"El Hombre Evanescente" - читать интересную книгу автора (Deaver Jeffery)Capítulo 14 Un débil sonido, como el de una campanilla, que se escuchó en el ordenador de Cooper avisaba de que se había recibido un correo electrónico. – Es una nota de nuestros amigos de la Novena y de Pensilvania. -Procedió a descifrar el mensaje del laboratorio del FBI y, pasados unos instantes, anunció-: Son los resultados del aceite. Es un producto que se comercializa con la marca Tack-Pure y que se emplea para monturas, riendas, bolsas de cuero para el forraje y otros productos relacionados con la equitación. Caballos… Rhyme hizo girar su silla de ruedas hasta quedarse frente a la pizarra con las pruebas. – No, no, no… – ¿Qué pasa? -preguntó Sachs. – El excremento de los zapatos de El Prestidigitador. – ¿Qué pasa con eso? – Que no es de perro; ¡es de caballo! Mira las partículas vegetales. ¿Dónde demonios tenía yo la cabeza? Los perros son carnívoros, no comen hierba ni heno… Está bien, pensemos. La tierra, el estiércol y el resto de las pruebas sitúan al criminal en Central Park. Y los pelos…, ¿conoces esa zona que se llama «La loma de los perros»? Está también en el parque. – Está justo cruzando la calle -señaló Sellitto-. Allí es donde todo el mundo lleva a pasear a su perrito. – Kara -dijo con energía-, ¿hay caballos en el Cirque Fantastique? – No. No tienen números con animales. – Bueno, pues eso elimina el circo… ¿Qué otra cosa puede estar tramando? La loma de los perros está cerca del camino de herradura que hay en el parque, ¿no? Es una probabilidad remota, pero tal vez monta a caballo o ha estado buscando a alguien que monte. Puede que su objetivo sea uno de ellos; tal vez no su próximo objetivo, pero asumamos que sí, ya que es la única línea de investigación en la que tenemos algo, ¡maldita sea! – Hay unas cuadras por aquí cerca, ¿no? -preguntó Sellitto. – Sí, yo las he visto -dijo Sachs-. Creo que están entre las calles Ochenta y Noventa. – Entérate -dijo Rhyme-. Y manda a alguien allí. Sachs miró el reloj: eran las 13.35. – Vale; tenemos tiempo aún. Quedan dos horas y media hasta la próxima víctima. – Bien -dijo Sellitto-. Enviaré equipos de vigilancia al parque y a las cercanías de las cuadras. Si están allí hacia las dos y media, tendremos aún mucho tiempo para dar con él. Rhyme advirtió que Kara fruncía el ceño. – ¿Qué pasa? -le preguntó. – ¿Sabe una cosa? Yo no estoy tan segura de que dispongan de tanto tiempo. – ¿Por qué? – Se acuerda de lo que les dije sobre la – Sí, lo recuerdo. – Bueno, pues también la hay de carácter «temporal», que consiste en engañar al público y hacerle creer que algo va a pasar en un momento determinado, cuando en realidad sucede en otro. Por ejemplo, un ilusionista repite una acción cada cierto tiempo. El público, de forma subconsciente, llega a pensar que, haga lo que haga el artista, tiene que pasar sólo en esos momentos. Pero lo que hace el mago entonces es acortar los intervalos de tiempo entre una y otra acción. El público no presta atención y no se fija en absoluto en lo que hace. Es posible detectar un truco de – ¿Por ejemplo, rompiendo los relojes? -preguntó Sachs. – Exacto. – Entonces, ¿tú crees que no tenemos hasta las cuatro? – Puede que sí -dijo Kara tras encogerse de hombros-. Tal vez ha planeado matar a tres personas dejando pasar cuatro horas entre una y otra, y luego matará a la cuarta cuando haya transcurrido sólo una hora. No lo sé. – No sabemos nada -dijo Rhyme con decisión-. ¿Qué piensas tú, Kara? ¿Tú qué harías? La joven soltó una risa que reflejaba su inquietud, ya que lo que le estaban pidiendo era que se pusiera en el lugar de un asesino. Tras unos momentos de profunda reflexión, dijo: – Él sabe que han encontrado ya los relojes. Y sabe que son ustedes inteligentes. Ya no necesita insistir en ese punto. Si yo fuera él, mataría a la siguiente víctima antes de las cuatro. Intentaría hacerlo ya. – Pues no digas más -dijo Rhyme-. Olvidémonos de la vigilancia y de los de paisano. Lon, llama a Haumann y que envíen unidades de emergencia al parque. Muchas. – Pero eso puede ahuyentarle, Linc…, si está disfrazado y vigilando por su parte… – Creo que tenemos que arriesgarnos. Informa a las unidades de emergencia de que a quien buscamos es a… ¿a quién demonios estamos buscando? Dales una descripción general; apáñatelas lo mejor que puedas. Asesino de cincuenta años, conserje de sesenta años, ancianita de setenta años con un cesto de la compra… Cooper levantó la vista del ordenador y dijo: – Ya tengo la cuadra. Academia de Equitación