"El Cebo" - читать интересную книгу автора (Somoza José Carlos)

8

Tengo una vieja silla de enea en el dormitorio, una reliquia de la casa de mis padres. Mi tío Javier, el hermano de papá, que fue con quien Vera y yo vivimos algunos años después de la tragedia, había arramblado con todo lo que poseíamos y lo había almacenado en un guardamuebles kilométrico, en espera de que decidiéramos repartírnoslo. Pero no hubo nada que repartir: Vera jamás visitó aquel almacén, y aunque tampoco yo lo deseaba, siempre fui más práctica que mi hermana y al final opté por conseguir algo aprovechable para rellenar los vacíos de mi piso de cobertura en Yuste.

Fue un grave error, como después comprobé. Las lágrimas apenas me dejaron ver lo que había en el guardamuebles. No era que los objetos reavivaran mis recuerdos, sino, al contrario, que me pareció que no me pertenecían. Eran propiedad de una niña llamada Diana Blanco que había vivido una vida paralela a la mía. De modo que di media vuelta y estaba a punto de salir cuando, a través del velo de lágrimas, distinguí aquella silla. Formaba parte de un conjunto del mismo estilo que teníamos en el jardín, junto a la piscina, y el aspa de madera que iba de pata a pata tenía un lado roto que papá había arreglado chapuceramente con cinta aislante. Ignoro por qué me llevé justo esa silla, ya que ni por asomo encajaba con los muebles minimalistas de mi sobrio apartamento. Luego pensé que había sido un arrebato típico de mamá, de esos que Vera había heredado pero que en mí no eran frecuentes, algo así como el deseo furioso de desafiar mi propio dolor: «Me has quitado a mis padres, me has quitado el pasado, y ahora ¿vas a quitarme también todas mis cosas?». De modo que eché mano de la silla y me marché. No regresé al guardamuebles y lo puse todo en venta a través de una agencia cuando mi tío falleció. Pero la silla siguió conmigo, en el dormitorio, a los pies de la cama, aunque solo la usaba para poner ropa. Nunca me sentaba en ella, no solo porque era vieja y temía que pudiera partirse, sino porque crujía de forma especial si lo hacía, un sonido muy desagradable, como de pisar hojas secas, que solo se producía si soportaba el peso de una persona.

Y eso fue lo que escuché al apagar el televisor aquella mañana, exactamente el crujido de la silla de enea en mi dormitorio, habitación en la que aún no había entrado desde que había llegado a casa.


Acababa de regresar de la consulta con el doctor Valle y no me sentía realmente mal, pero sí vacía, como cuando te esfuerzas mucho en hacer algo y luego ese algo termina bruscamente y ya no sabes en qué emplear la energía sobrante. Era jueves por la mañana, y tan solo habían pasado tres días desde el anuncio de mi dimisión. Casi todos los que tenían que saberlo lo sabían ya: Álvarez, Padilla, Miguel y Vera. También había zanjado las cosas con Valle. Ya solo me restaba visitar a Claudia Cabildo y telefonear al señor Peoples, aunque había decidido dejar esto último para el final, y ni siquiera estaba segura de si lo haría. Me hallaba en ese período intermedio en que aún no sentía los efectos de mi nueva vida, pero ya empezaba a experimentar la ausencia de la anterior; ese lapso entre lo que quieres y lo que finalmente haces, que es como un «fantasma», según recordaba que decía Bruto en la obra de Shakespeare meditando sobre el plan de asesinar a César. Por suerte, tenía cosas en qué pensar: mi vida con Miguel, la posibilidad de buscar un nuevo empleo, esa otra -allí, en lontananza, pero visible- de tener hijos y, por supuesto, mi hermana.

