"El Hombre Evanescente" - читать интересную книгу автора (Deaver Jeffery)

Capítulo 4

Y ahora, Venerado Público, haremos un breve intermedio. Disfruten recordando «El ahorcado perezoso»… y saboreen de antemano lo que no tardarán en ver.

Relájense.

Enseguida va a comenzar nuestra próxima actuación…

El hombre iba caminando por Broadway, en el Upper West Side de Manhattan. Al llegar a una esquina se detuvo, como si se hubiera olvidado de algo, y se puso en la sombra que proyectaba un edificio. Sacó el teléfono móvil de su cinturón y se lo colocó en la oreja. Conforme hablaba sonreía de cuando de cuando, como suelen hacer las personas que van hablando por un móvil, y miraba a su alrededor con indiferencia, una actitud también habitual entre los usuarios de ese tipo de teléfonos.

Sin embargo, en realidad no había hecho ninguna llamada. Lo que estaba haciendo era comprobar si le habían seguido desde la Escuela de Música.

El aspecto de Malerick en ese momento era muy diferente del que ofrecía aquella misma mañana, cuando se escapó de la escuela. Ahora era un hombre rubio y sin barba que vestía ropa de deporte, con una camiseta de cuello alto. Si los transeúntes con los que se fue cruzando se hubieran fijado en él, habrían advertido unas cuantas cosas raras en su físico: por fuera de la camiseta, rodeándole el cuello, asomaba un trozo de piel cicatrizado, y tenía los dedos meñique y anular de la mano izquierda unidos.

Pero nadie estaba mirando. Porqué sus gestos y expresiones eran naturales, y, como sabía cualquier ilusionista, actuar con naturalidad le hace a uno invisible. Satisfecho finalmente al comprobar que nadie le había seguido, volvió a caminar de forma despreocupada, tomó una calle transversal y continuó andando por una acera arbolada hacia su apartamento. Sólo se cruzó con unas cuantas personas que iban haciendo jogging, y con dos o tres vecinos que volvían a sus casas con el Times y unas bolsas de Zabar, deseosos de tomarse una taza de café, de pasar una hora leyendo tranquilamente el periódico y, tal vez, de echar sin prisas uno de esos polvos de mañana de fin de semana.

Malerick subió andando las escaleras hasta el apartamento que había alquilado hacía unos pocos meses. Estaba en un edificio oscuro y tranquilo, muy diferente de la casa y el taller que tenía en el desierto cerca de Las Vegas. Se dirigió al apartamento del fondo.

Como les decía, nuestra próxima actuación comenzará enseguida.

Mientras tanto, Venerado Público, pueden ustedes comentar entre sí la ilusión que acaban de ver; entablen conversación con los que les rodean e intenten adivinar qué vendrá ahora en el programa.

Nuestro segundo número requerirá unas habilidades muy diferentes que pondrán a prueba a nuestro artista, aunque será, se lo garantizo, tan impactante como «El ahorcado perezoso».

Ésas y decenas de palabras más serpenteaban automáticamente por la mente de Malerick. Venerado Público… Se dirigía sin cesar a aquella imaginaria concurrencia (a veces escuchaba sus aplausos y carcajadas, y en algún que otro caso, sus gritos ahogados de espanto). Un murmullo constante de frases con ese marcado tono teatral e histriónico que emplearía un maquillado maestro de ceremonias, o un ilusionista de la época victoriana. Palabrería, así se llamaba: un monólogo dirigido al público con el fin de darle la información que necesitaba saber para hacer que un truco funcionara, para compenetrarse con los espectadores. Y también para desarmarles y distraerles.

Después del incendio, Malerick suprimió prácticamente cualquier contacto con los seres humanos, a quienes fue sustituyendo poco a poco por su imaginario y venerado público, hasta que éste se convirtió en su compañero inseparable. La palabrería no tardó en llenar sus pensamientos, tanto en la vigilia como en el sueño, y, según creía él a veces, amenazaba con volverle completamente loco. Sin embargo, al mismo tiempo, le servía de intenso consuelo saber que no se había quedado totalmente solo en la vida después de la tragedia ocurrida hacía tres años. Su venerado público estaba siempre con él.

