"El Hombre Evanescente" - читать интересную книгу автора (Deaver Jeffery)Capítulo 7 – Tengo una lista con algunos de los objetos que hemos encontrado en la escena de un crimen -le dijo Amelia Sachs al propietario-. Y quería saber si usted los vende. Balzac cogió la hoja que ella le tendió y la leyó mientras Sachs inspeccionaba Smoke amp; Mirrors. La tienda, que parecía más bien una caverna pintada de negro, estaba en el barrio de las galerías de arte, en la zona de Chelsea, en Manhattan. Olía a moho y productos químicos, y también a plástico: el olor petroquímico que desprendían los centenares de disfraces que colgaban como una multitud mustia de los percheros. Los mugrientos mostradores de cristal -la mitad de ellos rotos y pegados con cinta adhesiva- estaban llenos de barajas y varitas mágicas, monedas falsas y cajas polvorientas de trucos de magia. Había una reproducción a tamaño natural de la criatura de Balzac le dio unos golpecitos al papel y después señaló con la cabeza a los mostradores. – No creo que yo le pueda ayudar. Desde luego, nosotros vendemos algunas de estas cosas, pero también se venden en cualquier tienda de artículos de magia del país. Y también en muchas tiendas de juguetes. Sachs advirtió que no había dedicado ni cinco segundos a leer la hoja. – ¿Y qué me dice de esto? -Sachs le mostró la fotografía de las esposas antiguas. Él las miró rápidamente. – Yo no sé nada de escapismo. ¿Era una respuesta? – Entonces, ¿quiere decir que no las reconoce? – No. – Es muy importante -insistió Sachs. La joven, que tenia unos asombrosos ojos azules y llevaba las uñas pintadas de negro, miró la fotografía. – Son Darbys -dijo. El hombre la miró con frialdad. Ella se mantuvo en silencio un momento y luego añadió: – Las esposas reglamentarias de Scotland Yard del siglo XIX. Muchos escapistas las usan. Eran las favoritas de Houdini. – ¿De dónde pueden haber salido? Balzac se estremeció de impaciencia en su silla de oficina. – No lo sabemos. Como ya le he dicho, es un campo en el que no tenemos experiencia. La mujer asintió. – Es probable que haya museos sobre el arte de la evasión en alguna parte con los que usted pudiera ponerse en contacto. – Y después de que hayas hecho la provisión de existencias -le dijo Balzac a su ayudante-, necesito que des curso a esos pedidos. Llegó una docena anoche, después de que te marcharas. -Encendió un cigarrillo. Sachs volvió a ofrecerle la lista. – Me ha dicho que ustedes venden algunos de estos artículos. ¿Tienen un registro de clientes? – Lo que yo quería decir es «artículos de ese tipo». Y no, no llevamos un registro de clientes. Tras algunas preguntas más, Sachs logró finalmente que Balzac admitiera que tenía un registro reciente de pedidos por correo y de ventas por Internet. Sin embargo, la joven verificó esa documentación y comprobó que nadie había comprado ninguno de los artículos que figuraban en la lista. – Lo siento -dijo Balzac-. Me gustaría poder ser de más ayuda. – Y a mí también me gustaría, ¿sabe? -dijo Sachs inclinándose hacia delante-. Porque, ya ve, este sujeto mató a una mujer y se escapó utilizando trucos de magia. Y tememos que vuelva a hacerlo. Frunciendo el ceño con preocupación, Balzac dijo: – Terrible… ¿Sabe?, puede usted probar en East Side Magic y en Theatrical. Son establecimientos más grandes que éste. – Tenemos a otro oficial allí en este momento. – ¡Vaya! Eso está bien. Sachs dejó que pasaran unos instantes en silencio, tras los cuales dijo: – Bien, pues si se les ocurre algo, les agradecería que me llamaran. -Les ofreció una sonrisa de funcionaría competente, de cordial sargento de la policía de Nueva York («Recordad: las relaciones con la ciudadanía son tan importantes como la investigación criminal»). – Buena suerte, oficial -dijo Balzac. – Gracias. Apático hijo de puta. Hizo un gesto de despedida a la joven y miró la taza de cartón de la que estaba bebiendo algo. – Oigan, ¿hay algún sitio por aquí donde tengan un café decente? – En la Quinta con la Diecinueve -respondió la joven. – Y las rosquillas son buenas también -dijo Balzac, mostrándose repentinamente solícito, ya que eso no le suponía ningún riesgo ni esfuerzo. Una vez fuera, Sachs se dirigió hacia la Quinta Avenida y encontró la cafetería que le habían recomendado. Entró y pidió un cappuccino. Se quedó en la barra, una barra estrecha de caoba, situada delante de una ventana, y fue dando sorbos a