"El Hombre Evanescente" - читать интересную книгу автора (Deaver Jeffery)

Capítulo 17

Los había por todas partes…

Docenas de policías.

Y todos buscándole a él.

Jadeante por la carrera, sintiendo punzadas en los pulmones y con los músculos del costado como si fueran de fuego, Malerick se apoyó en el fresco muro de caliza de uno de los edificios del centro universitario.

Delante de él había una feria que ocupaba la plaza y bullía de gente. Miró hacia atrás, en dirección oeste, por donde había llegado hasta allí. La policía ya había cortado esa entrada. En los lados norte y sur de la plaza se levantaban unos altos edificios de hormigón. Las ventanas estaban condenadas y no había puertas. Su única salida era por el este, al otro lado del rectángulo de tamaño parecido al de un estadio de fútbol que ahora ocupaban casetas de feria y un enorme gentío.

Se encaminó en esa dirección, pero sin correr.

Porque los ilusionistas saben que la velocidad atrae la atención.

La lentitud le hace a uno invisible.

Miró los productos expuestos a la venta, puso cara de satisfacción ante la actuación de un guitarrista callejero y rió al ver a un payaso con globos. Hizo lo que hacían todos los demás.

Porque lo singular atrae la atención.

Lo corriente le hace a uno invisible.

Fue caminando relajadamente en dirección este. Se preguntaba cómo había podido localizarle la policía. Desde luego, él esperaba que antes o después encontrarían el cuerpo de la abogada ahogada. Pero habían actuado demasiado deprisa: era como si hubieran previsto que secuestraría a alguien en esa zona de la ciudad, incluso en la misma academia de equitación. ¿Cómo?

Continuó en la misma dirección.

Dejó atrás las casetas, la zona de la cafetería, y un grupo de jazz que estaba tocando sobre un escenario adornado con telas de color rojo, blanco y azul. Un poco más allá estaba la salida, la escalinata que salía de la plaza y conducía a Broadway. Sólo veinte más para la libertad; tal vez mil menos…

Diez.

Pero, de repente, vio los destellos de las luces. Casi resplandecían tanto como el algodón flash que había utilizado para escapar de la oficial pelirroja. Las luces procedían de cuatro coches patrulla que se detuvieron junto a la escalinata con un chirriante frenazo. De ellos salieron precipitadamente media docena de agentes uniformados. Inspeccionaron las escaleras y permanecieron junto a los coches. Entre tanto iban llegando otros oficiales, vestidos de paisano. Subieron la escalinata y se mezclaron con la multitud, examinando a los hombres que había en el mercado de artesanía.

Al verse acorralado, Malerick se dio la vuelta y se dirigió otra vez hacia el centro de la plaza.

Los agentes de paisano iban avanzando lentamente en dirección oeste. Paraban a los hombres de cincuenta años de edad aproximadamente, sin barba y vestidos con camisa clara y pantalones de sport de color tostado. Justo como iba él.

Pero también estaban parando a los cincuentones con barba y vestidos de otra manera. Lo que significaba que sabían que utilizaba técnicas de transformismo.

Entonces vio lo que había estado temiendo: la oficial de mirada dura y cabello de un rojo encendido que intentó arrestarle en la charca apareció en lo alto de la escalinata del lado oeste de la feria. Se mezcló con la multitud.

Malerick se dio la vuelta y bajó la cabeza mientras examinaba una escultura de cerámica bastante mala.

¿Qué hacer?, pensó con desesperación. Le quedaba aún un disfraz debajo de lo que llevaba puesto en ese momento. Pero, después de eso, se le acabarían las reservas.

La oficial pelirroja se fijó en alguien de complexión y atuendo similares a los suyos. La agente examinó al hombre detenidamente. Pero, pasados unos instantes, se volvió y continuó escudriñando a la gente.

El esbelto policía de pelo castaño que había hecho la respiración artificial a Cheryl Marston apareció en ese momento en lo alto de la escalinata y se unió a su colega entre la muchedumbre. Conversaron unos instantes. Había otra mujer con ellos, y no parecía policía. Tenía unos radiantes ojos azules; el pelo, de color rojizo tirando a púrpura, lo llevaba corto, y era bastante delgada. La joven miró entre la multitud y susurró algo a la oficial, que cambió de dirección. Ella se quedó con el policía y juntos siguieron caminando entre la gente.

