"Los Hombres paradójicos" - читать интересную книгу автора (Harness Charles L.)

II LA DAMA Y EL TARSERO [1]

La mujer, sentada frente al espejo, se cepillaba en silencio la cabellera negra. Aquellas largas hebras lustrosas lanzaban destellos azulados bajo el resplandor de la lámpara, su misma abundancia formaba un marco contrastante con el rostro, pues acentuaba la blancura de la piel y la palidez de sus labios y mejillas. La cara era tan fría y serena como vibrante y cálido el pelo. Pero los ojos eran distintos: grandes y negros, llenaban de vida las facciones para armonizarlas con la cabellera. También ellos centelleaban a la luz de la lámpara, pero a la mujer le era imposible velarlos como sabía velar el rostro; sólo podía ocultarlos en parte bajo las pestañas entornadas. Y eso hacía en ese momento, para beneficio del hombre que tenía de pie a su lado.

– Tal vez te interese conocer la última oferta -dijo Haze-Gaunt.

Aparentaba jugar perezosamente con los colgantes de esmeralda de la lámpara, pero ella sabía que todos sus sentidos estaban a la caza de su más ligera reacción. El hombre agregó:

– Ayer Shey me ofreció dos billones por ti.

Unos pocos años antes ella se habría estremecido ante esa frase, pero ahora…

Siguió cepillando su pelo negro con golpes largos y rítmicos. Sus serenos ojos oscuros buscaron la cara de él en el espejo.

El rostro del Canciller de América Imperial era distinto a todos los rostros de la Tierra. Aunque el cráneo estaba afeitado por completo, el pelo incipiente revelaba una te alta y amplia, bajo la cual brillaban los ojos hundidos, duros e inteligentes. La nariz aguileña presentaba una ligera irregularidad, como si en algún momento se la hubiera quebrado. Sus mejillas eran anchas, pero la carne estaba bien extendida sobre los huesos, limpia y sin heridas, con excepción de una cicatriz casi invisible en la barbilla prominente. Ella conocía bien sus ideas sobre el duelo: los enemigos debían ser ejecutados limpiamente y sin riesgos innecesarios por especialistas en el arte. Era valiente, pero no cándido. En cuanto a la boca, en otro hombre podría haber parecido firme, pero en contraste con aquellas facciones resultaba vagamente petulante. Revelaba al hombre que lo tenia todo… sin tener nada.

Pero tal vez lo más notable era aquel diminuto simio de enormes ojos, encaramado a su hombro, eternamente asustado; parecía comprender cuanto el hombre decía.

– ¿No te interesa? -preguntó Haze-Gaunt, sin sonreír, mientras alzaba la mano en un gesto inconsciente para acariciar a su pequeña mascota encogida.

Jamás sonreía, y muy pocas veces se le había visto fruncir el ceño. Una disciplina férrea defendía aquel rostro de lo que él consideraba emociones pueriles. Sin embargo no lograba ocultar sus sentimientos a esa mujer.

– Claro que me interesa, Bern. ¿Han llegado a algún trato sobre mi persona?

Si Haze-Gaunt se sintió desairado no dio señal alguna de ello, aparte de una imperceptible tensión en los músculos de la mandíbula. Pero ella sabía que le habría gustado arrancar las borlas de la pantalla y arrojarlas al otro lado de la habitación. Prosiguió cepillándose el pelo en impertérrito silencio; sus ojos calmos miraban fijamente a los otros, reflejados en el cristal. El observó:

– Tengo entendido que hoy dijiste algo a un hombre que pasaba por la calle. Esta mañana, cuando los esclavos de la silla te traían a casa.

– ¿De veras? No recuerdo. Tal vez estaba ebria.

– Algún día -murmuró él-, algún día te venderé a Shey. El adora los experimentos. Me pregunto qué hará contigo.

– Si quieres venderme, véndeme.

El curvó apenas los labios, diciendo:

– Todavía no. Después de todo, eres mi mujer.