Sabía que lo de Vera no estaba resuelto todavía, por mucho que hubiese logrado coger a Padilla por las pelotas en Los Guardeses y presionarlo para que prescindiera de ella, haciéndole prometer que se lo diría como si fuese idea suya. Por supuesto, Vera se lo había tomado muy mal. «Se marchó llorando del despacho», me había dicho Miguel, que había estado presente durante la penosa entrevista. Y no es que yo sintiera ningún remordimiento por la jugarreta que le había hecho; a veces era preciso sacrificar una cosa para obtener otra, también lo decía Bruto, y la vida de mi hermana era, para mí, mucho más importante que no traicionarla. Yo había confiado en que mi simple dimisión la influyese para que dejara de ser cebo, pero, lejos de eso, se empeñaba en serlo más que nunca. Aunque estaba segura de haber obrado bien, me resultaba difícil pensar en las consecuencias. Era como si hubiese apuñalado a mi hermana por la espalda.

Por si fuera poco, desde nuestra conversación en Los Guardeses no había vuelto a hablar con ella, y cuando la llamaba escuchaba siempre el buzón de voz. Tanto silencio me preocupaba. ¿Sospecharía algo? Miguel me había asegurado que mi nombre no había salido a relucir en toda la entrevista, pero yo me fiaba menos de Padilla que de un retrete cubierto de cristales rotos. También era posible que Vera no quisiera hablar con nadie, lo cual era lógico. Necesitaba cierto tiempo para asumir el golpe. «Más o menos como yo», pensé. Y mientras entraba en casa aquel jueves, tras la visita a Valle, decidí que, si seguía sin dar señales de vida, trataría de llamar a Elisa Monasterio para informarme sobre Vera indirectamente.

Mi apartamento de la calle Yuste era de cobertura. Según el registro, en él residía Elena Fuentes Marchena, una tele-operadora de veinticinco años a quien le quedaba un curso para acabar empresariales. Pero yo no tenía que llevar una doble vida ni nada por el estilo, como hacen los espías de las películas, sino tan solo sonreír dulcemente a los vecinos y tratarlos con cierta fría cortesía, para que no se entusiasmaran con mi sonrisa. Elena existía únicamente para que mi nombre real no figurase en las infinitas guías y buscadores que poblaban la red, salvo, como acababa de decirme Valle, en cosas como Winf-Pat. Y el apartamento iba en consonancia con mi modesta existencia: era más pequeño que muchos de los despachos en los que había entrado en mi vida, aunque poseía tabiques divisorios entre el saloncito con cocina y el dormitorio con baño. Lo más completo era el sistema de seguridad. Por eso, cuando me cercioré de que todos los códigos de alarmas seguían en su sitio, entré despreocupadamente, volví a activar las alarmas y me desplomé en el sofá del salón sin pasar por el dormitorio. En el sofá estiré las piernas, moví la mano en el aire, pronuncié el nombre del canal que deseaba, y comencé a ver las noticias mientras le daba vueltas al tema de Vera.

Las noticias eran las comunes del mundo en que vivíamos, la «lupercalia de nuestras ciudades», en expresión de Gens, una palabreja que creía recordar que había tomado de Julio César. Un nuevo ataque terrorista en Egipto. Recrudecimiento de la guerra en Georgia. Ajustes de cuentas mafiosos. Nueva organización de trata de blancas en Italia. Y, en Madrid, los casos del supuesto Envenenador y del Espectador. Al parecer, Interior había decidido que el primero sustituyera en interés de audiencia al segundo, y el informativo le dedicaba cinco minutos más. Había fallecido otra persona con los mismos síntomas que en los siete casos previos: parálisis y convulsiones. Se trataba de un chico de veintitrés años, toxicómano, que había muerto en su domicilio. El estudio informático de la autopsia demostraba que había ingerido la misma, aunque aún desconocida, sustancia que las anteriores víctimas, por mucho que no dejase rastros orgánicos. La policía estaba cada vez más segura de que había una persona detrás de todos los casos, un sujeto que ya había sido bautizado por la prensa como «el Envenenador», aunque ni siquiera hubiese sido probada la existencia de un tóxico. La noticia se ofrecía como una especie de película de suspense, con imagen de la víctima incluida, un chaval de pelo color oro sucio, ojos claros y rostro exangüe.

