"El Hombre Evanescente" - читать интересную книгу автора (Deaver Jeffery)Capítulo 16 Vio a su marido llorando. Lágrimas de pesar porque «el matrimonio» se había acabado. Como se acaba el papel higiénico. O se lava el coche. ¡Era Pero Roy no sentía lo mismo. Roy quería a una analista del mercado de valores en lugar de a ella, y punto. Otro golpe nauseabundo de agua caliente y pegajosa que se le metía por la nariz. Aire, aire, aire… ¡Déjame respirar! En ese momento Cheryl Marston vio a sus padres en unas Navidades ya muy lejanas, enseñándole con nerviosa timidez la bicicleta que le había traído Papá Noel del Polo Norte. «Mira, cielo, Papá Noel te ha traído incluso un casco rosa para que protejas esa linda cabecita…» – Ahhhhh… Tosiendo y atragantándose, sujeta por las apretadas cadenas, Cheryl salió de las aguas opacas de la grasienta charca, cabeza abajo, girando perezosamente, sujeta de un cabo amarrado a una grúa metálica que sobresalía del agua. Sentía un dolor punzante en el cráneo por la sangre que iba acumulándose en su cabeza. «¡Basta, basta, basta!», gritó en silencio. ¿Qué estaba pasando? Recordó a Después, las cadenas. Y el horror del agua. Y ahora, aquel hombre que la estudiaba con una expresión de agradable curiosidad en la cara mientras ella se moría. ¿Quién es? ¿Por qué me está haciendo esto? Por efecto de la inercia comenzó a girar lentamente, por lo que él ya no podía ver sus ojos suplicantes, ante los que se iba haciendo visible el perfil brumoso de Nueva Jersey, a varios kilómetros al otro lado del Hudson. Poco a poco fue girando en sentido contrario hasta que lo que tuvo enfrente fueron las zarzas y los lilos. Y a él. El hombre, a su vez, bajó la mirada hacia ella, asintió y, acto seguido, aflojó el cabo, haciendo que se sumergiera de nuevo en la asquerosa charca. Cheryl se doblaba por la cintura con todas sus fuerzas en un intento desesperado de no llegar a tocar la superficie del agua, como si ésta estuviera hirviendo. Pero su propio peso y el de las cadenas tiraban de ella hacia abajo y la sumergían por debajo de la superficie. Conteniendo la respiración, sintió un estremecimiento violento y sacudió la cabeza, luchando en vano por liberarse del inquebrantable metal. Y allí estaba otra vez el marido de Cheryl, delante de ella, dando explicaciones, explicaciones, explicaciones de por qué el divorcio era lo mejor que le podía haber pasado a ella. Roy levantó la vista, se limpió sus lágrimas de cocodrilo y le dijo que era por su bien. Ella sería más feliz así. Mira, aquí tenía algo para ella. Roy abrió una puerta y allí estaba la reluciente bicicleta Schwinn, con sus banderines en el manillar y las ruedecitas traseras para que aprendiera a montar. Y un casco; un casco rosa para proteger su cabecita. Cheryl se dio por vencida. Tú ganas, tú ganas. Llévate el maldito barco y vete con tu maldita novia. Pero deja que me marche en paz, déjame en paz. Aspiró por la nariz para dejar que la muerte tranquilizadora entrara en sus pulmones. – ¡Allí! -gritó Amelia Sachs. Se le unió Bell, y juntos atravesaron corriendo el sendero peatonal y se dirigieron a la zona de espesos matorrales y árboles que había a la orilla del río Hudson. De pie sobre el podrido embarcadero, que al parecer había sido un muelle hacía años, antes de que se taponara el acceso al río, había un hombre. Era una zona cubierta de maleza, llena de basura y apestosa por el agua estancada. El hombre, que vestía chinos y camisa blanca, estaba sujetando un cabo enganchado a una grúa oxidada. El otro extremo del cabo se perdía debajo de la superficie del agua. – ¡Eh! -gritó Bell-. ¡Oiga! El hombre tenía el pelo castaño, sí, pero su atuendo era diferente. Tampoco tenía barba. Y no era cejijunto. Desde donde estaba, Sachs no veía si tenía los dedos de la mano izquierda unidos. Aun así, ¿eso qué significaba? El Prestidigitador podía ser un hombre o podía ser una mujer. El Prestidigitador podía ser invisible. Conforme se acercaban corriendo, el hombre levantó la vista, aparentemente tranquilizado por su presencia. – ¡Aquí! -gritó-. ¡Ayúdenme, aquí! ¡Hay una mujer en el agua! Bell y Sachs dejaron a Kara junto al paso elevado y corrieron por