Lo dijo sin sentimientos, pero en la comisura de su boca hubo un leve dejo de burla.

– ¿Ah, sí? -replicó ella, sintiendo el rostro súbitamente arrebatado; el espejo reflejó el intenso rosado que le trepaba hacia las orejas- Creía que era tu esclava.

Los ojos de Haze-Gaunt centellearon en el espejo. Había notado el rubor en sus mejillas, cosa que provocó en ella una secreta cólera. Esos eran los momentos en que él disfrutaba la venganza contra su esposo… su verdadero esposo.

– Es lo mismo, ¿no?

La leve burla se había transformado sutilmente en una vaga complacencia. Ella estaba en lo cierto: Haze-Gaunt se había anotado un punto y disfrutaba de él.

– ¿Por qué te molestas en informarme dula oferta de Shey? Ya sé que te procuro demasiado placer para que me trueques por un poco más de riqueza. Ese dinero no calmará tu odio.

La ligera curva de sus labios dejó paso nuevamente a la línea aguda de la boca. Sus ojos se clavaron en los de la mujer a través del espejo.

– Ya no necesito odiar a nadie -replicó.

Eso era cierto y ella lo sabía, pero se trataba de una verdad engañosa.

No necesitaba odiar a su esposo porque ya lo había aniquilado. No necesitaba odiar, pero aún odiaba. Envidiaba como nunca el éxito del hombre que ella amaba, y eso no cesaría jamás. Por eso la había hecho su esclava: porque era la bienamada del hombre a quien odiaba y, por lo tanto, en revancha contra el muerto.

– Siempre ha sido así -repuso ella, sosteniéndole la mirada.

– Ya no necesito odiar a nadie -repitió Haze-Gaunt con lentitud, remarcando las últimas palabras como para que ella captara su intención-. No puedes negarte al hecho de que te poseo.

Deliberadamente, la mujer lo dejó sin respuesta. En cambio pasó el cepillo de una mano a la otra con un gesto lánguido al que dio un aire insolente, mientras se decía: "Crees que no escapo porque no puedo, que estoy contigo porque no tengo otra salida. ¡Qué poco sabes, Haze-Gaunt!"

– Algún día -murmuró él- te venderé realmente a Shey.

– Ya lo dijiste.

– Quiero hacerte entender que lo digo en serio.

– Hazlo cuando quieras.

Sus labios volvieron a curvarse al responder:

– Lo haré. Pero aún no. Cada cosa a su tiempo.

– Como tú digas, Bern.

El televisor emitió un zumbido. Haze-Gaunt se inclinó y oprimió bruscamente la llave de

"Recepción": inmediatamente se oyó una risita nerviosa. Puesto que la pantalla estaba instalada en la intimidad del boudoir, tenía un botón de funcionamiento manual que debía permanecer apretado para que la imagen operara en ambos sentidos. El canciller pulsó el botón, pero la pantalla permaneció en blanco.


– ¡Ah! -exclamó en un carraspeo la voz de quien llamaba- ¡Bern!

Era Shey.

– Vaya, vaya, el conde Shey.

Haze-Gaunt miró a la mujer, que había dejado caer el cepillo en la falda para ajustarse la bata al oprimir él el botón.

– Tal vez -agregó- llama para aumentar su generosa oferta, Keiris. Pero me mantendré firme.

Keiris no replicó. Shey, al otro lado de la línea, lanzaba exclamaciones quejumbrosas, tal vez más por lo inesperado de ese saludo que por la confusión. Sin embargo ella comprendió la sutileza que ocultaba el comentario de Haze-Gaunt: además de lanzar otro dardo hacia ella servía para comunicar a Shey que ella estaba presente y que, por lo tanto, debía mostrarse discreto.

– Bien, Shey -dijo bruscamente Haze-Gaunt-, ¿a qué obedece su llamada?

– He tenido un desdichado encuentro durante la noche. -¿Cómo?

– Con un Ladrón.

