"El Cebo" - читать интересную книгу автора (Somoza José Carlos)

7

Mi padre se llamaba Eduardo. Eso fue lo primero que escuché aquella noche, hace trece años:

– Te llamas Eduardo.

No sé por qué me desperté, ya que quien hablaba no estaba gritando. Al contrario, su tono era curiosamente dulce. Me froté los ojos y miré el reloj de la mesilla, uno muy bonito con forma de pájaro y una pantalla redonda insertada en una de las alas extendidas. Y esto es algo que tengo como grabado a fuego: las 3.38 marcaba, con números verdes. Me intrigó que los números no brillaran. Deberían haberlo hecho, ya que eran fosforescentes y a mí me gustaba mucho verlos resplandecer en la oscuridad, pero había algo en mi habitación, algo inusual, que lo impedía.

Había luz.

Es decir, no del todo. Mi cuarto estaba a oscuras, pero la puerta se hallaba abierta y la luz llegaba desde la escalera, sin duda desde el salón de la planta baja. Supuse que alguien había abierto la puerta, quizá mamá, y luego había salido sin cerrarla. Era una idea absurda, ya que mamá nunca era tan descuidada, pero eso fue lo que pensé.

Me disponía a llamarla cuando escuché risas y otras voces, entre ellas la de Oksana, nuestra criada, así como de nuevo aquella voz:

– Muy bien, Eduardo. Ahora, calma. No vamos a entender a usted si no calma…

Un tono viril y a la vez dulce. Me agradaba sin que pudiese evitar, al mismo tiempo, un cosquilleo creciente en el estómago, como si fuese una medicina que solo hiciera efecto al cabo de unos minutos de ser ingerida. Era la voz de un hombre, pero la relacioné de inmediato con la de Oksana, que chapurreaba de igual forma el castellano. No vamos a entender a usted si no calma. Me hacía gracia aquella expresión. De hecho, pensé que había una especie de fiesta en el salón, y que uno de los amigos de papá estaba imitando la voz de Oksana. Pero ¿por qué una fiesta a esas horas?

Me esforcé en recordar lo que habíamos hecho aquel día: era sábado, y mi familia y yo habíamos ido al cine a ver una bonita película, una historia de amor de las que nos gustaban tanto a mamá y a mí, y Vera había volcado el bote de palomitas en el suelo, bajo su butaca, y mamá le había reñido. Estaba segura de que papá no nos había dicho que hubiese ninguna fiesta esa noche, y además era muy tarde. Descarté esa idea.

Entonces, tras levantarme en silencio y acercarme al umbral, me di cuenta de que, bajo las voces joviales, alguien sollozaba.

Cuando por fin supe quién era, me sentí culpable por no haberla reconocido antes. A lo largo de los años me ha venido a la cabeza muchas veces la imagen de mi madre, su rostro, sus labios moviéndose, pero nunca diciéndome palabras. En mi memoria, desde aquella noche, mamá no ha vuelto a hablarme jamás: solo llora en voz baja, entre hipidos ininteligibles.

Salí al pasillo, pero me detuve antes de llegar a la baranda de la escalera, al escuchar el susurro frenético de la voz de papá.

– … que no lo ves? Ya estoy calmado… Y ahora, ¿por qué no dejas que mi mujer suba un momento a ver a las niñas?

– Eduardo, escuche…

– Estoy calmado… Será solo un momento. Maite, por favor, deja de llorar…

Mi puerta era la última del pasillo. A mi derecha, el cuarto de Vera también estaba abierto, pero por fortuna Vera se hallaba en la cama, dormida. Y a través de la puerta del dormitorio de mis padres, abierta de par en par, vislumbré en el suelo el edredón rojo y la sábana. Pensé que mamá se enfadaría si descubría aquel caos, pero de inmediato razoné que ya tenía que haberlo visto, porque era ella quien lloraba.