En comparación con aquel montaje, las alusiones al otro caso, el del monstruo, fueron pobres. El Espectador parecía aburrir a los medios. Bien era cierto que, tras la aparición de la chica dominicana cuatro semanas atrás, en los contenedores de basura que daban al patio trasero de una residencia de ancianos, no había vuelto a actuar, que se supiera, y ese período de calma aparente le restaba interés a la información. Pero yo era una de las pocas personas que había visto imágenes del cadáver de Aída Domínguez, veintidós años, natural de la Re pública Dominicana, escupida por el Espectador como un hueso desollado, tras siete días de secuestro, en un basurero, y para mí la «noticia» seguía estando tan a flor de piel como si tuviese un acné infectado en la cara.

Soñaba, sentía, me horrorizaba con Aída, que había vivido vendiendo su cuerpo en Madrid hasta que el Espectador se lo robó para rompérselo, para horadarlo hasta lo profundo, para roérselo hasta el alma. Me veía mirando por los ojos de Aída, sufriendo su inmenso dolor, chillando por su boca. Aída Domínguez, veintidós años, ya formaba parte de la larga hilera de fantasmas que señalaban acusadoramente, con su tormento, a todos los crueles y violentos de este mundo.

«Según fuentes de Interior, la policía sigue una pista clara en el caso del asesino de prostitutas», decía el locutor. «Una pista clara», pensé. Bravo por Álvarez, cada vez demostraba más imaginación. «Una pista clara», cuando en realidad no teníamos ni puta idea. «Pero ya has dejado el trabajo, idiota. Kaput. The end. Ya no te incumbe.» Con un gesto de rabia, disolví la imagen del televisor sintiendo que iba a llorar.

Y oí aquel ruido.

La silla de enea. El dormitorio.

Supe, sin lugar a dudas, que había alguien allí. Alguien que ya estaba en casa cuando yo llegué y que había permanecido sentado en silencio mientras yo me arrojaba sobre el sofá del salón como un saco de patatas. En mi mente casi apareció, como en un cine, la imagen de lo que había hecho el supuesto intruso: se había removido en la silla, confiando en que el sonido del televisor ocultara el ruido, sin sospechar que yo lo apagaría bruscamente.

Elena Fuentes Marchena, tele-operadora de horario irregular, hubiese saltado del asiento, rígida de miedo ante la posibilidad de un extraño en su casa. Pero en mi vida real, si tal cosa existía, yo estaba preparada para situaciones así. Ni siquiera necesitaba armas. Yo era un cebo. Yo era mi propia arma. Solo la sorpresa constituía un riesgo para mí, pero pocas cosas podían dañarme si estaba preparada.

Lo que hice fue levantarme y dirigirme sigilosamente a la habitación contigua. La puerta del dormitorio se hallaba entornada y la habitación, a través de la abertura, aparecía sumida en la oscuridad. Esto último reafirmó mi convicción de que había alguien. Nunca me olvidaba de descorrer las persianas cada mañana. Me gustaba la luz.

Por un instante me quedé mirando aquella abertura. El recuerdo de otra oscuridad se me hizo casi doloroso, como el pinchazo de las glándulas que se siente al saborear un ácido: la que había penetrado como un vendaval a mis doce años de vida y soplado hasta apagar las velas de mi edad infantil. Para aquella otra oscuridad no estaba preparada, y por lo visto, a juzgar por mi amnesia ante Valle, seguía sin estarlo.

Calma. No vamos a entender a usted si no calma.

Preparé mentalmente una máscara defensiva y empujé la puerta con suavidad. Una sombra se hallaba de pie junto a la silla de enea. El instante previo a encender la luz con una orden verbal resumió todas mis pesadillas. Y por increíble que parezca, cuando por fin se me reveló la verdad, no me sentí mucho mejor que antes.