de Hammerstead. Bell, Sellitto y Sachs se pusieron en marcha al instante. – Yo también quiero ir -pidió Kara. – No -dijo Rhyme. – Puede que haya algo de lo que yo me dé cuenta, algún truco o algún cambio de ropa que realice alguien en una multitud. Yo podría advertirlo -insistió. Y añadió, señalando esta vez a los otros policías-: tal vez ellos no. – No. Es demasiado peligroso. No debe haber civiles en una operación táctica. Ésas son las normas. – A mí las normas no me importan -replicó la joven, inclinándose desafiante sobre él-. Yo puedo ayudarles. – Kara… Pero la joven le hizo callar dirigiendo primero la mirada hacia las fotografías de las escenas del crimen de Tony Calvert y Svetlana Rasnikov, y después, con una expresión fría en los ojos, de nuevo hacia Lincoln Rhyme. Con un gesto tan simple, le recordó que había sido él quien le había pedido que se quedara, quien la había introducido en ese mundo y quien había convertido a una joven inocente en alguien que podía ver tales horrores sin pestañear. – De acuerdo -dijo Rhyme. Y añadió, señalando con la cabeza a Sachs-: Pero no te separes de ella. Ella actuaba con cautela, observó Malerick, como correspondía a una mujer a quien había abordado un hombre en Manhattan. Aunque se tratara de un desconocido tímido, amable y capaz de calmar a los caballos encabritados. Aun así, Cheryl Marston se iba tranquilizando poco a poco y empezaba a disfrutar de las historias que él le contaba sobre los tiempos en que montaba a pelo en el circo, historias bastante adornadas para mantenerla entretenida y hacer que bajara la guardia. Una vez que la moza de cuadra y el veterinario de guardia en Hammerstead hubieron examinado a La mujer conversaba amablemente con John (el personaje que había escogido para esta cita) y le contaba su vida en la ciudad, su amor por los caballos desde pequeña, los que había tenido o montado, su ilusión por comprarse una casita de verano en Middleburg, en Virginia. Él le respondía de vez en cuando con alguna que otra observación que ponía de manifiesto sus conocimientos equinos (que había sacado de los comentarios que hacía ella, de lo que sabía del circo y del mundo de la magia). Los animales habían sido siempre una parte importante de la profesión: se les hipnotizaba, se les hacía desaparecer, se les convertía en ejemplares de otras especies… Hubo un ilusionista hacia 1800 que inventó un número muy popular en el que un pollo quedaba convertido en pato en cuestión de segundos (el método no podía ser más sencillo: el pato aparecía en escena disfrazado de pollo). Y, en otros tiempos menos políticamente correctos, era muy corriente matar y resucitar animales, aunque rara vez se les hacía daño en realidad; después de todo, un ilusionista sería bastante inepto si tuviera que matar de verdad a un animal para hacer creer que está muerto. Además, saldría caro. Para la actuación que había empezado en Central Park tendiendo una trampa a Cheryl Marston, Malerick se había inspirado en el repertorio de Howard Thurston, un célebre ilusionista de principios del siglo XX, especializado en números con animales. El truco que hizo Malerick, sin embargo, no habría contado con la aprobación de su creador; el famoso mago trataba a los animales en la función como si fueran ayudantes humanos, casi como si fueran miembros de su familia. Malerick había mostrado menos humanidad. Había cazado una paloma con sus propias manos, la había colocado boca arriba, acariciándole lentamente el cuello y los costados hasta que quedó hipnotizada, una técnica que los magos llevaban años utilizado para hacer creer que el pájaro estaba muerto. Cuando vio aparecer a Cheryl Marston subida al caballo, lanzó con fuerza la paloma hacia la cara del animal. El encabritamiento de Y ahora, poco a poco, la amazona iba abandonando su cautela conforme se daba cuenta de lo mucho que tenían en común. O Tal ilusión se debía al empleo que hacía Malerick del mentalismo, una habilidad en la que no destacaba especialmente, pero demostraba cierta competencia. El mentalismo no tiene nada que ver con averiguar telepáticamente los pensamientos de una persona, ni mucho menos. Es una mezcla de técnicas mecánicas y psicológicas a partir de las cuales se deducen ciertos hechos. Y Malerick estaba haciendo en ese momento lo que hacían los mejores mentalistas: leer el Mencionó, por ejemplo, que tenía un amigo que acababa de divorciarse, y este comentario le permitió deducir que ella también lo había hecho recientemente y que había sido la víctima. Entonces, haciendo muecas