Me acerqué con sigilo a la escalera. No estaba realmente asustada, pero de algún modo me parecía prudente que las personas del salón no me vieran. Por eso escogí la escalera y no el pasillo, ya que sabía que desde aquella podía abarcar gran parte de la planta baja sin ser vista. Descendí unos cuantos peldaños sin hacer ruido con mis pies descalzos, mientras estiraba el cuello para mirar a través de las barras de madera de la baranda, como quien intenta divisar un escenario desde una mala localidad.

Al primero que vi fue a papá. Estaba atado con cinta adhesiva a una silla de frente a la escalera. La cinta era plateada, y cruzaba su pecho y vientre desnudos bajo la camisa del pijama abierta, enroscándose en piernas y tobillos. Estaba casi irreconocible, con el rostro rojizo y sudoroso y el cabello alborotado. Entornaba mucho los ojos, y comprendí que era porque no llevaba las lentillas que se quitaba siempre al acostarse, ni tampoco gafas. Fue ese detalle, absurdamente, lo que más me aturdió, ese descuido en un hombre como él, alto cargo en una empresa que fabricaba fibra de vidrio, siempre tan pulcro y elegante.

Oksana, la chica ucraniana de servicio que habíamos contratado hacía dos meses, se hallaba de pie junto a papá. Era muy joven, apenas veinte años, rubia y bajita. No llevaba uniforme sino la cazadora y los vaqueros que se ponía en los días libres, e intervenía en la conversación con frecuencia, hablando en su idioma o en su extraño castellano. Me sorprendió mucho verla hablar: gesticulaba con violencia y alzaba la voz, en contraste con la persona sumisa que me había parecido hasta entonces. A mamá no podía verla, sin duda porque estaba sentada en el lado opuesto a papá, bajo la escalera, pero las otras dos personas que había en el salón no paraban de moverse, y las vi con claridad. Eran un hombre y una mujer. La mujer se movía de espaldas a la escalera, por lo que solo logré atisbar su cuantioso cabello castaño oscuro y su chaqueta de cuero. El hombre, el propietario de aquella voz, iba y venía desde la silla de papá al sofá. Su detalle más llamativo era que tenía la cabeza rapada por completo salvo una mata de pelo central que iba desde la frente a la nuca, negra y espesa como la crin de un caballo.

– Eduardo -decía Hombre Caballo con aquella forma de pronunciar que sonaba a «Edardo»-. Niñas bien. Calma.

– Estoy calmado, joder -jadeaba papá, pero desde luego no lo estaba-. Te repito que estoy calmado. Y ya os di las tarjetas y las claves… ¿Qué más queréis, coño?

– Cash -dijo Hombre Caballo frotándose el índice y el pulgar derechos de una manera que yo sabía que significaba «dinero»-. ¿Entiende?

– ¡No tengo efectivo en casa, ya te lo he dicho! ¡No cash¡ ¿Entiendes tú?

– No grite -advirtió Hombre Caballo-. Oksa no cree eso. Oksa dice ver dinero, muchos billetes usted en despacho. Dónde está.

– A veces he tenido dinero en casa, pero no acostumbro a…

Oksana entonces hizo algo. Se situó frente a mi padre de un brinco, tan rápida que me sobresaltó, y empezó a gritarle. Oksa era bonita, todos lo decíamos. Aunque su rostro era grueso y redondo, su silueta era esbelta y su mirada, grande, de ciervo asustado. Pero en aquel momento tenía la cara roja y una vena le hinchaba el cuello.

– ¡Dinero! -gritó y le dio una bofetada a mi padre-. ¡Dinero! ¡Tienes! -Lo golpeó otra vez en un vaivén de su pequeña mano: eran golpes de fuerza inaudita, o así me lo parecieron, y la gruesa cabeza de mi padre giraba de un lado a otro-. ¡Dónde! ¡Dormitorio! ¡Despacho! ¡Dónde!

