"El Hombre Evanescente" - читать интересную книгу автора (Deaver Jeffery)

Capítulo 5

Hace cien años, un financiero medianamente próspero podría haber llamado hogar a aquel sitio.

O el propietario de una tienda de ropa de caballero en el lujoso barrio comercial de la calle Catorce.

O tal vez algún político relacionado con Tammany Hall [2], astuto en el eterno arte de hacerse rico con un cargo público.

El actual propietario de la casa de Central Park West, sin embargo, no conocía o no le importaba, su procedencia. Tampoco el mobiliario de época victoriana o los objetos artísticos fin de siécle que en un tiempo adornaron aquellas salas tenían el mínimo atractivo para Lincoln Rhyme. A él le gustaba lo que tenía en ese momento a su alrededor: un caos de sólidas mesas, taburetes giratorios, ordenadores, aparatos científicos -un densímetro, un cromatógrafo de gases y un espectrómetro de masas-, microscopios, cajas de plástico de mil colores, probetas, tarros, termómetros, tanques de propano, anteojos, cajas cerradas negras o grises de formas extrañas que hacían pensar que contenían instrumentos musicales esotéricos.

Y alambres.

Alambres y cables por todas partes que ocupaban gran parte del limitado espacio de la habitación; algunos de ellos ordenadamente enrollados conectaban piezas de maquinaria contiguas, otros que desaparecían por unos agujeros irregulares, abiertos vergonzosamente en la homogeneidad de las paredes centenarias de listones y yeso.

El mismo Lincoln Rhyme se encontraba, en gran medida, sin cables. Los adelantos en la tecnología de infrarrojos y radio habían hecho posible la conexión entre el micrófono de su silla de ruedas y de la cama del piso superior y unidades de control ambiental y ordenadores. Rhyme dirigía su Storm Arrow manejando con el dedo anular de la mano izquierda un teclado MKIV, pero al resto de los comandos, desde las llamadas telefónicas, el correo electrónico, el traslado de imágenes procedentes de su microscopio compuesto a monitores de ordenador, podía acceder utilizando su voz.

También podía controlar su receptor Harmon Kardon 8000, que inundaba en ese momento todo el laboratorio con un agradable solo de jazz.

– «Comando. Apagar estéreo» -ordenó Rhyme de mala gana al oír el portazo con el que se cerraba la puerta principal.

La música cesó, y la sustituyó el sonido irregular de unas pisadas procedentes del vestíbulo y el salón. Una de las visitas era Amelia Sachs, Rhyme lo sabía. Para ser una mujer alta, tenía unas pisadas decididamente ligeras.

Luego, oyó el característico ruido de fuertes pisadas de los pies grandes y desviados hacia afuera de Lon Sellitto.

– Sachs -masculló al verla entrar en la habitación-, ¿era una escena grande? ¿Era enorme?

– No tan grande -contestó ella con el ceño fruncido-. ¿Por qué?

Rhyme tenía la mirada puesta en las cajas de leche grises que llevaban, donde estaban las pruebas recogidas por Sachs y por otros oficiales.

– Bueno, sólo me lo estaba preguntando, ya que parece que te ha llevado mucho tiempo investigar la escena y volver aquí. Tú puedes utilizar la sirena del coche, para eso están hechas, ¿sabes? También están permitidas las luces de destellos intermitentes. -Cuando Rhyme estaba aburrido se volvía irritable. El aburrimiento era el mayor mal en su vida.

Sachs, sin embargo, era impermeable a su amargura. Estaba de un humor excelente, por lo que se limitó a decir:

– Aquí tenemos algunos misterios, Rhyme.

Rhyme recordó que Sellitto había empleado la palabra «incomprensible» refiriéndose al crimen.

– Descríbeme el escenario. ¿Qué pasó?

Sachs le dio una versión probable de los hechos, que terminó con la huida del autor del crimen desde la sala de conciertos.

