"Sherlock Holmes y la boca del infierno" - читать интересную книгу автора (Martínez Rodolfo)Capítulo III. La ciudad que nunca duerme– Esto no es una organización benéfica, Kent. Sobrevivimos porque le damos al público lo que quiere. – O le hacemos creer que quiere lo que le damos, jefe. Peter White enarcó una ceja y se llevó el puro a la boca. Era un hombre bajo, concentrado, con hombros de boxeador y rostro de policía que ha pateado demasiadas calles. Mordisqueó pensativamente el puro y lanzó una larga mirada al que, un año atrás, había estado a punto de ser su mejor periodista. – De acuerdo, Kent -concedió-. Pero, ¿por qué querríamos hacerles creer que les interesa una guerra en un país europeo sin importancia? – Jefe… – No me llames jefe, Kent. Convénceme. – Esto no es una fruslería, y lo sabe. Puede que parezca una guerrecita sin importancia. Pero las potencias europeas la están usando como banco de pruebas. Es un prólogo, jefe. Y usted sabe tan bien como yo que lo que va a venir después no va a ser moco de pavo. – De acuerdo. Estamos en la antesala de una guerra a escala europea. ¿Y…? ¿En qué nos afecta a nosotros? – Si no recuerdo mal, la última guerra europea acabó afectándonos. – No, no recuerdas mal, Kent. Pero, ¿qué posibilidades hay de que vuelva a pasar algo así? Tienen sus problemas al otro lado del charco. Que los resuelvan ellos. – Maldita sea, jefe, no se cree ni una sola palabra de lo que está diciendo. White se echó hacia atrás en la silla, se llevó las manos a la nuca y lanzó un par de largas chupadas a su puro. – Quizá no, Kent. Pero supongamos que sí. Que no soy más que un palurdo de la calle al que lo único que le interesa es si va a cobrar esta semana o tendrá un plato caliente sobre la mesa cuando llegue a casa. Como mucho, quizá le preocupen las cosechas de este año. Y, desde luego, estará interesado en el resultado de las series mundiales. Pero, ¿de lo que pasa en Europa? – Muchos de esos palurdos estaban en Europa no hace mucho. O si no ellos, sus padres. Puede que crean que no les interesa lo que pasa en España. Pero en realidad, no es así. Y usted lo sabe tan bien como yo. – Quizá. De acuerdo, maldita sea, tienes razón. La guerra española es importante; y no se va a quedar en eso. Antes de que nos demos cuenta, toda Europa estará metida en un fregado de narices. Y sí, nos van a involucrar a nosotros, queramos o no. Tienes razón. Pero el problema no es ése. – Entonces, ¿cuál es? – Que tu artículo no va a hacer que vendamos más periódicos. – Jefe… – Ya te lo he dicho: no me llames jefe. Vamos, Kent, ¿qué demonios te ha pasado? Antes eras bueno; condenadamente bueno, maldición. Hace un año habrías cogido la minucia más insignificante y te las habrías apañado para convertirla en una noticia de primera plana. Y ahora tienes en tus manos un tema importante y no eres capaz de hacer que nuestros lectores se interesen por él. Kent frunció el ceño, incómodo. Aquello no era… Pero el pensamiento se desvaneció casi antes de haber sido formulado y comprendió que su redactor jefe tenía razón. – Lo reharé -dijo, tras una breve pausa. White asintió. – Ésa es la actitud. Y cuando me traigas la nueva versión haz que desee coger un fusil e ir a un país que ni siquiera sé dónde está a darles una paliza a esos fascistas. Vamos, Kent, adelante, no tenemos todo el día. Esto es un periódico. En su escritorio, Kent repasó lo que había escrito. En realidad, no necesitaba leerlo: estaba completo y exacto en su memoria. Comprendió que había escrito una pieza sensiblera y sin ningún impacto; y lo que era peor, insulsa. El jefe tenía razón. Como casi siempre, pensó con una sonrisa. Cogió las páginas que había escrito, incluso la copia de papel carbón, hizo una pelota con ellas y las tiró a la papelera. Tomó aire, introdujo una hoja en blanco en la máquina de escribir, pensó unos instantes y empezó de nuevo. Su velocidad de tecleo no era la que había sido hacía un año, pero aun así era suficiente para que ninguna mecanógrafa profesional pudiera