"El Cebo" - читать интересную книгу автора (Somoza José Carlos)

14

El parque Zona Cero se halla al sur de Madrid, y fue diseñado sobre el cráter que dejó la gran bomba del 9-N quince años atrás. Se trata de un lugar silencioso, gris, casi elegante. Hay setos, bancos de flores y algunas estatuas andróginas en posturas que parecen indicar que saldrían corriendo de allí si pudieran. No las culpaba: aquello es poco más que un yermo de tres kilómetros cuadrados lleno de fantasmas y delincuentes, donde nunca juegan los niños. Incluso con el abrigo que llevaba sentía algo de frío. Debajo me había puesto tan solo una malla de Celia Touchstone, uno de esos modelos muy especiales que puedes comprar por encargo, en color amarillo pero con todo el costado, incluyendo los brazos, de tejido transparente, de forma que puesta de perfil parecía estar desnuda. No llevaba bolso, pero sí unas botas a juego. Las lluvias recientes habían dejado grandes charcos sobre los que chapaleaban mis tacones. Y aunque aquel martes a las diez de la mañana el sol había sido engullido por enormes nubes, también llevaba gafas de cristales oscuros, quizá porque no quería ver la cara del señor Peoples.

Bordeando el parque se retorcían árboles de cuentos de brujas, con hojas barridas por el viento o enfangadas por la lluvia. Contaba una leyenda urbana que de noche jóvenes prostitutas del Este trepaban a los tocones para llamar la atención de la clientela que discurría en los lentos coches por las calles de alrededor. Todo taxista te decía lo mismo, sobre todo si eras hombre. Yo nunca había trabajado en Zona Cero, pero compañeros que habían ido a cazar por allí no habían visto a ninguna chica hacer eso. Atribuían el rumor a la circunstancia de que aquel distrito era la Pequeña Rusia de Madrid, aunque no solo se alojaban inmigrantes rusos. Por descontado, la célula terrorista responsable del 9-N poseía también su propia leyenda.

Junto a los árboles, los artistas contratados por el ayuntamiento habían plantado sus extravagancias. En mi trayecto hasta el límite que lindaba con la pequeña calle Corin, pasé junto a algunas, la mayoría figuras humanas en fibra de vidrio con velos cubriendo sus cabezas: estaban sentadas, pero se contorsionaban. Recordaba haber oído en un documental que estaban dedicadas «al dolor humano». No me pareció que hubiese ninguna necesidad de hacer estatuas simplemente porque los muertos del 9-N habían sido más de diez mil, incluyendo al grupo que fabricó la bomba atómica casera, con el doble de heridos y afectados por la radiación. Nunca adopto el punto de vista de la cantidad en estas cosas. Y ni siquiera me gustaban como símbolos del dolor humano. Para mí, el «dolor humano» no tenía una silueta tan bonita, sino que era nauseabundo y hasta miserable, lleno de agonías, supuraciones y gritos. Yo lo odiaba, como odiaba las enfermedades. Nunca se me hubiese ocurrido hacerle una estatua, como tampoco se la hubiese hecho a la peste bubónica o la parálisis cerebral.

Por supuesto, sabía que el señor Peoples no opinaba lo mismo.

Algo muy similar a tocar unos bornes de doscientos voltios con los dedos húmedos me sacudió de pies a cabeza cuando distinguí su figura solitaria destacada en aquel marco de árboles sin hojas y calles vacías, siempre muy consciente de sí mismo, un actor estepario, único, orgulloso de serlo. Me esperaba donde me había dicho, en los confines del parque, junto a la calle. Lo reconocí incluso de espaldas, y fue al acercarme cuando empecé a darme cuenta de que los escasos años transcurridos se habían desplomado sobre él con más peso que la simple suma de los días.