– Las oficiales que respondieron a la emergencia escucharon un disparo dentro de la sala y, dando una patada a la puerta, entraron al mismo tiempo por las únicas dos puertas que hay en la sala. Ni rastro de él.

Sellitto consultó sus notas.

– Las oficiales de patrulla le sitúan cerca de la cincuentena, de estatura media, complexión mediana y ningún otro rasgo distintivo salvo que lleva barba y que tiene el pelo castaño. Había un conserje que afirma no haber visto a nadie que entrara o saliera de la sala. Pero puede que tenga «testiguitis», ¿sabes? La escuela nos llamará para darnos su teléfono y su nombre. A ver si yo puedo refrescarle la memoria.

– ¿Y qué hay de la víctima? ¿Cuál ha sido el motivo?

– No ha habido agresión sexual ni robo -dijo Sachs.

– Acabo de hablar con los gemelos -añadió Sellitto-. La víctima no tenía novio, ni ahora ni últimamente. Y no hay nadie en su pasado que pueda ser problemático.

– ¿Se dedicaba sólo a estudiar? -preguntó Rhyme-. ¿O también trabajaba?

– Sólo estudiaba. Pero parece ser que hacía algunas actuaciones para sacarse un extra. Están investigando dónde.

Rhyme solicitó a su ayudante Thom que le hiciera de escribiente, como tenía por costumbre, y fuera anotando las pruebas, con esa letra tan elegante que tenía, en una de las pizarras del laboratorio. El ayudante tomó un rotulador y comenzó a escribir.

Se oyó que llamaban a la puerta, y Thom desapareció durante unos instantes del laboratorio.

– ¡Visita va! -vociferó desde el vestíbulo.

– ¿Visita? -preguntó Rhyme, a quien no le apetecía mucho la compañía. Pero el ayudante sólo estaba bromeando. Quien entró en la habitación fue Mel Cooper, el técnico de laboratorio, un hombre delgado que se estaba quedando calvo, a quien Rhyme había conocido hacía algunos años, cuando era jefe del Departamento Forense de la Policía de Nueva York, investigando un caso de robo y secuestro en colaboración con el Departamento de Policía del Norte del Estado de Nueva York. Cooper había cuestionado el análisis que había hecho Rhyme de un tipo de suelo especial, y estaba en lo cierto, según se supo al final. Impresionado, Rhyme había investigado las referencias del técnico y se enteró de que, al igual que él, se trataba de un miembro activo y respetado de la Asociación Internacional de Identificación, que estaba formada por expertos en identificar individuos a partir de las crestas papilares, el ADN, la reconstrucción forense y los restos dentales. Licenciado en matemáticas, física y química orgánica, Cooper era también uno de los mejores analistas de pruebas materiales.

Rhyme hizo todo lo posible para que el analista volviera a su ciudad natal, y al final éste aceptó. El técnico forense y campeón de baile de voz suave trabajaba en el laboratorio de investigación criminal del NYPD de Queens, pero solía colaborar con Rhyme cuando el criminalista necesitaba asesoramiento sobre algún caso sin resolver.

Tras saludar a los presentes, Cooper se encajó las gruesas gafas de Harry Potter en lo alto de la nariz y escudriñó con ojo crítico los cajones de pruebas, como un jugador de ajedrez que midiera la categoría de su adversario.

– ¿Qué es lo que tenemos aquí?

– Misterios -dijo Rhyme-, para emplear el término que ha utilizado Sachs en su valoración. Misterios.

– Bueno, pues veamos si podemos hacerlos un poco menos misteriosos.

Sellitto repasó el escenario del crimen para Cooper, mientras éste se ponía unos guantes de látex y comenzaba a examinar las bolsas y los tarros. Rhyme se aproximó a él en su silla de ruedas.

– Mira.

Cooper hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– ¿Qué es eso? -Estaba mirando la placa de circuitos verde conectada al altavoz.

– La placa que encontré en la sala de conciertos -dijo Sachs-. No tengo ni idea de lo que es. Sólo sé que el autor del crimen lo puso allí; lo sé por las huellas de sus zapatos.

