"El Hombre Evanescente" - читать интересную книгу автора (Deaver Jeffery)

Capítulo 15

La academia de equitación parecía sacada directamente de la antigua Nueva York.

Asaltada por un penetrante olor a establo, Amelia Sachs se asomó por un arco al interior de la vieja cuadra de madera donde estaban los caballos y, sobre ellos, los jinetes y amazonas, con ese aspecto señorial que les daban los pantalones color tostado, las chaquetas negras o rojas y los cascos de terciopelo.

Había media docena de agentes uniformados de la cercana comisaría Veinte, de pie, repartidos entre el vestíbulo y el exterior. Había más oficiales en el parque, a las órdenes de Lon Sellitto, desplegados por el camino de herradura, en busca de la escurridiza presa.

Sachs y Bell se dirigieron a la oficina, donde el detective enseñó su placa dorada a la mujer que había detrás del mostrador. Ésta miró por encima del hombro del detective hacia el resto de los policías que había fuera y preguntó con inquietud:

– ¿Sí? ¿Hay algún problema?

– Señora, ¿utilizan aquí Tack-Pure para las monturas y el cuero?

La mujer miró a una ayudante que estaba cerca, y ésta asintió.

– Sí, señor. Lo usamos. Lo usamos mucho.

– Hemos encontrado restos de ese producto -continuó Bell-, así como de excrementos de caballo, en la escena de un homicidio ocurrido hoy mismo. Creemos que el sospechoso puede trabajar aquí o andar detrás de alguno de sus empleados o clientes.

– ¡No! ¿Quién?

– Eso no lo sabemos con seguridad, lamento decírselo. Y tampoco sabemos qué aspecto tiene el sospechoso. La única certeza que tenemos es que se trata de un hombre de complexión mediana, unos cincuenta años y blanco. Puede que lleve barba y que tenga el pelo castaño, pero no estamos seguros. Puede que tenga los dedos de la mano izquierda deformes. Lo que necesitamos es que hable usted con sus empleados, y también con los clientes habituales, si hubiera alguno por aquí cerca, y compruebe si alguien ha visto a un hombre que responda a esa descripción. O a un desconocido con aspecto amenazador.

– Desde luego -dijo la mujer con tono vacilante-. Haré todo lo que pueda. No se preocupe.

Bell escogió a algunos de los oficiales de patrulla y desapareció por una vieja puerta que conducía al picadero, lleno de serrín que desprendía un fuerte olor acre.

– Vamos a empezar a registrar -le gritó a Sachs mientras se alejaba.

La agente hizo un gesto de asentimiento y miró por la ventana, vigilando a Kara, que se había quedado sola en el coche de Sellitto, un vehículo sin distintivo aparcado en la acera junto al Camaro amarillo intenso de Sachs. A la joven no le había hecho mucha gracia que la dejaran encerrada, pero Amelia había insistido en que se quedara allí, sin correr ningún peligro.

Los trucos de Robert-Houdin eran mejores que los de los marabutos, aunque creo que casi le matan.

No te preocupes. Ya me ocuparé yo de que a ti no te pase eso.

Sachs consultó el reloj: las dos de la tarde. Llamó por radio a la Central y desde allí le pusieron en comunicación con el teléfono de Rhyme. No tardó en escucharse la voz del criminalista al otro lado de la línea.

– Sachs, los equipos de Lon no han encontrado nada en Central Park. ¿Has tenido más suerte tú?

– La directora está interrogando al personal y a los clientes que hay en la academia. Roland y su equipo están registrando las cuadras.

Sachs vio en ese momento a la directora, que se dirigía a un grupo de empleados. En sus rostros se reflejaba toda una gama de ceños fruncidos y miradas de preocupación. Una muchacha, una pelirroja de cara redonda, se llevó de repente la mano a la boca, horrorizada. Empezó a asentir con la cabeza.

– Espera un momento, Rhyme. Tal vez haya algo.

La directora hizo un gesto a Sachs para que se acercara, y la chica dijo:

– No sé si será… como…, si será importante, pero… puede que haya una cosa…

– ¿Cómo te llamas?

– ¿Tracey? -La chica contestaba como si fuera ella quien estuviera preguntando-. Soy moza de cuadra.

– Continúa.

– Vale. Pues, lo que pasa es que hay una amazona, una que viene todos los sábados, Cheryl Marston…

Sachs escuchó a Rhyme gritar:

– ¿A la misma hora? Pregúntale si va todas las semanas a la misma hora.

Sachs le comunicó la pregunta.

– Sí, sí, a la misma -dijo la muchacha-. Es como…, ¿no sabe?…, como un reloj. Lleva años viniendo aquí.

El criminalista apuntó:

– Las personas con hábitos regulares son los objetivos más fáciles. Dile que siga.

– ¿Y qué pasa con ella, Tracey?