– ¡Puta! -escuché.

La figura sostenía algo en la mano. Antes de que yo pudiese distinguir qué era, lo vi volar hacia mi cabeza.

El objeto no me dio por poco, pero se estrelló contra el marco de la puerta entre un alboroto de cristales. Una mínima parte de mi conciencia reconoció el holorretrato enmarcado de papá y mamá que tenía en la mesilla de noche, el resto se dedicó a recibir el cuerpo de mi hermana, que se abalanzó sobre mí.

Durante los años en que vivimos en casa del tío Javier, antes de que un estudio psicológico casual me eligiera para ser cebo, Vera y yo peleábamos a menudo. El inicio era siempre el mismo: yo decía o hacía algo que la irritaba y ella, en vez de discutir, me atacaba físicamente. Ninguno de sus golpes me hacía verdadero daño, entre otras cosas porque siempre he contado con más fuerza que Vera. En ocasiones pensaba que solo trataba de retarme para que me comportara como un padre. Como si me dijera: «Basta de ser la hermana mandona, ahora necesito alguien que sepa ponerme en mi sitio». Era una bonita explicación para las riñas triviales, pero se quedaba corta ante la crisis de furia que en aquel momento la poseía.

Lo que más me desconcertó fue que había cálculo y control bajo su frenesí. Me cogió de las solapas de la cazadora y me arrastró hacia el interior del cuarto, tirando de mí y empujándome contra la pared. Sin concederme tregua, me hizo girar y me arrojó sobre la cama, se sentó a horcajadas sobre mi vientre y cerró los dedos en mi garganta. Apretó, pero no con mucha fuerza. Y sin embargo, al ver sus ojos enrojecidos y rabiosos, sentí que allí, dentro de su mirada, yo ya había sido estrangulada varias veces.

– ¡Cabrona! -susurraba entre dientes, la voz ronca-. ¡Voy a matarte!

No me defendí, solo abrí la boca en busca de aire. Entonces me soltó, pero descargó sobre mí una lluvia de golpes con las palmas de las manos abiertas. Usé los brazos para protegerme, y en un momento dado aproveché mi rostro oculto y el decorado de la cama en que yacía para alzar la voz sin brusquedad, en un tono de congoja:

– Vamos, sigue, adelante, me lo merezco.

Se quedó como congelada, los puños en el aire, resoplando como un caballo. Yo había usado una rápida técnica de Amor, donde el texto reclama justo lo contrario de lo que pretendes conseguir, como el hábil discurso shakesperiano de Marco Antonio ante el cadáver de César. No era la filia de Vera, pero sabía que ciertos gestos de la máscara de Amor podían frenar o aumentar la violencia de algunos psinomas durante unos cuantos segundos. Odiaba emplear una máscara con mi hermana, si bien lo prefería a tener que responder físicamente a su terrible ataque.

– Ahora, ¿podemos hablar? -Coloqué las manos sobre la cabeza y atrapé mechones de mi liso cabello, para prolongar más su placer-. Por favor. ¿Hablamos?

Vera bajó los brazos y, aún sentada sobre mí, se desmoronó como un alud.

– ¿Qué me has hecho? ¿Cómo pudiste…? ¡Hija de puta! ¿Cómo has podido…?

La dejé llorar encorvada, la cabeza sobre mi hombro. Aquello me dolió más que sus golpes. La abracé casi con timidez, previendo un nuevo estallido.

– No quiero perderte, Vera -dije-. A ti no.

