"El Hombre Evanescente" - читать интересную книгу автора (Deaver Jeffery)

Capítulo 3

¿Es esto una escuela?

Amelia Sachs caminaba por el oscuro pasillo, arrastrando una gran maleta negra de ruedas en la que llevaba todo lo que había recogido en la escena del crimen. Olía a moho y a madera vieja. Cerca del alto techo había telarañas polvorientas que parecían petrificadas, y las escamas de pintura verde formaban volutas que colgaban de las paredes. ¿Cómo se podía estudiar música ahí? Parecía el decorado ideal para una de aquellas novelas de Anne Rice que leía la madre de Sachs.

– Fantasmagórico -había mascullado entre dientes una de las agentes que respondieron a la emergencia, bromeando sólo a medias.

Eso lo decía todo.

Media docena de policías, cuatro de ellos agentes de patrulla y dos de paisano, se hallaban de pie junto a una entrada de doble puerta que había al final de la sala. Lon Sellitto, despeinado, cabizbajo y apretando con una mano uno de sus blocs de notas, hablaba con un guardia. Al igual que las paredes y el suelo, el traje del agente estaba polvoriento y lleno de manchas.

Sachs vio que tras la puerta, abierta, había otra estancia oscura en medio de la cual se distinguía la forma de color claro. La víctima.

– Necesitaremos luces. Un par de juegos -le dijo Sachs al técnico del Departamento de Escena del Crimen que iba caminando a su lado. El joven asintió con la cabeza y se volvió hacia el Vehículo de Respuesta Rápida de Escena del Crimen, una camioneta repleta de equipos para la recogida de pruebas forenses. Lo había dejado aparcado de manera que invadía parte de la acera, tras haber hecho un recorrido hasta el lugar a una velocidad probablemente inferior a la que había alcanzado Sachs con su Camaro SS de 1969, cuya media en carretera fue de 113 kilómetros por hora desde el lugar del examen hasta la Escuela de Música.

Sachs estudió a la joven rubia, tendida boca arriba a tres metros de ella, con el vientre arqueado ya que tenía las manos atadas a la espalda. Incluso en la oscuridad del vestíbulo, sus rápidos ojos advirtieron las profundas marcas que las ligaduras habían dejado en su cuello, y la sangre que tenía en los labios y la barbilla; probablemente por haberse mordido la lengua, una circunstancia habitual en los estrangulamientos.

De forma automática advirtió también otros detalles: pendientes de aro color esmeralda, zapatillas de deporte raídas. No había signos aparentes de robo, abuso sexual o mutilaciones. No llevaba anillo de casada.

– ¿Quién era el oficial al mando?

Una mujer alta y morena, de pelo corto, con una etiqueta de identificación en la que se leía «D. FRANCISCOVICH», dijo:

– Nosotras. -Hizo una indicación con la cabeza que señalaba a su compañera rubia, N. AUSONIO. Sus miradas reflejaban preocupación, y Franciscovich jugueteó con los dedos sobre la pistolera, como si tocara una breve melodía. Ausonio no le quitaba ojo al cadáver. Sachs pensó que aquél era el primer caso de homicidio al que se enfrentaban.

Las dos agentes de patrulla explicaron su versión de lo sucedido. El encuentro con el criminal, el destello de luz, su desaparición, la barricada. Y, después, sencillamente ya no estaba allí.

– ¿Dijisteis que él afirmaba tener un rehén?

– Eso fue lo que dijo -informó Ausonio-. Pero se ha hecho un recuento de todas las personas que había en la escuela. Estamos seguras de que nos quería engañar.

– ¿Y la víctima?

– Svetlana Rasnikov -contestó Ausonio-. Veinticuatro años, estudiante.

Sellitto se alejó del vigilante y le dijo a Sachs:

– Bedding y Saul están interrogando a todos los que han estado aquí, en el edificio, esta mañana.

Sachs señaló con la cabeza hacia la escena:

– ¿Quién ha estado dentro?

– Las oficiales que respondieron a la emergencia -respondió Sellitto indicando con un gesto que se refería a las dos mujeres-. También dos médicos y dos miembros de la Unidad de Servicios de Emergencia. Se retiraron en cuanto desalojaron. El escenario sigue estando aún bastante despejado.