Hombre Caballo dijo: «Oksa», y ella se detuvo a duras penas, jadeante. Al mismo tiempo el llanto de mi madre se convirtió en una súplica desgarradora. La otra mujer, la del cabello castaño, se movió fuera de mi vista, oí otro golpe y luego el grito de mamá, lo cual provocó que papá también gritara y Oksa corriera a cerrar las cortinas. El breve alboroto camufló mis propios sollozos. Ver a Oksana golpear a mi padre me había dejado petrificada. Sentí que iba a orinarme encima, como si de repente hubiese retrocedido en el tiempo y, en vez de doce años, me hubiese convertido en una niña de cinco como Vera. Me llevé las manos a la boca e intenté detener el llanto o atenuarlo, pero solo cuando regresó el silencio logré aguantar la respiración de manera que mi lloriqueo, aunque proseguía, carecía de energía para hacerse oír. Aun sin saberlo, había realizado uno de los ejercicios de autocontrol que luego me salvarían la vida en tantas ocasiones.

– «Edardo» -retornó a hablar Hombre Caballo cuando los demás callaron, pero su voz ya no me parecía dulce: era como un animal de bellos colores que de repente enseñara los colmillos-. Hacemos algo. No queremos hacer, pero usted no ayuda… ¿Traemos niñas? -Mientras el hombre hablaba, Oksana se había situado de espaldas a papá y le tapaba la boca con más cinta elástica. Las mejillas de papá se hinchaban como los peces globo que Vera y yo contemplábamos en los vídeos educativos de ordenador-. ¿Quiere eso? ¿Traemos niñas?

– Papá decía que no con la cabeza y su silla crujía como un juguete de cuerda. El sollozo de mamá era ahora un chillido, pero atenuado, como si también le estuvieran tapando la boca-. ¿Prefiere mujer? ¿Niñas? Usted elija.

– Niñas -dijo Oksana inclinada sobre papá desde atrás, sujetando su cabeza con la mano-. Dice «niñas». Le gustan más. -Papá no decía nada, solo gimoteaba con el rostro de color cereza y las mejillas temblorosas y rebosantes sobre la mordaza, pero Oksana parecía disfrutar, y mientras le agarraba el pelo con una mano llevó la otra bajo su vientre y le tocó allí donde yo nunca quería mirar y siempre miraba-. Sí… prefiere niñas. «Edardo» prefiere niñas pequeñas. -Y lanzó una carcajada.

– No queremos. -Hombre Caballo apuntaba a mi padre con el dedo-. No queremos. Pero tú obligas. Oksa, ve por niñas.

Fue aquella orden lo que me hizo reaccionar. Casi sentí como si alguien me hubiese quitado el freno de mano: un crujido y mis articulaciones recobraron el movimiento. Pero no podía levantarme, las piernas me temblaban demasiado, de modo que me arrastré hasta lo alto de la escalera raspándome las rodillas y empecé a gatear en dirección al cuarto de Vera. Lo único que acertaba a comprender era que tenía que proteger a mi hermana. Mi cerebro era la habitación del terror y yo me hallaba encogida y a oscuras en su interior, y solo podía pensar: «Vera. Vera. Vera…».


– ¿Y?

– No hay más. A partir de ese instante sigo sin recordar nada.

– Bueno -dijo el doctor Arístides Valle, pero en un tono inseguro, como si mi amnesia le defraudara, y se ajustó las gafas sin montura, de cristales redondos, en un gesto muy característico. La consulta era un pozo de calma y penumbra. Yo permanecía sentada frente al escritorio, los codos en los muslos, inclinada hacia delante como si acabara de vomitar-. De todas formas, hemos avanzado -agregó-. No mucho, pero sí algo desde el otro día. Si lo dejamos ahora, todo el camino que hemos recorrido no habrá servido de nada…

Asentí y separé las piernas al tiempo que tomaba aire. Tenía algo de calor, pero no me quité la cazadora. Tampoco hablé, aguardé en silencio a que Valle continuara.

