"Sherlock Holmes y la boca del infierno" - читать интересную книгу автора (Martínez Rodolfo)Capítulo VIII. San FranciscoEl cadáver de Longbottom había sido retirado hacía tiempo y, en apariencia, la casa no parecía haber cambiado gran cosa. Sin embargo, había algo distinto en ella. No se llegaba a percibir del todo, permanecía siempre al borde de lo visible, pero estaba allí. Una sensación de decrepitud, de desmoronamiento lento y sin prisas que sólo se podía atisbar por el rabillo del ojo; murmullos de cansancio que casi se oían pero no llegaban jamás a materializarse. No es que fuera una sorpresa. Anni sabía bien que un nexo de las características de aquél no se había mantenido tanto tiempo de un modo natural y que, una vez desaparecida la fuerza que lo sustentaba y amplificaba, su destino era ir desvaneciéndose lentamente. La naturaleza volvía a reclamar lo que era suyo y, con paciencia, suavizaba las aristas de aquella excrecencia que le había salido e iba limando sus esquinas hasta que encajase con el resto del mundo. No del todo, porque al fin y al cabo la casa había sido un nexo natural desde el principio, pero sí lo bastante para no llamar la atención, para ser un agujero más en las paredes del universo, ni más llamativo ni menos que otros muchos. Sin embargo, un proceso como aquél no sería cosa de un día ni de dos, y aún tendrían tiempo suficiente para lo que planeaban. Aunque desde fuera seguía siendo un edificio medio abandonado en un callejón mugriento y poco transitado, por dentro la casa bullía de actividad. Anni ordenó que llevaran al superhombre al sótano e instruyó a sus vigilantes sobre lo que debían hacer. Luego, en el mismo salón en el que había yacido el cadáver de Longbottom, recibió el informe de lo que había ocurrido en su ausencia mientras rebuscaba con más curiosidad que ansia entre las reservas de licor del antiguo ocupante de la casa. – ¿Habéis encontrado el rubí? Su informante negó con la cabeza, temeroso. – Quienquiera que matase al gran Swami se lo llevó con él -dijo. Anni asintió. Sí, era lógico. Al fin y al cabo, Longbottom no había sido otra cosa que un vehículo entre el nexo que era la casa y la fuente de energía del rubí. Ellos eran los elementos esenciales, los que permitían abrir las puertas a otros mundos: el poseedor de ambos no había sido más que un hombre con demasiada fortuna y pocas ambiciones. Estaba bien donde estaba. Aunque la desaparición del rubí… De acuerdo, podía tener muchas explicaciones. Cualquier secta ocultista rival podía haber matado a Longbottom y haberse apropiado de la piedra. Nadie podía haberlo hecho. Pero el momento elegido para hacerlo resultaba demasiado conveniente, o inconveniente, según se mirara. No importaba. Ahora no tenían tiempo para aquello. La pérdida del rubí era un contratiempo menor. Había pensado en usarlo, pero se las apañarían sin él. En el sótano tenía toda la energía que necesitarían para abrir la puerta adecuada. Cierto que estaba sin refinar, que carecía del foco preciso que poseía el rubí, pero sería suficiente para sus propósitos. Y ya encontrarían el modo de refinarla. – Un enviado de Nadie llegó esta mañana -siguió diciendo su informante-. Lo matamos, de acuerdo con tus instrucciones. – Espero que no antes de que montara la maquinaria y os enseñara a usarla -dijo ella en tono sardónico, un nuevo rastro de la humana que llevaba dentro aletargada-. O tendremos un problema. – Claro, Ah, hombres. Tan centrados y tan poco sutiles: Pero útiles, ¿verdad, hermana? Fue a la sala donde lo estaban preparando todo y contempló la máquina que los hombres de Nadie habían construido. Era una cosa fea y algo grotesca, pero estaba segura de que cumpliría con su cometido, como todo lo que Nadie hacía. Había resultado útil a lo largo del proceso, sin duda. Sí, tenía Fueron sus técnicos los que construyeron el dispositivo espía que plantaron junto al detective. Y el ancla que permitía seguirlo a cualquier parte. Sin la ayuda de Nadie, Wiggins no habría podido seguir a Holmes a las Montañas de la Locura; su plan habría fracasado antes de empezar. Aunque, visto cómo habían acabado las cosas… Sí, Nadie y su misteriosa organización habían sido una herramienta necesaria, quizá incluso imprescindible. Pero ahora se habían convertido en una molestia y, cuanto menos supieran de lo que les esperaba, mucho mejor. Nadie no era tonto. Terminaría comprendiendo que algo iba mal y reaccionaría. Pero para entonces ya sería demasiado tarde y nada de lo que hiciera tendría la menor importancia. Bajó a ver a Kent cuando faltaba poco para el anochecer. Ordenó a sus vigilantes que