– El vigilante también estaba dentro -dijo Ausonio-. Pero fue sólo un minuto. Le sacamos de allí enseguida.

– Bien hecho -aprobó Sachs-. ¿Testigos?

– Había un conserje fuera de la habitación cuando nosotras llegamos -dijo Ausonio.

– No vio nada -añadió Franciscovich.

– Todavía tengo que ver las suelas de sus zapatos, para compararlas con otras. ¿Podríais una de las dos ir a buscarle?

– Desde luego. -Ausonio se retiró.

Sachs sacó de una de las maletas negras una funda de plástico claro con cremallera. La abrió y extrajo de ella un mono de tyvek. Se lo puso y se colocó la capucha. A continuación los guantes. Aquél era un atuendo habitual para todos los técnicos forenses del NYPD; impedía que de su cuerpo se desprendieran sustancias como residuos, cabellos, células epiteliales y cuerpos extraños, y contaminaran la escena del crimen. El traje incluía una especie de botitas, pero Sachs seguía haciendo lo que Rhyme siempre había aconsejado: colocarse tiras de goma en los pies para poder distinguir sus huellas de las de la víctima y del asesino.

Se colocó los auriculares, se ajustó el micrófono de diadema y activó el Motorola. Estableció conexión con una línea terrestre y, transcurridos unos instantes, un complicado sistema de comunicaciones llevó hasta su oído la voz grave de Lincoln Rhyme.

– Sachs, ¿estás ahí?

– Sí. Ha sido tal y como dijiste: le acorralaron y desapareció.

Rhyme se rió entre dientes.

– Y ahora lo que quieren es que lo encontremos. ¿Es que tenemos que arreglar los desaguisados de todo el mundo? Espera un momento. «Comando. Bajar volumen…, más bajo.» -La música de fondo fue disminuyendo.

El técnico que había acompañado a Sachs por el sombrío pasillo volvió con unas altas lámparas dispuestas sobre unos trípodes. Ella las colocó en el vestíbulo y las encendió.

La cuestión de cómo abordar correctamente la escena de un crimen siempre ha sido motivo de polémica. Por regla general, los especialistas coinciden en que menos es más, aunque la mayoría de los departamentos siguen utilizando equipos de investigación que registran la escena del crimen. Ahora bien, antes de su accidente, Lincoln Rhyme se había ocupado de la investigación de la mayoría de los casos en solitario, e insistía en que Amelia Sachs procediera de igual manera. En su opinión, cuantas más personas investiguen, uno tiende a distraerse y a prestar menos atención, ya que siente (aunque sólo de manera subconsciente) que su compañero encontrará lo que a él se le pase por alto.

Pero había otra razón para hacer aquel trabajo en solitario. Rhyme sostenía que los actos criminales tenían una trascendencia macabra. Un investigador que trabajara solo en la escena de un crimen tenía mayor capacidad para establecer una relación mental con la víctima y con el asesino, para darse cuenta de qué pruebas eran importantes y de dónde podía encontrarlas.

Amelia Sachs cayó en esa especie de trance mientras miraba el cuerpo de la joven, tendido en el suelo junto a una mesa con tablero de contrachapado.

Cerca del cadáver había una taza de café volcada, partituras, una funda de instrumento musical y una pieza de la flauta de plata de la chica, quien, al parecer, la estaba montando en el momento en que el asesino le rodeó el cuello con la cuerda. Mientras luchaba con la muerte, la joven agarró con fuerza otro de los cilindros del instrumento. ¿Había intentado utilizarlo como un arma?

¿O quizá, en su desesperación, sólo deseaba sentir en sus dedos el tacto de un objeto familiar y reconfortante mientras moría?

– Estoy junto al cuerpo, Rhyme -le dijo sin dejar de tomar fotografías digitales del cadáver.

– Continúa.

– Está boca arriba, aunque las agentes que respondieron a la emergencia la encontraron boca abajo. Le dieron la vuelta para practicarle la respiración artificial. Las heridas pueden ser consecuencia del estrangulamiento. -En ese momento, Sachs dio la vuelta al cuerpo con delicadeza hasta colocarlo boca abajo-. En las manos tiene una especie de esposas antiguas. Yo no las había visto antes. El reloj está roto. Está parado exactamente en las ocho de la mañana. No parece que sea por accidente. -Rodeó con su mano enguantada la estrecha muñeca de la joven. Estaba hecho añicos-. En efecto, Rhyme, lo pisoteó. Y era bonito…, un Seiko. ¿Por qué tenía que romperlo? ¿Por qué no lo robó?