Yo ya lo había conocido viejo, pero ahora estaba envejecido. La espalda se le encorvaba como si se hallara sentado en la última fila de un teatro intentando ver mejor el escenario. Llevaba un sombrero de alas caídas, y hasta se había dejado barba. Un bastón reciente apuntaba hacia el suelo como la pata de palo de un pirata. A pocos metros de él, adolescentes de vaqueros destrozados, gorras de lana con estrellas rojas y bufandas que a veces ocultaban sus caras, mataban el tiempo junto a un murete acribillado de viejas pintadas. Antes de percatarse de mi presencia, y dirigirme las consiguientes frases provocadoras, observé que señalaban al «abuelo» del sombrero como quien contempla un ridículo muñeco de nieve que empezara a derretirse. Ambos ignoramos al grupo de chavales al vernos.

– Hola, señor Peoples -dije.

Una débil sonrisa torció la barba nevada bajo las huesudas chapetas y las redondas gafas negras.

– Hola, Diana -dijo el doctor Víctor Gens.


– Suelo pasear por el parque de la Bomba. Me hace pensar en mí mismo: algo nuevo edificado sobre ruinas y muertos. Un buen lugar para que nadie te moleste. Por cierto, no te han seguido, ¿verdad?

– No, claro que no. -Me sorprendió la pregunta y miré a mi alrededor. Había escasos transeúntes por el parque, moviéndose como en esas mascaradas de preparación en las que tenías que avanzar con los ojos vendados y murmurando como en trance.

– Ah, antes de que se me olvide… -Gens emitió una ronca carcajada-. Te agradezco que no hayas dicho nada más después de saludarme, ni siquiera cuando me he callado. Nada de «me alegro de…» o «qué bien que…». Te alegras tanto de verme como de que una cucaracha pasee por tu cara, lo sé. Y eso está bien, porque no finges. Lo cual significa que finges bien.

Sonreí sin ganas para ocultar cierta timidez que me sorprendía. Habían pasado solo dos años, pero me hallaba ante un Gens diferente. Una mezcla alquímica de fuerza y debilidad. Me llamaban la atención los tendones que semejaban sostener su cabeza como cuerdas de mástil, o el conjunto de arrugas que rodeaban sus ojos ocultos bajo las gafas negras, o el temblor jadeante que imprimía a sus manos un aleteo de homeless aterido. Todo aquello me chocaba, no lograba asimilarlo. Tuve que esforzarme en pensar que se trataba de él. Era Víctor Gens haciendo de viejo. Y fingía bien.

– Me tendrás que contar cómo va el mundo… Me entero de cosas, no de todas. Estoy un poco volcado hacia mí mismo. Citas con el médico online, color de pastillas de la mañana, color de pastillas de la tarde, ya sabes… Llevo una especie de diario de mi estreñimiento. Antes pasaba mañanas enteras intentando recordar si había ido al baño al levantarme de la cama o no… Cuando uno se olvida de su propia mierda, puede decirse que ha llegado el momento de cerrar la tienda… Entonces me dan ataques de preguntas, como yo los llamo… Una pregunta tras otra… Pero todas vienen a significar lo mismo: ¿he hecho algo en esta vida? Algo que merezca la pena, quiero decir… ¿Y sabes lo que me respondo? Que sí, que he hecho algo que merece la pena. Y ahora ese algo está paseando conmigo por el parque. -Empecé a murmurar una frase de cortés agradecimiento pero me interrumpió-. Bah, cállate. Te he dicho lo único bueno que pienso de ti.

– No quería agradecerle sus palabras, sino que haya accedido a verme -repliqué.

Gens movió el bastón con brusquedad.

– Oh, venga ya, Diana, fui yo quien te dejó la puerta abierta, y solo yo podré cerrarla en tus narices. Pero quería hacerlo. Eres mi herencia, mi legado, ¿por qué no iba a querer verte? Claudia Cabildo y tú, mis dos legados al mundo… A este mundo en ruinas, siempre tan joven y tan viejo, que duerme plácidamente… -Miró a su alrededor con cierta fijeza, como si estuviese viendo a alguien dormir así-. ¿Qué estaba diciendo? -Se lo recordé. Asintió pero no siguió con el mismo tema, como si le aburriera. Se rascó la arrugada barbilla-. Ya te dije que podías acudir a mí, te di el número y el nombre de Peoples. Nadie más conoce esa clave. No quiero ver a nadie. No quiero saber nada. Para mí, el mundo se acabó.