Malerick sabía que antes o después darían con él. Tenía que salir de la feria ya, antes de que llegaran más policías. Se dirigió a los servicios públicos, y en una de las cabinas de fibra de vidrio se cambió de ropa. En treinta segundos estaba fuera otra vez, sujetando la puerta para que entrara una mujer de mediana edad. Tras dudar un instante, la mujer decidió marcharse y esperar a que quedara libre otro servicio que no fuera el que había utilizado un motero con coleta, barriga de bebedor de cerveza, gorra de Pennzoil, camisa vaquera Harley-Davidson de manga larga llena de grasa, y unos sucios vaqueros negros.

Tomó un periódico, lo enrolló y lo cogió con la mano izquierda para ocultar los dedos. Se dirigió de nuevo hacia el lado este de la plaza, mirando los objetos de vidrios de colores, las tazas y los platos; los juguetes hechos a mano, las piezas de cristal y los discos compactos. Un policía dirigió su mirada hacia él, pero la retiró inmediatamente y giró la cabeza hacia otro lado.

Malerick volvió al extremo este de la feria.

La escalinata que conducía a Broadway tenía unos veintisiete metros de ancho, cerrados ahora prácticamente por un cordón de policías uniformados. Estaban parando a todos los adultos, hombres y mujeres, que abandonaban la feria, a quienes solicitaban un documento de identidad.

Malerick vio que el detective y la joven de pelo púrpura estaban cerca, junto a la cafetería. Ella le estaba diciendo algo en voz baja. ¿Se habría fijado en él?

Le invadió un arrebato de furia incontrolable. Había planeado la actuación con tanto esmero: cada uno de los números, cada uno de los trucos diseñados para conducir a la apoteosis del día siguiente. Se suponía que aquel fin de semana iba a representar la ilusión más perfecta de todos los tiempos. Y todo se estaba viniendo abajo. Pensó en lo disgustado que estaría su maestro. Pensó en lo defraudado que se sentiría su venerado público… Se dio cuenta de que su mano, la que en ese momento sujetaba una pequeña pintura al óleo de la Estatua de la Libertad, estaba empezando a temblar.

¡No se puede consentir!, bramó.

Dejó el cuadro y se volvió.

Pero se detuvo de inmediato, dando un repentino grito ahogado.

La oficial pelirroja estaba ahí, a sólo unos metros de él, mirando hacia otro lado. Malerick se puso a mirar, muy interesado, un joyero, y preguntó al vendedor, con un fuerte acento de Brooklyn, el precio de un par de pendientes.

Por el rabillo del ojo vio que la oficial le miraba, pero no le prestaba atención y procedía a realizar una llamada por su radiotransmisor.

– Cinco Ocho Ocho Cinco. Solicito una conexión terrestre con Lincoln Rhyme. -Pasados unos minutos, continuó-: Rhyme, estamos en la feria. Tiene que estar por aquí… No puede haber salido de aquí antes de que cerráramos las salidas. Le encontraremos. Aunque tengamos que registrar a todo el mundo.

Malerick se mezcló con la multitud, paseando relajadamente. ¿Qué posibilidades tenía?

La desorientación: esa parecía la única solución. Hacer algo que distrajera a los agentes y le diera cinco segundos para colarse por el cordón policial y perderse entre los viandantes de Broadway.

Pero, ¿qué podría desorientarles el tiempo suficiente para que pudiera escapar?

Ya no le quedaban petardos para simular disparos. ¿Prender fuego a una de las casetas? Eso provocaría un tipo de pánico que en ese momento no le beneficiaba.

La rabia y el miedo hicieron presa en él otra vez.

Pero entonces oyó, procedente del pasado, la voz de su maestro, cuando era un chaval y había cometido una equivocación en el escenario que casi le estropea un número. El demoníaco y barbado ilusionista había llevado aparte al chico después de la actuación. Al borde de las lágrimas, el muchacho miraba fijamente al suelo mientras el hombre le preguntaba: «¿Qué es la ilusión?».

«Ciencia y lógica», le había respondido Malerick al instante (el maestro había grabado a fuego en el cerebro de sus aprendices un centenar de respuestas como ésa).