– Buena pregunta, Sachs… Puede que eso sea una pista, o puede que no signifique nada.

Una consigna tan buena para la ciencia forense como para cualquier otra, pensó Sachs.

– Una de las agentes cortó la cuerda que le rodeaba el cuello, aunque no por la parte del nudo.

Ante una víctima de estrangulamiento, los policías no debían nunca cortar la cuerda por la parte del nudo, ya que eso puede proporcionar mucha información sobre la persona que lo ató.

Sachs utilizó entonces cinta adhesiva para recoger rastros que pudieran constituir alguna prueba; según las últimas técnicas forenses, no era adecuado usar los aspiradores portátiles del tipo Dustbuster, ya que absorbían demasiados residuos. La mayoría de los equipos de investigación empleaban ahora rodillos parecidos a los que sirven para quitarles pelo a los perros. Introdujo las muestras en una bolsa y usó los instrumentos que sacó de un botiquín para tomar muestras de pelo y uñas del cuerpo de la mujer.

– Voy a recorrer la cuadrícula -anunció Sachs.

La frase, acuñada por Lincoln Rhyme, procedía de sus preferencias a la hora de investigar la escena de un crimen. El sistema de cuadrícula era el método más exhaustivo: avanzar hacia delante y hacia atrás en una misma dirección, y después proceder en sentido perpendicular cubriendo el mismo espacio de nuevo, sin olvidar nunca examinar el techo y las paredes, con la misma atención que se empleaba para el suelo o el pavimento.

Sachs comenzó la investigación, buscando objetos desechados o caídos, pasando el rodillo para encontrar posibles restos, recogiendo electrostáticamente huellas de pisadas y tomando fotografías digitales. El equipo fotográfico se encargaría de hacer una grabación completa, en vídeo y con imágenes fijas, de la escena, pero pasaría un tiempo hasta que se pudiera disponer de ese material, y Rhyme siempre insistía en que era preciso tener algunas fotografías de inmediato.

– Oficial -la llamó Sellitto.

Sachs se volvió.

– Me preguntaba si… ya que no sabemos dónde se ha metido ese mamón, ¿quieres que pidamos refuerzos?

– No -dijo Sachs, agradeciendo en silencio a Sellitto que le recordara que había un asesino suelto al que se había visto por última vez no muy lejos de allí. Otro de los aforismos de Lincoln Rhyme sobre las escenas del crimen: «investiga a fondo, pero cúbrete las espaldas».

Dio unos golpecitos al extremo de su Glock para recordarse a sí misma el lugar exacto en el que se encontraba, por si acaso necesitaba sacar el arma a toda prisa (la funda quedaba ligeramente más alta cuando llevaba puesto un mono de tyvek) y prosiguió con la búsqueda.

– Bien, pues aquí tengo algo -le informó a Rhyme un momento después-. En el vestíbulo. Aproximadamente a tres metros de la víctima. Un trozo de tela blanca. Seda. Es decir, parece que es seda. Está encima de una de las piezas de la flauta de la víctima, así que tiene que ser de ésta o de él.

– Interesante -caviló Rhyme-. Me pregunto qué significará.

El vestíbulo no arrojó ninguna otra pista, así que Sachs se dirigió al escenario sin apartar la mano del extremo de su Glock. Se relajó unos instantes al ver que, en efecto, no había ningún lugar en absoluto donde pudiera haberse escondido el malhechor, ni tampoco ninguna puerta o salida secretas. Pero conforme empezó a recorrer la cuadrícula en ese lugar, fue apoderándose de ella una sensación de inquietud cada vez más fuerte.

Fantasmagórico…

– Rhyme, esto es extraño…

– No te oigo, Sachs.

Se dio cuenta de que el nerviosismo le había hecho hablar en un susurro.