Tras un breve silencio que subrayó aquella frase, y mientras bordeábamos los límites del parque, Gens alzó el arrugado rostro bajo aquel sombrero sin pretensiones.

– ¿La ves? -dijo-. ¿A Claudia?

– De vez en cuando.

Otra pausa. Otra pregunta:

– ¿Cómo está?

– Tiene momentos -dije-. Estuve viéndola la semana pasada y creo que me reconoció. Pero, en general, no sale del estado de estupor. A veces ni se da cuenta de que estoy con ella.

– Renard realizó un legrado a fondo de su conciencia y sus impulsos. Se especializaba en eso, entre otras cosas. Sí, sí, la chica-soldado… Mi chica-soldado… Pienso mucho en ella. A fin de cuentas, yo la formé, como a ti. Diana, mi Diana…

– Dejó que su voz se extinguiera mientras repetía mi nombre. Luego rió-. ¡Cuánto te costaban las mascaradas de obediencia! Hacer de alumna arrojada a un banco, horas y horas sobre aquella sábana, y al mismo tiempo de soldado, de marine testosterónico… «¡Señor, sí, señor!». ¡Qué mal lo hacías! A Claudia, en cambio, eso le resultaba fácil.

Se detuvo. Al mirar atrás me di cuenta de que no habíamos recorrido tanto camino como yo creía. Seguía viendo a los chavales junto al murete y oyendo sus risas. Comprendí que moverse en el espacio junto a Gens era como hacerlo en su tiempo. Ahora estábamos a un paso de la acera. La pequeña calle frente a nosotros seguía siendo Corin, y más allá, una sucursal de banco, un supermercado y un bloque de apartamentos ofrecían aires de falsa tranquilidad.

Una ráfaga de viento levantó a la vez los faldones de mi abrigo y la gruesa chaqueta de lana de Gens.

– ¿Y tú? -preguntó-. He oído decir que te retiras…

No me sorprendió que estuviese al tanto de la noticia.

– Bueno… estoy terminando algunos trabajos. Cuando acabe, lo dejaré, sí.

– Ya -dijo Gens.

Me odié a mí misma por el tono avergonzado con que hablaba y decidí añadir, desafiante:

– Estoy enamorada. Quiero pasar otras experiencias, tener hijos, quién sabe… Recuerda a Miguel Laredo, ¿verdad? Nos relacionamos desde hace un año, o cosa así. Vamos a vivir juntos.

Gens estuvo asintiendo y diciendo «ah» mientras me escuchaba. Sostuve su mirada, pero no pude traspasar los negros cristales de sus gafas. En cambio, tuve la absurda impresión de que él sí podía traspasar los míos. Cuando callé, dijo:

– ¿Y tu hermana? Tengo entendido que sigue entrenándose…

– Se ha vuelto un grano en el culo. -Sonreí-. Está empeñada en hacer algo gordo.

– Ah, sí. El Espectador. No te sorprenda que lo sepa -advirtió-: Padilla me envía puntualmente los informes.

– Ignoraba que Padilla supiese que está usted vivo.

– Oh, por Dios, claro que sí. Y ese mercachifle… Se me ha ido el nombre ahora… Álvarez, sí… Álvarez Correa. Esos dos lo saben todo. Puede que uno visite al otro, compartan cama e información… -Graznó de nuevo su risa-. Lo que no saben es dónde estoy. Por eso no quiero que les digas que me has visto. Piensan que sigo en París, o en la granja… -La sola mención de la granja, como la llegada de una visita esperada y temida, hizo que me estremeciera. Por fortuna, Gens cambió de tema, distraído-. Precisamente fue a Padilla a quien se le ocurrió la idea de utilizar mi costumbre de navegar con el balandro para fingir mi muerte… De ese modo tenían la excusa perfecta para no encontrar mi cadáver. Ya comprenderás que yo no podía montar el teatro de mi muerte sin contar con ellos… Es como robar en un local de la mafia: no puedes hacerlo solo. Pero a ellos les negué la posibilidad de verme bajo ninguna circunstancia… Me envían los informes a un buzón anónimo de correo electrónico, yo los hago pasar por varios filtros y luego los reenvío a mi propio servidor. Son medidas muy banales: el día en que les dé la gana, me encontrarán, pero lo bueno es que yo me enteraré. Y no les va a dar la gana nunca. Me necesitan.