Shey se detuvo para esperar el dramático efecto de sus palabras, pero Keiris notó que en la cara del Canciller Imperial no se movía un solo músculo. Su única reacción consistió en una serie de rudas caricias al pequeño animal que llevaba al hombro. El pequeño simio se estremeció y dilató los ojos, más asustado que nunca.

– Me lastimó la garganta -prosiguió Shey, al ver que no habría comentarios-. Mi médico particular me ha estado atendiendo toda la mañana.

Soltó un suspiro y agregó:

– Nada serio, ningún dolor interesante; sólo una molestia. Y, claro está, un vendaje que sólo sirve para darme un aspecto ridículo.

Keiris pensó, secretamente divertida, que a eso se debía la falta de imagen: Shey era demasiado vanidoso para aparecer así en pantalla.

A continuación vino un rápido recuento del ataque y la huida del Ladrón, en todos sus detalles. Por lo visto la garganta de Shey se había recobrado lo bastante como para no estorbar el suave fluir de las palabras. Acabó su narración solicitando al Canciller que se encontrara con él, algo después, en la Sala del Cerebro Microfílmico.

– De acuerdo -aceptó Haze-Gaunt, y apagó el visor.

– Ladrones -dijo la mujer, retomando el cepillo.

– Criminales.

– La Sociedad de Ladrones -musitó Keiris- es la única fuerza moral de América Imperial. ¡Qué extraño! Derruímeo nuestras iglesias y dejamos que los Ladrones se encarguen de nuestras almas.

– Las víctimas rara vez manifiestan un despertar espiritual -replicó Haze-Gaunt en tono seco.

– No es de extrañar -repuso ella-. Esos pocos perjudicados que lloran por las chucherías perdidas no saben ver la salvación que eso representa para la humanidad.

– Importa muy poco qué uso de la Sociedad a su botín; recuerda que está constituida por vulgares Ladrones. Se trata de casos policiales.

– ¡Casos policiales! Precisamente ayer al ministro de Actividades Subversivas hizo una declaración pública, manifestando que si no se los aniquilaba en el curso de otra década…

– Lo sé, lo sé -interrumpió Haze-Gaunt, tratando de cortar la frase.

Pero Keiris no se dejó acallar.

Que si no los aniquilaban en el curso de otra década destruirían el presente equilibrio "beneficioso" entre hombres libres y esclavos.

– Y tiene toda la razón.

– Tal vez, pero dime: ¿es cierto que mi esposo fundó La Sociedad de Ladrones?

– ¿Tu ex-esposo?

– No te andes con evasivas. Sabes de quién hablo.

– Sí, sé de quién hablas.

Por un fugaz instante la cara de Haze-Gaunt, completamente inmóvil, pareció transformarse en algo detestable. Guardó silencio por largo rato. Al fin dijo:

– Es una historia muy interesante. En su mayor parte la sabes tan bien como yo.

– Tal vez sé menos de lo que crees. Sé que tú y él eran enemigos irreconciliables en la Universidad Imperial, en la época de estudiantes; tú creías que él se esforzaba deliberadamente en ser mejor que tú, en derrotarte en las competencias universitarias. Tras la graduación todo el mundo parecía opinar que sus investigaciones eran algo más brillantes que las tuyas. Y en cierto momento hubo algo sobre un duelo, ¿verdad?

A Keiris le sorprendía el hecho de que los duelos hubieran vuelto a imponerse, con armas mortales y regidos por una severa etiqueta, en una civilización tan fríamente científica como la presente. Naturalmente muchos habían racionalizado ese hecho. La actitud oficial se limitaba a la resignación; las leyes lo prohibían, sin duda, pero ¿qué podía hacer el gobierno si la gente persistía en ese práctica ridícula? Sin embargo, Keiris sabía que bajo las apariencias legales el duelo era secretamente alentado. Muchos funcionarios se vanagloriaban públicamente de practicarlo, y explicaban que servía para instilar un espíritu saludable y vigoroso en la aristocracia. Sostenían que la época de los caballeros había renacido. Pero bajo todo eso, sin que nadie lo mencionara, existía la sensación de que los duelos eran necesarios para la preservación del estado. La Sociedad de Ladrones había vuelto a hacer de la espada un instrumento básico para la supervivencia y la última defensa de los déspotas.