– Ya me has perdido -repuso con súbita frialdad. Se incorporó apartándose el pelo de la cara y reveló un rostro de pesadas ojeras marcado por el llanto y el insomnio. Se alisó la camiseta amarilla que le llegaba a los muslos, bajo los cuales se extendía una malla negra que también sobresalía por las mangas y acababa en las rodillas, donde comenzaban las cintas cruzadas de sus sandalias romanas. Y mientras hacía todo eso, no dejaba de hablar, gélida, furiosa-. Ahí te quedas, hermanita… Podrás dejar el trabajo, irte a follar con Miguel Laredo, tener hijos y llevarlos al cine… Podrás olvidarte de papá y mamá… Pero yo no voy a hacerlo, ni por cien Padillas que me despidieran… He descubierto que puedo seguir siendo cebo aunque me expulsen. Bonita profesión. No quiero dejarla. Oh, no. No ahora. Y tú no me lo vas a impedir tampoco -dijo, a punto de llorar de nuevo-. ¿Sabes? Desde la muerte del profesor Gens, tienes menos enchufes en el departamento que un palo de madera… Nadie va a hacerte caso, porque a nadie le importas ya. Estás fuera, out… Padilla me readmitirá. ¿Qué trabajo le cuesta? Si cazo, mejor para él. Si no, igual le da que pruebe. ¿Lo captas?

– ¿Quién te lo ha contado? ¿Padilla?

– ¡Me dijo hoy que le presionaste el lunes para que me echaran! -Lloró.

Me incorporé y quedé sentada en la cama. Me dolía el cuello, el pelo se me había soltado de la goma y creía que tenía sangre en el labio, pero no tenía. Vera lloraba contemplando el holorretrato roto a sus pies. Yo pensaba en varias posibles venganzas para hacer pagar a Padilla su traidora indiscreción, pero de pronto supe que había algo más. Lo había percibido en el temblor de las manos de Vera al alisarse la ropa, en su forma de acentuar «ahora» al decir: «No ahora», en sus brutales golpes… Algo que no era tan solo haber descubierto mi intriga. Aproveché la pausa para intervenir.

– ¿Qué ha ocurrido?

Habló sin mirarme, con una voz que era como un escalofrío.

– Tiene a Elisa… Desapareció anoche, durante su turno en el área de caza del Circo… Los análisis afirman que ha sido él. -Un sudor frío me bañó de pies a cabeza mientras la escuchaba, pero intenté disimular mi propio pánico para no incrementar el suyo.

– Puede haberle pasado otra cosa -mentí, deseando que supiera que mentía para tranquilizarla, ya que, de ese modo, quizá le hiciera creer en mi siguiente (y más grave) mentira-: además, en el peor de los casos, Elisa es un buen cebo. El Espectador no había caído en la trampa con ninguna de nosotras hasta ahora, así que no se esperará tener a un cebo… Si él la tiene, si es él, Elisa lo eliminará, seguro…

Lo más horrible fue comprobar que Vera fingía creerme, como en esos lentos stripteases de la máscara de Amor en que la presa se enganchaba pensando, precisamente, que intentábamos engañarla.

– Sí, desde luego. Eli va a joder a ese cabrón… pero no la dejaré sola.

– No siempre ha secuestrado a otra chica cuando ya tiene a una-objeté.

– Si lo ha hecho una vez, puede repetirlo.

– Comprendo -dije titubeante. Pero lo único que comprendía era que no iba a poder detenerla en esa ocasión, y ello me hacía sentir insegura y entregada a todo lo que dijera, lo cual me llevó a su vez a reaccionar con rabia-. Pero no debiste entrar en casa sin avisarme, de todos modos. Sé que te di los códigos de la puerta, pero este es un piso de cobertura… Has cometido un error grave.

El reproche no era, desde luego, la mejor forma de calmarla. Vera, que se había agachado a recoger los trozos del retrato, volvió a indignarse.