De pronto sentí el estúpido impulso de adularlo.

– No pueden prescindir de alguien como usted.

Me miró sin cambiar de expresión, y recordé que era su pose con cualquier cebo: demostrarnos que no podíamos afectarlo con halagos.

– Estoy retirado, en todo caso. Desterrado en mi bosque de Arden… -Alzó los brazos mientras sonreía-. Soy…¿quién? ¿El viejo Adam? ¿Jacques, el melancólico? ¿Sabes? Se cuenta que Shakespeare hacía de Adam en Como gustéis. Es curiosa, ¿no? Digo esa leyenda de que siempre interpretaba a viejos: Adam, el fantasma del padre de Hamlet… Quería fingir vejez, quizá… No recuerdo por qué estaba contando esto…

– Decía que está retirado.

– Sí, así es… Exiliado en mi bosque de Arden… hasta que tú, una preciosa Rosalinda, has venido a sacarme a la luz del sol.

– No he venido a sacarlo de ningún sitio -repliqué-. Solo quiero pedirle ayuda.

Esperé en vano a que me preguntase para qué. Se limitó a asentir en silencio. Durante la pausa intenté colocar mejor una maldita hebra de pelo que no había recogido en el apresurado moño que me había hecho antes de salir y que ahora el viento usaba para martirizar mi rostro. En la calle, frente a nosotros, una pequeña furgoneta se detuvo con un súbito frenazo. Bajaron dos personas que entraron en el supermercado, una era una mujer robusta que se contoneaba bajo una boina de cuero. Gens dijo entonces:

– Ayuda para tu hermana, claro. Quieres salvarla del monstruo.

– ¿Ha leído su perfil? -pregunté.

– Claro que lo he leído. Buena pieza, el Espectador. De trofeo. El psico más astuto que hemos tenido en muchos años. Cuánto daría por estar todavía al frente y dedicarme a él… Pero yo haría lo mismo que Padilla: usaría a tu hermana. A estas alturas deberías saber tan bien como yo que ella es el cebo ideal para cazarlo.

Procuré mantener la calma.

– No lo creo, pero aun si fuese así, no es la ideal para eliminarlo.

– Vamos, Diana, con diez años de experiencia, ¿es necesario leerte la cartilla? El paso clave para eliminar a la presa consiste en que te elija. No solo eso… -Llevó la temblorosa mano izquierda a la boca y movió los dedos frente a ella-: Que babee al elegirte.

– Pero Vera no podrá eliminarlo. Este psico me recuerda a Renard… Él…

Gens alzó el índice, interrumpiéndome.

– Tú no conociste a Renard. -Y repitió, con dureza-: No lo conociste. No hables de lo que no sabes. -Apoyó de nuevo las dos manos en el bastón mientras retornaba a la calma-. Los cebos veteranos sois graciosos. Os retiráis antes que los futbolistas, ganáis un pastón y una pensión de por vida. Ese abrigo de piel sintética verde o esa malla que llevas… ¿Qué chica a tu edad puede permitirse comprar todo eso? ¿Y qué es lo que has hecho para conseguirlo? Gozar. Complacer tu psinoma. El resto es silencio, querida. Ignorancia, más bien. No tienes que saber nada; el cebo perfecto es el cebo ignorante. Y la ignorancia es una aceptable imitación de inocencia… La inocencia es lo opuesto al fingimiento. Es un estado adánico previo al pecado en el que ni siquiera nos diferenciábamos sexualmente. Tu hermana es lo bastante ignorante como para parecer inocente. Si el monstruo la muerde, su psinoma puede disrupcionar de placer, y quizá se elimine a sí mismo. En eso confían en el departamento, y lo sabes.

– No, no lo sé.

