"Sherlock Holmes y la boca del infierno" - читать интересную книгу автора (Martínez Rodolfo)

Capítulo Primero. Tunguska

El carguero había conocido días mejores. En realidad, no parecía que le quedasen muchos días más por conocer.

La mujer ascendió por la escalerilla del barco y, al llegar arriba, rechazó la mano que le ofrecían desde la borda. Aunque la primavera estaba bien entrada y el deshielo había comenzado hacía tiempo, el viento que soplaba desde la tundra era frío, y la mujer iba casi completamente embozada.

Subió a bordo y miró a su alrededor.

– ¿Todo listo? -preguntó.

El hombre que le había tendido la mano asintió en un gesto arisco. Iba cubierto por un grueso abrigo de pieles y una mugrienta gorra de capitán colgaba medio ladeada en su cabeza, a punto de ser arrancada de allí por el siguiente golpe de viento.

– Estaré en mi camarote -añadió la mujer.

Sin esperar respuesta, dio media vuelta, recorrió la destartalada cubierta y descendió al interior del barco. El capitán se la quedó mirando unos instantes, masculló una maldición y terminó escupiendo de lado, milagrosamente a favor del viento.

– ¡Vamos! -gritó-. ¡No tenemos todo el maldito día!

La mujer llegó a su camarote. Posó la bolsa que llevaba, cerró la puerta por dentro y, tras comprobar que la pequeña estufa de hierro colado tenía madera suficiente, se quitó los guantes y se calentó las manos al amor de la lumbre. Algo después, desenrolló la bufanda de alrededor de su cuello y se desprendió del grueso gorro. Sacudió la cabeza a un lado y a otro y dejó escapar un suspiro de alivio.

Se deshizo del abrigo y se acercó a la bolsa que había traído consigo. Un mechón rojizo cayó sobre su rostro y lo apartó con un resoplido impaciente. Abrió la bolsa y contempló satisfecha lo que había dentro.

– Sí -murmuró-. Sí.


Llevaba tres meses recorriendo la tundra. Buscando. Inventando caminos que no existían, abriéndose paso en busca de una leyenda.

Y la había encontrado.

La prueba estaba en sus manos.

Alzó el objeto y contempló el modo en que reflejaba la luz. Estaba roto, medio destrozado, azotado por inviernos extremos y veranos demasiado breves. Un trozo retorcido de algo que no era ni metal ni piedra y que brillaba con una débil fosforescencia verdosa.

La prueba.

Tenemos que hacernos con él, se dijo. Si lo que estamos preparando fracasa, él es nuestra última oportunidad.

Aunque en realidad no era así. No existían las últimas oportunidades. Si algo le había enseñado su larga vida, arrastrándose por los huecos entre los mundos y apoderándose de anfitriones desprevenidos, era que no existían las últimas oportunidades.

Nada acaba nunca.

El fin de algo, después de todo, no era más que el principio de lo siguiente.

Guardó de nuevo el objeto en la bolsa. Se calentó otra vez las manos junto a la estufa y luego se tumbó en la cama.

Cerró los ojos y, mientras el barco traqueteaba buscando su camino hacia el mar abierto, se quedó dormida.


Seguía conservando los recuerdos de la mujer que había sido. Pero eran algo ajeno, algo que le había sucedido a otra. La información estaba allí, lista para ser usada cuando era necesaria, pero el nexo emocional entre aquellas imágenes y ella misma era algo tan tenue y frágil que apenas lo percibía. Apenas. Una palabra irritante.

El cuerpo físico que habitaba le imponía sus limitaciones. Algunas eran molestas: tener que procesar materia para alimentarse, obligarse a descansar cada cierto tiempo, usar algo tan ineficaz como los sonidos articulados para comunicarse con los demás… Pero también tenía sus compensaciones. El cuerpo que habitaba estaba lleno de terminaciones nerviosas, bombardeado continuamente por miles de estímulos.

Un humano no habría sido consciente de ello, al fin y al cabo para ellos no era más que la forma en que siempre habían sido las cosas y ni siquiera le prestaban atención.

Pero para alguien como ella resultaba intoxicante.

El tacto, los sabores, las texturas, las formas sin límite. El frío y el calor. El dolor afilado. El placer que estallaba de repente.

Era como vivir en medio de una borrachera perpetua y disfrutar cada momento de ella.

