"Los Hombres paradójicos" - читать интересную книгу автора (Harness Charles L.)I NUDO CORREDIZO PARA UN PSICÓLOGO Tras el antifaz un par de ojos atisbaba en la semipenumbra de la habitación. Detrás de aquellas puertas metálicas se ocultaban las joyas de la Casa de Shey, un montón centelleante que compraría la libertad de cuatrocientos hombres. Cualquier error que cometiera en ese momento lanzaría un verdadero infierno sobre aquel enmascarado. Pero fuera, en la gran ciudad, empezaba a romper el alba, obligándolo a actuar con celeridad. Debía avanzar hacia aquella puerta de puntillas, acercar la diminuta caja de voces al centro de la gran roseta de bronce y apoderarse de la fortuna encerrada allí, para desaparecer de inmediato. La esbelta figura de antifaz negro se recostó contra la pared, de donde colgaban tapices bordados en oro y platino, y escuchó con atención. Primero, el ritmo de su extraño corazón; después, el mundo que lo rodeaba. Desde el otro extremo de la habitación, distante unos seis metros, subía y bajaba el ronquido leve y complacido del conde Shey, psicólogo imperial a ratos, pero más famoso por sus riquezas y su diletantismo. Su amplio estómago debía estar lleno aún de faisán y borgoña cosecha 1986. Los labios de Alar se curvaron amargamente bajo la máscara. A través de la puerta cerrada a sus espaldas le llegaba el susurro de un mazo de barajas y las voces apagadas de los custodias personales de Shey, que llenaban el cuarto. No se trataba de siervos esclavos, privados de todo voluntad, sino de soldados duramente adiestrados, que recibían una excelente paga; todos eran muy veloces con la espada. Alar crispó inconscientemente la mano sobre la empuñadura de su propio sable; su respiración se hizo más rápida aún. Ni siquiera un diestro Ladrón como él podía hacer frente a seis de los guardias que Shey se costeaba. Sus últimos años de vida habían sido tiempo prestado; era una suerte que esta misión no involucrara derramamiento de sangre. Silencioso como un gato, se deslizó hasta la puerta de bronce, mientras sacaba el pequeño cubo del saco que llevaba a la cintura. Sus dedos sensibles encontraron el centro de la roseta, donde se ocultaba la cerradura vocal. Al oprimir el cubo al frío metal percibió un leve chasquido; entonces sonaron las palabras grabadas en la aguda voz de Shey, casi inaudibles; les habían sido robadas una a una, día por día, en el curso de las semanas anteriores. Volvió a guardar el cubo y aguardó. Nada. Por un largo instante Alar permaneció inmóvil; sentía la garganta seca y los sobacos mojados. Quizá la Sociedad le había proporcionado una clave vocal fuera de uso o, había una variante insospechada. Fue entonces cuando reparó en dos detalles. En primer lugar fue el ominoso silencio de la sala y del cuarto de los guardias. Pero además habían cesado los ronquidos provenientes de la cama. El instante siguiente se alargó, infinito, hacia su culminación. Era evidente que la señal incorrecta había activado alguna alarma invisible. Aun mientras su cerebro trabajaba en frenética urgencia, imaginó por un momento el rostro duro y alerta de los quinientos policías imperiales, que ya habrían encaminado hacia esa zona los patrulleros a chorro. Desde la sala le llegó un leve y vacilante arrastrar de sandalias. Comprendió al momento que los guardias estaban desconcertados por la posibilidad de que su intervención pusiese en peligro al amo. Pero no tardarían en gritar. Llegó de un solo salto a la puerta que comunicaba el dormitorio con el cuarto de la guardia y la cerró violentamente con los cerrojos electrónicos. Al otro lado se alzaron voces coléricas. – ¡Traigan una fresa a rayos! -gritó alguien. La puerta caería en poco tiempo. Simultáneamente sintió un fuerte golpe en el hombro izquierdo y el dormitorio se iluminó súbitamente, Giró sobre sí, agachado, para observar fríamente al hombre que le había disparado desde la cama. La voz de Shey era una extraña mezcla de somnolencia, alarma e indignación. – ¡Un Ladrón! -exclamó, arrojando el revólver-. Estas armas no sirven de nada contra la pantalla que les rodea el cuerpo. Y aquí no tengo espada. Y