"El Hombre Evanescente" - читать интересную книгу автора (Deaver Jeffery)Capítulo 2 – Está escuchando música. – Yo no estoy – ¿Música, eh? -dijo entre dientes Lon Sellitto al entrar en el dormitorio de Lincoln Rhyme-. ¡Qué coincidencia! – Le está tomando gusto al jazz -le explicó Thom al detective barrigón-. Me ha sorprendido, debo confesarlo. – Como ya he dicho -prosiguió Lincoln Rhyme con petulancia-, yo estoy trabajando y da la casualidad de que se escucha una música de fondo. ¿Qué quieres decir con «coincidencia»? El ayudante, delgado y joven, vestido con una camisa blanca, pantalones de sport color tostado y una corbata morada lisa, señalando con la cabeza al monitor plano que había delante de la cama Flexicair de Rhyme dijo: – No, no está trabajando. A no ser que quedarse mirando fijamente la misma página una hora sea trabajar. ¡Ya me gustaría a mí trabajar así, pero no me dejan! – «Comando. Pasar página.» -El ordenador reconoció la voz de Rhyme y obedeció la orden, presentando otra página de la – No. Tenemos otras cosas que hacer -respondió el ayudante, refiriéndose a las diversas funciones corporales de las que los cuidadores deben ocuparse varias veces al día, en el caso de que sus pacientes sean tetrapléjicos como Lincoln Rhyme. – Enseguida nos ponemos con eso -dijo el criminalista, disfrutando de un – Nos ponemos con ello – Sí, claro. -El corpulento y arrugado Sellitto salió al pasillo al que daba el dormitorio de Rhyme, situado en la segunda planta de la casa que éste tenía en Central Park West. Cerró la puerta tras de sí. Conforme Thom cumplía con mano experta con sus obligaciones, Lincoln Rhyme escuchaba la música y seguía dándole vueltas a «¿lo de la coincidencia?». Cinco minutos más tarde, Thom permitió a Sellitto que entrara otra vez en el dormitorio. – ¿Quieres un café? – Pues sí, no me vendría mal. Es demasiado temprano para trabajar en sábado. El ayudante se marchó. – Entonces… ¿cómo me ves, Linc? -preguntó Sellitto, haciendo piruetas; el detective de mediana edad llevaba un traje gris típico de su vestuario (en el que sólo parecían tener cabida las telas permanentemente arrugadas). – ¿En un pase de modelos? -contestó Rhyme. En ese momento volvió a concentrarse en el CD. ¿Cómo demonios podía alguien tocar la trompeta con tanta suavidad? ¿Cómo se podía sacar ese tipo de sonido de un instrumento metálico? El detective continuó: – He perdido casi siete kilos y medio. Rachel me ha puesto a régimen. El problema está en las grasas. Si uno deja de tomar grasas, es sorprendente lo que se puede adelgazar. – Las grasas, sí. Creo que eso ya lo sabemos, Lon. ¿Entonces…? -preguntó, aunque lo que quería decir en verdad era: ve al grano. – Estamos ante un caso incomprensible. Se ha encontrado un cadáver hace media hora en una Escuela de Música que está en esta calle, un poco más arriba. Yo soy el oficial encargado del caso, y no nos vendría mal una ayudita. « Sellitto repasó algunos de los hechos: estudiante asesinada, casi pescan al autor del crimen, pero se escapó por alguna especie de trampilla que nadie había logrado encontrar. La música era matemática. Hasta ahí estaba claro para Rhyme, un científico. Era lógica, estaba perfectamente estructurada. Era también infinita, reflexionó. Se podía escribir un número ilimitado de melodías. Uno no podía aburrirse nunca escribiendo música. Se preguntaba cómo era posible acometerlo. Rhyme no se tenía por una persona creativa. Cuando tenía once o doce años, había recibido clases de piano, pero, aunque se había enamorado perdidamente de la señorita Osborne, las lecciones en sí fueron un fracaso. Sus recuerdos más tiernos de aquel instrumento se remontaban a una ocasión en la que tomó fotografías estroboscópicas de las cuerdas resonantes para un proyecto científico. – ¿Me