"El Hombre Evanescente" - читать интересную книгу автора (Deaver Jeffery)Capítulo 6 En la pantalla se veía el código de área 703, Virginia, seguido del número que se estaba marcando. Un timbre de teléfono. Y una voz de niña que respondía: «Residencia de los Kincaid». – Esteee… sí. ¿Está Parker? Tu padre, quiero decir. – ¿De parte de quién? – De Lincoln Rhyme, de Nueva York. – Espere, por favor. Un momento después se escuchó al otro lado de la línea la relajada voz de uno de los principales expertos en documentos del país. – ¡Hola, Lincoln! Hace un mes o dos desde la última vez, ¿no? – He estado ocupado -comentó Rhyme-. ¿Y tú, Parker, en qué andas metido? – ¡Oh! En líos. Casi provoco un incidente internacional. La Sociedad Cultural Británica de Washington quería que corroborara la autenticidad de un cuaderno de notas del rey Eduardo que habían comprado a un coleccionista particular. Y fíjate en el tiempo del verbo, Lincoln. – Ya lo habían pagado. – Seiscientos mil. – Algo carito. ¿Tanto les interesaba? – ¡Ah! Es que contenía algunos comentarios realmente jugosos sobre Churchill y Chamberlain. Bueno, no en ese sentido, desde luego. – Desde luego que no. -Como era habitual en Rhyme, intentó mostrarse paciente con alguien de quien pretendía obtener ayuda. – Yo lo examiné y, ¿qué podía hacer? Tuve que poner en duda su autenticidad. Un verbo tan inofensivo como ése en boca de un investigador tan respetado como Kincaid equivalía a tachar el diario de «falsificación grosera». – Bueno, pero lo superarán -continuó-. Aunque, figúrate, a mí no me han pagado la factura aún… No, cielo, el glaseado no se puede hacer hasta que el pastel se enfríe… Porque lo digo yo. Kincaid, que ahora ejercía de padre soltero, había sido jefe del Departamento de Documentos del FBI. Había dejado la agencia para establecerse por su cuenta y así poder pasar más tiempo con sus hijos, Robby y Stephanie. – ¿Qué tal está Margaret? -preguntó Sachs acercándose al micrófono. – ¿Eres Amelia? – Sí. – Está bien. Hace días que no la veo. El miércoles llevamos a los niños a Planet Play, y yo estaba a punto de ganarla a uno de esos juegos de ordenador, el Láser Tag, cuando sonó su localizador. Resulta que tenía que salir pitando para dar una patada a la puerta de no sé quiénes y arrestarles. Eran de Panamá o de Ecuador, o de algún país por el estilo. Ella nunca me cuenta los detalles. Bueno, entonces, ¿qué pasa? – Estamos con un caso y necesito ayuda. Te expongo la situación: vieron que el asesino escribía su nombre en un libro de registro que hay en la recepción, ¿de acuerdo? – De acuerdo. Y necesitas que analice la letra. – El problema está en que no tenemos letra. – ¿Ha desaparecido? – Sí. – ¿Y estás seguro de que el sospechoso no estaba haciendo como que escribía? – Completamente. Había un vigilante que vio que la tinta quedaba en el papel; no hay duda. – ¿Y ahora se ve algo? – Nada. Se escuchó la irónica risa de Kincaid. – ¡Qué inteligente! Así que no ha quedado constancia de que el asesino entrara en el edificio. Y luego, otra persona escribió su nombre en el espacio en blanco, alterando cualquier impresión que pudiera haber quedado de su firma. – Correcto. – ¿Hay algo en la hoja de debajo? Rhyme miró a Cooper, que dirigió un foco en ángulo agudo sobre la segunda hoja del registro. Aquél era un método mejor que cubrir la página con lápiz, para que quedara visible la impresión. Hizo un gesto negativo con la cabeza. – Nada -le dijo Rhyme al investigador-. Entonces, ¿cómo lo hizo? – Con Ex-Lax [4] -informó Kincaid. – ¿Y eso qué es? -gritó Sellitto. – Usó tinta que desaparece al poco tiempo. Lo llamamos así en la profesión. El antiguo Ex-Lax contenía fenolftaleína. Antes de que fuera prohibido por la FDA [5]. Se disolvía una pastilla en alcohol y salía tinta azul. Tenía un pH alcalino. De modo que, si se escribía algo con ella, transcurrido un tiempo, la exposición al aire hacía que desapareciera el azul. – Claro -dijo Rhyme recordando sus conocimientos básicos de química-. El dióxido de carbono en contacto