agregó, mientras se pasaba la lengua por los labios gordinflones, con una risita nerviosa: – Recuerde que el código de los Ladrones prohíbe lastimar a un hombre indefenso. Mi bolsa está sobre la mesa de los perfumes. Ambos escucharon el sonido mezclada de las sirenas policiales distantes y las ahogadas maldiciones que provenían del otro lado de la puerta. - – Abra el cuarto de las joyas -indicó Alar, serenamente. Los ojos de Shey se dilataron, atónitos: – ¡Mis joyas! ¡No se las daré! Tres sirenas se oían ya muy próximas; de pronto cesaron de sonar. La policía imperial estaría bajando del patrullero a chorro, con sus. Kades semiportátiles, capaces de volatilizarlo, con armadura o sin ella. Mientras tanto la puerta del dormitorio empezaba a vibrar bajo el efecto de la fresa a rayos. Alar se encaminó tranquilamente a la cama y se detuvo junto al grueso rostro de Shey, vuelto hacia arriba en temblorosa palidez. Con un solo movimiento, de sorprendente destreza, el Ladrón sujetó el párpado izquierdo de su huésped entre el índice y el pulgar. Este dejó escapar un horrorizado cloqueo, pero levantó la cabeza, a desgana, con dolor. Se sentó en el borde de la cama. Se puso de pie. Cuando trató de aferrar a su torturador por la garganta fue como si un cuchillo se le clavara en el ojo. Un momento después se detenía ante el cuarto de sus amados tesoros, con el rostro inundado de sudor. Todas las sirenas habían cesado. Frente a la casa debía haber por lo menos cien patrulleros. Shey también lo sabía, y una mueca astuta se le dibujó en los labios. – No me siga lastimando -exclamó-; voy a abrir el cuarto de las joyas. Acercó los labios a la roseta y susurró unas pocas palabras. La puerta se deslizó sin ruido hacia el interior de la pared. El psicólogo retrocedió a tropezones, frotándose el ojo, mientras el Ladrón entraba a la alcoba de los tesoros. Alar abrió los cajones de teca con metódica celeridad, guardando en la bolsa su reluciente contenido. Un Ladrón de menor experiencia no habría sabido dónde ni cuándo detenerse, pero él sí. En el momento en que alargaba la mano hacia un hermoso brazalete, que bien valía la libertad de cuarenta hombres, interrumpió el movimiento y cerró de un tirón la boca de su saco. De un solo brinco estuvo en la entrada, precisamente en el instante en que la puerta del dormitorio caía hacia adentro, precediendo a una confusa aglomeración de espadas. Sacó rápidamente la suya y desarmó al guardia más próximo, pero sabía que las probabilidades adversas eran demasiadas; era forzoso que lo hirieran, que lo mataran tal vez antes de que lograra llegar a la altísima ventana. Antes de saltar tenía que atar la punta enroscada de su cordón amortiguador a algún objeto inmóvil. Pero ¿cuál?, el lecho de Shey no era de los antiguos y no tenía columnas. Súbitamente encontró la solución. Por una milagrosa suma de coordinación y destreza había logrado evitar todo rasguño en la retirada hacia la ventana abierta. Los guardias, desacostumbrados a semejante ataque masivo contra un solo oponente, no se combinaban en un asedio simultáneo, sino que cargaban cada uno por su cuenta; así pudo parar cada golpe a medida que se presentaba. Pero en cierto momento, quizá por casualidad, dos guardias lo atacaron al mismo tiempo desde lados opuestos. Alar intentó parar las dos estocadas con un intrincado golpe de hoja, pero el ángulo de aproximación era demasiado amplio. Empero, aún mientras su sable perdía contacto con el de su atacante de la derecha, logró sacar con la izquierda el nudo corredizo del cordón amortiguador que llevaba en el pecho. Cuando la hoja se le hundió en el costado ya había lanzado el extremo hacia la cara húmeda e indefensa de Shey, que estaba acurrucado en el otro lado de la cama. No se detuvo a comprobar si el nudo corredizo había alcanzado el cuello de Shey o no; se lanzó violentamente hacia atrás. La espada que se había hundido en su costado no salió de la herida, sino que escapó de la mano del guardia. Con la hoja clavada en el flanco, Alar se lanzó por la ventana hacia el espacio. En algún punto de los primeros treinta metros de caída, mientras contaba los cuatro