El apartamento olía a barniz barato, y el papel de las paredes y el suelo desprendía un curioso tufillo a carne. Estaba decorado con unos pocos muebles: sillones y sofás baratos, y una funcional mesa de comedor, que en ese momento estaba preparada para un comensal. Los dormitorios, en la otra parte de la casa, estaban abarrotados de las herramientas de trabajo de un ilusionista: accesorios teatrales, atuendos, cuerdas, disfraces, equipos para moldear con látex, pelucas, rollos de tela, una máquina de coser, pinturas, petardos, maquillaje, placas de circuitos, alambres, pilas, papel y algodón flash, rollos de hilo fusibles, herramientas de carpintería… y mil cosas más.

Se preparó un té de hierbas y se sentó a la mesa. Fue dando sorbitos a la suave bebida mientras comía algo de fruta y una granola baja en calorías. El ilusionismo es un arte físico, y la actuación de un artista será tan buena como buena sea la condición física en que se encuentre. Tomar alimentos sanos y hacer ejercicio eran elementos vitales para el éxito.

Estaba contento con su actuación de esa mañana. Había matado a la primera artista con facilidad; recordaba con un placer estremecedor la rigidez de la joven cuando él la sorprendió por detrás y deslizó la cuerda alrededor de su cuello. Ni una pista de que llevaba esperando media hora en el rincón, debajo de la seda negra.

La irrupción por sorpresa de la policía…, bueno, eso sí le había sobresaltado. Pero, como todos los buenos ilusionistas, Malerick había preparado una escapatoria, y la había ejecutado a la perfección. Terminó el desayuno y llevó la taza a la cocina, la lavó con cuidado y la dejó en un escurridor. Era meticuloso en todo lo que hacía; su maestro, un ilusionista entregado, obsesivo y sin sentido del humor, le había inculcado el sentido de la disciplina. Malerick se dirigió después al mayor de los dormitorios y puso la cinta de vídeo que él mismo había tomado del lugar de su siguiente actuación. La había visto ya una docena de veces y, aunque casi se la sabía de memoria, se disponía ahora a analizarla de nuevo (su maestro le había impuesto también -a veces literalmente- la importancia de la regla del uno por cien: cada minuto en el escenario son cien minutos de ensayo).

Mientras veía la cinta, acercó hacia sí una mesa cubierta con terciopelo, de las que utilizaba en las actuaciones. Sin mirarse las manos, Malerick practicó varios ejercicios simples con las cartas: «El falso revoloteo del milano», «El falso corte de los tres montones», seguidos de otros algo más difíciles: «El deslizamiento a la inversa», «El planeo y la fuerza en el reparto». Ensayó también algunos trucos realmente complicados, como el de «Las cartas fantasmas», de Stanley Palm, el famoso «Misterio de las seis cartas», de Maído, y otros muchos del célebre maestro de las cartas y actor Ricky Jay, también algunos de Cardini.

Malerick hizo también algunos de los trucos de cartas del primer repertorio de Harry Houdini. La mayor parte de la gente conocía a Houdini en su faceta de escapista, pero en realidad fue un mago polifacético que no sólo ofrecía números de ilusionismo -trucos a gran escala, como hacer desaparecer del escenario a sus ayudantes o a elefantes- sino también magia de salón. Houdini, de hecho, había ejercido una influencia importante en su vida. Cuando empezó a actuar, en la adolescencia, Malerick utilizó como nombre artístico el de Houdini el Joven. La terminación «erick» de su nombre actual era tanto un recuerdo de su vida anterior -la vida antes del incendio- como un homenaje al propio Houdini, cuyo verdadero nombre era Ehrich Weisz. Y por lo que se refería al prefijo «Mal», cualquier mago podría pensar que lo tomó de otro artista de fama mundial, Max Breit, cuyo nombre artístico era Malini. Sin embargo, Malerick había escogido las tres letras de la voz latina «malum», lo que reflejaba la oscura naturaleza del tipo de magia que realizaba.

