"Sherlock Holmes y la boca del infierno" - читать интересную книгу автора (Martínez Rodolfo)

Capítulo II. Kansas

El amanecer sorprendió a Kent en medio de los campos de trigo, completamente desnudo, con los brazos extendidos en un remedo inconsciente del hombre de Leonardo. Con el rostro vuelto hacia el sol y los ojos cerrados, dejó que la luz de la mañana entrara en su cuerpo y se esparciera por él.

A cada inspiración se sentía más fuerte, más pleno.

Sabía que aún pasaría bastante tiempo antes de que volviera a ser lo que había sido pero, extrañamente, no le importaba demasiado. Había tiempo, y poder disfrutar de aquellos instantes de fragilidad humana hacía que todo mereciese la pena.

Lo único que lamentaba era que su estado no le hubiera permitido seguir ayudando a Sherlock Holmes.

¡Qué hombre tan increíble!

Demasiado bueno para ser real, a veces. Se preguntó cómo habrían reaccionado Ma y Pa si hubieran sabido que él, nada menos que él, había compartido una aventura con su detective favorito. Se los imaginaba pendientes de sus palabras, intercambiándose miradas entre ellos y animándolo a seguir cada vez que se trabucaba en su historia.

Los echaba terriblemente de menos.

Contuvo una sonrisa al pensar en lo que dirían sus vecinos si lo vieran allí en medio. Bajó los brazos, cerró las manos en un puño y durante un minuto, se limitó a escuchar.

Al final del campo, un topo asomó la cabeza. Sobre él, un halcón trazó un círculo, buscando nuevas presas. Alguien pasaba por la lejana carretera. Al fondo, en el bosquecillo junto al río, cayó una rama.

Trató de ir más allá. El sudor perlaba su frente. Más, más, más.

Abrió los ojos y tomó aire. Estaba bien, había sido suficiente por hoy.

Aún tardaría tiempo, pero las cosas iban como debían. Lentamente iba recuperando sus habilidades. No a tiempo para ayudar a Holmes, por desgracia, pero estaba seguro de que el viejo detective se las apañaría estupendamente por sí mismo. Siempre parecía hacerlo.

Dio media vuelta y regresó hacia la casa. A mitad de camino dio un pequeño salto, se impulsó apenas con los pies y, por un instante casi imperceptible, dejó de notar el tirón de la gravedad. Cuando volvió al suelo miró a su espalda: unos cinco metros, no estaba mal.

Volvió a tomar aire. Estaba cansado. Se estaba forzando demasiado. Debía dejar que las cosas siguieran su curso. Si todo seguía a ese ritmo, en unos meses volvería estar en plenitud de facultades. No hacía falta forzar las cosas.

Unos meses. Dos, quizá tres.

Unos meses para disfrutar del hecho de que era, casi, un humano normal.

Sonrió mientras entraba en el patio, la casa a un lado, el granero al otro. Sus ropas estaban en el porche, pulcramente apiladas. Se vistió y se sentó en una mecedora que había visto días mejores.

Se dejó llevar. Sabía que no podía seguir allí mucho tiempo. Tarde o temprano debería volver a la civilización, integrarse de nuevo en la gigantesca metrópolis que lo había acogido en los últimos años. Al fin y al cabo, llevaba ausente del mundo casi un año: era posible que incluso lo hubieran dado por muerto en el periódico donde trabajaba. Sí, tenía que volver, y lo más pronto posible.

Pero se dejó llevar. Estar allí, tumbado simplemente, sin hacer nada en absoluto, sin urgencias ni preocupaciones era demasiado agradable.

Un poco más, Ma, sólo un poco más.

De pronto, tuvo la sensación nítida y concreta de que estaba siendo observado. Forzó sus sentidos al límite: vista, oído, olfato. Pero no consiguió captar nada fuera de lo normal.

Tonterías, se dijo, volviendo a reclinarse en la mecedora.

Tenía que volver a la ciudad, pensó.

Sí, mañana. O pasado. Pronto, pero no hoy.


El pueblo no había cambiado gran cosa en los últimos años, lo cual no era ninguna sorpresa. En realidad, no le habría gustado de otra manera.