– Esta casa ya no es tu cobertura. Has dejado el trabajo, ¿no? Pronto te largarás de aquí. Además, quería que supieras que no me has engañado. Esta mañana le dije a Padilla que, hasta que Elisa no regresara sana y salva, yo iba a volver a las áreas cada noche, le gustara o no. Me dijo: «Díselo a tu hermana, es ella la que no quiere que trabajes». Y aquí estoy, por eso he venido. -Sorbió por la nariz mientras se pasaba la manga por la cara-. Puedes estar segura de que saldré todas las noches hasta que ese cabrón me elija también, o hasta que Elisa regrese, te lo juro… -Se le quebró la voz.

– Has roto el retrato de papá y mamá -la interrumpí, sin saber por qué, tan estúpidamente indignada como ella.

– Tú los has pisoteado -replicó-. A ellos y a su recuerdo.

La acusación me hizo reaccionar. Hablé con repentina calma.

– No, yo no los he pisoteado. A nuestros padres los mataron delante de nosotras, Vera, cuando tú tenías cinco años y yo doce. A nosotras nos hicieron tantas cosas que ni siquiera las recordamos. Pasamos meses enteros en el hospital, y esa etapa sí la recuerdo. Tú tenías los tímpanos perforados y no me oías. Los médicos me explicaron que te los habían roto a golpes. Dormías la mayor parte del día, pero yo procuraba sentarme junto a ti para que me vieras al despertar, y cuando despertabas, te hablaba, aunque sabía que no podías oírme. ¿Sabes lo que te decía? Te decía que no había podido ayudarte entonces, pero que juraba por la memoria de nuestros padres que jamás, jamás iba a permitir que alguien volviera a hacerte daño. Te juraba que mataría a quien te tocara. No, no lo mataría. Me lo comería vivo. Y he tratado de cumplir mi juramento. -Hice una pausa-. Te jugué una mala pasada el lunes, lo sé, pero volveré a hacerlo siempre que piense que estás en peligro. Haré cualquier cosa si pienso eso, Vera. Cualquier cosa. No solo por ti, también por papá y mamá.

Vera había recogido todos los trozos del retrato y en aquel momento los dejó sobre la mesilla cuidadosamente. Luego se volvió y cogió su chaqueta de lana, que había arrojado sobre la silla de enea. No habló hasta que no se la puso y extendió con un cabeceo su largo y lindo pelo castaño oscuro por la espalda. Al mirarme, me apenó ver cuánta soledad había en sus ojos.

– Tú haz lo que quieras -dijo con indiferencia-. Pero yo saldré a cazar a ese bicho todas las noches. Todas. -Se dirigió a la salida, pareció olvidar algo y se volvió de nuevo hacia mí-. Solo te pido un favor: guarda tu compasión para ti misma.

No cerró ninguna puerta al irse. Y, durante un buen rato, yo tampoco.


– ¿Qué coño quieres, Blanco? No es buen momento para llamaditas, joder, estamos hasta el culo de trabajo desde anoche… Te habrás enterado del secuestro de Elisa…

– Sí, Vera me lo contó -dije reprimiendo la rabia-. Y otras muchas cosas.

Padilla titubeó.

– Mira, tuve que decirle la verdad cuando me llamó esta mañana… Se subía por las paredes con lo de Elisa, ¿comprendes? Me dijo que iba a salir a cazar, hiciéramos lo que hiciésemos, que no íbamos a poder impedírselo…

– Pero sí podéis -repliqué secamente.

Intentaba no poner emoción en mi voz, pese a que solo hablábamos por teléfono y no frente a un decorado. Julio Padilla, el director de nuestro departamento, el César de los Cebos, era fílico de Petición, como Vera: el mejor modo de no mosquearlo era hablarle con práctica frialdad.