– Hay una cuerda quemada atada a las sillas que están volcadas en el suelo. También hay mechas, o eso parecen. Huele a residuos de nitrato y azufre. El informe dice que disparó una vez. Pero el olor no es el de esa pólvora que no produce humo. Es otra cosa. ¡Ah!, veamos… Es un petardo gris. Tal vez fue lo que produjo la detonación que oyeron… Un momento…, hay algo más… debajo de una silla. Es una pequeña placa de circuito verde a la que está conectado un altavoz.

– ¿Pequeña? -preguntó Rhyme con mordacidad-. Un centímetro es pequeño en comparación con un metro. Y un metro es pequeño comparado con un kilómetro, Sachs.

– Perdón. Mide aproximadamente nueve centímetros por trece.

– Eso es grande en comparación con una moneda de un céntimo, ¿no crees?

Comprendida la lección, muchas gracias, replicó ella para sí.

Sachs metió todo en bolsas y salió por la segunda puerta, la de incendios. Fotografió y recogió electrostáticamente las huellas de todas las pisadas que encontró allí. Por último, tomó muestras de control para poder compararlas con los restos hallados en la víctima y en los lugares por los que había pisado el asesino.

– Ya lo tengo todo, Rhyme. Llegaré dentro de media hora.

– ¿Y qué hay de las trampillas, de los pasadizos secretos de los que habla todo el mundo?

– Yo no he visto ninguno.

– Muy bien, pues vuelve a casa, Sachs.

Regresó al vestíbulo y dejó que los del Departamento de Fotografía y Huellas se encargaran de la escena. Se encontró con Franciscovich y Ausonio junto a la puerta.

– ¿Han encontrado al conserje? -preguntó-. Necesito ver sus zapatos.

Ausonio negó con la cabeza.

– Le dijo al vigilante que tenía que llevar a su mujer al trabajo. He dejado un mensaje a los de mantenimiento para que nos llame.

Su compañera añadió con solemnidad:

– Oiga, oficial, hemos estado hablando, Nancy y yo…, que no queremos que este cerdo se escape. Si hay algo más que nosotras podamos hacer, ya sabe, para continuar con la investigación…, no tiene más que decírnoslo.

Sachs entendía perfectamente cómo se sentían.

– Veré lo que puedo hacer -les dijo.

La radio de Sellitto emitió un ruido, y éste respondió a la llamada. Se quedó escuchando unos momentos.

– Son los Hardy Boys. Que han terminado de entrevistar a los testigos y están en el vestíbulo principal.

Sachs, Sellitto y las dos patrulleras volvieron a la parte delantera de la escuela. Allí se reunieron con Bedding y Saul: uno alto, el otro bajo; uno pecoso, el otro de tez clara. Eran detectives de la Central, especialistas en interrogar a los testigos después de un crimen.

– Hemos hablado con las siete personas que había aquí esta mañana.

– Y con el vigilante.

– No había profesores…

– … sólo alumnos.

Conocidos también como «los gemelos», a pesar de lo diferente de su aspecto, eran un dúo con una gran habilidad para formar equipo, tanto con sospechosos como con testigos. Resultaba demasiado complicado atenderles por separado. Era mucho más fácil si se les consideraba como una unidad, una sola persona.

– La información no fue muy esclarecedora.

– Para empezar, todo el mundo estaba alucinando.

– Y el lugar no ayuda mucho. -Señaló con un gesto un montón de telarañas que colgaban del techo, oscuro y con goteras.

– Nadie conocía muy bien a la víctima. Cuando entró aquí esta mañana, se dirigió a la sala de recitales acompañada de un amigo. Ella…

– El amigo.

– … no vio a nadie dentro. Estuvieron en el vestíbulo durante cinco o diez minutos, hablando. El amigo se marchó hacia las ocho.

– Entonces -dijo Rhyme, que lo había escuchado todo por el radiotransmisor-, él estaba en el vestíbulo esperándola.

– La víctima -dijo el más bajo de los dos detectives de pelo pajizo- había venido aquí, desde Georgia…

– La Georgia rusa, no la nuestra, la de Estados Unidos.

– … hace cosa de dos meses. Parece que era algo solitaria.

– El consulado está intentado ponerse en contacto con su familia.

– El resto de los estudiantes estaban hoy en otras aulas de prácticas y ninguno de ellos oyó nada ni vio a ningún desconocido.

– ¿Por qué Svetlana no estaba en un aula de prácticas? -preguntó Sachs.