Parecía que procedía de un ordenador, cosa que no sorprendió a Rhyme; los criminales siempre han estado a la vanguardia del desarrollo tecnológico. Los asaltantes de bancos ya iban armados con las famosas pistolas Colt 1911 de calibre 45 semiautomáticas a los pocos días de su aparición, aunque estaba prohibida su tenencia a cualquiera que no fuera un militar. Radios, teléfonos codificados, ametralladoras, visores láser, GPS, móviles, equipos de vigilancia y sistemas de cifrado informático… Todas esas cosas solían acabar formando parte del arsenal de los delincuentes antes incluso de que las utilizaran las fuerzas del orden.

Rhyme era el primero en admitir que algunas cuestiones se escapaban al ámbito de su experiencia. Cuando las pistas eran ordenadores, teléfonos móviles o curiosos dispositivos como aquél -«pruebas NASDAQ» [3], las llamaba él-, lo que hacía era enviarlas a los expertos.

– Envíala a la Central. A Tobe Geller -ordenó.

En la oficina de delitos informáticos que el FBI tenía en Nueva York había un joven con mucho talento: Geller. Había colaborado con Rhyme en el pasado, y éste sabía que si había alguien que pudiera decirles qué era aquel dispositivo y de dónde podía proceder, ése era Geller.

Sachs le pasó la bolsa a Sellitto quien, a su vez, se la pasó a un agente uniformado para que la llevara a la Central. Pero la candidata a sargento Amelia Sachs le detuvo. Quería asegurarse de que antes cumplimentaba la ficha de custodia, en la que quedaba constancia de todas las personas que habían manejado cada una de las pruebas, desde la escena del crimen hasta el juicio. Inspeccionó la ficha detenidamente y le dejó marchar.

– ¿Cómo te fue en el ejercicio práctico, Sachs? -preguntó Rhyme.

– Bueno -dijo. Vaciló un poco-. Creo que lo he pasado.

A Rhyme le sorprendió la respuesta. Amelia Sachs no solía aceptar bien los halagos ajenos, y casi nunca se los dedicaba a ella misma.

– No me cabía la menor duda -dijo Rhyme.

– Sargento Sachs -sopesó Lon Sellitto-. Suena bien.

Se colocaron junto a los artículos pirotécnicos que habían encontrado en la Escuela de Música: las mechas y el petardo.

Sachs había resuelto uno de los misterios, al menos. El asesino, según explicó, había echado algunas de las sillas hacia atrás y las había dejado en equilibrio sobre dos patas utilizando unas cuerdas delgadas de algodón. Había atado las mechas en el centro de las cuerdas y las había encendido. Transcurrido un minuto, más o menos, la llama de las mechas alcanzó las cuerdas y las fue quemando. Las sillas cayeron al suelo y el ruido que hicieron al caer hizo creer que el asesino estaba todavía allí. También había encendido otra mecha que, finalmente, hizo explotar el petardo cuya entonación ellos interpretaron como un disparo.

– ¿Tienes datos sobre el origen de alguna de estas pruebas? -preguntó Sellitto.

– Es una mecha normal, imposible averiguar su origen; y el petardo está destrozado. No se ve el nombre del fabricante ni nada. -Cooper hizo un gesto negativo con la cabeza.

Así que todo lo que tenían, por lo que Rhyme podía ver, eran unas pequeñas tiras de papel pegadas a los restos de una mecha. Las cuerdas eran hilos estrechos de algodón cien por cien y sin marca determinada; imposible, pues, averiguar su procedencia.

– También hubo un destello -dijo Sachs repasando sus notas-. Cuando las oficiales le vieron con la víctima, él levantó la mano y se produjo una luz brillante, como un resplandor. Las cegó a las dos.

– ¿Ha quedado algún resto?

– Yo no he encontrado nada. Dicen que se evaporó en el aire.

Bueno, Lon, entonces tú lo has dicho: incomprensible.

– Prosigamos. ¿Huellas?