– ¿Entiendes lo que estoy intentando decirte, Elena? Si dejamos esto ahora, todo el esfuerzo realizado a lo largo de las últimas consultas será en vano. Como inflar un globo sin hacerle un nudo -dijo, pero no logró sorprenderme; yo ya estaba acostumbrada a sus metáforas-. Comprendo lo difícil que tiene que ser para ti recordar. Tienes un bloqueo en esa parte, es típico de algunos traumas, pero créeme si te digo que hemos dado varios pasos muy positivos. Ese suceso de tu adolescencia puede relacionarse con tus síntomas. Si dejas la terapia, tendrás que empezar desde cero en el futuro…

Tragué una bola de saliva y carraspeé.

– Lo sé -dije-. Pero no puedo seguir viniendo.

Valle me observaba con la cara apoyada en una mano.

– Podemos arreglarlo si es por dinero -propuso-. En serio. No me pagues hasta…

– No, no es eso. De verdad, le agradezco que me haya escuchado. Es que, sencillamente, no puedo venir más.

– Comprendo -admitió Valle sin insistir, y respiró hondo.

Tosí un poco, sintiendo que mis mejillas ardían (sabía que tenían que estar rojas), y miré de hito en hito a Valle mientras aguardaba a que me dejase marchar. No quería mostrarme brusca, pero la decisión estaba tomada. Ya no tenía por qué seguir acudiendo a su consulta, y, tal como había hecho con Álvarez y Padilla cuatro días antes, quería quemar todas mis naves para empezar una nueva vida. Por eso había pedido adelantar la cita a aquel jueves, para que «Elena» pudiera desaparecer también, y cuanto antes mejor. De modo que seguí aguardando, la mirada posada en algún lugar alrededor del rostro de Valle, aunque de vez en cuando examinándolo directamente a la luz de la pantalla de ordenador abierta sobre su mesa.

Arístides Valle era atractivo, pero sobre todo elegante y dulce. Tendría unos cuarenta años, complexión corpulenta y estatura media, con el pelo color ceniza cortado a cepillo. Su rostro ovalado, juvenil y carnoso, transmitía una apropiada sensación de calma inalterable, como un estanque que ninguna piedra pudiera perturbar más allá de unos cuantos segundos. Cuando hablaba, se inclinaba hacia delante, como si quisiera salvar la distancia que nos separaba y situarse a centímetros de mi cara. Vestía siempre conjuntos perfectos: en aquella ocasión camisa de tonos morados, pantalones a juego y corbata fucsia. Era un hombre culto, de ademanes suaves, desenvuelto, que parecía dotado de infinita paciencia para soportar los silencios. Yo había acudido a su consulta privada cuatro semanas atrás aduciendo dolores de cabeza e insomnio, y ahora, tras cuatro sesiones de charla durante las cuales había contado lo que lograba recordar sobre el horrible episodio que cambió mi vida (por supuesto, con nombres falsos y sin revelar nada más), había decidido abandonar. Me dio por pensar, mientras lo contemplaba, que el doctor Valle ya nunca conocería mi verdadero yo.

Si es que yo tenía algún «verdadero yo» al que poder llamar así.

De súbito Valle quebró el silencio, pero en un tono más campechano, como si se le hubiese ocurrido algo nuevo.

– ¿Puedo hacerte una pregunta, Elena?

– Claro.

– ¿Me has contado toda la verdad?

Parpadeé.

– ¿Cómo?

Mi sorpresa le satisfizo, en cierto modo. Se retrepó en el asiento y volvió a ajustarse las gafas. Al hablar, lo hizo casi con timidez, aunque en él parecía fingida.