– Lo sabes -insistió Gens-. No con tu cerebro emocional, claro. Tu parte emocional te lleva a querer protegerla. Pero, fíjate bien, cuanto más deseas protegerla, más inocente se vuelve ella, porque te rechaza y elige al Espectador. Es como si la condimentaras con tu protección. Perdona el símil, pero a estas horas me entra siempre hambre y suelo pensar en comida… La sazonas al querer ayudarla. Y tu hermana se convierte así en el bocado más exquisito, dulce, casi empalagoso… Los perfis piensan que el Espectador morirá de un empacho. ¿Comprendes ahora por qué no la retiran? Estás enrojeciendo, veo que lo comprendes.

En realidad, sentía furia. Sabía que Gens tenía razón: Padilla nunca había pensado en retirar a Vera. Confiaba en su inconsciencia como en una bomba envuelta en papel de regalo. Tras un breve acceso de tos resuelto con el pañuelo, Gens añadió:

– El punto de vista a adoptar aquí es cuánto placer puedes ofrecerle al monstruo. ¿Mucho? Entonces, no sirves. ¿Todo? Entonces quizá sirvas.

– Sé cuál es el punto de vista.

– Oh, pero lo sabes teóricamente. No lo has asumido. ¿Dónde coño tengo el bolsillo? -Intentaba guardar el pañuelo húmedo en sus pantalones de color verde claro-. Una señora me compra ropa de vez en cuando, pero parece que la elige como un test para prevenir mi Alzheimer… Ah, ya está…

Viéndolo tan viejo, tan aparentemente derrotado, cometí el error de apelar a su compasión.

– Se trata de mi hermana… Puede que sea cierto lo que usted dice, pero es Vera…

– Oh, no, señorita. No, no, ahí se equivoca usted: se trata del Espectador. Siempre se ha tratado de él. Los cebos importáis en la medida en que atraéis a los monstruos. Tú eres bastante venenosa, pero no le das tanto placer como Vera, y por ese motivo no va a elegirte a ti, por mucho que jadees y te ofrezcas. Además, ese psico es un genio y nunca elegiría a un cebo profesional. Usa un truco. Vera posee la torpeza exacta…

– Eligió a Elisa Monasterio.

Gens se me acercó con breves pasitos de repente. En los cristales de sus gafas contemplé una doble maqueta de mí misma, una muñeca vudú ensartada por su mirada.

– No juegues conmigo, querida. Monasterio era otra inexperta… Aunque debo admitir que en el caso de esa chica hay detalles chocantes… Habrá que esperar a…

De súbito creí escuchar algo. Pensé que me engañaba, pero vi que Gens también movía la cabeza en dirección a la calle. Durante un instante ambos nos quedamos absortos, sin oír nada más, y supuse que el grito, si había sido eso, había provenido de algún televisor. Gens volvió a mirarme, irritado. Siempre había sido tan alto como yo, pero su espalda encorvada lo había dejado al nivel de mi cuello. Parecía un viejo verde observándome los pechos.

– Bueno, y a fin de cuentas, ¿a qué has venido?

– Se lo he dicho: quiero ayuda. Llámelo como guste. Amo a mi hermana. Usted puede pensar que es el psinoma. Acepto ese juego, de verdad. Pero amo a mi hermana, y quiero ser yo, no ella, quien cace a ese cabrón. Usted conoce el truco que utiliza para eludir a los cebos profesionales. ¿Qué quiere a cambio de decírmelo?

– «Quiero… Quiere…» -Un golpe de viento hizo que Gens se sujetara el ala del sombrero-. ¿Desde cuándo la voluntad de un cebo lo ha hecho más idóneo para cazar?

– Siempre he sido el cebo más idóneo cuando usted me preparaba.

Esta vez percibí que el elogio lo suavizaba.

– Diana Blanco… -Se detuvo y rió con voz ronca-. Recuerdo que, cuando me fijé en ti por primera vez, te dije: «Con ese nombre, no puedes ser otra cosa que un cebo… "Diana Blanco"… Hacia ti apuntarán todos los monstruos del mundo… Por favor, ¡es ideal!». -Estuvo un rato riéndose de su viejo chiste-. ¿Cómo se llamaba esa chica que se retiró antes de ser cebo? «La Mandona», la llamabais vosotras… -Se lo recordé y asintió, divertido-. Sí, Teresa Obrador… La recuerdo en las pantomimas con una boa de plumas tan amarillas como este traje de piel que llevas… Y tú no podías aceptar su dominio. Te rebelabas. Claudia no era más sumisa, pero cometía el error de forzarse a serlo, mientras que tú eras natural…

– Y usted me reprochaba por no entregarme durante el juego.