seguirlo. No tardó en tener una segunda versión del artículo. Aunque no lo necesitaba, empezó a releerla: le gustaba ver el texto sobre una hoja en blanco, como si las palabras cobraran un significado distinto al ser escritas. Mientras releía el artículo, no pudo evitar preguntarse por qué estaba escribiendo aquello. Hasta entonces, rara vez se había preocupado por las cuestiones políticas. La respuesta, inevitable, fueron dos palabras: Sherlock Holmes. Sabía que Holmes estaba en España en aquellos momentos, tratando de evitar que la Orden Esotérica de Dagón, como Lovecraft la había llamado, reuniera los tres ejemplares del Y todo eso, se dijo, por un hombre con el que había compartido unos días. Pero, pensó una vez más, qué hombre increíble. Terminó la relectura del artículo y comprendió que aún no era lo que buscaba. Si el jefe lo viera, lo echaría para atrás, igual que había hecho con la versión anterior. Pero estaba más cerca de lo que quería; y no sólo eso, sino que ahora sabía qué camino debía seguir para llegar hasta allá. – De acuerdo -murmuró-. Vamos otra vez. Hizo una nueva pelota de papel y volvió a introducir una hoja en la máquina de escribir. Adelante, se dijo. Y empezó a teclear a un ritmo frenético. Desde su despacho, Peter White lo contemplaba, intentando evitar una sonrisa. Ajá, pensó, el muchacho había vuelto. Y parecía que seguía en buena forma. Por la noche, de camino a su apartamento en la calle Clinton, los pensamientos de Kent volaban de un tema a otro, sin que terminaran de fijarse en ningún lugar en concreto. Echaba de menos a Sherlock Holmes, eso sin duda; casi tanto como echaba de menos a sus padres adoptivos, aunque de un modo muy distinto. En cierta forma, tenía la sensación de que conocía a Holmes de toda la vida, de que el detective siempre había estado a su lado, marcándole el camino. Era un pensamiento absurdo, pero no podía evitarlo. Como tampoco podía evitar preguntarse por sus orígenes, y por el sueño que había tenido en el pueblo. Recordaba las dos estatuas que sostenían el mundo, y no podía evitar reconocerse en sus rasgos. ¿Eran ésos sus verdaderos padres, o simplemente un fantasma de su imaginación? ¿Aquel planeta que sujetaban era su mundo natal? Tenía que averiguarlo, de un modo u otro. Pero, ¿cómo? Cuando se hubiera recuperado del todo, tal vez. Un rápido viaje a través de la noche hacia Siberia, hacia el lugar donde se había estrellado la… nave que lo había traído hasta allí. Aunque, ¿qué iba a encontrar allí, aparte de restos inservibles y casi irreconocibles? Pero eso no importaba ahora. El detective había visto algo allí, en aquella sala. Algo que él había vuelto a ver en su sueño. Un punto, nada más. Un punto que parecía contener todos los lugares posibles. Estaba llegando al parque. Una parte de él quería correr por entre los árboles como un animal salvaje, sin pensamiento alguno en su cabeza, más allá del olor del verde, la textura de la tierra contra sus pies, los furtivos ruidos de la noche. En días como aquél, se sentía cansado y su humanidad se convertía en un disfraz incómodo que no estaba muy seguro de querer seguir llevando. Pasaría, como pasaba siempre, estaba seguro. Pero a veces no podía evitar preocuparse ante aquellos pensamientos, aquellas ansias primarias que sentía bullir bajo su piel, por debajo de todo lo que sus padres le habían enseñado a apreciar como correcto y adecuado. Como siempre, no encontró respuesta. Y, también como siempre, sabía que no era la última vez que se lo preguntaría. El resto de la semana transcurrió con tranquilidad. Iba al periódico, cobraba por sus artículos, hablaba un poco con White y, ocasionalmente, se dejaba admirar a regañadientes por el joven Olson. No tenía mucha vida social, ni quería tenerla, no en aquellos momentos. Sabía lo que pensaban de él los periodistas de plantilla, pero no le importaba mucho. Para ellos no era más que el tipo que había echado por la borda un futuro brillante y había desaparecido del mundo durante un año. Que