los matorrales que rodeaban la insalubre charca. – No te fíes de él -le dijo Sachs, casi sin aliento, mientras corrían. – Estoy contigo, Amelia. El hombre tiró con más fuerza: primero salieron los pies; después, las piernas, con unos pantalones de sport, seguidas del tronco y la cabeza de una mujer. Estaba cubierta de cadenas. No tardaron mucho en llegar. Bell iba llamando por el transmisor para pedir refuerzos y una ambulancia. En el lado este del puente peatonal se estaba congregando un grupo de personas, alarmadas por lo que estaba pasando. – ¡Ayúdenme! ¡Yo no puedo levantarla solo! -les gritó a Bell y Sachs el salvador. La voz era entrecortada y jadeaba por el esfuerzo-. ¡Un hombre la ató y la tiró al agua! ¡Intentó matarla! Sachs sacó el arma y apuntó al hombre. – ¡Oiga!, ¿pero qué hace? -dijo sorprendido-. ¡Estoy intentando salvarla! -Miró hacia el teléfono móvil que llevaba en el cinturón-. ¡He sido yo quien ha llamado al nueve uno uno! Sachs no podía ver todavía la mano izquierda del hombre, que quedaba tapada por la derecha. – Mantenga las manos en la cuerda, señor -dijo Sachs-, que yo pueda verlas. – ¡Pero si yo no he hecho nada! -Su respiración producía un sonido sibilante, un sonido extraño. Tal vez no fuera por el esfuerzo, sino por asma. Manteniéndose fuera de la línea de fuego de Sachs, Bell agarró la grúa y la hizo girar hacia la embarrada orilla. Cuando el cuerpo de la mujer estuvo al alcance de la mano, tiró de él mientras que el hombre que sujetaba el cabo fue aflojando la tensión hasta que la mujer quedó tendida en el suelo, sobre la hierba, fláccida y cianótica. El detective le retiró la cinta de la boca, desenganchó las cadenas y empezó a hacerle la respiración artificial. Sachs gritó a la docena de personas que se habían congregado en las cercanías, atraídas por el alboroto: – ¿Hay algún médico entre ustedes? Nadie contestó. Volvió la mirada hacia la víctima y vio que se movía… Entonces empezó a toser y a escupir agua. ¡Sí!, habían llegado a tiempo. Dentro de unos minutos, la mujer podría confirmar la identidad del hombre. Advirtió que, algo lejos de allí, había unas prendas azul marino en un montón. Identificó una cremallera y una manga. Podría ser la parte superior del chándal que él se había quitado. Los ojos del hombre siguieron los de ella, y también lo vio. ¿Era una reacción, un ligero gesto de indignación? Sachs creía que sí, pero no estaba segura. – Señor -le gritó con voz firme-. Hasta que aclaremos todo lo que ha pasado, le voy a esposar. Acerque las manos… De repente se escuchó la voz de un hombre que gritaba: – ¡Eh, cuidado con el del chándal, a su derecha!, ¡al suelo! Se oyeron gritos entre los curiosos, que se echaron al suelo. Sachs se acuclilló y giró hacia la derecha, apuntando en busca de un objetivo. – ¡Roland, ten cuidado! Bell también se echó al suelo, junto a la mujer, y miró en la misma dirección que Sachs con su Sig en la mano. Pero Amelia no vio a nadie con un chándal. ¡Oh, no!, pensó. ¡No! Furiosa consigo misma, comprendió lo que había pasado: aquel tipo había simulado la voz del otro hombre: ventriloquia. Se volvió con rapidez y vio una bola de fuego brillante que explotaba en la mano del «salvador». El resplandor permaneció en el aire, cegándola. – ¡Amelia! -gritó Bell-. ¡No veo nada! ¿Dónde está ese hombre? – No lo… Se oyeron unos disparos procedentes del sitio donde había estado El Prestidigitador. Los curiosos huyeron presas del pánico cuando Sachs apuntó al lugar de donde procedían los disparos. Bell también apuntó. Ambos escudriñaban el lugar buscando un objetivo, pero el asesino había desaparecido ya cuando recobraron la visión. Sachs se dio cuenta de que estaba apuntando a una débil nube de humo, que había sido provocada por más petardos. A continuación Sachs vio al Prestidigitador al otro lado del paseo, en dirección este. Empezó a caminar por mitad de la calle, pero al ver que se acercaba a toda velocidad un coche patrulla, con gran despliegue de luces y sirenas, subió por la ancha escalinata de entrada al West Side College y desapareció en la feria de artesanía, como una aguja en un pajar. |
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