– Lo hacía, sí. ¿Sabes por qué? Para aumentar tu placer. Gozabas más con las dificultades. Tu psinoma es puro escalofrío cuando te enfrentas a lo que te cuesta esfuerzo… Fílica de Labor, claro. Y ahora, por supuesto, el Espectador te atrae. Tú dices que quieres proteger a tu hermana. Yo digo que él es lo que más deseas.

– Ya le he dicho que lo llame como quiera.

– Sí, pero importa conocer el motivo. Importa mucho. Te contaré algo. Seguro que todos estos años te has preguntado por qué quise desaparecer, por qué monté ese espectáculo con mi supuesta muerte. Bien, lo cierto es que… no me fui. -Emitió una risita-. Como en esos ejercicios en que tienes que excitarte sin quererlo, y luego enfriarte otra vez: decían que me quedara, pero me animaban a irme. Lo de Renard… En fin, llegó a las alturas y fue considerado no solo un fracaso, sino un escándalo. Habían agotado la paciencia conmigo, así que me dieron la patada. Pero «sin humillaciones», me dijeron… Si hubiesen podido, me habrían borrado solo del listín telefónico. ¿Sabes por qué? Porque yo era una cagada, pero era su cagada. No podían evitar tocarme, aunque fuese con guantes. De modo que querían que «desapareciese», y a mí se me ocurrió fingir mi muerte pública y a Padilla lo del balandro… Padilla se lo dijo a Álvarez, que a su vez, como ya sabes, es un lacayo de la Gran Puta de Babilonia, y todos lo aceptaron. Querían seguir utilizándome en la sombra. Ahora hago de «asesor» de Interior. Me desprecian, pero recurren a mí. Saben que soy inevitable. Lo saben desde hace quince años. Mira este barrio… El parque de la Bomba, edificado sobre un cráter de tres kilómetros cuadrados. Un par de cebos de infiltración, solo dos, hubiesen podido penetrar en la célula terrorista e impedir la masacre. Pero, en vez de eso, ¿a qué jugaron? A espías del siglo veinte: micros, vigilancia, análisis de red… La parafernalia usual. Sin comprender que ya nada tecnológico puede detener la locura… Solo un accidente fortuito hizo que todos esos kilotones que fabricaban estallaran aquí, en un barrio del extrarradio, en vez de en el centro. Diez mil víctimas. Veinte mil heridos. Un treinta por ciento más de cáncer en los supervivientes dentro del área de radiación. Después del 9-N se apresuraron a usar cebos. Y ahora… los políticos, no importa a qué partido pertenezcan, se miran entre sí avergonzados como travestidos en un vestuario, y dicen: «Oh sí, tuvimos que despedirlo. Metió la pata con Renard… Su chica, Claudia, falló y Renard la machacó… Pero necesitamos sus cebos. Necesitamos a Víctor Gens. Más que nunca».

La sirena de un vehículo de la policía se acercaba desde los confines de mi audición, pero Gens seguía con su rostro vuelto hacia mí, como si no la oyera.

– No recuerdo a qué venía esta historia… -dijo.

– Me contaba los motivos que tuvo para desaparecer.

– Ah. Pues ya lo sabes: les ayudo en secreto. Sus informes son también los míos.

– Pero se guarda datos -repliqué, y Gens, que ahora semejaba estar más interesado en la sirena, me miró-. Lo conozco, profesor. Se reserva teorías que no les cuenta. ¿Qué debo hacer para que me las cuente a mí?

En ese instante sucedió algo. O más bien, dos cosas.