Ya sólo por aquello merecía la pena ser humana. Ya sólo aquello casi valía por todas las limitaciones.

Casi.

Volvió a recordar la noche de su llegada al mundo.

Ella y los otros dos (sólo que entonces aún no eran tres entes separados, sólo tres partes de una misma cosa) cayendo hacia la puerta abierta, surgiendo de ella en mitad de la noche y buscando a los anfitriones adecuados.

El hombre partido fue el primero en acoger a uno de ellos. También el más difícil de domar, cierto; y, de hecho, aún distaba mucho de estar domesticado. En cierto modo, aquello había sido una inesperada ventaja; habían encontrado un aliado con el que no contaban en la personalidad dividida de Wiggins.

Crowley, la criatura reptante, henchida de orgullo y ambición, había sido el segundo. Fue un receptáculo adecuado, y se rindió casi sin presentar batalla. Al fin y al cabo, había estado buscando aquello toda su vida.

Y finalmente… ella. Altiva en medio de la tormenta, desafiante frente a un mundo que insistía en no verla como era.

La mejor de los tres. Sin ninguna duda.

Su mente se resistió, sin comprender que cuanto más luchaba, más velozmente perdía. Y al final, su asimilación había sido completa.

Luego, la consciencia repentina de que el traidor estaba allí, muy cerca.

Y algo más. La certidumbre de que ya no eran uno solo, de que aunque seguía habiendo un lazo entre los tres, desde aquel mismo momento eran criaturas independientes. Ya no tres aspectos de una misma cosa, sino tres cosas separadas, relacionadas pero distintas.

Y a medida que pasara el tiempo, cuanto más siguieran en aquel mundo, más separados estarían.

Un día, quizá, volverían al universo de pesadumbre y rabia del que habían venido, y entonces tal vez volvieran a ser uno solo.

Tal vez.

Aunque a veces se preguntaba si realmente deseaba volver. O si tan siquiera sería necesario.

Puesto que, si tenían éxito en hacer regresar a los Primeros, no haría falta volver a casa, porque aquel mundo, y todos los demás, serían como el hogar.

A medio camino del sueño profundo, sonrió feroz.


Al día siguiente, paseó por la cubierta, seguida por las miradas hoscas de los tripulantes.

No les gustaba que una mujer les diera órdenes. Pero las seguirían, mientras el pago fuera el adecuado.

Sabía lo que había en la mente del capitán, la mezcla grasienta de lujuria y desprecio que se ocultaba tras aquellos ojos entrecerrados. Pero no, se decía, ya había transitado aquel camino: ya había permitido que la poseyeran y la humillaran. Y sí, había disfrutado en el proceso, casi tanto como había disfrutado después devorando a su torturador, pero ahora no era el momento.

Tenía que volver, encontrarse con los otros y enseñarles lo que había encontrado.

Habían pasado siete años desde su nacimiento.

Siete años en los que Crowley les había trazado el camino, disponiendo las piezas en el tablero y preparándolo todo para cuando momento estuviera maduro. Ellos se habían dejado guiar, pues aquél era el motivo por el que estaban allí. Para buscar el libro que en realidad eran tres, reconstruirlo y usar el conocimiento guardado en él (el conocimiento que el árabe loco había robado de su mundo) para abrir la puerta y despertar a los Primeros.

Ése era el plan. Para eso habían cruzado a este mundo. Todo lo demás no era relevante, como insistía en repetirles Crowley.

Sin embargo…

Nunca te lo juegues todo a una sola carta, le decía una y otra vez algo en lo más profundo de su mente. Algo que no tardó en reconocer como el último resto de la mujer que había sido antes.

Nunca te lo juegues todo a una sola carta, volvió a recordar ahora, mientras pensaba en el objeto que había en su camarote.

Nunca.

Crowley y Wiggins siguieron adelante con el plan. Y ella los secundó.

Pero a la vez empezó a buscar alternativas.

Durante un tiempo fue descorazonador, porque no parecía haber ninguna.

El detective y su hermano iban siguiendo sus pasos. Quizá ayudados por el traidor, aunque era difícil de saber; la criatura era sutil y prudente. Raras veces se dejaba ver y los rastros que dejaba de su paso no siempre eran claros. Luego el hermano murió, pero eso no terminó la persecución: Sherlock Holmes continuó la tarea de Mycroft, ahora en solitario y cada vez parecía estar más cerca de ellos. Sabía mucho y, con el tiempo, aprendería mucho más. Era listo, era implacable y nada lo detendría.

