"Sherlock Holmes y la boca del infierno" - читать интересную книгу автора (Martínez Rodolfo)

Capítulo XI. Recapitulaciones

La tarde se estaba convirtiendo rápidamente en una noche tristona y fría. Holmes y yo permanecíamos en silencio el uno frente al otro. Hacía varios minutos que había terminado de contarme su encuentro con Adamson y yo aún seguía tratando de asimilar toda la historia.

Había una pregunta que quemaba mi garganta, pero no me decidía a formularla.

– ¿Qué pasó con Wiggins? -logré decir al fin.

Holmes asintió, como si llevara un buen rato esperando mis palabras.

– Si lo que me pregunta es dónde está, no lo sé, Watson. No quise creer lo que Adamson me decía, que Wiggins estaba más allá de toda posible ayuda humana, pero temo que tenía razón.

– No lo entiendo, Holmes.

– Es muy sencillo, Watson. Wiggins despertó a la mañana siguiente. Y lo que había en sus ojos… Se había asomado al abismo y, cuando éste le devolvió la mirada, descubrió que se miraba a sí mismo.

Desde hacía un buen rato, una sospecha terrible se había colado en mi corazón y, pese a que las palabras de Holmes me la confirmaban, fingí no entender lo que me estaba diciendo.

– Había una sombra en el alma de Wiggins, Watson. ¿Desde cuándo? Desde hace treinta y cinco años, desde el momento en que el mandarín con ojos de jade marcó su rostros con el número dos.

Asentí. Recordé las cicatrices gemelas que cruzaban un lado de su rostro.

– El número dos -siguió diciendo Holmes-. Todo parece remitir una y otra vez al mismo momento, ¿no es cierto? En la primavera de 1895 nos enfrentamos a Lovecraft, no logramos impedir que éste robara el Necronomicon y conocimos a Shamael Adamson. Y poco antes, aquel mismo año, Wiggins fue marcado de forma indeleble por un demonio en forma humana. ¿Cree en las casualidades, Watson?

– No lo sé -respondí, incómodo conmigo mismo.

– Yo tampoco. Si hay una mente rectora tras todo esto, si existe un relojero cuya voluntad ha diseñado este artefacto maravilloso que es el universo, a veces pienso que tiene un sentido del humor francamente retorcido. Y si no lo hay… ¿qué sentido tiene todo entonces?

No me gustaba lo que implicaban las palabras de mi amigo. Me di cuenta de que de nuevo estaba resbalando hacia los abismos de la culpa y el dolor y era algo que no podía consentir. Así que dije, aunque ni yo mismo estaba muy seguro de que mis palabras fueran ciertas:

– ¿Acaso importa eso, Holmes? Nosotros damos sentido a nuestras vidas, a lo que pasa a nuestro alrededor, a nuestro universo. Qué importa lo demás.

– Tiene razón, como siempre, Watson. Gracias una vez más.

Me encogí de hombros.

– Pero sí, aquella terrible noche en Limehouse, Wiggins fue marcado por aquella criatura malévola. Hizo algo más que marcar su rostro, también dejó cicatrices en su alma. Y, al contrario que las del cuerpo, éstas no se curaron jamás. Su mente se… partió.

De nuevo aquella terrible sospecha. Y otra vez me negaba a creerla.

– Lo que está usted diciendo es que…

– Que Wiggins era el causante de los crímenes que él mismo investigaba. Él era el Asesino del Dos, Watson. O una parte de él, al menos.

Aquéllas eran las palabras que temía oír. Y, pese a que no quería creerlas, una parte de mí las reconocía como ciertas. ¿Acaso no había pensado durante todo aquel tiempo que la mente de Wiggins nunca se había llegado a curar de su encuentro con el mandarín? ¿No me había repetido a mí mismo una y otra vez que, por más que su rostro se curase, había otras partes de él que no lo habían hecho? Lo sabía, en cierto modo había sabido durante todo aquel tiempo que había algo torcido dentro de Wiggins. Simplemente, no había querido verlo. Y comprendí que a mi amigo le había pasado lo mismo.

– No puedo creerlo, Holmes -dije, sin embargo, como si aquel terrible pensamiento no se convirtiera en real mientras me negara a creer en él en voz alta.