Por un lado la llegada del coche de policía, enorme, frenético, que al detenerse en la esquina pareció lanzar al aire a sus ocupantes como impulsados por un muelle. Eran dos, uno de ellos mujer, pero parecían asexuados bajo aquellos uniformes con casco, tubos y controles. Solo en la cara se mostraban las diferencias. Eso sí, ambos parecían haber recibido los cursillos en la misma escuela, y adoptaron una posición clásica de disparo. Apuntaban hacia el supermercado. De este último emergió la segunda cosa, mucho más caótica, precedida de nuevos gritos (ahora sí estaba segura de que era un grito lo que había oído), insultos, confusión. Eran dos, igualmente, armados, y uno también era mujer. Reconocí a la de la boina de cuero que había entrado momentos antes en el local. Sudaba, bufaba y miraba como una fiera bajo la visera, pero algo en su robustez y sus manos enormes hacía pensar que podía ser hombre, o transexual. El otro tenía los ojos achinados, pero quizá era tan español como ella. Cada uno llevaba un rehén: la mujer agarraba del cuello a un empleado de uniforme blanco apuntándole con una larga fragmentadora, su compañero retenía a una mujer embarazada. Todos gritaban a la vez.

La mujer policía les dio el alto y la de la boina hizo girar el cañón de la fragmentadora hacia ella. El brutal estampido me hizo parpadear. Luego me pregunté qué podría haber hecho para impedir aquello, y me respondí que nada. La de la boina había disparado al tuntún, pero se trata de un arma con la que hasta un niño puede matar. El hombro izquierdo de la agente saltó en pedazos -haciendo honor al nombre de «fragmentadora»- y su cuerpo rebotó contra un árbol y acabó tendido a varios metros de distancia. Su compañero gritó joder, hostia, cosas así, y alzó los brazos, rindiéndose.

– ¿Qué haces, coño? -chilló el achinado hacia la de la boina-. ¿¿Qué has hecho?? ¡Has jodido a un policía!

– ¡Iba a dispararme! -gritaba su compañera, más bien vociferaba-. ¡A dispararme!

En el segundo siguiente pude pensar. Y lo primero que pensé fue: «Pero ¿y el resultado? ¿Qué se llevan, aparte de rehenes? ¡Ni siquiera han atracado la sucursal de al lado! ¡Es un supermercado, por Dios! ¿Qué han conseguido?». Supe de inmediato que no era eso. Estaban aterrorizados, claro: ellos y nosotros, pero ellos mucho más. Quizá también drogados. Al día siguiente el conjunto merecería tres centímetros de espacio en una pantalla de ordenador: «Atraco a un supermercado en Madrid se salda con…». No era nada, no era el 9-N, solo dos idiotas. Eso también resultaba espantoso.

– ¡Al coche, coño! ¡Al coche!

– ¡Nos van a identificar! -gritaba la loca de la boina-. ¡Esos! ¡Nos han visto!

Y de súbito, Gens y yo, sin tiempo siquiera para el susto, nos dimos cuenta a la vez de la situación: la locaza de la boina controlaba nuestras pobres vidas. Y nuestras vidas le inspiraban profundo temor.

Mientras el chino usaba a la embarazada para escudarse hasta llegar a la portezuela de la furgoneta (pero por el lado del copiloto, más protegido), la Gran Jefa retrocedió y nos pasó revista con ojos desorbitados. Una mata de pelo teñido de violeta le caía bajo la boina, y yo veía una bota de cuero y algo así como un top turquesa detrás del uniforme del aterrorizado empleado. Pensé que podía ser una filia de Desinhibición.

– ¿Qué miras, cabrón de viejo, coño de viejo? -Había alzado de nuevo la fragmentadora y apuntaba hacia Gens, que se hallaba, como yo, a unos cinco metros.

«Va a disparar», fue lo segundo que pensé. Vi la cara de Gens blanca y perlada como una zapatilla de bailarina. Vi a Gens muerto. Ni siquiera ocuparía espacio informático en esta ocasión, porque Gens ya estaba muerto. Acaso se me permitiera revelar la verdad en mis memorias, cuando tuviese ochenta años: «Vi a Gens morir, esta vez en serio, de la manera más cutre que puedan imaginar: destrozado por la fragmentadora de una drag-queen drogada que salía de un supermercado, quizá tras robar embutidos…». Un latido del corazón. Dos.