Cooper se conectó a la base de datos del NYPD sobre huellas de suelas de zapatos, una versión digitalizada del archivo en papel que Rhyme había recopilado en su época de director del Departamento Forense del NYPD. Después de unos minutos de examen, dijo:

– Los zapatos son negros, marca Ecco, y no llevan cordones. Parece que son del cuarenta y tres.

– ¿Hay restos? -preguntó Rhyme.

Sachs cogió varias bolsas de plástico de una de las cajas de leche. En su interior había tiras de cinta adhesiva, que habían sido arrancadas del rodillo.

– Estas son de los sitios por los que anduvo el asesino y de los alrededores del cuerpo.

Cooper cogió las bolsas de plástico y sacó uno por uno los rectángulos de cinta adhesiva, colocándolos en diferentes bandejas para evitar que se mezclaran. La mayor parte de los restos adheridos a los rectángulos eran de polvo que coincidía con las muestras de control de Sachs, lo que significaba que no procedían ni del asesino ni de la víctima, sino que se encontraban de forma natural en la escena del crimen. Pero en algunos de los trozos de cinta aparecieron fibras que Sachs había encontrado sólo en los sitios por los que había caminado el criminal o en los objetos que éste había tocado.

– Examinémoslos en el microscopio.

El técnico los levantó con unas tenacillas, los montó en el portaobjetos del microscopio binocular estéreo -el instrumento más valorado para el análisis de fibras- y pulsó un botón. La imagen que él veía a través del ocular apareció en la gran pantalla plana del monitor para que todos pudieran verla.

Las fibras tenían el aspecto de hebras gruesas de color grisáceo.

Las fibras son pistas importantes para un forense, puesto que hay en abundancia, prácticamente saltan de una fuente a otra y pueden clasificarse con facilidad. Se dividen en dos categorías: naturales y artificiales. Rhyme advirtió de inmediato que aquéllas no tenían la viscosidad del rayón ni estaban hechas de polímeros y, por consiguiente, tenían que ser naturales.

– ¿Pero de qué tipo en concreto? -se preguntó Cooper en voz alta.

– Fíjate en la estructura celular. Aseguraría que es excrementicia.

– ¿Y eso qué es? -preguntó Sellitto-. ¿Excremento? ¿Como la mierda?

– Excremento, como la seda. La seda procede del tubo digestivo de los gusanos. Teñida de gris. Y con un acabado mate. ¿Qué más hay en el portaobjetos, Mel?

El técnico pasó el resto de las muestras por el microscopio y vieron que se trataba de fibras idénticas.

– ¿Llevaba algo gris el asesino?

– No -informó Sellitto.

– Y la víctima tampoco -dijo Sachs.

Más misterios.

– ¡Vaya! -exclamó Cooper mirando por el ocular-. Puede que tengamos un pelo, aquí.

En la pantalla apareció una hebra larga de pelo castaño.

– Pelo humano -gritó Rhyme al advertir que tenía cientos de escamas. El de un animal tendría docenas, como máximo-. Pero es falso.

– ¿Falso? -preguntó Sellitto.

– Bueno -replicó con impaciencia-, es pelo auténtico, pero es de una peluca. Es obvio. Mirad… en el extremo. Eso no es un bulbo. Es pegamento. Puede que no sea de él, evidentemente, pero merece la pena anotarlo en la pizarra.

– ¿Que no tiene el pelo castaño? -preguntó Thom.

– Los hechos son lo único que nos importa -dijo Rhyme lacónicamente-. Escribe que es posible que el asesino llevara una peluca de color castaño.

– Sí, bwana.

Cooper siguió con su examen y encontró que en dos de los rectángulos de cinta adhesiva había una cantidad minúscula de polvo y cierto material vegetal.

– Amplía primero el vegetal, Mel.

Cuando analizaba escenas de crímenes en Nueva York, Lincoln Rhyme siempre había otorgado una gran importancia a las pruebas geológicas, vegetales y animales, ya que sólo una octava parte de la ciudad está realmente en el continente; el resto son islas. Eso significaba que los minerales, la flora y la fauna solían ser más o menos homogéneos en distritos concretos, e incluso en barrios dentro de los mismos, lo cual facilitaba la asignación de ciertas substancias a determinados lugares.