White lo hubiera contratado de nuevo era aceptado sin entusiasmo. Lo veían como a alguien acabado. Pudo haberlo tenido todo, decían. ¿Qué era todo?, se preguntaba por las noches, cuando volvía a casa cruzando el parque. Alzaba la vista y contemplaba el cielo tachonado de estrellas y se preguntaba alrededor de cuál de ellas habría girado el mundo que le dio vida. ¿Qué era todo?, se preguntaba al llegar a su casa. Quizá algo que estaba dentro de un punto, un punto que se asomaba al cosmos y que podía mostrarle de dónde venía. Hacia dónde tenía que ir. O quizá no. Sentía cómo sus fuerzas iban volviendo a él. Estaba ya muy por encima de lo que podía hacer un simple humano, pero aún se encontraba muy lejos de lo que había sido. Y a veces se preguntaba si quería volver a serlo. Durante varios días, fingió ante sí mismo que no había tomado ninguna decisión. Que aún dudaba. Que no estaba seguro de hacer lo que había pensado. Pero al final, se rindió ante lo evidente y comprendió que se había decidido la misma noche que soñó con el lugar de las estatuas y el punto que lo contenía todo. – ¿San Francisco? ¡Por el fantasma del César! ¿Qué se te ha perdido en San Francisco? Kent se encogió de hombros. – No es nada que pueda contar, jefe. Me temo que es personal. Ahora fue White quien encogió sus hombros en un gesto de indiferencia. – Qué demonios -dijo-. No es asunto mío. Y al fin y al cabo eres un – Volveré, jefe. – Sí, bueno, ya lo veremos. Kent reprimió una sonrisa. – Después de todo, la otra vez acabé volviendo, ¿no? – Eso es cierto. Pero hazme un favor, hijo. No tardes tanto como la última vez, ¿de acuerdo? – Lo intentaré. Mientras preparaba su escaso equipaje, volvió a tener la sensación de que era vigilado, al igual que lo había sentido en Kansas, en medio del campo de trigo. Alzó la ventana y salió a la escalera de incendios. Con la caída de la noche, el aire había refrescado, pero aún seguía haciendo calor. Miró a su alrededor. Era como encontrarse en la parte más baja de un abismo: por todas partes, los edificios se alzaban como las paredes de un desfiladero interminable. Alguien había abierto agujeros en la pared rocosa, y luces vacilantes se escapaban por ellos. Más allá, lo sabía, estaban las estrellas, ocultas por el resplandor de la ciudad que no dormía nunca. Forzó la vista y, lentamente, fue capaz de percibirlas. Lejanas y frías. Distantes e indiferentes a su destino. Bajó la vista. En la calle, recortado contra el escaparate luminoso de un Pero no, se dio cuenta, a medida que enfocaba sus sentidos. El bastón era lo único que aquel desconocido y Holmes tenían en común. Era un hombre joven, quizá de su misma edad, y bajo el sombrero que ocultaba buena parte de sus facciones pudo entrever un mechón de cabello rubio, casi blanco. El desconocido alzó la vista y Kent tuvo la sensación nítida y concreta de que miraba hacia él. Frunció el ceño. No estaba lejos y casi no había gente en la calle. Aunque aún distaba de estar en plena forma, podía descender por la escalera de incendios y estar junto a aquel tipo antes de que el otro tuviera tiempo de darse cuenta de qué pasaba. El hombre al otro lado de la calle sonrió como si hubiera adivinado sus pensamientos. Se llevó una mano al sombrero y ejecutó un saludo burlón antes de dar media vuelta y echar a andar acera abajo. Kent estuvo tentado de seguirlo. Lo habría hecho de no ser porque la sensación de ser observado aún persistía. Lo estaban vigilando, y aquel desconocido no tenía nada que ver con ello. No era él quien lo había espiado en Kansas, ni lo estaba espiando tampoco ahora. No sabía cómo lo sabía, pero era así, estaba seguro. Enfocó de nuevo sus sentidos y recorrió toda la calle. Y, aunque no pudo percibir nada extraño ni amenazador, aún estaba seguro de que lo estaban vigilando. El desconocido había desaparecido. Kent sabía que no le sería muy difícil seguir su rastro pero, sin saber por qué, decidió no hacerlo. Volvió al interior de su habitación y terminó de hacer el equipaje. |
||
|