– Hoy…, eehh…, pues que ha vuelto de montar a caballo, hace cosa de media hora. Y eso, que me ha pasado a Don Juan, que es como su caballo favorito, y me ha pedido que yo y el veterinario le hiciéramos una revisión porque de repente había llegado un pájaro volando que se había chocado contra la cara del animal y le había asustado. Así que nos ponemos a examinarle, y ella me cuenta lo de ese tipo que había aparecido y que había conseguido que Juanito se calmara. Le decimos que el caballo está bien, pero ella sigue con lo del tipo ese, dale que te pego, y que qué interesante es y lo emocionada que está ella porque va a ir a tomar café con él, y que puede que sea un verdadero hombre que susurra a los caballos. Yo le he visto abajo, mientras la estaba esperando. Y lo que pasa es que…, bueno, estooo…, ¿qué le pasa en la mano? Porque me ha dado la impresión de que la escondía, ¿no sabe? Me ha parecido que sólo tenía tres dedos.

– ¡Es él! -dijo Sachs-. ¿Sabes dónde iban?

La chica señaló hacia el oeste, en la dirección opuesta al parque.

– Creo que por ahí. No me ha dicho dónde exactamente.

– Que te dé una descripción -gritó Rhyme.

La muchacha explicó que el hombre tenía barba y unas cejas raras: «Como si hubieran crecido y fueran una sola».

Para hacer que cambie la cara, lo más importante son las cejas. Si se cambian las cejas, la cara es diferente en un sesenta o setenta por ciento.

– ¿Cómo va vestido?

– Con cazadora. Los zapatos y el pantalón, de deporte.

– ¿De qué color?

– La cazadora y los pantalones son oscuros, azules o negros. La camisa no se la he visto.

Bell y sus agentes volvieron en ese momento.

– Ni rastro -dijo entre dientes.

– Aquí tenemos una pista que seguir -le contó lo de la amazona y el hombre con barba, y luego preguntó a la moza:

– ¿Y estás completamente segura de que ella no conocía a ese tipo?

– Imposible. La señora Marston y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo, y me había dicho que hacía siglos que no quedaba con nadie. No se fía de los hombres. Su ex la engañaba y después, con el divorcio, se llevó el barco de vela. Todavía le dura el cabreo…


* * *

Los mejores ilusionistas, queridos amigos, recurren a una práctica que consiste en la minuciosa planificación y medida del ritmo de sus movimientos, para hacer la actuación lo más intensa posible.

Para nuestro tercer número de hoy hemos visto, en primer lugar, nuestra ilusión animal, protagonizada por el maravilloso Don Juanito en Central Park. Luego redujimos el ritmo con algunos trucos de prestidigitación clásicos, combinados con un toque de mentalismo.

Y ahora volvemos al escapismo.

Vamos a ver el que tal vez sea el más famoso número de escapismo de Harry Houdini. Lo inventó él, y consistía en que se le ataba, se le colgaba por los talones y se le sumergía en un estrecho tanque lleno de agua. Contaba sólo con unos minutos para intentar doblar el cuerpo, de cintura para arriba, desatarse los tobillos y abrir la cerradura de la tapadera con la que estaba cerrado el tanque; si no le daba tiempo a hacerlo, se ahogaba.

El tanque estaba, por supuesto, «preparado». Los barrotes, que en apariencia servían para evitar que los cristales estallaran, eran en realidad asideros que le permitían incorporarse y llegar a los tobillos. Los cierres de éstos y de la tapadera del tanque tenían pestillos ocultos que los soltaban de inmediato.

Huelga decir que en nuestra representación de la popular hazaña del famoso escapista no hemos incluido tales detalles. Nuestra artista sólo contará con sus propios medios. Y yo, por mi parte, he añadido unas cuantas variantes. Todo pensando en ustedes, desde luego, en su entretenimiento.

Y ahora, por gentileza del señor Houdini, «La celda de tortura acuática».

Sin barba, vestido con chinos, y camiseta y camisa blancas, Malerick empezó a rodear a Cheryl Marston con unas cadenas bien prietas. Primero los tobillos y después el pecho y los brazos.

Se detuvo un momento y miró a su alrededor, pero comprobó que los espesos matorrales les seguían ocultando a la vista de la carretera y del río.

Se encontraban junto al Hudson, al lado de una charca de agua estancada que debió de ser en otros tiempos una pequeña vía de entrada para botes. Los vertidos y residuos arrojados allí la habían sellado hacía ya tiempo, creando aquel fétido estanque de unos tres metros de diámetro. En uno de los lados había un embarcadero podrido, en mitad del cual se elevaba una grúa oxidada, empleada para sacar los botes del agua. Malerick lanzó un cabo sobre la grúa, agarró uno de los extremos y empezó a atarlo a las cadenas con que había sujetado los pies de Cheryl.