sigues, Linc? – Un caso, estabas diciendo. Incomprensible. Sellitto le dio más detalles, atrapando lentamente la atención de Rhyme. – Tiene que haber algún modo de salir de la sala. Pero no hay nadie, ni de la escuela ni de los de nuestro equipo, que lo haya encontrado. – ¿Cómo es la escena del crimen? – Aún está muy virgen. ¿No podría encargarse de ella Amelia? Rhyme miró al reloj. – Estará ocupada otros veinte minutos más, aproximadamente. – Eso no importa -dijo Sellitto, dándose golpecitos en el vientre como si estuviera buscando los kilos perdidos-. Le enviaré un mensaje al busca. – Mejor que no la distraigamos aún. – ¿Por qué, qué está haciendo? – ¡Uy, algo peligroso! -dijo Rhyme, concentrándose de nuevo en la voz sedosa de la trompeta-. ¿Qué más? La mujer olió el ladrillo húmedo del muro del bloque de pisos contra su cara. Le sudaban las palmas de las manos y, por debajo del pelo, de un vivo color rojo, que se había recogido con la polvorienta gorra reglamentaria, sentía un picor tremendo en el cráneo. Aún así, permaneció completamente inmóvil cuando un agente uniformado se deslizó a su lado y plantó también la cara contra el muro. – Veamos, la situación es ésta -dijo el hombre, señalando con la cabeza hacia la izquierda. Le explicó que justo a la vuelta de la esquina de aquel edificio había un solar, en mitad del cual se hallaba el coche utilizado para la fuga, que hacía unos minutos se había estrellado tras una persecución a gran velocidad. – ¿Funciona todavía? – No. Chocó contra un contenedor y se ha estropeado. Tres ocupantes. Conseguimos atrapar a uno. Hay otro dentro del coche con una especie de rifle de caza descomunal. Ha herido a un policía. – ¿Está grave? – No, la herida es superficial. – ¿Lo tenéis? – No. Está fuera de la zona acordonada. En un edificio al oeste de aquí. – ¿Y el tercer sospechoso? -preguntó ella. El agente suspiró. – ¡Joder!, consiguió llegar al primer piso de este edificio de aquí. -Señaló con la cabeza la casa a la que estaban pegados-. Hay una barricada. Tiene un rehén. Una mujer embarazada. Sachs fue asimilando la avalancha de información mientras se apoyaba en el otro pie para así aliviar el dolor de la artritis que sufría en las articulaciones. ¡Cómo dolían las condenadas! Leyó el nombre de su compañero en la placa que llevaba en el pecho. – ¿Qué arma tiene el que ha cogido a la rehén, Wilkins? – Un revólver. De tipo desconocido. – ¿Dónde están los nuestros? El joven señaló a dos agentes que había detrás de un muro en la parte posterior del solar. – Y otros dos que hay en la parte frontal del edificio, en la que se encuentra el hombre que tiene un rehén. – ¿Alguien ha avisado a la Unidad de Servicios de Emergencia? – No lo sé. He perdido el transmisor cuando empezó el tiroteo. – ¿Estás en los blindados? – Negativo. Estaba de guardia de tráfico… ¿Qué coño vamos a hacer? La mujer pulsó el Motorola para ponerlo en una determinada frecuencia, y dijo: – Escena del crimen Cinco Ocho Ocho Cinco a Supervisor. Un momento más tarde se escuchó: – Aquí capitán Siete Cuatro. Continúe. – Las diez trece. Solar al este del Seis Cero Cinco de Delancey. Agente herido. Necesitamos refuerzos inmediatamente, un autobús del Servicio Médico de Emergencias y una Unidad de Servicios de Emergencia. Dos sujetos, ambos armados. Uno con rehén; necesitaremos un negociador. – Comprendido, Cinco Ocho Ocho Cinco. ¿Un helicóptero para observación? – Negativo, Siete Cuatro. Uno de los sospechosos tiene un rifle de gran potencia. Y están deseando hacer blanco en algún poli. – Enviaremos refuerzos tan pronto como podamos. Pero los Servicios Secretos han cerrado la mitad del sur de la ciudad por la llegada del vicepresidente desde el aeropuerto John Fitzgerald Kennedy. Nos retrasaremos. Dejo la situación a tu