"El Hombre Evanescente" - читать интересную книгу автора (Deaver Jeffery)Capítulo 1 A juzgar por su aspecto, aquel edificio parecía haber albergado unos cuantos fantasmas. De estilo gótico, cubierto de hollín, oscuro…, encajonado entre dos torres del Upper West Side, lo coronaba una azotea y tenía muchas de las persianas bajadas. Construido en época victoriana, había sido un internado durante algún tiempo y, más tarde, un sanatorio donde los delincuentes mentalmente perturbados pasaban el resto de sus desquiciadas vidas. La Escuela de Música y Artes Escénicas de Manhattan podía haber estado habitada por decenas de espíritus. Pero ninguno tan cercano como el que quizá estuviera rondando por allí en ese momento, por encima del cuerpo aún caliente de la joven tendida boca abajo en la oscuridad del vestíbulo de una pequeña sala de conciertos. Tenía los ojos inmóviles y abiertos, pero aún no estaban vidriosos, y la sangre de la mejilla todavía no era marrón. La cara de la muchacha había adquirido un color ciruela oscuro debido a la opresión de una soga tirante que le unía el cuello a los tobillos. Desperdigadas a su alrededor había una funda de flauta, unas partituras y una gran taza de Starbucks, volcada; el café que contenía le había manchado los vaqueros y la camisa verde de Izod, y había dibujado una coma de líquido oscuro en el mármol del suelo. El hombre que la había matado también estaba allí, inclinado sobre ella, examinándola con atención. Actuaba con calma, no sentía prisa alguna por salir corriendo del edificio. Era sábado, temprano. Se había informado de que en la escuela no había clases los fines de semana. Los estudiantes utilizaban las salas de prácticas, pero éstas se hallaban en un ala distinta del edificio. Se acercó un poco más a la joven, entornando los ojos e intentando ver alguna esencia o algún espíritu que saliera del cuerpo. No vio nada. Se incorporó, cavilando qué otra cosa podía hacer con la figura inmóvil que tenía ante sí. – ¿Está seguro de que fue un chillido? – Sí…, no -dijo el vigilante-. Tal vez no fuera un chillido, ¿sabe? Fue un grito. Un grito de disgusto. Duró sólo un segundo o dos. Luego cesó. La oficial Diane Franciscovich, una agente de los Servicios de Patrulla de la Comisaría Veinte, continuó: – ¿Alguien más oyó algo? El fornido vigilante, que respiraba con dificultad, miró a la agente alta y morena, hizo un gesto negativo con la cabeza y luego cerró y volvió a abrir sus enormes manos. Se limpió las palmas oscuras en los pantalones azules. – ¿Pido refuerzos? -preguntó Nancy Ausonio, otra joven agente de patrulla, de estatura más baja que su colega, y rubia. Franciscovich no creía que fuera necesario, aunque no estaba segura. Los agentes que patrullaban en aquella parte del Upper West Side se ocupaban sobre todo de accidentes de tráfico, hurtos en establecimientos comerciales y robos de vehículos (además de consolar a las angustiadas víctimas de los atracos). Aquel suceso era una novedad para ambas: el vigilante había visto en la acera a las dos agentes, que se hallaban de servicio esa mañana de sábado, y les hizo señas para que se acercaran y le ayudaran a investigar la causa de los chillidos. O mejor, de los gritos. – Esperemos un poco -dijo la tranquila Franciscovich-. Veamos qué pasa. El vigilante dijo: – Sonaron como si vinieran de por aquí. No sé. – Un lugar fantasmagórico -comentó Ausonio con una inquietud impropia de ella; era el tipo de compañera que no dudaba en mediar en una pelea, aunque los contendientes tuvieran el doble de su tamaño. – Los gritos, digo. Es difícil saber. ¿Sabe a lo que me refiero?, a de dónde procedían. Franciscovich estaba pensando en lo que había dicho su colega. «Maldito lugar fantasmagórico», añadió para sí. Después de recorrer lo que parecieron kilómetros de oscuros pasillos y sin haber encontrado nada especial, el vigilante se detuvo. Franciscovich señaló con la cabeza a una puerta que había ante ellos. – ¿Qué hay ahí detrás? – Los estudiantes no tienen por qué estar aquí. Sólo se trata de… Franciscovich empujó la puerta. Daba a un pequeño vestíbulo que conducía a otra puerta con un letrero en el que se leía «Sala de conciertos A». Y cerca de esa puerta estaba el cuerpo de una joven, atada, con una soga al cuello y las manos esposadas. Tenía los ojos abiertos, de muerta. Acuclillado a su lado había un hombre con barba y pelo castaño, de poco más de cincuenta años. Levantó la mirada, sorprendido al verlos entrar. – ¡No! -gritó Ausonio. – ¡Cielo santo! -dijo jadeante el guarda de seguridad. Las agentes desenfundaron sus armas y Franciscovich apuntó al hombre, con una firmeza en la mano que a ella misma le sorprendió. – ¡No se mueva! Levántese