Como su pregunta no había sido contestada, insistió:

– Lo desafiaste a un duelo, ¿no fue así? Y después desapareciste por varios meses.

– Disparé el primero… y fallé -respondió brevemente Haze-Gaunt-. Muir, con esa insufrible magnanimidad que le era característica, apuntó al aire. Los policías imperiales que nos estaban observando nos arrestaron. Muir salió bajo libertad condicional. En cuanto a mí, me condenaron y me vendieron a una gran huerta.

"Una huerta hidropónica subterránea, mi querida Keiris, no es el paraíso campestre del siglo XIX. Pasé casi un año sin ver el sol. A mi alrededor maduraban las manzanas pero a mí me alimentaban con una basura que hasta las ratas habrían desdeñado. Unos pocos compañeros esclavos trataron de robar fruta, pero los sorprendieron y los mataron a latigazos. Yo me anduve con cuidado y pude esperar.

– ¿Esperar? ¿Esperar qué?

– La oportunidad de huir. Lo hacíamos por turnos, sobre planes minuciosamente preparados; con frecuencia teníamos éxito. Pero el día antes de que me llegara el turno fui comprado y puesto en libertad.

– ¡Qué suerte! ¿Quién fue?

– El certificado hablaba de "personas desconocidas", pero sólo pudo ser Muir. Había estado especulando, ahorrando y pidiendo prestado durante meses para lanzarme a la cara ese gesto definitivo de despectiva piedad.

El pequeño simio percibió la helada furia de su voz y corrió atemorizado por la manga de su chaqueta, hasta detenerse en el dorso de su mano. Haze-Gaunt lo acarició con el índice enroscado. En el cuarto no se oyó más que el suave roce de pelo y cepillo, en tanto Keiris proseguía con su silenciosa tarea, maravillada por la amargura demente que podía despertar un simple acto humanitario.

– Era insoportable -afirmó Haze-Gaunt-. Entonces decidí que dedicaría el resto de mi vida a la destrucción de Kennicot Muir. Podría haber contratado un asesino, pero quería matarlo con mis propias manos. Mientras tanto me dediqué a la política y progresé con rapidez. Sabía usar a la gente. El año pasado bajo tierra me había enseñado que por medio del temor se obtienen muchas cosas.

"Pero ni siquiera en esa nueva carrera pude escapar a Muir. El día en que me nombraron Secretario de. Guerra, Muir descendió en la luna.

– Supongo -dijo Keiris, borrando cautelosamente el sarcasmo de sus palabras que no lo acusarás de haber planeado deliberadamente esa coincidencia.

– ¿Qué importa si fue deliberado o no? La cosa es que fue así. Y eso no fue todo. Pocos años después, en la víspera de las elecciones que debían convertirme en el Canciller de América Imperial, Muir regresó de su viaje al sol. -

– Fue un momento de entusiasmo para el mundo entero, por cierto.

– También lo fue para Muir. Como si el viaje en sí no fuera suficiente para sacudir al populacho anunció un importante descubrimiento. Había hallado un medio para contrarrestar la tremenda gravedad solar mediante la constante síntesis de la materia solar en un notable combustible de fisión, a través de un mecanismo antigravitatorio. Una vez más fue el mimado de la Sociedad Imperial… y mi gran triunfo político quedó en la nada.

Keiris no se extrañó por la amargura oculta en esas palabras; le era muy fácil comprender el resentimiento que Haze-Gaunt habría experimentado en ese momento y el que aún sentía. Había llegado a ser un político de éxito en el preciso instante en que Muir se convertía en el héroe público. El contraste no resultaba halagüeño. El entrecerró los ojos y prosiguió:

– Pero mi paciencia debía tener al fin su recompensa. Fue hace exactamente diez años. Muir acabó por caer en la temeridad de diferir conmigo en un asunto estrictamente político: supe entonces que debía matarlo en seguida si no deseaba que me eclipsara para siempre.