La gente de la generación de sus padres seguía tratándolo como si fuera un adolescente tímido, enorme y torpón; y para los de su propia edad, era como si nunca se hubiera ido. La más guapa del lugar seguía siendo la más guapa del lugar, aunque ahora arrastrase tras de sí a un marido y un par de retoños; los matones de la adolescencia habían crecido, pero no habían cambiado. La vieja fábrica de papel seguía siendo un incordio los días que el viento soplaba del este.

Las granjas habían cambiado. La Depresión había pasado por aquel lugar, dejando a muchos sin el hogar en el que habían vivido desde los tiempos de sus bisabuelos. Eran ahora los bancos y las grandes corporaciones los propietarios de la tierra, y algunos de sus antiguos dueños la trabajaban como asalariados. Sus padres habían sido de los pocos que no habían perdido su granja. De un modo u otro se las habían apañado durante los años difíciles.

Se dijo que debería vender la granja. No a Pete, su antiguo compañero de estudios, que ahora lo miraba rapaz desde la puerta del banco. No a una empresa o a una corporación, sino a alguien que amara la tierra y quisiera trabajarla.

Pero se resistía. Aquél era el único hogar que había conocido. Y deshacerse de él era como cortar amarras para siempre con el pasado. Aún no estaba preparado para algo así. Quizá no lo estuviera nunca.

Pidió cambio en el colmado y luego fue hasta el teléfono. La operadora le pidió el número y, cuando se lo dio, le indicó cuántas monedas debía introducir. Mientras hacía lo que le habían pedido, se dio cuenta de que, pese a que intentaban disimularlo con una intensidad casi patética, era el centro de todas las miradas. Reprimió una sonrisa. Sin duda, aquélla no era una de las cosas que echaba de menos del pueblo.

Al final, logró hablar con su periódico. White no estaba loco de contento, pero pareció creer la historia que Kent le contó, y estuvo dispuesto a aceptarlo de nuevo en el diario.

– Pero será como freelance, por lo menos al principio. No me arriesgaré a tenerte en plantilla para que te largues con viento fresco de nuevo porque alguien en tu pueblo se haya roto una pierna.

– Me parece correcto, jefe.

– Y aún me debes una crónica, Kent, no creas que lo he olvidado. Te envié a cubrir aquella maldita cosa de científicos en Harvard. Y aún estoy esperando la crónica.

– La tendrá, jefe.

– ¡Y no me llames jefe!

Bien, una cosa solucionada. Tenía un par de días para dejar atados sus asuntos en el pueblo, y luego de vuelta a la ciudad.


Aquella noche soñó que estaba en una sala gigantesca, cuyas paredes blancas y lejanas estaban abarrotadas de una colección de objetos de aspecto tan variado como inverosímil. En el centro de la estancia había dos estatuas: un hombre y una mujer, frente a frente, con los brazos extendidos hacia arriba y, sobre sus manos abiertas, un mundo que parecían estar sosteniendo.

Se acercó a las estatuas y sólo cuando estuvo bajo ellas comprendió lo enormes que eran. Los rostros, tallados en algún desconocido material blancuzco, no miraban hacia él, sino hacia el planeta que sostenían.

Le resultaban conocidos. Como si fueran… de la familia.

En el hueco entre el hombre y la mujer había algo. Un punto. No se hizo más grande al acercarse a él, siguió siendo un punto negro inmóvil en medio del aire, pero cuando estuvo a su lado pudo ver que lo contenía todo.

Todos los tiempos, todos los lugares, todos los momentos, todos los pensamientos.

Piensa en el hogar y taconea tres veces, susurró una voz sobre él. Y al alzar la vista vio que la estatua de la mujer lo estaba mirando ahora y que parecía sonreír con añoranza, como si lo conociera.

Bajó la cabeza e intentó encontrar de nuevo aquel punto donde estaba todo, pero se había desvanecido.


Pasó el día siguiente poniéndolo todo en orden en la granja. Limpió y recogió hasta dejarlo tal y como le hubiera gustado a su madre. Sólo que no era mi madre, se dijo.