criterio. Corto. – Comprendido. Corto. «Vicepresidente: acabas de perder mi voto», pensó la oficial. Wilkins negó con la cabeza. – ¡Pero no podemos colocar a un negociador cerca del apartamento! Al menos mientras el del arma siga en el coche. – En eso estoy-respondió Sachs. Volvió a asomarse por la esquina del edificio y miró desde allí al coche, un modelo barato con el morro empotrado en un contenedor, las puertas abiertas y, tras ellas, un hombre delgado empuñando un rifle. Sachs gritó: – ¡Eh, el del coche! ¡Está rodeado! ¡Si no tira el arma, abriremos fuego! ¡Tírela ahora mismo! El hombre se agachó y apuntó hacia ella. Sachs se escondió para cubrirse. Llamó por el Motorola a los dos agentes que había en la parte posterior del solar. – ¿Hay rehenes en el coche? – Ninguno. – ¿Estás seguro? – Totalmente -fue la respuesta del agente-. Lo comprobamos bien antes de que comenzara a disparar. – Perfecto. ¿Tenéis un buen blanco? – Es probable que a través de la puerta. – No, no disparéis a ciegas. Buscad la posición adecuada. Y, en cualquier caso, hacedlo sólo si estáis protegidos en todo momento. – Comprendido. Vio que los agentes se colocaban a ambos lados. Pasado un momento, uno de ellos dijo: – Tengo un blanco perfecto para matarle. ¿Lo aprovecho? – Mantente alerta -dijo, y a continuación gritó-: ¡Eh, el del coche, el del rifle! ¡Tiene diez segundos antes de que abramos fuego! ¡Tire el arma! ¿Me entiende? -repitió esto último también en español. – Que te den por culo. Sachs lo interpretó como una respuesta afirmativa. – ¡Diez segundos! -gritó-. ¡Y ya ha comenzado la cuenta! Se dirigió a los dos agentes por radio y les dijo: – Concededle veinte. A partir de entonces, tenéis luz verde. Casi cuando el recuento iba por diez segundos, el hombre tiró el rifle y se levantó con las manos en alto. – ¡No disparen, no disparen! – Mantenga las manos en alto y no las baje ni un momento. Camine hacia la esquina del edificio este. Si baja las manos le dispararemos. Cuando llegó a la esquina, Wilkins le esposó y le registró. Sachs continuaba agachada, y le dijo al sospechoso: – El tipo que está ahí dentro, su colega, ¿quién es? – No tengo por qué decírselo… – Ya, ya sé que no tiene por qué. Lo que pasa es que si lo cogemos, que es lo que vamos a hacer, a usted se le acusará de asesinato. Y… ¿merece el hombre que está ahí dentro los cuarenta y cinco años en Ossining? El hombre suspiró. – ¡Venga ya! -insistió ella con brusquedad-. Nombre, dirección, familia, qué le gusta cenar, nombre de pila de su madre, si tiene parientes en el sistema… Apuesto a que sabe un montón de cosas sobre él. El hombre suspiró y comenzó a hablar; Sachs iba anotando apresuradamente los detalles. El Motorola emitió un ruido. El negociador de rehenes y el equipo de emergencia acababan de llegar y se encontraban delante del edificio. Sachs le pasó las notas a Wilkins. – Dáselas al negociador. La agente le leyó al hombre del rifle sus derechos, mientras pensaba: ¿había llevado la situación lo mejor que había podido?, ¿había puesto en peligro innecesariamente algunas vidas?, ¿debería haberse ocupado ella misma del agente herido? Cinco minutos más tarde, el capitán supervisor aparecía caminando por la esquina del edificio. Iba sonriendo. – El secuestrador ha liberado a la mujer. Nadie ha resultado herido. Hemos atrapado a tres. El agente se pondrá bien, sólo son rasguños. Se les unió una mujer policía con el pelo rubio y corto, que le asomaba por debajo de su gorra reglamentaria. – Oye, mira esto. Tenemos un extra. -Levantó una gran bolsa de plástico llena de polvo blanco, y otra que contenía pipas y demás parafernalia para fumar droga. Conforme el capitán inspeccionaba el material requisado, asintiendo en señal de aprobación, Sachs preguntó: – ¿Estaba eso en el