"El Hombre Evanescente" - читать интересную книгу автора (Deaver Jeffery)

Capítulo 13

En 1900, el número de caballos que había en Manhattan superaba los 100.000 y, como el espacio era un bien preciado incluso en aquellos años, las cuadras de muchos de esos animales estaban dispuestas en torres, al menos así se debieron de considerar las caballerizas de dos o tres plantas que había entonces.

Aún hoy se conserva una de esas caballerizas, en la famosa Academia de Equitación de Hammerstead, en el Upper West Side. La academia, construida en 1885, conserva todavía su estructura original, con cientos de esas cuadras elevadas, y en ella se imparten clases privadas de equitación y se ofrecen espectáculos ecuestres. Una cuadra tan grande y con tanto ajetreo como ésta parece una reliquia en una ciudad como Manhattan y en pleno siglo XXI, pero hay que tener en cuenta que, a sólo unas manzanas, están los más de nueve kilómetros de caminos de herradura bien cuidados de Central Park.

La academia alberga a noventa caballos, algunos de los cuales son propiedad de particulares, y otros de alquiler. Una adolescente pelirroja que trabajaba como moza de cuadra montaba en ese momento un caballo, por la rampa de salida de su cuadra, para entregárselo a una amazona que la estaba esperando.

Cheryl Marston sentía todos los sábados la misma emoción en ese momento del día, cuando veía al alto y juguetón ejemplar de grupa moteada, característica de los appaloosas [14].

– ¡Hola, Don Juanito! -le gritó. Era el nombre cariñoso que le había puesto al caballo, que en realidad se llamaba Don Juan di Middleburg. Un auténtico donjuán, como solía decir Marston. Era una broma, pero no dejaba de tener su motivo: con un jinete encima, el animal se asustaba, relinchaba y no obedecía órdenes. Pero con Marston se mostraba siempre dócil.

– Hasta dentro de una hora -le dijo a la moza de cuadra mientras se subía a Don Juanito y asía con fuerza las riendas flexibles y suaves, sintiendo los poderosos músculos del animal debajo de ella.

Unas palmaditas en el costado, y se pusieron en camino. Salieron a la calle Ochenta y seis y se dirigieron lentamente hacia el Este, hacia Central Park. El ruido que producían las herraduras al chocar contra el asfalto atraía la atención de todos los que se cruzaban en su camino, que se quedaban contemplando tanto al precioso animal como a la amazona que lo montaba: seria, de cara delgada y vestida con pantalones de montar, chaqueta roja y sombrerete de terciopelo negro, del que asomaba un larga trenza rubia.

Mientras atravesaban Central Park, Marston miró hacia el sur y vio a lo lejos el edificio de oficinas del Midtown donde ella pasaba cincuenta horas a la semana ejerciendo como abogada corporativa. Había miles de pensamientos que podrían haberla abrumado entonces sobre cuestiones del trabajo, proyectos «para antesdeayer», como los llamaba uno de sus compañeros con una frecuencia irritante. Pero ninguno de esos pensamientos la importunaba en aquel instante. Nada podía molestarla. Cuando iba sentada ahí, en una de las creaciones divinas más espléndidas, era invulnerable a todo: sentía la calidez del sol y el viento le daba en la cara y le llevaba el aroma a tierra mojada, mientras Don Juanito trotaba por el oscuro sendero del parque, bordeado de los primeros junquillos, forsitias y lilas.

El primer día hermoso de aquella primavera.

Durante la primera media hora se dedicó a dar vueltas, lentamente, alrededor del estanque, embelesada por ese vínculo único entre dos animales diferentes y complementarios a la vez, cada uno poderoso y elegante a su manera. Disfrutó unos momentos de un medio galope, que redujo a trote al aproximarse a las curvas más pronunciadas que tenía el camino en la solitaria zona norte del parque, cerca de Harlem.

Una paz absoluta.

Hasta que pasó lo peor.

No estaba segura de cómo ocurrió exactamente. Había reducido la marcha para pasar por un paso estrecho entre dos grupos de matorrales, cuando llegó volando una paloma y se chocó directamente contra la cara de Don Juanito. El animal empezó a relinchar y fue derrapando hasta pararse en seco tan de repente que casi tiró a Marston. Acto seguido se encabritó y casi la hizo resbalar por la grupa hacia atrás.

La mujer lo agarró por las crines y se sujetó al borde delantero de la montura para no caer desde esa distancia, casi dos metros y medio, sobre el suelo pedregoso.

– ¡Soooo, Don Juanito! -le gritó, intentando darle unas palmaditas en el cuello-. ¡Ya está, chico! ¡Uf!

Aun así, el animal seguía empinado sobre las patas traseras, enloquecido. ¿Le habría hecho alguna herida en los ojos la paloma? En realidad, su preocupación por el caballo se mezclaba con su propio miedo. Del camino, a uno y otro lado de donde ellos se encontraban, sobresalían unas rocas muy afiladas. Si Don Juanito seguía encabritado podría perder el equilibrio a consecuencia de lo irregular del terreno, y acabar en el suelo, seguramente con ella debajo. Casi todas las heridas graves sufridas por sus compañeros no se habían producido por caídas del caballo, sino por quedar atrapados entre el animal y el suelo.