– Podéis llamarla a capítulo -agregué-. Podéis entretenerla haciéndole repetir un ensayo cada noche. Podéis enviar a otro cebo a su casa para engancharla con una Petición. Podéis poner perros guardianes en su puerta…

– Y podemos hacer que un adivino le advierta sobre los Idus de Marzo, si quieres -tronó Padilla en el auricular inalámbrico colocado en mi oreja. Yo hablaba arrodillada en el suelo de mi apartamento mientras tecleaba en el portátil para extraer todos los archivos sobre técnica de Holocausto que había en nuestra red codificada-. Vamos, Blanco, el lunes acepté tus amenazas, pero no te pases de lista conmigo, ¿vale? Quieres que cuidemos a tu hermana, pero ¿qué me ofreces a cambio? ¿Dinero o tu cuerpo? -ironizó.

– Al Espectador -dije-. En bandeja.

Hubo un silencio.

– Bromeas.

– No.

– Te recuerdo que llevas más de dos meses intentándolo, reina.

– Llevo más de dos meses haciendo el trabajo rutinario que los perfis aconsejan. A partir de ahora voy a encargarme yo sola. Jornada intensiva.

– ¿La gran Diana Blanco suplicando ser readmitida? -Se burló-. Esto no funciona así, bonita, esto no es «ahora entro, ahora salgo», como en el sexo, niña. Imagínate el cabreo de la administración si te diera de nuevo de alta como funcionaria…

– No quiero ser readmitida. Lo haré por mi cuenta. Te entregaré al Espectador sin cobrar un euro más. Solo exijo que impidas a mi hermana salir a cazar.

Otro silencio. Sabía que Padilla era, a su modo, casi más…políticamente correcto que Álvarez, pero al hablar con los cebos mostraba a veces una gran brutalidad. Se decía que, tras el accidente que había dejado a su hija paralítica, el lado humano de su profesión se había atrofiado en él por completo, y quizá debido a eso estaba considerado tan buen director. Pero yo no intentaba apelar a su humanidad sino a su oportunismo.

– No quiero ayuda de ninguna clase -añadí-, únicamente que arregles una entrevista entre los perfis y yo para mañana a primera hora. Quiero saberlo todo sobre el Espectador, lo que sabéis, lo que sospecháis, lo que solo imagináis, desde la talla de sus camisas hasta el partido al que vota. Lo público, lo secreto y lo confidencial.

La risa de Padilla brotó como si estuviera escuchándolo bajo una bóveda.

– Diana Blanco, la «cerebrito» de Gens, no has cambiado… ¿Y todo esto para qué? ¿Para proteger a tu hermana? No vamos a poder controlar a Vera hasta que tú caces a ese monstruo, si es que lo haces, compréndelo…

Yo lo comprendía, y tenía mi respuesta preparada.

– Dame una semana. Si el viernes que viene no lo he cazado, lo dejo.

– ¿Una semana frenando a Vera? Tendría que meterla en la cárcel.

– Tú mismo.

Encontré un centenar de archivos sobre máscara de Holocausto. Los descargué en una pantalla virtual en el aire, y el pequeño salón de mi casa resplandeció como un árbol de Navidad. Entonces pinché en las carpetas con toda la información que poseía sobre el Espectador y las abrí también mientras aguardaba a que Padilla pensara. Era como un elefante adormecido a la hora de tomar según qué decisiones.

– Una semana es mucho, chica lista.


– Tres noches entonces: mañana viernes, sábado y domingo, y la entrevista con los perfis para mañana.

– No cazarás ni un puto conejo en tres noches.

– ¿Qué pierdes con probar? Te estoy proponiendo sustituir a una novata por una veterana gratis, gran genio.

– ¿Acaso cree usted, señorita, que Psicología Criminal de Madrid es lo que le salga de sus putos ovarios, por Diana Blanco que sea?

No me alteré, seguía abriendo páginas mientras hablaba.

– Sabes que puedo cazarlo, Julio. Es el Espectador, la gran pieza, Julio. No tendrás siquiera que mencionarme. Tú te llevas todo el triunfo, Vera se queda en casa y conmigo puedes hacer luego lo que te salga de tus putos cojones.

Hubo otra pausa, esta vez breve.

– Tres noches. Ni una más, Blanco -dijo Padilla y colgó.