coche? – No. Lo he encontrado en un Ford que había al otro lado de la calle. Estaba interrogando a su propietario por haber presenciado los hechos, y comenzó a sudar y a ponerse todo nervioso, así que registré el coche. – ¿Dónde estaba aparcado? -preguntó Sachs. – En su garaje. – ¿Solicitaste una orden de registro? – No, como te he dicho, estaba hecho un manojo de nervios y, desde la acera, yo podía ver una esquinita que asomaba de la bolsa. Eso es una causa probable. – No, no, no… -Sachs negaba con la cabeza-. Es un registro ilegal. – ¿Ilegal? La semana pasada paramos a un tipo por exceso de velocidad y vimos que llevaba un kilo de chocolate en la parte de atrás. Le trincamos sin problemas. – En la calle es diferente. En un vehículo que circula por una vía pública la privacidad que se espera es menor. Para realizar un arresto en tales circunstancias, sólo se necesita una causa probable. Pero cuando el coche está en una propiedad privada, aunque se vea que hay drogas en el interior, es preciso tener una orden de registro. – Eso es un disparate -replicó la mujer policía a la defensiva-. Tenía casi trescientos gramos de coca pura. Es un traficante de cojones. Los del Departamento de Narcóticos pueden tardar meses hasta echarle el guante a alguien como éste. – ¿Está segura de lo que dice, oficial? -le preguntó el capitán a Sachs. – Totalmente. – ¿Qué recomienda? – Confiscar el material, asustar de muerte a su dueño y facilitar su número de matrícula y demás datos a Narcóticos -dijo Sachs, dirigiendo acto seguido la mirada hacia la mujer policía-. Y tú, será mejor que te apuntes a algún curso para que te refresquen tus conocimientos sobre allanamiento de morada. La agente comenzó a rebatir sus argumentos, pero Sachs no le prestó atención. Estaba inspeccionando el solar donde se hallaba el coche del malhechor empotrado en el contenedor. Entrecerró los ojos para mirar el vehículo. – Oficial… -empezó a decir el capitán. Sachs no le hizo caso y le dijo a Wilkins: – ¿Has dicho que había tres delincuentes? – Exacto. – ¿Y cómo lo sabes? – Eso decía el informe de la joyería que atracaron. Sachs entró en el solar lleno de escombros y sacó su Glock. – Mira el coche con el que huyeron -dijo con brusquedad. – ¡Dios mío! -dijo Wilkins. Todas las puertas estaban abiertas. Cuatro hombres habían huido. La mujer se puso en cuclillas, examinó el solar y apuntó con su pistola al único escondite posible en las cercanías: un callejón corto y sin salida que había detrás del contenedor. – ¡Va armado! -gritó casi antes de ver que algo se movía. Todos los de alrededor se volvieron y vieron a un hombre corpulento, vestido con camiseta y armado con una escopeta, que se dirigía a la salida del solar hacia la calle. La Glock de Sachs estaba apuntando directamente al pecho del hombre cuando éste salió al descubierto. – ¡Tire el arma! -le ordenó. Él dudo un instante y luego sonrió, apuntando con ella a los agentes. Sachs empujó su Glock hacia delante. Y, con una voz alegre, dijo: – ¡Pum, pum!… Muerto. El hombre de la escopeta se detuvo y soltó una carcajada. Sacudió la cabeza con un gesto de admiración. – Maldita sea, yo pensé que ya me había escapado. Con el arma pequeña y gruesa al hombro, se dirigió caminando pausadamente hacia el grupo de compañeros policías que había junto al edificio. El otro «sospechoso», el hombre que había estado en el coche, se volvió de espaldas para que pudieran quitarle las esposas. Wilkins se encargó de ello. La rehén, papel que había desempeñado Latina, una agente que Sachs conocía desde hacía años y que, desde luego, no estaba embarazada, se unió también a ellos. Le dio unas palmaditas a Sachs en la espalda: – Buen trabajo, Amelia, me has salvado el pellejo. Sachs mantuvo un gesto de solemnidad en el rostro, aunque estaba