Siguió estudiando la cinta, midiendo ángulos, tomando nota de las ventanas y de la posición de posibles testigos que le bloquearan la salida, como hace todo buen artista. Y mientras observaba, movía los naipes entre sus dedos a tal velocidad que silbaban como serpientes. Reyes, jotas, reinas y comodines, así como el resto de las cartas se deslizaban sobre el terciopelo negro y después, en lo que parecía un desafío a la ley de la gravedad, saltaban otra vez a sus poderosas manos, donde desaparecían de la vista. Ante una actuación magistral como aquélla, el público haría gestos de incredulidad, medio convencido de que la realidad había dejado paso a la ilusión, de que no era posible que un ser humano hiciera lo que estaban viendo.

Pero la verdad era justo lo contrario: los trucos de cartas que estaba haciendo Malerick distraídamente sobre el tapete negro no podían considerarse en absoluto milagrosos; no eran más que ejercicios, ensayados con sumo cuidado, de destreza y percepción, regulados por las terrenales normas de la física.

Sí, sí, Venerado Público, lo que acaban de ver y lo que van a ver en un instante es muy real.

Tan real como la carne abrasada por el fuego.

Tan real como una cuerda anudada al blanco cuello de una muchacha.

Tan real como el recorrido de las manecillas del reloj, que se mueven lentamente hacia los horrores que está a punto de sufrir nuestro próximo artista.


* * *

– ¡Eh! ¡Oye!

La joven estaba sentada junto a la cama en la que se hallaba su madre tendida. Por la ventana, en el cuidado patio, se veía un roble alto por cuyo tronco se elevaba un tentáculo de hiedra, con una forma que ella ya había interpretado de distintas maneras en los últimos meses. Aquel día, la anémica enredadera no era ni un dragón ni una bandada de pájaros ni un soldado. Era sólo una planta de ciudad luchando por su supervivencia.

– Veamos, ¿cómo te sientes, Mat? -preguntó Kara.

El nombre procedía de una de las muchas vacaciones de la familia; de la vez que fueron a Inglaterra. Kara había puesto motes a todos: «Su Regia Paternidad» y «Su Majestuosa Maternidad» para sus padres. Ella, por su parte, era «Su Real Descendiente».

– Bien, cielo. ¿Y cómo te va a ti la vida?

– Mejor que a algunos y no tan bien como a otros. ¡Oye!, ¿te gustan? -Kara extendió la mano para mostrarle a su madre las uñas, cortas, bien limadas y negras como un piano de cola.

– Preciosas, cariño. Ya estaba un poco cansada del rosa. Ahora se ve en todas partes. Tremendamente convencional.

Kara se levantó y acomodó a su madre la cabeza sobre la almohada. Se sentó otra vez y dio un sorbo a la gran taza de Starbucks; el café era su única droga, aunque su adicción era intensa, y no digamos cara. Esa mañana iba ya por la tercera taza.

Llevaba el pelo cortado como un chico y, en aquella ocasión, teñido de color caoba-púrpura (había pasado ya por todos los colores del espectro durante los años que pasó en Nueva York). Algunos decían de aquel peinado que «parecía el de un duende», una descripción que Kara odiaba; a ella le parecía «sencillamente cómodo». Le permitía estar lista para salir de casa minutos después de ducharse, una auténtica ventaja para alguien que no solía acostarse antes de las tres de la mañana y que, definitivamente, no era una persona diurna.

Aquel día iba vestida con unos pantalones elásticos negros y, aunque no llegaba al metro sesenta de estatura, llevaba calzado bajo. Debajo del top violeta oscuro y sin mangas se veían unos músculos tersos y bien perfilados. Kara había ido a una universidad donde el arte y la política tenían preferencia sobre el culto al físico, pero tras su graduación en el Sarah Lawrence College, se había apuntado al Gold's Gym y ahora era habitual verla levantar pesas y correr en la cinta del gimnasio. Aunque lo que cabía esperar de una persona que había vivido ocho años en el bohemio Greenwich Village y que ronda los veintimuchos, era que coqueteara con el culto al decorado del cuerpo o que al menos luciera un pendiente, unos aros, pero en la blanca piel de Kara no se veían tatuajes ni perforaciones.