con el aire hace que la tinta se vuelva acida, y eso neutraliza el color. – Exacto. Ya no es fácil encontrar fenolftaleína. Pero puedes hacer lo mismo con timolftaleína indicador e hidróxido de sodio. – ¿Y se pueden comprar este tipo de cosas en algún sitio en particular? – Uuuhhhmmm. -Kincaid se quedó pensativo-. Bueno… Espera un instante, cariño; papá está al teléfono… No, están bien. Todas las tartas parecen torcidas cuando están en el horno. No tardo… ¿Lincoln? Lo que iba a decirte es que, en teoría, es un buen invento, pero cuando yo estaba en la agencia ningún asesino ni espía lo utilizó. Es algo reciente, ¿sabes? Se utiliza en el mundo del espectáculo. Espectáculo, pensó Rhyme con pesimismo mientras miraba el panel al que estaban sujetas las fotografías de la pobre Svetlana Rasnikov. – ¿Dónde podría haber encontrado nuestro sospechoso tinta como ésa? – Lo más probable es que lo hiciera en una tienda de juguetes o de artículos de magia. Interesante… – Muy bien, pues… eso nos es de ayuda, Parker. – Ven a hacerme una visita alguna vez -dijo Sachs-. Y tráete a los niños. Rhyme hizo una mueca al escuchar la invitación. Le susurró a Sachs: – ¿Y por qué no invitas también a todos sus amiguitos? ¿A todo el colegio?… Riéndose, le hizo un gesto para que se callara. Tras desconectar la llamada, Rhyme dijo gruñendo: – Cuanto más aprendemos, menos sabemos. Bedding y Saul llamaron para informar de que Svetlana parecía ser una persona apreciada en la Escuela de Música, que no tenía enemigos allí. Tampoco parecía probable que de sus trabajos esporádicos pudiera salir algún acosador: actuaba en fiestas de cumpleaños infantiles. Llegó un paquete de la oficina de exámenes médicos. En su interior había una bolsa de plástico para pruebas que contenía las esposas antiguas que tenía puestas la víctima. Estaban cerradas, según había ordenado Rhyme. Había dado instrucciones al experto médico para que sacara las esposas de las manos de la víctima comprimiendo éstas todo lo que fuera necesario, ya que si se taladraba la cerradura podrían perderse pistas muy valiosas. – Nunca había visto nada parecido -dijo Cooper alzando las esposas-, salvo en el cine. Rhyme se mostró de acuerdo. Eran unas esposas antiguas, pesadas, y estaban hechas de hierro forjado de manera irregular. Cooper las cepilló y dio golpecitos por todo el contorno de la cerradura, pero no encontró señales significativas. Sin embargo, el hecho de que fueran antiguas era positivo, ya que reducía las posibles fuentes de procedencia. Rhyme le dijo a Cooper que hiciera unas fotografías de las esposas para poder mostrarlas en los establecimientos del ramo. Sellitto recibió otra llamada de teléfono. Se quedó escuchando unos momentos, y luego, perplejo, dijo: – ¡Imposible!… ¿Estás seguro?… Sí, sí, vale. Gracias. -El detective colgó y miró a Rhyme-. No lo entiendo. – ¿Qué pasa? -preguntó Rhyme, que no estaba de humor para más misterios. – Era el administrador de la Escuela de Música. Dice que no tienen conserje. – Pero las agentes le vieron -señaló Sachs. – El personal de limpieza no trabaja los sábados, sólo los días de diario por la tarde. Y ninguno de los empleados se parece al tipo que vieron las agentes que respondieron a la emergencia. ¿No había conserje? Sellitto consultó sus notas. – Estaba justo al lado de la segunda puerta, barriendo. Est… – ¡Maldita sea! -interrumpió Rhyme con brusquedad-. ¡Era él! -Miró al detective-. El conserje no se parecía nada al asesino, ¿verdad? Sellitto volvió a consultar sus notas. – Tendría unos sesenta años, calvo, sin barba y llevaba un mono gris. – ¡Un mono gris! -dijo Rhyme gritando. – Sí. – Ahí está la fibra de seda. Era un disfraz. – ¿Se puede saber de qué estás hablando? -preguntó Cooper. – Nuestro sospechoso mató a la estudiante. Cuando fue sorprendido por las agentes, las cegó con una luz y se fue corriendo al escenario, conectó las mechas y la grabadora digital para hacerles creer que todavía seguía allí, se puso el uniforme de conserje y salió corriendo por la segunda