satisfecha. Se sentía como un estudiante que acabara de conseguir la mejor nota en un examen importante. Y, en realidad, eso era exactamente lo que había pasado. Amelia Sachs iba tras un nuevo objetivo. Su padre, Herman, había sido un agente de patrulla, un poli que hizo rondas por las calles en la División de Servicios de Patrullas, durante toda su vida. Sachs tenía ahora ese mismo rango y podría haberse contentado con permanecer allí unos cuantos años antes de intentar ascender en el departamento, pero después de los ataques del 11 de septiembre decidió que deseaba hacer algo más por su ciudad. Así que presentó los papeles para su promoción a sargento detective. Ningún cuerpo de policía había combatido el crimen como los detectives del Departamento de Policía de Nueva York (NYPD). Su prestigio se remontaba al duro y brillante inspector Thomas Byrnes, elegido para dirigir la joven agencia de detectives en la década de 1880. El arsenal de Byrnes incluía amenazas, golpes en la cabeza y sutiles deducciones: una vez desarticuló una importante red de ladrones siguiendo la pista que le brindó una diminuta fibra encontrada en la escena del crimen. Guiados por el extravagante Byrnes, los detectives de la agencia se ganaron el sobrenombre de «Los inmortales», puesto que redujeron drásticamente la tasa de criminalidad en una ciudad tan peligrosa entonces como el Lejano Oeste. El oficial Herman Sachs era un coleccionista de objetos del Departamento de Policía. Poco antes de morir le dio a su hija uno de sus objetos favoritos: una maltrecha agenda que fue la que usó el propio Byrnes para tomar notas de las investigaciones. Cuando Sachs era joven, y su madre no les veía, su padre le leía en alto los fragmentos más legibles, y los dos inventaban historias basándose en ellos. Dado el prestigio de su posición (y el lucrativo sueldo por hacer cumplir la ley), resultaba irónico que las mujeres encontraran más oportunidades en la Agencia de Detectives que en cualquier otra división del NYPD. Si Thomas Byrnes era el icono de detective masculino, Mary Shanley lo era del femenino (y era también una de las heroínas particulares de Sachs). Shanley, que había luchado contra el crimen durante todo el decenio de 1930, era una agente temperamental e intransigente que dijo en una ocasión: «El arma está para utilizarla, así que, utilízala». Ella, de hecho, lo hacía con cierta frecuencia. Después de años de combatir el crimen en el Midtown, se jubiló como detective de primer grado. Sachs, sin embargo, deseaba ser algo más que una detective, que no dejaba de ser una especialidad dentro de un trabajo. Ella quería también un rango. En el NYDP, como en la mayoría de los cuerpos policiales, uno se hacía detective a partir de los méritos y la experiencia. Ahora bien, para ser sargento, el aspirante debía pasar una terna de exámenes muy arduos: escrito, oral y un tercero, al que Sachs acababa de someterse: un ejercicio práctico que consistía en un simulacro para comprobar las aptitudes prácticas del aspirante en cuanto a gestión de personal, sensibilidad en las relaciones con la ciudadanía y buen criterio en situaciones extremas. El capitán, un veterano de voz suave que se parecía al actor Laurence Fishburne, era el principal juez del ejercicio y había estado tomando notas sobre el comportamiento de Sachs. – De acuerdo, agente. Escribiremos nuestros informes y los adjuntaremos a su examen. Pero permítame decirle una cosa extraoficialmente. -El capitán consultó sus notas-. Su valoración de riesgo amenaza respecto a los civiles y los agentes fue perfecta. Ha solicitado refuerzos oportunamente y cuando era apropiado. El despliegue que ha hecho de personal eliminaba cualquier posibilidad de que los sospechosos escaparan al rodeo al que les han sometido, al