Acto seguido apareció en la pantalla una imagen más bien artística de una ramita rojiza y un trocito de hoja.

– Bien -comentó Rhyme.

– ¿Y por qué «bien»? -preguntó Thom.

– Porque es raro. Es un nogal americano rojo. Es difícil encontrarlos en la ciudad. En los únicos sitios, que yo sepa, en que se pueden ver son Central Parky Riverside Park. Y… ¡eh, fijaos en eso! ¿Veis esa pequeña mota azul verdoso?

– ¿Dónde? -preguntó Sachs.

– ¿No la ves? Está justo ahí -dijo con un sentimiento de profunda frustración por no poder levantarse de un salto de la silla y señalarlo en la pantalla-. En la esquina inferior derecha. Si la ramita fuera Italia, la mota sería Sicilia.

– Ya lo veo.

– ¿Tú qué crees, Mel? Liquen, ¿no? Y yo apostaría por Parmelia conspersa.

– Podría ser -dijo el técnico con cautela-. Pero hay muchos líquenes.

– Sí, pero no hay muchos líquenes azul verdosos y grises -replicó Rhyme secamente-. De hecho, apenas hay. Y éste es el que más abunda en Central Park… Tenemos dos vínculos con el parque. Bien. Ahora echemos un vistazo al polvo.

Cooper montó otra muestra en el portaobjetos. La imagen que arrojaba el microscopio -motas de polvo que parecían asteroides- no era muy reveladora desde el punto de vista forense, y Rhyme dijo:

– Pon una muestra en el CG/EM.

En el cromatógrafo de gases/espectrómetro de masas se unen dos instrumentos de análisis químico, el primero de los cuales descompone una sustancia desconocida en sus componentes, mientras que el segundo determina lo que es cada uno de ellos. Por ejemplo, un polvo blanco que en apariencia es uniforme puede estar compuesto de una docena de compuestos químicos diferentes: bicarbonato de soda, arsénico, polvos de talco, fenol y cocaína.

Se ha comparado el cromatógrafo con una carrera de caballos: las substancias empiezan moviéndose por el instrumento juntas, pero avanzan a ritmos distintos y acaban separándose. En la meta, el espectrómetro de masas compara cada una de ellas con las substancias conocidas que forman parte de una enorme base de datos para poder identificarlas.

Los resultados del análisis de Cooper mostraron que el polvo que Sachs había recogido estaba impregnado de aceite. Ahora bien, la única información que proporcionó la base de datos fue que se trataba de aceite de origen mineral, no vegetal ni animal, aunque no podía identificarlo de forma más específica.

– Envíalo al FBI -ordenó Rhyme-. Comprueba si los del laboratorio lo han visto alguna vez. -Entornó los ojos para fijarse bien en una de las bolsas de plástico-. ¿Es ésa la tela negra que encontraste?

Puede que sea una pista, o puede que no signifique nada…

Sachs asintió.

– Estaba en el rincón del vestíbulo donde fue estrangulada la víctima.

– ¿Era de ella? -preguntó Cooper.

– Tal vez -dijo Rhyme-. Pero, por el momento, consideremos que es del asesino.

Cooper levantó con cuidado el trozo de tela y lo examinó.

– Seda. Con el bajo cosido a mano.

Rhyme observó que aunque podía doblarse hasta convertirse en un minúsculo trocito de tela, desplegado era bastante grande, de unos 180 x 120 centímetros.

– Sabemos por el cronometraje del vídeo que él la estuvo esperando en el vestíbulo -dijo Rhyme-. Yo creo que lo que hizo fue esto: se escondió en el rincón y se cubrió con el trozo de tela. Así era invisible. Si no llegan a aparecer las oficiales que le hicieron descubrirse apresuradamente, es probable que se lo hubiera llevado. ¡Imaginad qué debió de sentir la pobre chica cuando el asesino apareció como por arte de magia, la esposó y le enrolló la cuerda en el cuello!