La fragmentadora es un subfusil de dos cañones con cables unidos a la muñeca. Posee un detector de objetivo y otro de movimiento que obliga a la mano a girar para impedir que seas tomado por sorpresa. Incluso en España puedes adquirir una fragmentadora a través de la red, en sitios como www.vitranz.com. Pago contra reembolso. Total discreción. Admiten VISA. Es un arma poderosa.

Yo también.

Las posibilidades a favor de una filia de Desinhibición eran pocas, pero tampoco contaba con más tiempo ni más opciones. «Conoce a tu presa -decía Gens cuando me entrenaba-. Observa cada gesto, escúchala, averigua lo que desea. Y complácela.»

Un latido. Me quité las gafas de sol para despejar la mirada. Dos latidos. «Ten conciencia de tu ropa, tu postura y el escenario que te rodea.» Alcé ambos brazos a la misma velocidad, para atraer su atención antes de que disparase a Gens. Gané otro latido. La fragmentadora desvió su horrible y oscuro rostro. Ahora la drag-queen me había elegido a mí como objetivo. Desvié la vista, separé las piernas y tensé los músculos. «El psinoma es como un pulpo invisible: extiende sus tentáculos y te palpa. Toca tu sexualidad, tu inconsciente, tus pensamientos.» Replegué la conciencia. Me enfrié, como decimos en la jerga. Gané otro latido. Pero sentí que mi presa solo titubeaba. Iba a dispararme. En un escenario adecuado -ensayábamos Desinhibición en la granja, frente a una pared bajo luces rosadas- mis gestos hubiesen sido decisivos. Pero no contaba con un escenario. «Improvisa. Eres una actriz. Te están mirando. Improvisa…»

Tres latidos. La máscara de Desinhibición se basaba en cambiar la percepción sexual con gestos, como en esas obras de Shakespeare en las que un hombre finge ser mujer que finge ser hombre que finge ser mujer. Decidí usar el abrigo. Con la mano derecha cerré las solapas ocultando el pecho. Tenía el cabello sujeto en un moño alto, así que alcé el rostro hasta disimular este último de forma que mi pelo pareciera muy corto a ojos de mi presa. Y de inmediato doblé la cintura y separé las solapas con la mano izquierda mostrando la ondulación de los pechos bajo la malla. Un ser andrógino.

Casi pude sentir cómo le gustó.

El placer tiene sus propios ruidos. Creí escuchar este: sonaba a aliento retenido.

Mi presa dejó escapar al rehén, que se agachó llorando y gritando, y bajó el arma, confundida, absorta en mí.

Cuando el disparo del policía la abatió, supe que había muerto deseándome.


Gens y yo desandamos nuestro breve camino poco después. Atrás dejábamos la turbulencia de la policía, las ambulancias, los bomberos y todas esas fuerzas que resultan tan útiles cuando ya ha ocurrido la catástrofe. Víctimas: la mujer policía, uno de los atracadores. El «chino» había decidido entregarse cuando vio caer a su compañera. Rehenes a salvo. Final feliz del Atraco de la Mortadela. Gens había comentado, con mansa ironía: «Pequeñas desventajas de vivir en el extrarradio», y ni él ni yo habíamos pronunciado otra palabra desde entonces. Era como si acabáramos de salir de ver alguna impactante obra teatral. En un momento dado Gens se detuvo a explorar en el suelo con la punta del bastón. No me miró al hablar, pero lo vi sonreír.

– Debo decírtelo: no te había visto actuar desde hacía años, y eres… jodidamente perfecta. Nunca imaginé que pudiera hacerse una Desinhibición así… Diana Blanco, el cebo más veloz del Mississippi…

Estuvo un rato escarbando. No repliqué, por supuesto. Sabía que pretendía algo, así que aguardé.

Luego dijo:

– Supongo que debo agradecértelo. Me has salvado la vida. Por cierto -añadió dejando de cavar, como si se le hubiese ocurrido una idea repentina-, vivo cerca de aquí. Anda, acompáñame. Te enseñaré cómo me paga el gobierno por mi trabajo. Y quiero algo a cambio.

– ¿A cambio de qué? -pregunté.

Pero Gens siguió alejándose a paso renqueante, sin contestar.