– Mamá, a ver qué te parece esto: tengo una actuación mañana. Una de las pequeñeces del señor Balzac, ya sabes.

– Me acuerdo.

– Pero esta vez es diferente. Esta vez me va a dejar que actúe yo sola. Hago de telonera y también la actuación principal.

– ¿De verdad, cielo?

– De verdad de la buena.

Vieron pasar al señor Geldter por delante de la puerta.

– Hola, ¿qué tal?

Kara le saludó con la cabeza. Se acordó de que cuando su madre llegó a Stuyvesant Manor, uno de los mejores centros para la tercera edad, la mujer y el viudo habían causado un gran revuelo.

«Se creen que nos hemos arrejuntado», le había dicho a su hija en un susurro.

«¿Y es verdad?», había preguntado Kara, que pensaba que ya iba siendo hora de que su madre comenzara una relación con un hombre tras cinco años de viudedad.

«¡Desde luego que no!», contestó su madre entre dientes, enfadada de veras. «¡Menuda sugerencia!» (Aquel incidente definía a la mujer perfectamente: una insinuación subida de tono podía pasar, pero había una línea muy clara, aunque establecida de forma arbitraria, pasada la cual uno se convertía en El Enemigo, aun siendo de su misma sangre.)

Kara prosiguió su relato, echándose hacia adelante con excitación y contándole muy animada a su madre lo que tenía planeado para el día siguiente. Conforme hablaba, estaba estudiando detenidamente a su progenitora, que tenía una piel, por extraño que pareciera, muy tersa para una mujer de setenta y tantos años, y de un saludable color rosa como el de un bebé; el pelo era casi todo cano, aunque alternado con unos desafiantes mechones negros. El personal de peluquería se lo había peinado recogido en un estiloso moño.

– Lo que te decía, mamá. Irán algunos amigos, y estaría muy bien que pudieras venir tú también.

– Lo intentaré.

Kara, sentada ahora en el borde del sillón, se dio cuenta de repente de que tenía los puños cerrados y el cuerpo tenso como un nudo. La respiración entrecortada y sibilante.

Lo intentaré…

Kara cerró los ojos, que se le estaban llenando de lágrimas. ¡Maldita sea!

Lo intentaré…

«No, no, no, así no puede ser», pensó enfadada. Su madre no solía decir «Lo intentaré». No era su manera de dialogar. Podría haber dicho: «Allí estaré, querida. En la primera fila». O bien habría podido decir con frialdad: «Mañana no puedo. Tendrías que habérmelo dicho antes».

O cualquier otra cosa parecida, pero nunca «Lo intentaré». Algo como «Yo lo doy todo por ti, pero ¡ay de ti si no estoy de tu lado!».

Pero ahora no; ahora la mujer era apenas un ser humano. Como mucho, un niño durmiendo con los ojos abiertos.

La conversación que acababa de mantener Kara con su madre sólo había ocurrido en la optimista imaginación de la muchacha. Bueno, la parte de Kara había sido real. Pero la de su madre, desde «Bien, cielo. ¿Y cómo te va a ti la vida?», hasta el inconveniente de «Lo intentaré» habían sido pura invención de Kara.

No, su madre no había dicho ni una sola palabra ese día ni durante la visita de ayer. Ni en la anterior. Se había mantenido tendida junto a la ventana con la hiedra, en una especie de coma en vigilia. Había días que estaba así. Otros, podía estar completamente despierta, pero balbuceando unos disparates que daban miedo y que sólo confirmaban el éxito del ejército invisible que se movía sin cesar por su cerebro, arrasando la memoria y la razón.

Pero había una parte más perniciosa de aquella tragedia. De vez en cuando, aunque muy raramente, tenía un momento frágil de claridad que, por breve que fuera, negaba perfectamente su desesperación. Justo cuando Kara había logrado aceptar lo peor -que la madre que ella conocía se había perdido para siempre-, la mujer volvía a ser como antes de que tuviera la hemorragia cerebral. Y Kara se quedaba sin defensas, como se queda una mujer maltratada que perdona los golpes al marido ante una mínima muestra de arrepentimiento. En momentos como ése, Kara se convencía a sí misma de que su madre estaba mejorando.