Cooper encontró varias partículas adheridas a la tela negra. Las montó en el portaobjetos. No tardó en aparecer una imagen en la pantalla: ampliadas, las partículas parecían trozos desiguales de lechuga de color carne. Tocó una de ellas con una fina sonda. El material era elástico.

– ¿Qué demonios es eso? -preguntó Sellitto.

– Algún tipo de goma -sugirió Rhyme-. Un trozo de globo… No, demasiado grueso para que sea eso. Y fíjate en el portaobjetos: algo ha quedado impregnado ahí. De color carne también. Ponló en el cromatógrafo de gases.

Mientras esperaban el resultado se oyó que llamaban a la puerta.

Thom fue a abrir y volvió con un sobre.

– Es del Departamento de Huellas -anunció.

– ¡Ah, qué bien! -dijo Rhyme-. Ya están de vuelta. Envíalas al AFIS, Mel.

AFIS eran las siglas de «sistema automático de identificación dactilar». Los potentes servidores de este sistema del FBI, que se encontraban en West Virginia, se encargarían de buscar imágenes digitalizadas de crestas papilares de fricción -huellas dactilares- por todo el país y de enviar los resultados, en cuestión de horas e incluso de minutos, si el equipo de especialistas encontraba huellas que fueran buenas y claras.

– ¿Cómo son?

– Bastante nítidas.

Sachs levantó las fotografías para que él las viera. Algunas eran sólo parciales, pero había una buena huella de toda la mano izquierda del asesino. Lo primero que advirtió Rhyme fue que éste tenía dos dedos deformes en dicha mano, el anular y el meñique. Estaban unidos, según parecía, y terminaban con una piel lisa, sin huellas dactilares. Rhyme tenía conocimientos profesionales de patología forense, pero no sabía si estaba ante un defecto congénito o si era consecuencia de una lesión.

«Qué ironía», pensó Rhyme mientras contemplaba la fotografía; «el asesino tiene mal el dedo anular izquierdo; en mi caso, es la única parte del cuerpo, del cuello para abajo, que puedo mover». Frunció el ceño.

– Espera un instante, Mel… Acércate, Sachs. Quiero verlo más de cerca.

Amelia se acercó a Rhyme, y éste examinó de nuevo las huellas.

– ¿Notas algo raro en ellas?

– No, la verdad… Eh, espera un momento… -Se echó a reír-. ¡Son iguales! -Pasaba rápidamente de una fotografía a otra-. ¡Tiene todos los dedos iguales! Esa pequeña cicatriz está en la misma posición en todos ellos.

– Debe de llevar puestos algún tipo de guantes -dijo Cooper- que tengan crestas papilares falsas. En mi vida he visto algo parecido.

– ¿Quién coño puede ser este asesino?

Los resultados del CG/EM aparecieron en la pantalla de un ordenador.

– Vale, aquí tengo puro látex y… ¿qué es esto? -Se quedó pensativo-. Es algo que el ordenador ha identificado como una fibra de alginato. Nunca he oído…

– Dientes.

– ¿Cómo? -le preguntó Cooper a Rhyme.

– Son unos polvos que se mezclan con agua para hacer moldes. Los dentistas lo usan para hacer coronas y otros arreglos dentales. Tal vez nuestro hombre acababa de estar en el dentista.

Cooper siguió examinando la pantalla del ordenador.

– Después tenemos restos diminutos de aceite de ricino, propilenglicol, alcohol cetílico, mica, óxido de hierro, dióxido de titanio, brea y algunos pigmentos neutros.

– Algunos de esos elementos se encuentran en el maquillaje -dijo Rhyme, recordando un caso en el que había identificado al asesino después de que éste escribiera mensajes obscenos en el espejo de la víctima con un corrector de maquillaje, del cual se hallaron restos en la manga del sujeto. Mientras llevaba el caso hizo un estudio sobre cosméticos.