– ¿Sabes? Llevo más de veinte años en este oficio, quince en España, antes casi cinco en Argentina, un período en los Estados Unidos… Esos de ahí son mis diplomas. -Hizo un ademán hacia la pared a su espalda y sonrió-. Pero nada de lo que he estudiado en mi vida, nada, óyeme bien, me ha ayudado tanto en mi profesión como mi infancia en un barrio pobre de Bogotá. Te aseguro que soy psicólogo desde mucho antes de que me dieran el título, porque en mi país había que ser un poco psicólogo desde niño para saber de quién podías fiarte, quién era sincero y quién intentaba hacerte daño. He visto mucha miseria y dolor… -Miró hacia el techo, titubeando antes de proseguir, y supe que iba a emplear otra metáfora-. Como esos pescadores de perlas asiáticos, que pueden bucear mucho tiempo sin oxígeno porque los entrenan de niños… A mí me enseñó la vida a aguantar la respiración, Elena, y conozco un poco las profundidades. Todo lo que he hecho después solo ha servido para explicarme qué fue lo que aprendí. Para eso sirven los estudios y los libros, no para otra cosa: para explicarte lo que aprendes en la calle. Y tú pensarás, ¿por qué me cuenta este rollo? -No era una pregunta que esperase respuesta, y no respondí-. Yo te lo diré: porque puedo percibir cuándo alguien me miente, cuándo tratan de engañarme, cuándo ocultan cosas… Y, por la razón que sea, tú has estado mintiéndome desde el principio.

No se me ocurrió qué decir. Me mordisqueé el dedo pulgar como si chupara los restos de algún dulce mientras miraba a Valle con fijeza. Él también me observó un rato, y luego, de improviso, movió la mano frente a la pantalla sensible del ordenador.

– «Elena Fuentes Marchena -leyó-, veinticinco años, natural de Madrid, remitida hace cuatro semanas por consejo de un compañero…» -Pasó por alto varios datos, como si quisiera llegar a lo esencial-. «Insomnio, cefaleas, pérdida de apetito, síntomas compatibles con una depresión que no responde a los tratamientos habituales… Antecedentes…» -Se detuvo y me miró sin expresión-. Y aquí es donde dejo de entender las cosas.

Me despejé la frente de los pocos cabellos que no habían querido unirse a la mayoría, recogidos en una cola. Mientras aguardaba a que Valle prosiguiera, fruncí el ceño, sintiéndome como una estudiante díscola regañada por un maduro y atractivo profesor.

– Esto no encaja. Te explico. Se menciona el horrible suceso de tu familia. No es algo, por otra parte, que yo desconozca. Es la típica técnica de «la criada». En Bogotá comenzaron a practicarla en las casas de gente rica. Ella entra a servir con nombre y documentos falsos, pasa varias semanas tomando datos sobre los hábitos y el lugar donde se guarda el dinero, y luego, una noche, desconecta los códigos de alarma y abre la puerta a sus amigos, que son los que actúan. Por lo general, se limitan a robar y marcharse. En este caso, todo se complicó, porque se trataba de unos psicópatas. Les hicieron mucho daño a ustedes… Todo eso es correcto. Pero hay un punto desconcertante.

Volvió a mover la mano para cambiar de archivo, y esta vez hizo girar la pantalla en mi dirección.

– Busqué la noticia en la hemeroteca, porque, como te digo, pensaba que no me contabas la verdad. Y la encontré, en efecto. Esta es la página de El País. La fecha encaja con tu versión. Pero, aunque los nombres de los componentes de la familia se mencionan solo con iniciales, como puedes comprobar tú misma…, las iniciales de vuestros nombres no se corresponden con los que me has dado.

– Cambiaron las iniciales para proteger nuestra intimidad -dije.

Valle hizo un mohín, como si me diera la razón en algo banal y me la quitara al mismo tiempo en lo importante.

– Podría ser, y eso pensé, pero… ¿Sabes lo que es Winf-Pat? Un entramado de informes y archivos cifrados de la red donde puedes encontrar todo sobre cualquier paciente del mundo, con los permisos adecuados. El acceso completo solo se facilita por orden judicial, pero existen modos de acceso parcial que usan médicos y psicólogos penales. Al llegar a España, trabajé un tiempo atendiendo a delincuentes, y aún me ocupo de ciertos casos, de modo que poseo una clave de acceso. Intrigado por lo de las iniciales, busqué el suceso y obtuve los nombres de las personas de los periódicos: Diana Blanco y Vera Blanco eran las hermanas de la noticia, no Elena ni Cristina.