primeros segundos, sintió el dolor en el costado. La herida no era grave: la hoja había tajeado la carne y pendía sostenida por el ropaje. El Ladrón la arrancó. La soga debía tensarse gradualmente en el cuarto segundo, siempre que el lazo corredizo hubiera calzado en el cuello de Shey: por lógica todos los guardias se lanzarían a sostenerla con las manos desnudas, y pasaría buena parte de un minuto antes de que a uno se le ocurriera cortarla con la espada. Por entonces él mismo se habría encargado de seccionarla. De pronto notó que el aturdidor quinto segundo había pasado ya; y él seguía precipitado en caída libre. El lazo no había apresado su blanco. Era extraño: no sentía pánico ni temor. Muchas veces se había preguntado cómo sobrevendría la muerte y cómo saldría él a su encuentro. Ya no tendría oportunidad de contar a sus compañeros, los Ladrones, que su reacción ante la muerte inminente era sólo una capacidad de observación altamente intensificada. Que podía distinguir cada grano de cuarzo, de feldespato y mica en el granito de las paredes que pasaban velozmente hacia arriba. Y que cuanto le había ocurrido en su segunda vida pasaba ante él en escenas de deslumbradora claridad. Todo, excepto la clave de su identidad. Pues Alar no sabía quién era. Y mientras rechinaba la rueda de la muerte, revivió el momento en que los dos profesores lo habían encontradp; él tenía entonces unos treinta años; lo habían descubierto vagando, aturdido, por una ribera del Ohío superior. Revivió las pruebas exhaustivas a las que fue sometido en aquellos días. Lo creían enviado por la policía imperial para espiarlos, y el mismo Alar no estaba en condiciones de afirmar lo contrario, pues su amnesia era total. De toda su vida pasada no quedaba un recuerdo que sirviera de indicio sobre su identidad. Recordó la sorpresa de los profesores ante la sed de conocimientos que él demostraba, la primera y última clase universitaria a la que asistió, la cortés somnolencia en la que cayó tras el cuarto error escuchado al catedrático. Recordó vívidamente la maniobra de los profesores, convencidos ya de que su amnesia no era fingida, para proporcionarle documentos. Con unos papeles comprados por ellos se convirtió, de la noche a la mañana, en doctor en Astrofísica, proveniente de la universidad de Kharkov, con licencia por receso, y en conferenciante suplente de la Universidad Imperial, donde dictaban cátedra sus dos protectores. Después vinieron las largas caminatas nocturnas, su arresto, el castigo a manos de la policía imperial, la progresiva conciencia de la perversidad que lo rodeaba. Y un día vio aquel camión destartalado y maloliente que pasaba por las calles al amanecer, con su gemebunda carga de ancianos esclavos. Más tarde preguntó a los profesores adónde se los llevaban. "Cuando un esclavo es demasiado viejo para trabajar se le vende", fue toda la respuesta. Pero al fin descubrió el secreto. El osario. El precio de su descubrimiento fue el de dos balazos en el hombro, disparados por la guardia. De todas las noches grabadas en su memoria era aquélla la más reveladora. Al entrar a su dormitorio por la madrugada, arrastrándose ciegamente, se encontró con que los dos profesores lo estaban esperando allí, acompañados por un extraño que llevaba una bolsa negra. Recordaba confusamente la dolorosa curación del hombro, el vendaje blanco y, por último, la nausea momentánea que siguió a cierto escozor extendido desde la nuca a los dedos del pie: la armadura de Ladrón. Durante el día daba conferencias sobre astrofísica. Por la noche aprendía las sutiles artes de escalar una pared lisa con las uñas, de cubrir en ocho segundos una distancia de noventa metros, de parar las arremetidas de tres policías imperiales. En los cinco años que llevaba en la Sociedad de Ladrones había robado un botín equivalente a las riquezas de Creso, gracias al cual la Sociedad había podido liberar a miles y miles de esclavos. De ese modo se había convertido en Ladrón, y por eso cumplía en ese momento una desagradable máxima de la Sociedad: "Ningún Ladrón muere de muerte natural". De pronto sintió un fuerte golpe en la espalda