se vaya. Es todo cuanto dice. Haze-Gaunt se volvió hacia Keiris sin girar la cabeza, preguntando: – ¿Lo has oído, por casualidad? -No -mintió ella. – Tal vez tienes algún extraordinario poder de síntesis de hechos -reconoció Haze-Gaunt, dirigiéndose al Cerebro-. Supongamos, por lo tanto, que te pregunto por qué esta bestezuela me niega que no me marche, si no tengo intenciones de abandonar el Imperio. – Porque puede prever el futuro hasta ese punto -afirmó el Cerebro, con su voz monocorde. Haze-Gaunt no dio señales de creerlo ni de rechazarlo; se frotó el labio inferior con el pulgar y contempló pensativamente al esclavo. – No descarto la posibilidad de que seas un fraude. Sin embargo hay un asunto que me preocupa desde hace tiempo. Tal vez mi futuro y hasta mi vida dependan de la respuesta a esa pregunta. ¿Puedes decirme tanto la pregunta como su respuesta? – ¡Oh, vamos, Bern! -protestó Shey- Después de todo… Pero el Cerebro lo interrumpió a su vez: – El gobierno de la América Imperial -entonó- querría lanzar un ataque sorpresivo a la Federación Oriental en un plazo de seis semanas. El Canciller desea saber si habrá factores desconocidos para él que le obliguen a postergar ese ataque. Haze-Gaunt se inclinó hacia adelante, con el cuerpo en tensión. Shey ya no sonreía. – Tal es la pregunta -admitió el Canciller-. ¿Y su respuesta? – Existen en verdad factores que podrían requerir la postergación de ese ataque. – ¿De verás? ¿Cuáles son? – Uno de ellos me es desconocido. La respuesta depende de datos al presente ignorados. – Conseguiré esos datos -dijo Haze-Gaunt, con interés creciente- ¿Qué te hace falta? – Un análisis bien realizado de cierta sección de la carta estelar. Hace cuatro años la Estación Lunar comenzó a enviarme películas microfílmicas de ambos hemisferios celestes tomados por segundo exacto. Una de estas placas es de especial interés, y opino que lo que muestra puede tener importancia para las civilizaciones futuras. Debería ser inmediatamente analizada. – ¿Importancia en qué sentido? -preguntó HazeGaunt. – No lo sé. – ¿Eh? ¿Por qué no? – Su conciencia no puede profundizar en el subconsciente -explicó Shey – Muy bien. liaré que el personal de la Estación Lunar se dedique a eso. – Cualquier examen de rutina resultará inútil -advirtió el Cerebro-. Sólo puedo recomendar a dos o tres astrofísicos que son capaces de efectuar el análisis necesario. – Nómbrame uno. – Ames; recientemente lo han agregado al personal del Subsecretario Gaine. Tal vez éste acceda a… – Accederá -replicó brevemente Haze-Gaunt-. Ahora bien, tú hablaste de "factores", en plural. Presumo que la placa estelar no es el único. – Hay otro factor de incertidumbre -dijo el Cerebro-. Involucra la seguridad personal del Canciller, así como la de los ministros; pesa, en consecuencia, sobre el problema de posponer el ataque. Haze-Gaunt miró con agudeza al hombre sentado dentro del globo. El Cerebro le devolvió la mirada con ojos de basilisco. El Canciller tosió. – Ese otro factor. El Cerebro retomó plácidamente el tema. – La criatura más poderosa de la Tierra, al presente (no puedo referirme a ella con el término de hombre), no es ni el Canciller Lord Haze-Gaunt ni el Dictador de la Federación Oriental. – No me dirás que es Kennicot Muir -dijo Haze-Gaunt, sarcásticamente. – La criatura a la que me refiero es un profesor de la Universidad Imperial, llamado Alar; posiblemente debe su nombre a su alada mente. Es un Ladrón, según todas las probabilidades, pero eso no tiene importancia. Ante la palabra "Ladrón" Thurmond se interesó. – ¿Por qué resulta tan peligroso? -preguntó-. El mismo código de los Ladrones los limita a defenderse. – Alar parece ser un mutante con grandes poderes físicos y mentales en potencia. Si alguna vez descubre que los posee, considerando su presente punto de vista político, ningún ser humano de la Tierra estará a salvo de él, con código o sin él. – ¿Y en qué consisten esos poderes en potencia? -inquirió Shey- ¿Es hipnotizador? ¿Telequineta? – No lo sé -admitió el Cerebro-. Sólo puedo decir que me parece peligroso; el porqué es cosa aparte. Haze-Gaunt pareció perderse en sus pensamientos. Al fin dijo, sin levantar la vista: – Thurmond, y usted, Shey, ¿quieren estar en mi despacho dentro de una hora? Que vaya también Eldridge, el de la Oficina de Guerra. Keiris, regresa a tus habitaciones en compañía de tus guardaespaldas. Te llevará toda la tarde vestirte para el baile de le Emperatriz. Pocos minutos después los cuatro salían de la sala. Keiris se volvió para echar una última mirada; los ojos enigmáticos y fijos del Cerebro Microfilmico la dejaron preocupada. Por medio del código que habían preparado juntos, hacía ya mucho tiempo, el esclavo le había estado diciendo que debía prepararse para recibir a un Ladrón en sus habitaciones, esa misma noche, y protegerlo de sus perseguidores. Y Haze-Gaunt esperaba que esa noche se presentara con él en el baile de máscaras. |
||
|