puerta. – Pero no se quitaría la ropa y se desharía de ella así como así, Linc, como si fuera un ratero del metro… -señaló el voluminoso policía-. ¿Cómo coño pudo hacerlo? Le perdieron de vista…, digamos…, durante sesenta segundos, ¿no? – Vale, pues si tú tienes una explicación en la que no haya intervención divina, soy todo oídos. – Pero hombre…, es que no es posible, joder. – ¿No es posible? -reflexionó Rhyme con cinismo mientras acercaba la silla de ruedas a la pizarra donde Thom había colocado las impresiones de las fotos digitales que había hecho Sachs de las huellas de zapato-. Entonces, ¿qué me dices de algunas de las pruebas? -Examinó las pisadas del asesino y después las que Sachs había recogido en el pasillo, cerca del lugar donde habían encontrado al conserje. – Zapatos -informó. – ¿Son los mismos? -preguntó el detective. – Sí -dijo Sachs dirigiéndose a la pizarra-. Marca Ecco, del cuarenta y tres. – ¡Cielo santo! -murmuró Sellitto. – Vale; entonces, ¿qué es lo que tenemos? -preguntó Rhyme-. Un asesino de sesenta y pocos años, de complexión mediana, altura media y sin barba, con dos dedos deformes, es posible que tenga antecedentes y por eso oculta sus huellas… y eso es todo lo que sabemos, ¡maldita sea! -Rhyme frunció el ceño-. ¡No! -Masculló misteriosamente-. Eso no es todo. Hay algo más. Él llevaba ropa para cambiarse, armas… Es un delincuente organizado. -Miró a Sellitto-. Va a volver a hacerlo. Sachs expresó su acuerdo asintiendo sombríamente. Rhyme miró la fluida letra de Thom, con la que estaban escritas las pruebas en las pizarras, y se preguntó ¿cuál sería el nexo de unión de todo aquello? La seda negra, el maquillaje, el cambio de atuendo, los disfraces, los destellos de luz y los objetos pirotécnicos. La tinta indeleble. – Estoy pensando que nuestro hombre tiene conocimientos de magia -dijo Rhyme con lentitud. – Eso encaja -coincidió Sachs. – Vale. Puede ser. Pero, ¿qué hacemos ahora? – A mí me parece evidente -dijo Rhyme-. Buscarnos uno. – ¿Un qué? -preguntó Sellitto. – Un mago, desde luego. – Hazlo otra vez. Lo había hecho ya seis veces. – ¿Otra? El hombre le indicó que sí con la cabeza. Así que Kara volvió a hacerlo. El número de «El triple pañuelo», obra del famoso mago y profesor Harlan Tarbell, es infalible para agradar al público. Consiste en separar tres trozos de seda de diferentes colores que parecen estar atados. Es un truco difícil de realizar con soltura, pero Kara se sintió satisfecha de cómo le había salido. Aunque David Balzac no opinaba lo mismo. – Se te ha visto el truco -suspiró Balzac. Una dura crítica que significaba que lo había realizado de forma torpe y evidente. El fornido anciano de melena cana y perilla manchada de tabaco negó con la cabeza expresando su exasperación. Se quitó las gruesas gafas que llevaba puestas, se frotó los ojos y volvió a ponérselas. – Yo creo que ha estado bien -protestó ella-. A mí me parece que no se notó. – Pero tú no te has visto. El que te ha visto he sido yo. Repítelo. Estaban en un pequeño escenario de la trastienda de Smoke amp; Mirrors, el establecimiento que Balzac había comprado tras retirarse de los círculos internacionales de magia e ilusionismo hacía diez años. En el sórdido establecimiento se vendían artículos de magia, se alquilaban disfraces y accesorios, y se ofrecían espectáculos de magia gratuitos, realizados por aficionados, a los clientes y vecinos. Hacía un año y medio que Kara, que trabajaba entonces como editora free-lance para la revista Kara se había trasladado a vivir a Nueva York desde el Medio Oeste hacía algunos años y se desenvolvía bastante bien en la vida urbana; se dio cuenta de inmediato de lo que podía significar «mentor», sobre todo teniendo en cuenta que él se había divorciado cuatro veces y ella era una mujer atractiva cuarenta años más joven. Pero Balzac era un renombrado mago, colaborador asiduo del programa de Johnny Carson [6] y primera figura en los escenarios de Las Vegas durante muchos años. Había recorrido el mundo docenas de veces y conocía a casi