– Yo tampoco pude durante mucho tiempo, Watson. Y sin embargo, creo que lo sabía, que en lo más hondo de mi ser lo sospechaba. Una mirada fría y desapasionada a lo que ocurría me habría hecho ver con claridad que las pistas no podían apuntar a otro lado. Pero me temo que, cuando se trataba de Wiggins, mi mirada lo era todo menos fría y desapasionada. Me engañé a mí mismo, supongo, miré hacia otro lado, no vi lo evidente.

– Holmes…

– Sabe que estoy en lo cierto, amigo mío. Y las palabras de Wiggins aquella noche fueron toda la confirmación que necesitaba. Su mente estaba partida en dos, dividida, separada en dos personalidades contrapuestas: policía y criminal, cazador y asesino. Creo que, durante mucho tiempo, ninguna de las dos partes sabía lo que hacía la otra. El detective desconocía que se perseguía a sí mismo; el criminal ignoraba que la sombra que le pisaba los talones era la suya propia. Luego… vino el colapso. Creo que Wiggins estuvo a punto de averiguar la verdad sobre sí mismo. No pudo aceptar lo que estaba a punto de ver y cerró los ojos. Cayó en una crisis nerviosa y trató de negar desesperadamente lo que casi había averiguado. Charlie lo internó en la clínica y me pidió que lo ayudara. Y yo… fracasé.

– Holmes… -repetí.

– No, amigo mío. Dije antes que era responsable de mis actos, pero no culpable. Y lo sigo sintiendo así. Pero no cerraré los ojos a la verdad. Fracasé en ayudar a Wiggins. Seguramente nadie habría podido ayudarlo. Como dijo Adamson, estaba más allá de toda ayuda. Cierto que durante un tiempo pareció mejorar. Lo llevé conmigo a Inglaterra y creí que ponerlo de nuevo a trabajar sería la mejor terapia. Y, al principio, seguramente así fue. Hasta aquella terrible noche en la Boca del Infierno. No sé muy bien qué efecto causó aquella escena en la mente de Wiggins, pero pude ver yo mismo los resultados: las dos mitades de su mente se enfrentaron, se miraron la una a la otra. Como dije antes, el abismo le devolvió la mirada y descubrió que en el abismo no había nadie más que él mismo.

Traté de decir algo, cualquier cosa, pero comprendí que era inútil, así que guardé silencio. Holmes me miró con una sonrisa triste, cansada, y se incorporó en el sofá. Recorrió la habitación un par de veces, se asomó a la ventana y, al cabo, se acercó de nuevo a mí.

– Saqué a Wiggins de Portugal como pude. Mycroft me ayudó. Y me ayudó también a internarlo en una clínica. Estuvo en ella hasta hace poco. Aunque cada vez estaba más seguro de que Adamson tenía razón y de que nadie podía ayudarlo, durante un tiempo me permití alimentar la esperanza de que podía no ser así. El personal de la clínica ha tenido éxito donde muchos otros han fracasado. Y el tranquilo y apacible entorno de Nueva Inglaterra quizá haría algo por su alma torturada, o eso pensé. Pero… hace un mes que Wiggins ha desaparecido. Ha huido de la clínica.

– ¿Lo ha buscado?

– No he hecho otra cosa, Watson, pero no hay rastro de él. Como si se hubiera evaporado, como si ya no estuviera en este mundo. Lo encontraré, sí, sé que tarde o temprano lo encontraré, o él me encontrará a mí y entonces… haré lo único que puedo hacer.

Me mordí el labio, porque presentía lo que Holmes estaba a punto de decir, y me parecía atroz.

– ¿El qué? -conseguí preguntar, al cabo de un rato.

– Daré descanso a su alma, qué otra cosa. De un modo u otro, le daré el descanso que su torturada alma merece. No puedo hacer otra cosa, Watson.

Todo mi ser se rebelaba contra lo que acababa de oír. Y sin embargo, no pude evitar decir:

– Lo sé.

– Es tarde. Será mejor que nos retiremos, amigo mío.

Me mostré de acuerdo.

– Con la luz de la mañana, quizá veamos las cosas con más claridad -dije.

– Me temo que ya las veo lo bastante claras.

No respondí.