Crowley no estaba preocupado por ello. Ni parecía estarlo Wiggins. Uno estaba demasiado absorto en su odio; el otro era incapaz de pensar en el fracaso. Ella, en cambio…

– Tenemos que buscar una alternativa -les decía.

Pero ellos sólo respondían:

– ¿Para qué? No debemos dispersar nuestros esfuerzos. Todo va según lo previsto.

– Todo iba según lo previsto las veces anteriores. Pero al final algo salió mal. -Hizo una pausa y dijo en voz alta lo que su memoria le había estado repitiendo durante tanto tiempo-. Nunca te lo juegues todo a una sola carta.

– Hermana -le contestó Crowley-, ten cuidado. Las mentes de los cuerpos que poseemos pueden ser una ayuda, pero son peligrosas.

– Es cierto -dijo Wiggins-. Miradme a mí, si no.

Esbozó una sonrisa torcida.

– Sé lo que me digo -insistía ella-. No debemos jugárnoslo todo a una sola carta.

Pero ellos no escuchaban.

Bueno, hermana, es normal. Los hombres nunca lo hacen, le respondió otro recuerdo de la Anni Jaeger que ya no existía.

Así que siguió buscando. Inútilmente, por lo que parecía.

Y luego apareció él. Como un relámpago. Más rápido que una bala. Más poderoso que una locomotora. Capaz de superar un rascacielos de un solo salto. Había irrumpido en la biblioteca y había salvado a Holmes de lo que parecía una muerte segura. Luego lo había acompañado en su viaje para ver al hijo de Lovecraft, para encontrar el libro que ellos necesitaban.

– No es humano -había dicho Crowley-. No es de este mundo. Sin embargo, es este mundo lo que le da sus habilidades.

Wiggins había asentido hoscamente, mientras se preparaba para seguir a Holmes y al superhombre al universo crepuscular en el que los aliados del hijo de Lovecraft habían ocultado su tercera parte del libro. El dispositivo espía que habían conseguido instalar en el bastón del detective les informó de las conclusiones a las que éste llegaba sobre la naturaleza de aquella criatura extraña: no era de aquel mundo, y el bajel en el que viajaba por el espacio se había estrellado en la Tierra. En un lugar preciso y concreto.

– Recuérdalo -había seguido diciendo Crowley, mientras Wiggins se preparaba para seguir al detective y al superhombre dondequiera que fuesen-. No sé muy bien cómo, aunque es posible que Holmes tenga razón en lo que afirma y que sea el sol de este lugar el que le dé sus habilidades. En cualquier caso, todo lo que es, lo es por estar aquí. En cualquier otro sitio, no tendrá habilidad especial alguna.

Wiggins había asentido de nuevo (y una llamarada de odio había cruzado su rostro al oír el nombre del detective), se había ajustado el ancla sintonizada con el bastón y se había preparado para partir.

Y mientras tanto, ella pensaba, maquinaba, planeaba y se preguntaba si habría encontrado al fin lo que buscaba. Había dedicado buena parte del último año a buscar el lugar que el detective había mencionado cuando descifró el origen del superhombre.

Tunguska.

Allí había caído su nave. Al menos eso era lo que pensaba Sherlock Holmes: la nave principal se había estrellado allí tras soltar una cápsula de salvamento que había cruzado medio mundo hasta dar con los campos de cereales de Kansas. Las otras hipótesis del viejo detective sobre el superhombre se habían visto confirmadas, así que era probable que aquélla también fuese cierta. De ser así, si había algún sitio en el mundo donde podían encontrar algo útil, sin duda era en Tunguska.

Wiggins había estado ausente todo aquel año: había cruzado en pos de Holmes, esperando a que éste lo llevase al lugar donde se ocultaba la tercera parte del libro que buscaban. Si tenía éxito, quizá todo lo que ella planeaba careciera de sentido.

– Pero tampoco tenemos nada mejor que hacer mientras tanto -había replicado cuando Crowley le planteó sus objeciones-. Mientras Wiggins no vuelva, no hay mucho que podamos hacer. Y esto me mantendrá entretenida.

Crowley había asentido a regañadientes y la había dejado hacer.

Y ahora, por fin, había encontrado lo que buscaba. No sabía muy bien qué hacer con ello, pero lo averiguaría. Y si ella no podía, alguien lo haría. O nadie.