– ¿De ella? -le preguntó Cooper a Sachs.

– No -contestó la oficial-. Tomé muestras de piel y no llevaba maquillaje.

– Bueno; escríbelo en la pizarra. Luego veremos si significa algo.

Volviéndose hacia la cuerda, el arma del asesino, Mel Cooper se inclinó para estudiarla sobre un panel de porcelana.

– Es una cuerda blanca que rodea un núcleo de cuerda negra. Ambas están hechas de seda trenzada, muy ligera y fina, y por eso es por lo que no da la impresión de ser más gruesa que una cuerda normal, aunque en realidad son dos unidas.

– ¿Qué sentido tiene? ¿La cuerda interior la hace más fuerte? -preguntó Rhyme-. ¿La hace más fácil de desatar? ¿O más difícil? ¿Qué?

– Ni idea.

– Cada vez es más misterioso -dijo Sachs con un tono dramático que hubiera irritado a Rhyme de no ser porque estaba de acuerdo con ella.

– Sí -confirmó desconcertado-. Esto es nuevo para mí. Pero sigamos. Quiero encontrar algo familiar, algo que nos sirva.

– ¿Y el nudo?

– El que lo ha atado es un experto, pero no lo reconozco -dijo Cooper.

– Manda una fotografía del nudo a la agencia. Y… ¿no conocemos a nadie en el Museo Marítimo?

– Nos han ayudado a veces con algunos nudos -convino Sachs-. Les enviaré una foto a ellos también.

Recibieron una llamada de teléfono. Era Tobe Geller, de la Unidad de Delitos Informáticos, en la sede del FBI en Nueva York.

– Esto tiene gracia, Lincoln.

– Me alegro de que te estemos divirtiendo -murmuró Rhyme-. ¿Tienes algo útil que decirnos sobre nuestro juguete?

Geller, un joven de pelo rizado, se mostró impasible ante el tono incisivo de Rhyme, sobre todo porque de lo que estaban hablando era de un producto informático.

– Es una grabadora digital de audio. Un aparatito fascinante. Vuestro sospechoso grabó algo en ella, almacenó los sonidos en un disco duro y luego lo programó para que volviera a sonar pasado algún tiempo. No sabemos qué sonido será, porque incorporó un programa que borra todos los datos.

– Era su voz -dijo Rhyme entre dientes-. Cuando dijo que tenía un rehén, no era más que una grabación. Como el ruido de las sillas. Era para hacernos creer que seguía en la habitación.

– Eso tiene sentido. Utilizó un altavoz especial; pequeño, pero excelente para los tonos bajos y medios. Capaz de imitar bastante bien la voz humana.

– ¿No queda nada en el disco?

– No. Borrado para siempre.

– ¡Maldita sea! Me hubiera gustado tener la voz como una prueba.

– Lo siento. No queda nada.

Rhyme suspiró con frustración y se dirigió otra vez a las bandejas de examen; Sachs se encargaría de transmitirle a Geller lo mucho que le agradecían la ayuda prestada.

El equipo examinó a continuación el reloj de la víctima, destrozado por motivos que ninguno de ellos alcanzaba a entender. No aportó ninguna prueba, salvo la hora en que lo rompieron. Los asesinos destrozaban en ocasiones los relojes de pulsera o de pared de las escenas del crimen después de ponerlos a una hora que no era la real para así confundir a los investigadores. Pero aquél lo habían parado casi a la hora en que se produjo la muerte. ¿Qué conclusiones podían sacar de ello?

Cada vez más misterioso…

Conforme el ayudante iba anotando las observaciones en la pizarra, Rhyme inspeccionó la bolsa que contenía el libro de registro.

– El nombre que falta en el libro… -Reflexionó-. Firmaron nueve personas, pero sólo hay ocho nombres en el registro… Creo que aquí necesitamos un experto. -Rhyme dio la orden por el micrófono: «Comando. Teléfono. Llamar a Kincaid coma Parker».