todos los principales ilusionistas vivos. La magia era la pasión de Kara y aquélla era la oportunidad de su vida. No dudó un momento en aceptar. En la primera sesión estuvo en guardia y lista para repeler cualquier impertinencia. En efecto, la lección resultó realmente terrible para ella, aunque por un motivo muy diferente. Él la hizo trizas. Después de una hora de criticar prácticamente todos los aspectos de su técnica, Balzac miró la cara pálida y llorosa de Kara, y le espetó: – Te dije que tenías aptitudes, no que fueras buena. Si lo que quieres es a alguien que te dore la píldora, te has equivocado de sitio. Y ahora, ¿te vas a marchar llorando a casa con tu mamá, o vas a volver a ensayar? Se pusieron a trabajar otra vez. Así comenzaron los dieciocho meses de amor y odio entre mentor y aprendiza, una relación que la mantenía levantada hasta altas horas de la madrugada, seis o siete días a la semana, practicando, practicando, practicando. Aunque Balzac había tenido muchos ayudantes en sus años en activo, había sido mentor sólo de dos aprendices, y en ambos casos, al parecer, los jóvenes le habían defraudado. Y Balzac no iba a permitir que pasara lo mismo con Kara. Los amigos de la chica le preguntaban a veces de dónde le venía el amor (y la obsesión) por el ilusionismo. Con toda probabilidad, la respuesta que esperaban era la historia de una infancia atormentada, marcada por los malos tratos de padres y profesores o, al menos, la de una niñita que escapaba de las crueles garras de los matones de su colegio para refugiarse en el mundo de la fantasía. En cambio, su respuesta seguía el patrón de cualquier chica normal: una estudiante alegre y aplicada, a quien le gustaba el deporte, hacer dulces y cantar en el coro escolar; que se decidió por la senda del espectáculo de una manera muy poco dramática: acudió con sus abuelos a una actuación de Penn y Teller en Cleveland y, por casualidad, un mes más tarde la familia estuvo en Las Vegas, con motivo de uno de los viajes de su padre a una convención de fabricantes de turbinas, y ese viaje le hizo sentir la emoción de estar volando ante tigres y de intensas ilusiones: la excitación de lo mágico. Bastó sólo con eso. A los trece años fundó un club de magia en el Instituto JFK y no tardó mucho en gastarse todo el dinero que ganaba cuidando niños en revistas de magia, vídeos de formación y artículos para hacer trucos. Más tarde amplió su campo de actuación y empezó a hacer trabajos de jardinería y a retirar nieve a cambio de que la acercaran al Big Apple Circus y al Cirque du Soleil siempre que actuaran en un radio de ochenta kilómetros. Todo esto no quería decir que no hubiera un motivo importante que la colocara (y la mantuviera) en aquella senda. No; lo que movía a Kara podía encontrarse fácilmente en los gestos de deleite y sorpresa reflejados en las caras del público, ya estuviera éste compuesto por dos docenas de familiares en una comida de Acción de Gracias (un espectáculo que completaba con un número de transformismo y otro en el que hacía levitar a un gato, aunque sin la trampilla porque su padre no le había dejado perforar el suelo del salón) o por los alumnos y padres de alumnos en la función en que los estudiantes con más talento del instituto demostraban sus habilidades (Kara tuvo que hacer dos bises ante un público que la aplaudía en pie). La vida con David Balzac, sin embargo, distaba mucho de esa sucesión de triunfos; durante el último año y medio, había sentido a veces que, si alguna vez tuvo talento, lo había perdido. Pero siempre que estuvo a punto de abandonar, él asentía con la cabeza y le ofrecía la más ligera de las sonrisas. Algunas veces, incluso llegó a decir: «Eso ha sido un truco contundente». En momentos como esos su mundo era perfecto. Pero el resto de su vida, en su mayor parte, se iba disipando como polvo a medida que pasaba más tiempo en la tienda, encargada de la contabilidad, el control de existencias, las nóminas y la página web del establecimiento. Como Balzac no le pagaba mucho, necesitaba