lentamente, apártese de ella y levante las manos. -La firmeza de su voz era mucho menor que la de los dedos que apretaban la pistola Glock. El hombre obedeció. – Túmbese boca abajo en el suelo. ¡Y las manos bien visibles! Ausonio se encaminó hacia donde estaba la muchacha. En ese momento, Franciscovich advirtió que el puño de la mano derecha del hombre, levantada sobre la cabeza, estaba cerrado. – ¡Abra el… Quedó cegada por el repentino destello de luz que inundó la habitación. Parecía proceder directamente de la mano del sospechoso y transcurrieron unos momentos antes de que se extinguiera. Ausonio se quedó paralizada y Franciscovich se acuclilló, retrocediendo como pudo y entornando los ojos mientras movía el arma de un lado a otro. Estaba presa del pánico; sabía que el asesino habría cerrado los ojos cuando se produjo el destello y estaría apuntándoles con un arma o abalanzándose sobre ellas cuchillo en mano. – ¿Dónde, dónde, dónde? -gritó. Entonces vio, con imprecisión, pues el resplandor le había deslumbrado y aún no se había disipado el humo, al asesino, que corría hacia la sala de conciertos. Cerró la puerta violentamente tras de sí. Se oyó un ruido sordo en el interior, como si arrastrara una silla o mesa para bloquear la entrada. Ausonio se arrodilló delante de la muchacha. Con una navaja multiuso cortó la cuerda que le rodeaba el cuello, la puso boca arriba y, con una boquilla desechable, comenzó a practicarle la respiración artificial. – ¿Hay otras salidas? -le gritó Franciscovich al vigilante. – Sólo una; en la parte de atrás, a la vuelta de la esquina. A la derecha. – ¿Y ventanas? – No. – ¡Oye! -le gritó a Ausonio mientras se echaba a correr-. ¡No pierdas de vista esta puerta! – Entendido -le respondió la agente rubia, tras lo cual volvió a expulsar otra bocanada de aire en los labios de la víctima. Se oyeron más golpes secos procedentes del otro lado, donde el asesino reforzaba su barricada. Franciscovich dobló corriendo la esquina hacia la salida que había mencionado el vigilante; iba pidiendo refuerzos por su Motorola. Miró hacia adelante y vio que había alguien de pie al final del pasillo. Franciscovich se detuvo de golpe, apuntó al pecho del hombre y le alumbró con un haz de luz brillante procedente de su linterna halógena. – ¡Santo Cielo! -dijo con voz ronca el viejo conserje al tiempo que se le caía la escoba que tenía en las manos. Franciscovich dio gracias a Dios por haber mantenido el dedo fuera del guardamonte de su Glock. – ¿Ha visto usted salir a alguien por esa puerta? – ¿Pero qué es lo que pasa? – ¿Ha – No, señora. – ¿Cuánto tiempo lleva aquí? – No sé; diez minutos quizá. Se oyó otro golpe seco en el interior de la sala producido por los muebles con los que el asesino seguía bloqueando la puerta. Franciscovich envió al conserje al pasillo principal con el guarda de seguridad, y a continuación se dirigió con más calma a la puerta lateral. Mientras mantenía el arma en alto, a la altura de los ojos, comprobó suavemente el picaporte de la puerta. No estaba cerrada. Se apartó hacia un lado para que no le alcanzaran las balas del criminal si éste disparaba hacia la puerta. Un truco que recordaba haber visto en la serie de televisión Otro ruido sordo en la sala. – Nancy, ¿estás ahí? -susurró Franciscovich ante su transmisor de mano. Se oyó la voz de Ausonio que, temblorosa, replicó: – Está muerta, Diane. Lo he intentado, pero está muerta. – El hombre no ha salido por aquí. Está todavía dentro. Le estoy oyendo. -Silencio. – Lo he intentado, Diane. Lo he intentado. – ¡Olvídalo ya, venga!, ¿estás a lo que estás o no? – Sí; estoy serena. De veras. -La voz de la agente se endureció-. Vamos por él. – No -dijo Franciscovich-, lo mantendremos ahí hasta que venga la Unidad de Servicios de Emergencia. Eso es lo único que tenemos que hacer nosotras, esperar a ver qué pasa. Mantenernos lejos de la puerta, y esperar. Fue entonces cuando oyó al hombre gritar desde el otro lado: – Tengo un rehén. Tengo a una muchacha aquí conmigo. ¡Si intentan entrar, la mataré! ¡Cielo santo!