los dejaran a solas y, durante largo rato, contempló en silencio al superhombre, su rostro iluminado por la luz del sol gracias al mecanismo de espejos que habían instalado en sótano. Kent parecía en paz consigo mismo y con el mundo. Con los ojos cerrados, absorbía la luz que llegaba a sus facciones casi perfectas como si nada más importase. Anni reprimió una sonrisa. Seguramente estaba empezando a sentirse más fuerte. Si le daban tiempo, conseguiría recuperar la mayor parte de sus habilidades y lograría escapar de su prisión. Por supuesto, Kent desconocía la existencia de la maquinaría que los demás estaban terminando de afinar en el salón principal de la casa. Lo único que sabía era que estaba prisionero, que lo mantenían débil y, al mismo tiempo, le permitían absorber la suficiente energía para mantenerse con vida. Y sin duda sospechaba que sus captores habían cometido un error y que estaba recibiendo más energía de la que el armazón que lo mantenía preso le robaba. Estaba en lo cierto, pero, por supuesto, se equivocaba. – Será esta noche -dijo de pronto. Kent abrió los ojos y la miró. – Eres un ejemplar magnífico. El recuerdo de la humana que fui encontraría mucho placer en tu compañía. Aunque, seguramente, procrear contigo supondría la destrucción de este cuerpo. En cualquier caso, es algo que no sabremos nunca. Kent siguió mirándola en silencio. – Fracasamos en España. Estábamos a punto de abrir la puerta y despertar a los Primeros. Casi logramos desencadenarlos sobre el mundo. Pero «estar a punto» y «casi» no son más que dos eufemismos para el fracaso. Esta noche tendremos éxito. Y será gracias a ti. Se acercó un par de pasos. – Cuando supimos de tu existencia no nos lo podíamos creer. Por desgracia, antes de que comprendiéramos lo que realmente representabas, Wiggins estuvo a punto de matarte. Fue una suerte que no lo consiguiera, visto cómo fracasó después en su misión. Ahora eres nuestro. Y esta vez tendremos éxito. El rostro de Kent no cambió de expresión. Aquellos ojos azules y casi ingenuos la miraban como si no la vieran. Anni se encogió de hombros. – Guardar silencio no te salvará. En realidad, nada puede salvarte. Cuando acabemos contigo, no serás más que cenizas. No hubo respuesta. – Como quieras. Nos veremos más tarde. Por última vez. Todo estaba preparado. Los técnicos efectuaron los últimos ajustes y la máquina se puso en funcionamiento con un zumbido sordo que, de alguna manera, pareció aumentar la decrepitud de la casa. Anni dio la orden de que de trajeran al superhombre del sótano y, mientras esperaba, le echó un último vistazo a su alrededor. Sí, todo estaba como debía. Dentro de ella, algo se rebeló. En cierto modo, ser humana tenía algo de adictivo, y una parte de ella no quería abandonar aquel estado. La puerta se abrió y Kent fue introducido en la habitación. Lo colocaron en el centro y luego conectaron la máquina al armazón que lo mantenía preso. – Adelante -dijo Anni. Se bajó una palanca, se giró un dial y se pulsaron unos botones. El zumbido de la máquina se hizo más intenso, hasta convertirse en un ronroneo entre gatuno y metálico que hizo temblar toda la casa. Aquél era el momento más delicado, pensó Anni. Si las cosas no se habían calibrado de forma correcta… Pero no, se dio cuenta casi enseguida. No había fallos. Nadie era eficiente, y los hombres que trabajaban para él no lo habían sido menos. Al igual que lo había hecho la trampa para Kent, la máquina estaba funcionando a la perfección. El superhombre estaba siendo bombardeado con radiación, sus células se estaban llenando de energía a un ritmo frenético. Y luego, aquella energía reconvertida por su increíble metabolismo estaba siendo canalizada. Al igual que Longbottom, Kent no era más que un intermediario: un transformador viviente que tragaba energía a paletadas y la convertía en algo distinto. Anni vio cómo el rostro del superhombre perdía toda serenidad y se crispaba en una mueca que podía ser tanto de dolor como de éxtasis. Seguramente de ambos, se dijo. Lanzó una mirada a uno de los hombres que se ocupaban de la máquina. Éste comprobó uno de los indicadores y asintió. Ahora. Era el momento de abrir la puerta que nadie se atrevía a abrir. La losa que mantenía a los Primeros atrapados en un sueño que era como la muerte iba a ser reventada, volada en mil pedazos. Y saldrían. A centenares. A millares. Hambrientos y rabiosos. Los primeros amos del multiverso, dispuestos a caer sobre él y poblarlo con sus pesadillas. – Sí. Ahora. Algo tembló en el aire y, a su alrededor, la realidad empezó a perder consistencia. El mundo físico empezaba