– ¡Don Juanito! -gritó sin aliento. Pero él volvió a encabritarse y mantuvo esa postura, bailando aterrorizado sobre las patas traseras y acercándose cada vez más a las rocas.

– ¡Dios mío! -dijo Marston, jadeando-. ¡No, no…!

Se dio cuenta en ese momento de que no se haría con él. Las pezuñas golpeaban contra las piedras, y sentía sus enormes músculos estremecidos de miedo al ver que iba perdiendo el equilibrio. El caballo relinchó con todas sus fuerzas.

Sabía que se rompería la pierna por una docena de sitios. Y quizá también el pecho.

Casi masticaba el miedo. Sentía también el miedo del caballo.

– ¡Ay, Don Juanito!…

Entonces, no se sabe cómo, salió de los matorrales un hombre vestido con un chándal. No dejaba de mirar al caballo, con unos ojos como platos. Dio un salto hacia adelante y cogió el bocado y la brida.

– ¡No, no se acerque! -gritó Marston-. ¡Está desbocado! ¡Podría darle un golpe en la cabeza! ¡Apártese de…!

Pero… ¿qué estaba pasando?

El hombre no la miraba a ella, sino directamente a los ojos marrones del animal. Le decía cosas que ella no podía oír. De forma milagrosa, el appaloosa se fue calmando. Dejó de encabritarse y volvió a posar las cuatro patas en el suelo. Estaba inquieto y todavía temblaba, como el corazón de Marston, pero parecía que lo peor había pasado. El hombre tiró de la cabeza del caballo hasta colocarla cerca de la suya y le dijo unas cuantas palabras más.

Por fin, se apartó del animal, le echó un último vistazo de aprobación y se volvió hacia ella.

– ¿Se encuentra bien?

– Creo que sí. -Marston tomó una profunda bocanada de aire, con la mano en el pecho-. Yo…, todo ha sido tan rápido…

– ¿Qué ha pasado?

– Un pájaro le asustó. Llegó volando y se chocó contra su cara. Puede que le haya hecho alguna herida en los ojos.

El hombre los examinó detenidamente.

– A mí me parece que están bien. Tal vez quiera que lo examine un veterinario, pero yo no veo ningún corte.

– ¿Qué es lo que le hizo usted? -preguntó la joven-. ¿Es usted…?

– ¿Un hombre que susurra a los caballos? -contestó, riendo y apartando la mirada de los ojos de Marston con timidez. Parecía sentirse más cómodo mirando al caballo-. ¡Qué más quisiera yo! Pero monto mucho a caballo. Supongo que tengo el poder de calmarlos.

– Pensé que el caballo se caía.

El hombre le sonrió, indeciso.

– Me gustaría poder decirle algo que la calmara a usted.

– Lo que sirve para mi caballo sirve para mí. No sé cómo agradecérselo.

Se acercaba otro jinete, y el hombre de barba condujo a Don Juanito a un lado para dejar pasar al zaino.

El desconocido examinaba de cerca al caballo.

– ¿Como se llama?

– Don Juan.

– ¿Lo alquila en Hammerstead, o es suyo?

– De Hammerstead, pero yo lo considero mío. Lo monto todas las semanas.

– Yo también alquilo a veces. ¡Qué hermosura de animal!

Tranquila ya, Marston estudió al hombre con más detenimiento. Era guapo, de poco más de cincuenta años. Llevaba la barba recortada y tenía las cejas pobladas de manera que se unían por encima del puente de la nariz. En el cuello, y también en el pecho, se podían ver lo que parecían cicatrices, y tenía la mano izquierda deforme. Aunque a ella no le importaba nada de eso, teniendo en cuenta su rasgo principal: le gustaban los caballos. Cheryl Marston, divorciada durante los últimos cuatro de sus treinta y ocho años, advirtió que ambos se estaban estudiando con detenimiento.

El hombre se rió débilmente y desvió la mirada.

– Iba a…, yo… -empezó, pero acabó por callarse y llenó el silencio con unas palmaditas en las paletillas tensas de Don Juanito.

– ¿Qué iba a decir? -dijo Marston, arqueando una ceja y animándole a que lo hiciera.

– Bueno, pues… que como se va a ir usted cabalgando hacia poniente, tal vez no vuelva a verla… -La timidez le hacía atragantarse, pero al final logró decidirse-. Me preguntaba si no sería un atrevimiento pedirle que tomáramos un café.

– No es atrevimiento en absoluto -respondió ella, complacida de la franqueza con que le había hecho la propuesta. Aunque para que él fuera conociéndola añadió-: Pero voy a completar la hora de alquiler; me quedan veinte minutos… Tengo que subirme otra vez al caballo, por así decirlo. ¿Le viene mal?

– Veinte minutos es perfecto. Nos vemos en las cuadras.

– Vale -dijo Cheryl-. ¡Ah!, se me olvidaba preguntarle: ¿monta al estilo inglés o continental?

– Sobre todo a pelo. Yo fui profesional.

– ¿De verdad? ¿Dónde?

– Pues no sé si va a creerme -dijo con timidez-, pero montaba en el circo.