la bebida caliente mientras observaba a las gentes que poblaban el barrio de Chelsea un sábado por la mañana: dependientes de las tiendas de ropa de la zona, fotógrafos comerciales con sus ayudantes, Y una dependienta de tienda de magia que entraba en aquel momento en la cafetería. – ¡Hola! -dijo la joven de pelo corto y rojizo-púrpura. Llevaba en bandolera un bolso de imitación de piel de cebra muy estropeado por el uso. Pidió una taza grande de café, la llenó de azúcar y se sentó junto a Sachs en la barra. Cuando estaba en Smoke amp; Mirrors, la policía había preguntado por algún café de la zona porque la ayudante de Balzac le había lanzado una mirada de complicidad. Al parecer, quería decirle algo sin que estuviera presente su jefe. Mientras se tomaba el café con avidez, dijo: – Lo que pasa con David es que… – ¿Que no coopera? La joven frunció el ceño, pensativa. – Sí. Lo ha expresado muy bien. Ante cualquier cosa que se sale de su mundo, desconfía y hace lo posible por mantenerse al margen. Él temía que tuviéramos que testificar o algo parecido. Se supone que yo no tengo que distraerme. – ¿De qué? – De la profesión. – ¿La magia? – Exacto. ¿Sabe?, él es una especie de mentor para mí, más que jefe. – ¿Cómo te llamas? – Kara. Es mi nombre artístico, pero es el que utilizo casi siempre. -Sonrió con pena-. Mejor que el que mis padres tuvieron la amabilidad de ponerme. Sachs enarcó una ceja, curiosa. – Lo mantendremos en secreto -añadió. – Bueno, pues… -dijo Sachs-, ¿por qué me dirigiste esa mirada en la tienda? – David tiene razón en lo que dice de la lista. Esos artículos se pueden comprar en cualquier parte, en cualquier tienda. Y en Internet hay cientos de sitios. Pero por lo que se refiere a las Darbys, a las esposas…, ésas son raras. Debería llamar al Museo Houdini de Escapismo que hay en Nueva Orleans. Es el mejor del mundo. El escapismo es una de las cosas que yo hago, aunque a él no se lo digo -dijo pronunciando reverencialmente el pronombre de tercera persona-. David es un tanto dogmático… ¿Puede contarme lo que ha pasado? Me refiero al asesinato. Sachs, que solía mostrarse cauta al hablar de un caso mientras éste estuviera pendiente, sabía que necesitaban ayuda, así que le hizo a Kara un resumen del asesinato y la huida. – ¡Oh! Pero eso es terrible -susurró la joven. – Sí -contestó Sachs con suavidad-. Sí lo es. – ¿Y la forma en que desapareció? Hay algo que debe saber, oficial… Espere, ¿la llamo oficial, o es usted detective o algo así? – Amelia está bien. -Disfrutó recordando por un instante lo bien que había superado el examen. Kara dio otro sorbo al café y decidió que no estaba suficientemente dulce, así que desenroscó la tapa del azucarero y se echó más. Sachs se fijó en la habilidad que la joven tenía en las manos; agachó la vista para mirarse las suyas y comprobó que tenía dos uñas rotas, con la cutícula sanguinolenta. La joven, en cambio, llevaba las uñas perfectamente limadas, y en el esmalte negro brillante se reflejaban en perfectas miniaturas las luces que había en lo alto. Amelia Sachs sintió por un momento una punzada de celos -de las uñas y el autocontrol que las conservaba en estado tan perfecto-, pero no tardó en apartarla de su pensamiento. – Pues, bien, Amelia, ¿sabes lo que es el ilusionismo? -preguntó Kara. – David Copperfield -respondió Sachs encogiendo los hombros-. Houdini. – Copperfield, sí. Houdini, no; Houidini era escapista. Una cosa es el ilusionismo y otra los juegos de manos o magia de cerca, como la llamamos nosotros. Es decir… -Kara cogió con los dedos una moneda de veinticinco centavos de las que les habían dado como vuelta del café. Cerró la mano, y cuando la abrió otra vez la moneda no estaba. Sachs soltó una carcajada. ¿Dónde demonios se había ido? – Es un juego de manos. El ilusionismo consiste en hacer trucos con objetos grandes, personas o animales. Y lo que acabas de contarme, lo que ha hecho ese asesino, es un truco clásico de ilusionismo. Se llama «El hombre evanescente». – ¿El escamoteador? – No, «El hombre evanescente». En magia empleamos el término «escamotear» en el sentido de «hacer desaparecer». Por ejemplo, yo acabo de escamotear una moneda. – Continúa. – La forma de hacer ese número suele ser un poco distinta de la descripción que has dado, pero básicamente se trata de que el ilusionista se escape de una habitación cerrada. El público le ve entrar en un pequeño recinto