a desmoronarse. Dos manos, o algo que podían ser dos manos, se materializaron frente a Kent. Se unieron en una palmada que hizo tambalearse el mundo. Se separaron y, al hacerlo, la realidad dejó de tener sentido, la cordura perdió su significado, el pensamiento se convirtió en algo imposible. ¡Sí! ¡Ahora! Centímetro a centímetro, se estaba abriendo una grieta en el mundo, y por ella estaba penetrando algo impío y hambriento. Era luz. Era oscuridad. Era miedo y deseo. Era todo lo que no se podía explicar con palabras, porque era anterior a las palabras. Los Primeros estaban despertando. Abrían los ojos y contemplaban los límites de su prisión. Despertaban, uno tras otro. Veían dónde habían sido encerrados y rugían su rabia. Y luego… contemplaban el botín que se les ofrecía, la puerta que se les abría hacia uno de los mundos del multiverso y, a través de éste, a todos los demás. ¡Ahora! ¡Saltad ahora! La parte humana de Anni, llena de pavor, quiso gritar, pero el ser que la había poseído en la Boca del Infierno se lo impidió. Kent gritó, pero su grito pasó desapercibido a medida que los cimientos de la realidad se tambaleaban a su alrededor y lo ocurrido empezaba a enviar oleadas de locura hacia el mundo que había fuera. Ninguno reparó en el hombre que entraba en ese momento en la habitación. Lanzó una mirada aburrida hacia lo que estaba ocurriendo y echó a andar en dirección a la enorme máquina que había en una esquina. Alguien lo vio e intentó detenerlo. Sin aminorar su paso, se deshizo de su atacante con un gesto desganado. Llegó junto a la máquina. Esbozó una sonrisa torcida. Abrió su mano. Lo que había en ella lanzó un destello rojizo. Volvió a cerrarla en un puño. Miró a sus espaldas y de nuevo pareció aburrido ante la locura que estaba a punto de desatarse sobre el mundo. Encontró lo que buscaba en la maquinaria e hizo a un lado una tapa. Uno de los técnicos intentó impedirlo y cayó fulminado a un gesto de su mano. Acercó la mano cerrada al compartimento que acababa de dejar al descubierto. La abrió y dejó caer en su interior lo que llevaba. Luego, prudente, se hizo a un lado. Y esperó. En todo el mundo, los que dormían estuvieron a punto de despertar a la locura; los despiertos, de abandonar su cordura en una pesadilla eterna. Pero nada de eso pasó. La máquina dejó de ronronear y, por un momento, pareció que tosía. Luego, como un castillo de naipes, empezó a desmoronarse. Las dos manos que estaban desgarrando la realidad perdieron asidero, trataron de encontrarlo de nuevo y, con un gesto de protesta inútil, se desvanecieron en mitad del aire. Los Primeros cerraron los ojos de nuevo. Volvieron a soñar su sueño de muerte. El mundo despertó y descubrió que seguía en pie, pese a todo. – ¡Tú! -exclamó una Anni todavía desorientada, aún atrapada en su cuerpo humano. – Yo. Anni parpadeó. El mundo todavía estaba entero, comprendió; los Primeros no habían despertado. – No. No lo harán. Al menos esta vez -dijo el hombre-. Y, teniendo en cuenta vuestro abultado porcentaje de fracasos, no creo que lo hagan nunca. La mujer asimiló rápidamente lo que había ocurrido. – Vosotros tenéis que tener éxito siempre -dijo-. A nosotros nos basta con triunfar una sola vez. Por toda la habitación, los hombres parpadeaban, como si alguien los hubiera sacado bruscamente de un sueño profundo. No parecían saber dónde estaban. En su prisión, Kent miraba a su alrededor sin comprender. – Quizá tengas razón -dijo el recién llegado-. Pero eso no hay forma de saberlo, ¿no es cierto? – De momento. – Así es. De momento. Pero «de momento» es todo lo que tenemos. Aprende a disfrutar de ello. Poco a poco, los hombres empezaban a reaccionar y a comprender lo que había pasado. Se miraron entre sí, indecisos. – ¿No vas a matarme? – Ya no representas ningún peligro para mí. Estás disminuida y has fracasado. Eras parte de algo mayor, ¿recuerdas? Y ya no sois tres, sólo dos pedazos que nunca podrán recomponerse mientras el otro vaga sin rumbo y gira una y otra vez alrededor de sí mismo sin reconocerse. Sigue rondando por el mundo si te place. Ya no es de mi incumbencia. -Miró a su alrededor y vio que la mayoría de los hombres lo miraban con gesto hosco-. Diles a tus sicarios que no lo intenten. No me apetece mancharme las manos. Anni les hizo una señal. A regañadientes, detuvieron su avance hacia el desconocido. – Y ahora, será mejor que os vayáis. Anni dio la orden con un gesto de la cabeza. Fue la última en abandonar la habitación. – Traidor -escupió antes de irse. El desconocido sonrió y se encogió de hombros. |
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