– Es decir, debías hacerlo matar.

Ella había pronunciado las palabras sin parpadear siquiera.

– No, quería hacerlo yo, personalmente.

– Pero no en duelo, por cierto.

– Por cierto que no.

– No sabía que Kim hubiese intervenido nunca en la política -murmuró Keiris.

– El no lo consideraba desde el punto de vista político.

– ¿En qué consistió el entredicho?

– Fue así: tras establecer las estaciones solares Muir insistió en que América Imperial siguiera su criterio personal en el empleo del muirio.

– ¿Y cuál era esa política? -le urgió Keiris.

– Deseaba que la producción se empleara en mejorar el nivel de vida del mundo entero y para liberar a los esclavos; en cambio yo, el Canciller de América Imperial, sostenía que ese material era necesario para la defensa del Imperio. Le ordené regresar a la Tierra y presentarse ante mí en la cancillería. Nos entrevistamos a solas en la oficina interior.

– Kim estaría desarmado, ¿verdad?

– Por supuesto. Cuando le dije que era enemigo del estado y que era mi deber matarlo se echó a reír.

– Y tu le disparaste.

– Al corazón- Cayó. Salí del despacho para ordenar que se llevaran el cadáver, pero cuando volví con un esclavo doméstico él… o su cadáver… había desaparecido. Tal vez se lo llevó un camarada. Tal vez no lo maté. ¿Quién sabe? De cualquier modo, al día siguiente comenzaron los robos.

– ¿Fue acaso el primer Ladrón?

– No lo sabemos con certeza, por supuesto. Sólo sabemos que todos los Ladrones parecen invulnerables a las balas de la policía. Si Muir llevaba puesta o no esa pantalla protectora cuando le disparé, no lo sabré jamás.

– ¿En qué consiste esa pantalla? Kim nunca me habló de ella.

– Tampoco lo sabemos. Los pocos Ladrones que hemos cogido vivos no lo saben explicar. A las instancias de Shey han indicado que son un campo de respuesta a la velocidad, basado eléctricamente en el esquema encefalográfico de cada uno, y que se alimenta de sus ondas cerebrales. Lo que hace es expandir el impacto de la bala sobre una zona más amplia. Convierte el momento de esa fuerza en el momento que tendría el mismo golpe dado por una almohada.

– Pero la policía ha matado a Ladrones que llevaban la pantalla protectora, ¿no es así?

– En efecto. Tenemos cañones Kades semiportátiles que disparan rayos de calor de corto alcance. Y también, por supuesto, simple artillería con cápsulas atómicas explosivas; la pantalla permanece intacta, pero el Ladrón muere en poco tiempo debido a las heridas internas. Ahora bien, el arma principal es una que conoces bien.

– La espada.

– Exactamente. Puesto que la resistencia de la pantalla es proporcional a la velocidad del proyectil no ofrece protección alguna contra las cosas que se mueven con lentitud, comparativamente hablando, tales como la espada, el cuchillo o incluso la cachiporra. Y a propósito de espadas: tengo un compromiso con el ministro de Policía antes de encontrarme con Shey. Vendrás conmigo y presenciaremos la práctica esgrimista de Thurmond por unos minutos.

– No sabía que tu cacareado ministro de Policía necesitaba práctica. ¿No es acaso la mejor espada del Imperio?

– La mejor, sin duda alguna. Es la práctica lo que le ayuda a serlo.

– Una pregunta más, Bern. Como ex esclavo, ¿no deberías estar por la abolición de la esclavitud y no en su favor? Haze-Gaunt replicó sardónicamente:

– Quienes han luchado con todas sus fuerzas contra su propia esclavitud pueden saborear mejor el éxito mediante la esclavitud de otros. Repasa la historia.