Sí. Nadie ayudaría. Por qué no: ya lo había hecho antes, después de todo.


Fue un viaje accidentado, y el tiempo apenas le alcanzó para hablar con sus hermanos antes de que Wiggins partiera, tras su vuelta de la Montañas de la Locura. Anni no pudo evitar una sonrisa ante la ironía: era Holmes quien había bautizado así a la realidad donde se ocultaba el Necronomicon, y lo había hecho usando el título de una de las historias que había escrito el hijo de Lovecraft. Y ahora ellos mismos usaban ese nombre, como si fuera inevitable.

Wiggins había estado ausente casi un año, tal y como se habían temido. El universo de bolsillo donde se guardaba el Necronomicon no había estado en el ángulo adecuado para ir a él y los tres sospechaban que el regreso no iba a resultar fácil.

Claro que no podía quejarse, si lo pensaba bien; precisamente ese año de ausencia le había dado el tiempo necesario para buscar.

Y ahora, Wiggins había vuelto y todo parecía a punto de terminar. -No tenemos mucho tiempo, hermana -le dijo al verla entrar, altiva como siempre-. Parto esta noche para España.

Ella asintió. Al otro lado de la habitación, Crowley se sentaba con el semblante hosco.

– ¿Algo no va bien? -preguntó ella.

– El detective también ha vuelto, vivo.

– No por mucho tiempo, hermano -dijo Wiggins-. Y lo importante es que tengo el libro. Los otros dos ejemplares estarán en su lugar a tiempo. Y entonces bailaré una polka con las tripas de Sherlock Holmes. -Se estremeció y, durante unos instantes, pareció que estuviera luchando contra algún enemigo invisible-. Lo siento -dijo-, no está domesticado del todo. ¡Ni lo estaré nunca! Pero no representará ningún problema. Desea lo mismo que nosotros, aunque no sea por los motivos correctos. ¿Correctos? Prueba a perder una mano y hablaremos de motivos.

Ella lo miró, perpleja. Sólo entonces reparó en el extraño aspecto de su mano izquierda. Wiggins siguió la dirección de su mirada y, tras enarcar una ceja, alzó el brazo. No había mano alguna, sólo un munón cubierto de cicatrices del que asomaban esquirlas de metal.

– El superhombre -dijo.

– ¿Está vivo? -preguntó ella, tratando de no revelar emoción alguna.

– No lo sé. Le pegué un tiro. Si se hubiera quedado en el universo de bolsillo, seguramente estaría muerto. Pero Holmes volvió, así que hemos de suponer que él también. Y si ha vuelto…

– Tardará en recuperar las fuerzas que perdió -dijo Crowley.

– No lo sabes con seguridad.

– No podemos permitirnos dudar ahora. El momento está demasiado cerca.

Wiggins asintió.

– Tienes razón.

No hablaron mucho más. Repasaron los preparativos del viaje de Wiggins, y luego lo acompañaron al puerto.

Sólo entonces se unieron los tres, la frente de cada uno en contacto con la de los otros dos, intercambiando recuerdos, temores y esperanzas.

– Malditos cuerpos -masculló Crowley-. Nos lastran demasiado. Y las emociones son algo demasiado molesto.

Ella no estaba de acuerdo con eso último, pero guardó silencio mientras seguían compartiendo. Absorbió los recuerdos de Wiggins y vio el efecto que el mundo de las Montañas de la Locura había causado en el superhombre. Así que Holmes tenía razón: sacaba sus energías del sol de la Tierra. Sin su luz, estaba indefenso, y en las Montañas de la Locura algo lo había ido drenando de la energía que acumulaba en su cuerpo. Sí, comprendió Anni, allí había algo que podían usar, algo que…

El momento terminó y Wiggins no tardó en irse. La marea no esperaba a nadie, como era bien sabido. A solas en el embarcadero, mientras el buque iba desapareciendo lentamente, Crowley la miró con altivez.

– Así que has encontrado algo interesante -dijo.

– Eso creo.

– Seguramente no servirá para nada. Si tenemos éxito en esto, no hará falta utilizar lo que has descubierto. Pero… lo he pensado y tienes razón, no debemos jugárnoslo todo a una sola carta. Ven, hermana, entremos. Tenemos que hablar.