«Ciencia y lógica, sí. En caso de que suceda algún percance, ya sea por culpa tuya, de tu ayudante o de Dios mismo, la ciencia y la lógica sirven para hacerse cargo de la situación instantáneamente. No debe transcurrir ni un solo segundo entre el error y tu reacción. Sé audaz. Interpreta al público. Convierte el desastre en ovación.»

Al oír esas palabras en su mente, Malerick se tranquilizó. Se echó hacia atrás la coleta de motero y aprovechó para mirar a su alrededor, pensando qué podía hacer.

Sé audaz. Interpreta al público.

Convierte el desastre en ovación.


* * *

Sachs examinó otra vez a la gente que la rodeaba: dos niños aburridos, con su madre y su padre; una pareja mayor, un motero con una camiseta de Harley, dos jóvenes europeas regateando con un vendedor el precio de unas joyas.

Vio a Bell al otro lado de la plaza, cerca de la cafetería. Pero, ¿dónde estaba Kara? Se suponía que tenía que permanecer junto a alguno de los dos policías. Sachs levantó el brazo y empezó a hacer señas al detective, pero un grupo de personas se interpuso entre ellos y le perdió de vista. Se encaminó hacia donde estaba su compañero, girando la cabeza a uno y otro lado para examinar bien a las personas que se cruzaban con ella.

Se dio cuenta de que se sentía tan inquieta como por la mañana en la Escuela de Música, a pesar de que lucía un sol espléndido y el cielo estaba despejado, un marco bastante diferente al del escenario gótico del primer crimen. Fantasmagórico…

Sachs sabía cuál era el problema.

La conexión.

Al hacer las rondas, o conectabas o no conectabas. «Estar conectado» significaba, en el argot policial, que uno se relacionaba con el vecindario. La cuestión no se reducía a conocer a la gente y la geografía del barrio; se trataba de discernir qué tipo de energía les impulsaba, qué tipo de agresores cabía esperar, si eran muy peligrosos o no, cómo habían llegado a sus víctimas… y a uno.

Si no conectabas con el vecindario, mal negocio a la hora de hacer las rondas.

Con El Prestidigitador -comprendía Sachs al fin- estaba desconectada por completo. Ahora mismo, podría ir en un autobús número 9 hacia el centro o hallarse a un metro de ella; sencillamente, no lo sabía.

De hecho, justo en ese momento pasó alguien a su lado. Sintió en la nuca como una respiración o el roce de una tela, y se volvió con toda rapidez, temblando de miedo, con la mano ya en el extremo del arma, puesto que recordó la facilidad con la que Kara la había distraído para sacársela de la funda.

Había media docena de personas a su alrededor, pero ninguna parecía haber hecho que el aire se moviera en su nuca.

¿O sí?

Vio alejarse a un hombre que cojeaba al andar, así que no podía ser El Prestidigitador.

¿O sí?

El Prestidigitador podía convertirse en otra persona en cuestión de segundos, ¿recuerdas?

Las personas que había a su alrededor eran una pareja mayor, el motero de la coleta, tres adolescentes y un hombretón con uniforme de ConEd [15]. Estaba confundida, frustrada y asustada por sí misma y por todos los que la rodeaban.

No había conexión…

Se escuchó entonces bien claro el grito de una mujer.

Se oyó una voz que gritaba:

– ¡Miren, ahí! ¡Dios mío, hay alguien herido!

Sachs sacó el arma y se dirigió hacia la aglomeración de gente.

– ¡Llamen a un médico!

– ¿Qué pasa?

– ¡Cielo santo! ¡No mires, cielito!

Se había congregado una muchedumbre cerca del extremo este de la plaza, no muy lejos de la cafetería. Miraban hacia abajo con expresiones de horror, a alguien tendido sobre los ladrillos que había a sus pies.

Sachs cogió el Motorola para llamar al equipo médico y se abrió paso entre el gentío.

– Abran paso, déjenme p…

Se detuvo al llegar al círculo que habían dejado los curiosos y dio un grito ahogado.

– ¡No! -dijo en un susurro, estremecida de consternación por lo que estaba viendo.

Amelia Sachs estaba frente a la última víctima de El Prestidigitador.

Allí estaba Kara, tendida en el suelo; la sangre le cubría la blusa morada y descendía hasta los ladrillos del suelo. Tenía la cabeza echada hacia atrás y sus ojos muertos miraban fijamente el cielo azul.