Los escapistas adoran las cadenas. Tienen un aspecto impresionante, además de dar un maravilloso toque sádico, e imponen más que la seda o las cuerdas. Y son pesadas: justo lo que se necesita para mantener bajo el agua a un artista que esté atado.

– No…, no, nooooo -susurró la mujer, completamente aturdida.

Malerick le acarició el pelo mientras comprobaba las cadenas. Sencillas y apretadas. Houdini escribió: «Por extraño que parezca, he descubierto que cuanto más espectaculares le parecen al público las ataduras, más fácil es escapar de ellas».

Y estaba en lo cierto, según sabía Malerick por experiencia. Aunque resulta impresionante contemplar a un ilusionista cubierto por montones de cadenas enormes y gruesas cuerdas, de las que tiene que liberarse, esa fachada oculta en realidad una tarea fácil. Es mucho más difícil liberarse de unas ataduras más simples y en menor número. Como las que estaba utilizando, por ejemplo.

– Nooooo… -volvió a susurrar Cheryl aturdida-. Me duele. Por favor… ¿Qué estás…?

Malerick le tapó la boca con cinta adhesiva. Después, tras respirar hondo, afianzó bien su posición, agarró el cabo con fuerza y tiró de él hacia abajo, lo que hizo que los pies de la lloriqueante abogada fueran elevándose poco a poco, arrastrando el cuerpo hacia las desagradables aguas.


* * *

En una hermosa tarde primaveral como aquélla, con la gran plaza central del West Side College, situado entre las calles Setenta y nueve y Ochenta, en pleno bullicio por la feria de artesanía que se estaba celebrando, sería prácticamente imposible encontrar al asesino y a su víctima entre el gentío.

En una hermosa tarde primaveral como ésa, los restaurantes y cafés cercanos estaban abarrotados de clientes y, en ese mismo momento, El Prestidigitador podría hallarse en cualquiera de ellos proponiéndole a Cheryl Marston dar una vuelta en coche o que fueran al apartamento de ella.

En una hermosa tarde primaveral como aquélla, los cincuenta callejones que había entre los bloques de la zona ofrecían, con sus sombras y su aislamiento, un lugar perfecto para el crimen.

Sachs, Bell y Kara recorrían las calles de arriba abajo, buscando en la feria de artesanía, los restaurantes y los callejones. Y en cualquier otro lugar en el que se les ocurriera que podían dar con algo.

No encontraron nada.

Hasta que, pasados unos minutos desesperantes, se tomaron un descanso.

Los dos policías y Kara entraron en el Café Ely, cerca de Riverside Drive, sin dejar de escudriñar entre la multitud. Sachs agarró el brazo de Bell y le hizo un gesto con la cabeza indicando en dirección a la caja registradora, junto a la cual había un casco de terciopelo negro de montar a caballo y una fusta de cuero manchada.

Sachs se dirigió corriendo al gerente del establecimiento, un oriental de tez morena, y le dijo:

– ¿Eso se lo ha dejado una mujer?

– Sí. Hará cosa de diez minutos. La sen…

– ¿Iba acompañada de un hombre?

– Sí.

– ¿Con barba y chándal?

– Ésos son. Ella se dejó el gorro y ese látigo en el suelo, debajo de la mesa.

– ¿Sabe dónde han ido? -preguntó Bell.

– Pero, ¿qué pasa? ¿Es que…?

– ¿Dónde? -insistió Sachs.

– Bueno, pues… le oí decir a él que le iba a enseñar su barco; pero espero que se la llevara a casa.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Sachs.

– Que la mujer… parecía enferma. Supongo que por eso se dejó sus cosas.

– ¿Enferma?

– Apenas se tenía en pie, ¿sabe lo que digo? Parecía que estaba borracha, aunque lo único que bebieron fue café. Y ella estaba bien cuando entraron aquí.

– La ha drogado -le dijo Sachs a Bell entre dientes.

– ¿Drogado? -preguntó el gerente-. ¡Oiga!, ¿qué pasa aquí?

– ¿En qué mesa estuvieron? -preguntó Sachs.

El gerente señaló una mesa donde había sentadas en ese momento cuatro mujeres, que comían y hablaban con gran alboroto.

– Disculpen -les dijo Sachs mientras examinaba rápidamente el sitio. No vio ninguna pista clara sobre la mesa ni debajo de ésta.

– Tenemos que buscar a la mujer -le dijo a Bell.

– Si ha dicho que un barco, dirijámonos al oeste, al Hudson.

Sachs señaló con la cabeza el sitio donde se habían sentado El Prestidigitador y Cheryl:

– Eso es la escena de un crimen: no barra ni friegue ni limpie nada. Y siente a esas señoras en otra mesa -gritó, señalando a las cuatro mujeres, que tenían los ojos como platos y se habían quedado en silencio por un momento.

Corrió hacia la puerta y se perdió en la deslumbrante luz del sol.