Había pasado hacía más de treinta años, pero el lugar aún estaba devastado, arruinado; parecía que todo hubiera sucedido ayer mismo. Algo había derribado a los árboles a su paso, como si Dios hubiera apagado las velas de su tarta de cumpleaños demasiado fuerte. Erguida en medio de aquella desolación, no podía evitar la sensación de que ella era la única persona viva en todo el mundo.

La imagen estaba clara en su mente. Ella, de pie, en medio de un mundo muerto. Buscando. Y encontrando.

– Su nave cayó allí -dijo mucho más tarde, cuando Crowley ya había tenido tiempo para asimilar los recuerdos compartidos y el barco de Wiggins era un punto casi invisible en la distancia-. En Tunguska.

– Y tú las encontrado.

Anni asintió.

– Lo que quedaba de ella.

– ¿Será suficiente?

– Creo que sí. No tenía los instrumentos adecuados, pero creo que el lugar estará saturado de restos de la nave. Emiten algún tipo de radiación. Inofensiva para nosotros, por lo que he podido ver. Pero quién sabe si…

Crowley la interrumpió.

– Hay algo que me preocupa… o lo haría si toda esta conversación no fuera simplemente académica. Al fin y al cabo, tendremos éxito en España, no puede ser de otro modo. El detective será incapaz de detenernos. Wiggins se encargará de ello. Después de todo, quién mejor motivado que él.

Anni reprimió una sonrisa. La mujer que había sido antes había estado a punto de enamorarse de aquel hombre. Idiota, se dijo a sí misma. No era más que un asno pomposo lleno de orgullo y ambición. Un vehículo adecuado para que su hermano lo usara para sus fines, pero nada más. Y un vehículo molesto, porque había contaminado a su hermano con su fatuidad.

– ¿Y cuál es esa «preocupación académica»? -preguntó, toda candor.

– Es posible que no tengamos la tecnología suficiente para aprovechar lo que has descubierto.

Anni reprimió una sonrisa.

– Nadie la tiene -dijo.

Crowley asintió.

– Cierto. Interesante. Y seguramente querrá ayudarnos, como ya lo hizo con el bastón del detective. Pero me pregunto si será de fiar en algo así. Nadie puede ayudarnos a usar lo que has encontrado, pero, ¿podremos estar seguros de que no nos engaña?

– Claro que no. Pero lo vigilaremos. Y, llegado el momento preciso…

Él permaneció unos momentos con el ceño fruncido, tratando de decidir algo.

– Hmmm. Buena idea -terminó diciendo-. Claro que, en realidad, no tiene demasiado sentido seguir hablando de esto. Al fin y al cabo…

– Sí, hermano, lo sé. Pero, ¿tenemos algo mejor que hacer mientras tanto? -preguntó ella, repitiendo lo mismo que le había dicho un año atrás.

Crowley frunció de nuevo el ceño.

– Confieso que este cuerpo tiene necesidades. Y he aprendido que a menudo es beneficioso satisfacerlas.

Aquello sí que era una sorpresa, y Anni no se molestó en ocultarlo.

– Has tardado en aprenderlo -dijo, al cabo de un rato.

Él asintió.

– Asimilé al humano demasiado rápido, supongo. No me tomé mi tiempo, como parece que sí hiciste tú. En los últimos tiempos, sin embargo, he estado considerando si eso no habrá sido un error.

Ella no respondió, y trató de que sus pensamientos no asomaran a su rostro. Por supuesto, tuvo un éxito total: después de siete años controlaba aquel cuerpo sin problemas.

– Lo siento, hermano -dijo-, no puedo ayudarte. Hace tiempo, confieso que sí. Como sabes, este cuerpo te deseaba. Pero eso ha pasado.

– Éramos uno, hermana. ¿No echas eso de menos?

– Sí. -Descubrió que estaba mintiendo al mismo tiempo que lo hacía y la sensación fue extrañamente placentera-. Pero no creo que tener interacción física sirviera de nada. Además, ¿no estamos olvidando a alguien? Los tres éramos uno, no sólo nosotros dos.

– Cierto, tienes razón.

Ah, bajo su tranquila aquiescencia Anni percibió la rabia y la frustración, y aquello fue delicioso.

¿Soy demasiado humana?, se preguntó.

Seguramente. El hecho mismo de que me lo pregunte indica que hace tiempo que he cruzado la línea.

Pero, en realidad, no le importaba. No mucho.