que hay en el escenario, del cual ven también la parte de atrás, puesto que allí se coloca un gran espejo; le oyen golpear las paredes. Poco después, los ayudantes derriban esas paredes y él no está. Uno de los ayudantes se vuelve hacia el público y resulta que es el propio ilusionista. – ¿Y cómo lo hace? – Hay una puerta en la parte trasera de la caja. El ilusionista se tapa con una gran pieza de seda negra para que el público no le vea en el espejo, y sale por esa puerta nada más entrar. En una de las paredes hay un altavoz que hace parecer que él permanece en el interior todo el tiempo, y hay también un dispositivo que suena como si él estuviera dando golpes. Una vez que el ilusionista sale, se cambia rápidamente debajo de la tela de seda y sale vestido como un ayudante. – Ahí está, ahí lo tenemos -dijo Sachs asintiendo con la cabeza-. ¿Podríamos conseguir una lista de las personas que hacen ese número? – No, lo siento…, es muy corriente. Sachs se acordó en ese momento de que el asesino se había cambiado de disfraz rápidamente y se había convertido en un hombre mayor; se acordó también de lo poco colaborador que se había mostrado Balzac y de la mirada fría que había en sus ojos (casi sádica) cuando hablaba con Kara. – Necesito hacerte una pregunta: ¿dónde ha estado él esta mañana? -preguntó Sachs. – ¿Quién? – El señor Balzac. – Aquí; quiero decir, en el edificio. Él vive allí, encima de la tienda… Espera…, ¿no estarás pensando que tiene algo que ver? – Son preguntas que tenemos que hacer -le dijo Sachs sin comprometerse. Aunque la pregunta pareció divertir más que enojar a la joven, que soltó una carcajada. – Mira, ya sé que es brusco y que tiene este…, supongo que tú lo llamarías «pronto», mal carácter. Pero nunca le haría daño a nadie. Sachs asintió, pero añadió: – Aun así, ¿sabes dónde estaba a las ocho de esta mañana? Kara movió la cabeza en sentido afirmativo. – Sí; estaba en la tienda. Fue allí temprano porque hay un amigo suyo que está actuando en la ciudad y necesitaba que le prestara algunas cosas. Yo le llamé para decirle que llegaría un poco tarde. Sachs volvió a asentir. Y acto seguido preguntó: – ¿Puedes escaparte un rato del trabajo? – ¿Yo? ¡Ni pensarlo! -Soltó una risa nerviosa-. Ya es bastante que esté aquí ahora. Hay miles de cosas que hacer en la tienda. Después he de ensayar tres o cuatro horas con David para una actuación que hago mañana. No me deja descansar el día anterior a una función. Yo… Sachs se quedó mirando fijamente a ojos de la joven, de un azul intenso. – Tenemos motivos para temer que esta persona vuelva a matar a alguien. Los ojos de Kara recorrieron la pringosa barra de caoba. – Por favor. Sólo serán unas pocas horas. Para que repases las pruebas con nosotros. Y para que cada uno proponga las ideas que se le vayan ocurriendo. – No me va a dejar. No sabes cómo es David. – Lo que sé es que no voy a dejar que hagan daño a nadie más si yo encuentro un medio de impedirlo. Kara se terminó el café y se puso a jugar distraídamente con la taza. – ¡Mira que usar nuestros trucos para matar a la gente! -susurró consternada. Sachs no dijo nada y dejó que su silencio argumentara por ella. Finalmente, la joven hizo una mueca. – Tengo a mi madre en una residencia. Ha estado entrando y saliendo del hospital, y el señor Balzac lo sabe. Supongo que podría decirle que he de ir a ver cómo está. – Tu ayuda podría sernos muy útil. – ¡Puf! La excusa de la madre enferma… Dios va a castigarme por esto. Sachs volvió a mirar las uñas negras, perfectas de Kara. – ¡Oye! Una cosa: ¿dónde fue a parar la moneda? – Mira debajo de tu taza de café. Imposible. – No puede ser. Sachs levantó la taza. Allí estaba la moneda. La perpleja oficial preguntó: – ¿Cómo lo has hecho? Kara respondió con una sonrisa enigmática. Señaló con la cabeza a las tazas. – Vamos a llevarnos otras dos para el camino. -Cogió la moneda-. Si sale cara pagas tú; si sale cruz, yo. Dos de tres. -La lanzó al aire. Sachs hizo un gesto afirmativo con la cabeza. – Trato hecho. La muchacha recogió la moneda y se miró la palma de la mano cerrada. Levantó la vista. – ¿Habíamos dicho dos de tres, verdad? Sachs asintió. Kara abrió la mano. Dentro había dos monedas de diez centavos y una de cinco. Las de diez estaban con la cara hacia arriba. Ni rastro de la moneda de veinticinco. – Creo que te toca invitar. |
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