otros empleos, así que aceptaba otros trabajos qué fueran, al menos ligeramente, compatibles con su licenciatura en lengua, como escribir contenidos para otras páginas web de magia y teatro. Además, hacía aproximadamente un año que su madre había empezado a empeorar y Kara, como hija única, pasaba el poco tiempo que le quedaba libre con ella. Una vida agotadora. Pero, de momento, se las arreglaba. Dentro de pocos años, Balzac la declararía apta para actuar y, con su bendición y los contactos que tenía con productores de todo el mundo, ella ya podría emprender el vuelo. «Agárrate fuerte, muchacha», como diría Jaynene, «y mantente a lomos del caballo mientras galopa». Kara terminó otra vez el truco de Tarbell con los tres trozos de seda. Apagando la colilla del cigarro en el suelo, Balzac frunció el ceño. – El dedo índice de la mano izquierda tiene que estar un poco más arriba. – ¿Ha visto el nudo? – Si no lo hubiera visto -le espetó enfadado-, ¿por qué iba a pedirte que levantaras el dedo? Prueba de nuevo. Otra vez. El maldito dedo índice un poco más arriba. Y… abracadabra…, los trozos de seda, que estaban atados, se separaron y se agitaron en el aire como banderas triunfantes. – ¡Vaya! -dijo Balzac. Un gesto de aprobación casi imperceptible con la cabeza. No fue lo que suele entenderse por un elogio exactamente. Pero Kara había aprendido a conformarse con sus «¡Vaya!». Dejó el truco y se puso detrás del mostrador, en medio del desorden que reinaba en esa zona de la tienda, para registrar la mercancía que había llegado con la remesa del viernes por la tarde. Balzac volvió al ordenador, en el que estaba escribiendo un artículo para la web del establecimiento sobre Jasper Maskelyne, el mago británico que había formado una unidad militar especial en la Segunda Guerra Mundial que utilizaba técnicas de ilusionismo contra los alemanes en el norte de África. Lo escribía de memoria, sin consultar notas ni documentación; ésa era una de las cosas que tenía David Balzac: su conocimiento de la magia era tan profundo como inestable y fiero su temperamento. – ¿Se ha enterado de que está aquí el Cirque Fantastique? -gritó Kara-. Hoy empieza. El viejo ilusionista gruñó. Se estaba cambiando las gafas por las lentillas; Balzac consideraba muy importante el aspecto de un artista y siempre se engalanaba para presentarse ante cualquier público, aunque sólo fueran sus clientes. – ¿Va a ir? -insistió ella-. Creo que deberíamos. El Cirque Fantastique, un competidor del más antiguo y más grande Cirque du Soleil, formaba parte de la última generación de espectáculos circenses. En él se mezclaban números de circo tradicionales con la estética de Pero David Balzac era de la vieja escuela: Las Vegas, Atlantic City, En cambio, Kara adoraba el Cirque Fantastique y estaba decidida a llevarle a la función. Pero antes de que empezara a tender hilos para convencerle de que la acompañara, la puerta de la tienda se abrió y apareció en ella una atractiva y pelirroja agente de policía que preguntaba por el dueño. – Soy yo. Me llamo David Balzac. ¿En qué puedo servirla? – Estamos investigando un caso en el que puede estar involucrada una persona con conocimientos de magia -dijo la oficial-. Estamos visitando algunos establecimientos de artículos de magia de la ciudad y confiamos en que usted pudiera ayudarnos. – ¿Quiere decir que alguien ha hecho algún timo o algo así? -preguntó Balzac. Parecía a la defensiva, y Kara compartía esa sensación. En el pasado, la magia solía asociarse con los pillos; así, se consideraba que los prestidigitadores eran carteristas, por ejemplo, y que los charlatanes sin escrúpulos empleaban técnicas de ilusionismo para convencer a los desconsolados familiares de algún difunto de que los espíritus de sus parientes se comunicaban con ellos. Pero la visita de la oficial de policía, según comprobaron enseguida, se debía a otras razones. – En realidad -dijo mirando a Kara y después a Balzac-, se trata de un homicidio. |
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