… – ¡Eh, el de ahí adentro! -vociferó Franciscovich-. No vamos a hacer nada, no se preocupe. Pero no haga daño a nadie más. -¿Era aquél el procedimiento adecuado?, se preguntó. Ni las series de la tele ni la formación que había recibido en la Academia le eran entonces de ayuda. Oyó que Ausonio llamaba a la Central e informaba de cómo estaba la situación en aquel momento: barricada y rehén. Franciscovich gritó al asesino: – Cálmese. Puede… Un disparo estruendoso en la sala. Franciscovich dio un respingo. – ¿Qué ha sido eso? ¿Has sido tú? -gritó dirigiéndose al radiotransmisor. – No -respondió su colega-. Yo pensé que habías sido tú. – No. Ha sido él. ¿Tú estás bien? – Sí. Dijo que tenía una rehén. ¿Crees que la habrá matado? – No lo sé. ¿Cómo quieres que lo sepa? -Mientras tanto, Franciscovich pensaba: ¿dónde – Diane -susurró Ausonio un momento después-, tenemos que entrar. Tal vez no se encuentre bien. Tal vez le haya herido. -A continuación, dijo gritando-: ¡Eh, el de ahí adentro! No hubo respuesta. – ¡Eh, usted! Nada. – Quizá se ha suicidado -sugirió Franciscovich-. O tal vez ha disparado para que En ese momento le volvió a la mente la terrible imagen: la tétrica puerta de entrada a la sala de conciertos abriéndose, proyectando una luz pálida sobre la víctima, que tenía la cara azul y fría como el viento invernal. Impedir que la gente hiciera cosas como ésa fue lo primero que la impulsó a hacerse policía. – Tenemos que entrar ahí, Diane -murmuró Ausonio. – Eso es lo que yo creo. De acuerdo. Entraremos -dijo en un tono ligeramente enloquecido, pensando tanto en su familia como en la forma correcta de colocar la mano izquierda sobre la derecha cuando se dispara una pistola automática en un tiroteo-. Dile al vigilante que necesitaremos que esté encendida la luz en la sala. Un minuto después, Ausonio dijo: – El interruptor está aquí afuera. Que se encargue de encenderlo cuando yo se lo indique. Franciscovich oyó la respiración honda a través del micrófono. Entonces, Ausonio anunció: – Listo. A la de tres. Tú cuentas. – Perfecto. Una… Espera. Yo voy a entrar por tu derecha. No me dispares. – De acuerdo. Por mi derecha. Yo estaré… – Tú estarás a mi izquierda. – Sigue. – Una -Franciscovich agarró el pomo con la mano izquierda-. Dos. Esa vez deslizó el dedo en el seguro del arma y acarició con suavidad el segundo dispositivo de seguridad (el del gatillo en las pistolas Glock). – ¡Y tres! -gritó Franciscovich, tan alto que tuvo la certeza de que su compañera la habría oído sin necesidad del radiotransmisor. Cruzó el umbral tras dar un empujón a la puerta y entró en la gran sala rectangular justo cuando se encendieron las luces cegadoras. – ¡Alto! -gritó en la sala vacía. Agachada y con la piel sudorosa por la tensión, apuntaba con el arma a derecha e izquierda, recorriendo el lugar con la mirada, centímetro a centímetro. Ni rastro del asesino, ni rastro de la rehén. Miró hacia la izquierda, hacia la otra puerta, donde se encontraba Nancy Ausonio quien, a su vez, escudriñaba la sala frenéticamente. – ¿Dónde? -preguntó en un susurro. Franciscovich hizo un movimiento negativo con la cabeza. Advirtió que había unas cincuenta sillas plegables de madera ordenadamente dispuestas en filas. Cuatro o cinco estaban apoyadas en el respaldo o en el lateral. Pero no parecía que formaran una barricada; se notaba que no habían sido derribadas intencionadamente. A su derecha había un escenario bajo y, sobre él, un amplificador y dos altavoces. Y un maltrecho piano de cola. Las dos oficiales podían ver prácticamente todo lo que había en la habitación. Salvo al autor del crimen. – ¿Qué ha pasado, Nancy? Dime lo que ha pasado. Ausonio no contestó; al igual que su compañera, miraba a su alrededor con desesperación, dando un giro de trescientos sesenta grados, explorando todas las zonas de sombra, todos los muebles, aunque estaba claro que el hombre no se encontraba allí. La sala era básicamente un cubo cerrado. No había ventanas. Los conductos de ventilación para el aire acondicionado y la calefacción medían sólo unos quince centímetros. El techo era de madera, no de baldosas antirruido. No se veía ninguna trampilla. Ni otros accesos que no fueran el que había empleado Ausonio y la puerta de incendios por la que había entrado Franciscovich. – ¿Dónde? -musitó Franciscovich. Su compañera murmuró algo como respuesta. La agente no pudo descifrarlo, pero el mensaje se leía en su cara: no tengo ni la menor idea. – ¡Hola! -se oyó una voz enérgica desde la puerta. Ambas se volvieron en esa dirección, apuntando con sus armas a la sala vacía-. Acaban de llegar la ambulancia y más agentes -dijo la voz. Era el vigilante, que estaba escondido. Franciscovich, con el corazón acelerado por el susto, le gritó que entrara. El vigilante preguntó: – ¿Ya han…, esto…, ya lo han atrapado? – No está aquí -respondió Ausonio con voz temblorosa. – ¿Cómo? -El hombre miró con cautela hacia el interior de la sala. Franciscovich oyó las voces de los agentes y técnicos del Servicio Médico de Emergencias que llegaban en ese momento. El sonido metálico de los equipos. Pero las mujeres no eran capaces de reunirse con sus compañeros. Estaban paralizadas en mitad de la sala de conciertos, muy nerviosas y desconcertadas, intentando en vano imaginar cómo se había escapado el asesino de una habitación de la que no |
||
|