Miré a Valle largamente durante la pausa que siguió. No estoy muy segura de cuánto duró aquella pausa. Recordé una vez, durante un ensayo de Romeo y Julieta para Gens, en la granja, en el que Claudia Cabildo y yo interpretamos a los amantes y durante todo el tiempo habíamos tenido que mirarnos sin tocarnos, entregando el texto como en fugaces relámpagos de aliento, mientras nuestra excitación era llevada al límite por una droga. Por un momento pensé que el doctor Valle y yo nos mirábamos de igual forma, separados por el balcón insalvable del escritorio.

– Al principio pensé que me habías mentido, tan solo -prosiguió Valle tras comprender que yo no iba a confesar-. Algunos simuladores, incluso, pueden llegar a falsificar documentos oficiales… Pero lo más curioso es que existen realmente una Elena y una Cristina Fuentes en Winf-Pat con un suceso idéntico en su historial pero ninguna otra prueba de su existencia, introducidas allí como por la fuerza. -Se encogió de hombros-. Direcciones distintas, familias distintas, historial similar… Todo muy raro. Más aún si tenemos en cuenta que, para falsificar los archivos de Winf-Pat, se necesita algo más que simple habilidad o deseos de mentir…

Hizo otra pausa, ofreciéndome una nueva oportunidad de confesión. Pero yo estaba distraída con una idea repentina. «Psicólogo», pensaba. Y me preguntaba, aunque no por primera vez, hasta qué punto podía conocer la existencia del psinoma, y qué diría si algún día llegaba a conocerla.

Qué diría el querido «psicólogo» si llegaba a enterarse, por ejemplo, del experimento clandestino sobre filia de Fuego llamado en clave «Sixtant», donde se demuestra que el placer que sentimos podemos transmitirlo a otro ser humano tan solo tocándolo, como si ardiéramos y lo quemáramos con nuestras llamas, no importaba que fuésemos del mismo sexo o distinta edad. Qué diría si supiera la verdad sobre el deseo humano y el amor. ¿O quizá ya la sabía? Pero lo dudaba, parecía un hombre optimista.

– ¿Quién eres, Elena? -Valle bajó la voz, como quien habla junto a un niño dormido-. ¿O debo decir «Diana»? ¿De dónde has salido? No pareces tan solo una mentirosa. ¿Por qué no me cuentas la verdad y luego, si quieres, te marchas y no regresas? Es como si llevaras una máscara… ¿Por qué no te la quitas?

Aquella nueva «metáfora» me cogió desprevenida. Sentí como una corriente eléctrica recorriéndome la espalda, un calambre casi doloroso, y permanecí sentada en la misma posición, incapaz de moverme, siquiera de concentrarme en algún tipo de actividad, hasta que al fin logré ponerme en pie.

– Debo irme. Lo siento.


Valle no contestó, pero me llamó cuando ya me encontraba en la puerta para indicarme que se me olvidaba la mochila. Sentí sus ojos fijos en los míos mientras la recogía y escuché su voz con aquel acento que era como si una caja de música se abriera cada vez que hablaba.

– ¿Qué he dicho para que te sientas tan mal? ¿Por qué lloras?

Me sequé las lágrimas y, sin mirar atrás, regresé de nuevo a la puerta.

– Adiós, doctor. Gracias.

Una vez en la calle, rodeada del aire fresco y gris del mediodía otoñal, logré tranquilizarme. Mientras me dirigía al coche con pasos apresurados pensé que, de cualquier forma, para bien o para mal, ya no iba a volver nunca a la consulta del doctor Arístides Valle. Y, aunque quizá había sido un error venir a decírselo, lo cierto era que ya todo había acabado. Mi trabajo había terminado, y con él, mi vida anterior.

Ahora partía, como Romeo, hacia el destierro de una vida normal.