de dolor, le dijo que él también estaba divorciado, que su mujer tuvo una aventura amorosa y le abandonó. Le dejó destrozado, pero ahora estaba recuperándose. – Yo renuncié a un barco -dijo ella con acritud-, sólo para perder de vista a ese hijo de puta. Un velero de más de siete metros. Malerick empleó también la llamada «sentencia Barnum» para hacerle creer que tenían más cosas en común de las que en realidad tenían. El ejemplo típico de tal aseveración sería la de un mentalista que tras evaluar el tema de conversación, dijera con gravedad: «Me parece que suele ser usted extrovertida, aunque a veces se muestra bastante tímida». Tras la aparente perspicacia de la frase, no deja de ser una afirmación que, sin duda, podría aplicarse a cualquier ser que haya sobre la Tierra. Ni el supuesto John ni Cheryl tenían hijos. Ambos tenían gatos, padres divorciados y pasión por el tenis. ¡Cuántas coincidencias! Hechos el uno para el otro… Casi había llegado la hora, pensó Malerick. Pero no había ninguna prisa. Aunque la policía tuviera algunas pistas de lo que estaba tramando, pensarían que hasta las cuatro no iba a matar a nadie; y acababan de dar las dos. Y en ese momento, valiéndose de una de las técnicas más refinadas para drogar a alguien sin que éste lo advierta, Malerick cogió su cucharilla con la mano izquierda y dio con ella unos golpecitos sobre el mantel, distraídamente. Cheryl se fijó en ello. Fue cuestión de una fracción de segundo, pero le dio a Malerick el tiempo suficiente para, con la otra mano, que alargó simultáneamente para coger el azucarero, volcar una diminuta cápsula de polvos insípidos en el café de la mujer. John Mulholland se habría sentido orgulloso. Transcurridos unos momentos, Malerick comprobó que la droga estaba haciendo efecto; Cheryl tenía la mirada ligeramente perdida y se tambaleaba en su asiento. Aun así, la mujer no era consciente de que algo fuera mal. Eso era lo bueno del flunitracepam, el principio activo del famoso fármaco Rohypnol, empleado por los agresores sexuales que actúan con personas de su entorno: la víctima no se da cuenta de que la han drogado. Al menos hasta la mañana siguiente. Y, en el caso de Cheryl Marston, eso no supondría ningún problema. Malerick la miró y sonrió. – ¡Oye! ¿Quieres ver algo divertido? – ¿Divertido? -contestó amodorrada. Parpadeó y le mostró una amplia sonrisa. Él pagó la cuenta y le dijo: – Acabo de comprar un barco. – ¿Un barco? -dijo ella, riendo entusiasmada-. ¡Un barco! Me encantan los barcos. ¿De qué tipo es? – Un velero. De once metros. Mi mujer y yo teníamos uno -añadió con tristeza Malerick-. Le tocó a ella en el reparto de bienes. – ¡John, no puede ser! Me estás tomando el pelo… -dijo ella, riendo aturdida-. ¡Mi marido y yo teníamos uno! Él se lo quedó tras el divorcio. – ¿De verdad? -Soltó una carcajada y se puso en pie-. Vayamos dando un paseo hasta el río. Desde ahí se puede ver. – Me encantará. -Se levantó vacilante y le agarró del brazo. Él la condujo hasta la puerta. Parecía que la dosis era la apropiada. Se mostraba sumisa, pero no se desmayaría hasta que llegaran a los matorrales que había junto al Hudson. Se encaminaron hacia Riverside Park. – Estabas hablando de los barcos -dijo ella como borracha. – Cierto. – Mi marido y yo teníamos uno -continuó. – Ya lo sé -dijo Malerick-. Me lo acabas de decir. – ¡Ah! ¿Sí? -rió Cheryl. – Espera un momento. Tengo que coger una cosa. Se detuvo delante de su coche, un Mazda robado, sacó del asiento trasero una pesada bolsa de deporte y volvió a cerrarlo. En el interior de la bolsa se oyó un fuerte sonido metálico. Cheryl lo miró, empezó a decir algo pero pareció que se le había olvidado de repente. – Vamos por aquí. Malerick la condujo al final de la calle y allí atravesaron un puente peatonal que cruzaba el paseo. Luego bajaron a una zona desierta y cubierta de maleza que había a la orilla del río. Hizo que Cheryl le soltara el brazo y la agarró con firmeza, pasando el brazo por la espalda hasta que llegó a palparle el pecho con los dedos, mientras ella dejaba caer la cabeza sobre él. – ¡Mira! -dijo ella, tambaleante, señalando al Hudson, donde había docenas de veleros y yates de motor balanceándose en el fulgor de las aguas azul oscuro. – Mi barco está ahí abajo -dijo Malerick. – Me gustan los barcos. – A mí también -dijo él con suavidad. – ¿De verdad? -preguntó ella, riendo, y añadió en un susurro-: ¿sabes una cosa?, ella y su ex marido tenían uno, pero él se lo llevó tras el divorcio. |
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