¿Por qué aquel pensamiento? Había sabido desde muy temprano que era adoptado, que aquel hombre y aquella mujer no eran sus padres biológicos, pero nunca había pensado en ellos de otro modo. Lo habían acogido entre ellos, lo habían cuidado y lo habían amado; y cuando murieron fue como si una parte de él mismo hubiera muerto con ellos.

Eran su padre y su madre, los únicos que había conocido.

Pero no lo eran.

¿Importaba algo quién lo hubiera engendrado? Fueron los Kent quienes lo educaron, quienes lo convirtieron en lo que era ahora.

¿Importaba?

Por primera vez en su vida, sí. Durante todo aquel tiempo, consciente de su misterioso origen y de sus extraordinarias habilidades, había sabido que no era exactamente humano. Pero siempre había creído que era… un mutante quizá, un salto evolutivo que la naturaleza había decidido dar, tal vez el resultado de los experimentos de alguno de aquellos científicos locos que llenaban las páginas de las revistas pulp que leía Pa. Algo extraño, distinto, quizá incluso un monstruo.

Pero humano, al fin y al cabo; terrestre, pese a todo.

Y Sherlock Holmes le había mostrado que no. Que su origen estaba en las estrellas, en alguna parte de aquel vacío infinito.

No era humano, aunque se sintiera como tal.

Sus padres, sus verdaderos padres lo habían enviado a la Tierra con algún propósito. Su nave se había estrellado treinta años atrás en algún lugar de Siberia, y alguien había lanzado una cápsula con él dentro antes del desastre. Había cruzado medio mundo para caer junto a una granja de Kansas.

Y Pa y Ma lo habían acogido. Lo habían cuidado. Lo habían amado como si fuera suyo…

Pero no lo era.

Salió al porche y se sentó en la mecedora, mientras la tarde iba cayendo a su alrededor.

Era un… extraterrestre. Una criatura venida de otro mundo. Podía parecer humano, pero no lo era.

– ¡No diga tonterías, claro que es usted humano! Aceptemos que estoy en lo cierto, que ha sido concebido usted en otro planeta. ¿Le hace eso menos humano? ¿No tiene manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones? Si le pinchan, ¿no sangra? Si le hacen cosquillas, ¿no ríe? Si le agravian, ¿no intentará vengarse? Siente las mismas emociones que cualquier otro humano: lo he visto reír, lo he visto asombrarse, lo he visto lleno de curiosidad, lo he visto preocuparse y lo he visto al borde del llanto. De acuerdo a cualquier definición relevante, es usted humano. No lo olvide nunca, muchacho. Nunca. Al otro lado del Atlántico hay un monstruo que ha decidido que algunos de nuestros congéneres no son más que bestias. No caiga en la misma trampa que él. Es posible que yo no pueda atravesar un edificio de un solo salto, pero mi mente y mi corazón no son distintos de los suyos. Y eso es, para bien y para mal, lo que nos hace humanos. Lo demás es irrelevante.

Era la voz de Sherlock Holmes resonando en su mente, y Kent no pudo evitar una sonrisa. ¡Qué hombre increíble!, pensó de nuevo. Y tenía razón, por supuesto, como casi siempre.

Habían sido aquellas palabras suyas las que habían vuelto a ponerlo en pie, tras descubrir la verdad sobre su origen. En su momento, habían bastado.

Pero ya no.

Quizá fuera humano en sus emociones y en sus pensamientos. Pero no del todo. Y, desde luego, no lo era en su origen.

No estaba muy seguro de lo que significaba aquello, pero sabía que tarde o temprano tendría que descubrirlo.

No hoy, se dijo mientras iba anocheciendo a su alrededor. De momento, tenía que volver a poner su vida en su sitio. Habría tiempo para aquello más tarde.

Al día siguiente, antes de marchar, recorrió la granja y los campos por última vez.

No, pensó, no la vendería.

Aquel sitio era su refugio. El lugar al que siempre podría volver para ser él mismo. Su hogar. Su fortaleza.

Contrataría a alguien para que se ocupase de los campos, pero nada más.

Bajó al pueblo andando y luego esperó pacientemente el autobús.