– Su amigo dijo que Svetlana prefería la acústica de esa sala.

– ¿Tiene marido, novio, novia? -preguntó Sachs, pensando en la regla número uno de las investigaciones de homicidio: el autor suele conocer a la víctima.

– No, que los otros alumnos sepan.

– ¿Cómo entró él en el edificio? -preguntó Rhyme, y Sachs transmitió la pregunta.

El vigilante dijo:

– La única puerta abierta es la principal. Tenemos salidas de incendios, desde luego, pero no se pueden abrir desde fuera.

– Y él tuvo que pasar entonces por delante de usted, ¿no?

– Y firmar el registro. Y dejar que la cámara le sacara una foto.

Sachs levantó la vista.

– Hay una cámara de seguridad, Rhyme, pero da la impresión de que no han limpiado el objetivo desde hace meses.

Se agruparon detrás del mostrador de recepción. El vigilante pulsó algunas teclas y puso la cinta. Bedding y Saul habían interrogado a siete personas. Pero coincidieron en que había una, un hombre mayor de pelo castaño y con barba, vestido con vaqueros y una chaqueta gruesa que no estaba entre ellas.

– Ése es -señaló Franciscovich-. Ése es el asesino.

Nancy Ausonio asintió con la cabeza.

En la borrosa imagen de la cinta se le veía firmar el libro de registro y, a continuación, caminar hacia el interior. Mientras escribía, el vigilante había mirado al libro, no a la cara del hombre.

– ¿No le miró usted? -preguntó Sachs.

– No presté atención -contestó a la defensiva-. Si firman, les dejo entrar; eso es todo lo que tengo que hacer. Ése es mi trabajo. Yo estoy aquí sobre todo para que la gente no se lleve materiales del centro.

– Por lo menos tenemos su firma, Rhyme. Y un nombre. Serán falsos, pero al menos es una muestra de su letra. ¿En qué línea firmó? -preguntó Sachs levantando el libro de registro con sus dedos enfundados en látex.

Hicieron avanzar la cinta rápidamente desde el comienzo. El asesino fue la cuarta persona que firmó el registro. Pero en el cuarto espacio figuraba el nombre de una mujer.

– Contad cuántas personas firmaron -vociferó Rhyme.

Sachs le transmitió al vigilante la orden. Observaron que fueron nueve las personas que escribieron sus nombres: ocho estudiantes, incluida la víctima, y el asesino.

– Firmaron nueve personas, Rhyme. Pero sólo hay ocho nombres en la lista.

– ¿Cómo puede ser? -preguntó Sellitto.

– Pregúntale al vigilante si está seguro de que el autor del crimen firmó. Tal vez fingió que lo hacía -dijo Rhyme.

Sachs le hizo la pregunta al hombre.

– Sí, sí que lo hizo. Que no siempre les mire a la cara no significa que no me asegure de que firman.

Eso es todo lo que tengo que hacer. Ese es mi trabajo.

Sachs hizo un gesto negativo con la cabeza y se retiró hacia atrás la cutícula del pulgar con la uña de otro dedo.

– Bien; pues tráeme el libro de registro y todo lo demás. Le echaremos un vistazo aquí -dijo Rhyme.

En una esquina de la estancia había una joven asiática, de pie, rodeándose a sí misma con los brazos y mirando por el irregular cristal emplomado. Se volvió y dirigió la mirada hacia Sachs.

– La he oído hablar. Ha dicho usted…, bueno, lo que quiero decir es que… ha sonado como si no supiera usted si ese hombre había salido del edificio después de…, después. ¿Cree que sigue aquí?

– No, no lo creo -dijo Sachs-. Me refería a que no estamos seguros de cómo ha escapado.

– Pero, si no saben eso, significa que podría estar aquí escondido, en alguna parte. Esperando a otra persona. Y no tienen idea de dónde está.

Sachs le ofreció una sonrisa tranquilizadora.

– Dejaremos a muchos oficiales por aquí hasta que averigüemos todo lo que ha sucedido. No tiene por qué preocuparse.

Aunque lo que estaba pensando era que aquella muchacha tenía toda la razón: sí, puede que estuviera allí, esperando a otra persona. Y no, no tenían ni la más mínima idea de quién era ni de dónde estaba.