y un súbito tirón del chaleco negro. El cordón amortiguador, tenso como un cable de acero, lo había lanzado contra el edificio. Ensanchó los pulmones en el primer aliento que tomaba desde el principio de la caída. Estaba salvado. El descenso se iba amortiguando gradualmente. Después de todo el lazo se había cerrado en torno al cuello de Shey. Imaginó con una sonrisa la batahola que se habría armado arriba por entonces: los seis hombres fornidos estarían sujetando aquel hilo delgado con las manos desnudas para mantener con vida a quien los alimentaba. Pero en pocos segundos a alguno se le ocurriría cortar la soga. Miró hacia abajo. No había caído con tanta velocidad como creía. Por lo visto había contado los cuatro segundos con demasiada rapidez. ¿Por qué se alargaba tanto el tiempo en presencia de la muerte? La calle en penumbras subía velozmente a su encuentro. Hacia abajo se veían pequeñas luces escurridizas; probablemente correspondían a los coches blindados de la policía imperial, cargados de Kades semiportátiles de corto alcance y de granadas de mano. Sin duda alguna, habría cinco o seis rayos infrarrojos enfocados sobre ese costado del edificio; era sólo cuestión de tiempo que lo descubrieran. No parecía probable que los de la policía imperial le acertaran un disparo directo, pero el cordón amortiguador resultaba muy vulnerable. Cualquier fragmento metálico podía cortarlo con facilidad. Las luces aumentaban de tamaño en forma alarmante. Alar levantó la mano hacia la caja del cordón, listo para poner en marcha el desacelerador; a unos treinta metros del suelo trabó la palanca de embrague. La brusca desaceleración estuvo a punto de desmayarle. Finalmente cayó de pie, aturdido, y cortó el cordón para echar a correr. Se encaminó hacia una calle, apenas iluminada por la próxima aurora. ¿Hacia dónde huir? ¿Acaso los coches policiales le estarían aguardando, con sus Kades listas, en cuanto doblara la esquina? ¿Estaban bloqueadas las calles? En los segundos siguientes tendría que actuar con la máxima exactitud. Un rayo de luz se le clavó desde la izquierda, seguido por el rumor de pasos en carrera. Giró sobre los talones, alarmado, y se encontró frente a una centelleante silla de manos transportada por ocho robustos esclavos, cuyas caras sudorosas reflejaban la rojiza luz de Levante… La voz confusa de una mujer flotó hasta él; la silla ya había pasado. A pesar del peligro estuvo a punto de echarse a reír. Puesto que los automóviles a chorro, propulsados por energía nuclear; estaban al alcance de todos, la nobleza no podía distinguirse de la burguesía sino utilizando la medieval silla de manos cuando salía de parranda. Sólo cuando el rumor de pasos se perdió en la distancia cobró conciencia de lo que aquella voz femenina había dicho: – La esquina a tu derecha, Ladrón. Debía ser una enviada de la Sociedad. Pero en realidad no cabía elección alguna. Tragó saliva y se lanzó hacia la calle lateral indicada. Se detuvo en seco. Tres Kades giraron desde otros tantos patrulleros para apuntarle. Alzó las manos y se dirigió lentamente hacia el coche de la izquierda, gritando: – ¡No disparen! ¡Me rindo! Y entonces respiró con alivio. El doctor Haven descendía del coche impostor, con la espada desnuda, fingiendo avanzar cautelosamente a su encuentro; llevaba en la mano un par de esposas. – ¡La recompensa se reparte entre todos! -gritó un policía desde el coche situado en el medio. El doctor Haven no se volvió, pero levantó una mano en señal de acuerdo. – Tranquilo, muchacho -susurró a Alar-. Gracias a los dioses viniste hacia aquí. ¿Has perdido un poco de sangre? En el coche hay un médico. ¿Podrás ir a dar tu conferencia? – Creo que sí, pero en caso de que me desmaye las joyas están en la bolsa. – Bien. Eso equivale a cuatrocientos hombres libres. En seguida tomó a Alar por el cinturón y exclamó con rudeza: – ¡Vamos, escoria! ¡Tienes muchas preguntas; que contestar antes de que te matemos! Pocos minutos después el coche de los Ladrones dejó atrás ala escolta, cambió su insignia y se dirigió hacia la universidad a toda prisa. |
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