tiempo que la exposición por la parte policial era mínima. También ha actuado correctamente en lo que se refiere al registro ilegal por drogas. Y recabar información personal de uno de los sospechosos para entregársela al negociador ha sido un detalle simpático. No habíamos pensado meter esa parte en la valoración final. Pero ahora lo haremos. Y luego, por último…, bueno, francamente, no se nos había ocurrido que usted decidiera que había otro delincuente escondido. Habíamos planeado que el sospechoso disparara al agente Wilkins; nosotros observaríamos entonces cómo se enfrentaba usted a una situación en la que hay un agente herido y cómo organizaba la detención de una persona que ha cometido un delito grave y que se da a la fuga. El capitán dio por concluida la explicación formal y sonrió: – Pero trincó a ese bastardo. – Ya ha hecho la parte oral y escrita, ¿verdad? -le preguntó a continuación a Sachs. – Sí, señor. Sabré los resultados uno de estos días. – Mi grupo completará nuestro informe y lo enviará al tribunal con nuestras observaciones. Ahora, puede retirarse. – Sí, señor. El policía que había interpretado al último de «los malos» (el de la escopeta) se acercó hasta ella. Era un italiano guapo, con media generación fuera de los muelles de Brooklyn, según sus cálculos, y con unos músculos de boxeador. Una barba de tres días le cubría las mejillas y la barbilla. Llevaba una automática cromada de gran calibre, bien alta en su esbelta cadera, y una sonrisa chulesca ante la que Sachs estuvo a punto de sugerirle que tal vez podía emplear el arma como un espejo para afeitarse. – Tengo que decirte que… he hecho una docena de ejercicios, y éste ha sido el mejor que he visto, ricura. Ella se rió, sorprendida por la palabra. No había duda de que quedaban aún cavernícolas en el Departamento (desde los Servicios de Patrulla a las lujosas oficinas de Pólice Plaza), pero se esforzaban por ser más condescendientes que declaradamente sexistas. Hacía al menos un año que Sachs no escuchaba un «ricura» o un «cariño» de un policía. – Vamos a seguir utilizando «oficial», si no te importa. – ¡No, no, no! -dijo él, riendo-. Puedes relajarte ya. El examen ya ha terminado. – ¿Y eso qué significa? – Que cuando te he llamado «ricura» no ha sido como parte del ejercicio. No tienes que…, ya sabes, reaccionar de forma oficial ni nada por el estilo. Sólo lo he dicho porque estaba impresionado. Y porque eres…, ya sabes. -Él le sonrió mirándola a los ojos, y su encanto resplandecía tanto como su pistola-. Yo no suelo hacer cumplidos. Viniendo de mí, quiere decir algo. – ¡Oye!, ¿no te habrás molestado o algo así? – No estoy molesta en absoluto. Pero sigue siendo «oficial». Así debes dirigirte a mí y yo a ti. – ¡Un momento! No era mi intención ofenderte ni nada parecido. Eres una chica guapa. Y yo soy un tío. Ya sabes lo que eso significa… Así que… – Así que… -repitió Amelia, y comenzó a alejarse. El joven se colocó delante de ella frunciendo el ceño. – ¡Oye, espera un momento! Parece que esto no va muy bien. Escucha, deja que te invite a un café. Te gustaré cuando me conozcas. – No apuestes por ello -bromeó uno de sus colegas, riéndose. El hombre-ricura le hizo un corte de mangas y se volvió otra vez hacia Sachs. Y en ese instante sonó el localizador de la joven; miró la pantalla y vio el número de Lincoln Rhyme, al que seguía la palabra «URGENTE». – Tengo que irme. – Entonces, ¿no tienes tiempo de tomarte ese café? -le preguntó él, con un falso mohín de disgusto en su cara bonita. – No tengo tiempo. – Bueno, ¿y qué me dices de un número de teléfono? Con el pulgar y el índice, Sachs imitó una pistola, que apuntó hacia él. – Pum, pum -dijo, y se fue apresuradamente a su Camaro amarillo. |
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