Desde luego, los médicos dijeron que prácticamente no había esperanza de que así fuese. Aun así, ellos no habían estado al lado de su madre cuando, hacía varios meses, la mujer se despertó y se volvió de repente hacia Kara:

– Hola, cielo. Me comí las galletas que me trajiste ayer. Les pusiste más nueces, como a mí me gusta. ¡Al diablo con las calorías! -Una sonrisa de niña-. ¡Oh!, me alegro de que estés aquí. Quería contarte lo que hizo la señora Brandon anoche… con el mando a distancia.

Kara parpadeó, estupefacta. Porque, vaya, ella le había llevado a su madre el día anterior unas galletas y, en efecto, les había puesto más nueces. Y también la chalada de la señora Brandon, la del quinto piso, se había hecho con un mando a distancia, había desviado la señal por la ventana que estaba junto a la sala de enfermeras, con lo que los canales y el volumen se trastocaron como si se tratara de poltergeist, sembrando la confusión entre los residentes durante media hora.

¡Ahí estaba! ¿Qué mejor prueba que ésa de que su radiante madre, su madre de verdad, seguía ahí, dentro del armazón herido de su cuerpo, y algún día podría escapar?

Pero al día siguiente Kara se encontró con que su madre se quedaba mirándola fijamente, con desconfianza, y le preguntaba que qué hacía allí y que qué quería. Que si venía por lo de la factura de la luz de veintidós dólares con quince centavos, que ya la había pagado y, además, tenía el comprobante del cheque. Desde el episodio de las galletas de nuez y el mando a distancia, no se había vuelto a producir una situación semejante.

Kara estaba ahora acariciando el brazo de su madre, cálido, sin arrugas y rosado como el de un bebé. Sentía lo mismo que en todas sus visitas diarias: la terrible paradoja de desear llena de compasión que su madre se muriera, desear al mismo tiempo que volviera a ser la mujer vibrante que fue, y desear, en fin, que ella misma, Kara, pudiera escapar del terrible dilema de desear ambas opciones irreconciliables.

Una mirada al reloj. Tarde a la oficina, como siempre. Al señor Balzac no le gustaría. Los sábados eran los días que más trabajo tenían. Apuró la taza de café, la tiró y se dirigió caminando al pasillo.

Una mujerona negra de uniforme la saludó con la mano.

– ¡Kara! ¿Desde hace cuánto tiempo que estás aquí? -una amplia sonrisa en una cara amplia.

– Veinte minutos.

– Si lo sé, me hubiera pasado a haceros una visita -dijo Jaynene-. ¿Está despierta todavía?

– No. Ya estaba ausente cuando he llegado.

– Oh, lo siento.

– ¿Ha estado hablando antes? -preguntó Kara.

– Sí. Pero sólo ha dicho pequeñas cosas. No podría decir si estaba aquí o no. Parecía que sí… Qué día más hermoso, ¿no? Sephie y yo la vamos a llevar de paseo al patio un poco más tarde si está despierta. A ella le gusta. Siempre se siente mejor después.

– Tengo que irme a trabajar -le dijo Kara a la enfermera-. Oye, tengo una actuación mañana. En los almacenes. ¿Te acuerdas de dónde están?

– Claro. ¿A qué hora?

– A las cuatro. Pásate a verme.

– Mañana salgo pronto. Allí estaré. Después podemos tomarnos unas de esas margaritas de melocotón. Como la otra vez.

– Eso estará bien -contestó Kara-. ¡Tráete a Pete!

La mujer frunció el ceño.

– Muchacha, no es nada personal, pero la única manera de que ese hombre fuera a verte un domingo sería si actuaras en el intermedio del partido de los Knicks o los Lakers, y lo dan por la televisión.

– Pues no se hable más -replicó Kara.