"El Cebo" - читать интересную книгу автора (Somoza José Carlos)13Era lunes, ocho y cuarto de la tarde. Me encontraba en casa, de pie frente al receptor de voz de mi teléfono. El parpadeo del LED del receptor me indicaba que podía pronunciar un número de teléfono cualquiera, y la comunicación se establecería. Miraba aquel receptor sabiendo que jamás me atrevería. Tomaría la decisión más lógica, más fácil. Optaría por la vida. Regresaría con Miguel, esta vez para siempre. Intentaría convencer a Vera de que abandonase aquella locura. Yo misma abandonaría también, conseguiría otro empleo. El Espectador caería, tarde o temprano, y Vera y yo estaríamos a salvo. Tenía un espejo colgado en la pared, sobre el receptor. Alcé la vista y me observé reflejada. Una mujer de cabello pajizo, rostro ojeroso y ropa descuidada me devolvía la mirada. Aquella mujer me decía otras cosas. «Sucia cobarde», por ejemplo. También decía: «La dejarás sola, como cuando mataron a papá y mamá. No intentes excusarte. ¿Sabes lo que vas a hacer? Vas a poner a resguardo tu culito, para que no te hagan daño. Y ella se quedará sola, y no abandonará. Porque, en el fondo, Diana Blanco, super-woman, en el fondo, ¿sabes qué te pasa? Que tienes un miedo atroz al Espectador, a que te deje idiota para siempre como le ocurrió a Claudia, y eso en el mejor de los casos. Tu miedo te obliga a ser egoísta. Eso te pasa. A mí no puedes mentirme». Pero no era cierto. No del todo. Siempre he tratado de ser muy injusta conmigo misma, y eso me ha ayudado a mejorar. Sin embargo, pese a los abucheos de mi conciencia, sabía que lo había dado todo. Había pasado tres noches entregándome por completo, sin reservas. La suerte había estado en mi contra, tan solo. El Espectador no había salido a cazar, pese a las probabilidades que indicaban lo opuesto. O sí, pero uno de sus «empleados» había optado por nuevas e inesperadas áreas de caza. O quizá habían recorrido las áreas probables, incluso me habían visto, por no me habían elegido por cualquier motivo. O puede que fuese su truco, esa artimaña desconocida que le hacía eludir a los cebos. «Pero yo, óyeme bien, espejo, espejito, he hecho todo lo que he podido.» «No -contestó mi reflejo con absoluta calma-, no lo has hecho todo.» Eso me llevó de nuevo a mirar el teléfono. Era lunes, casi las ocho y media ya. Llevaba una hora allí de pie, frente al receptor. Recordé entonces lo que habíamos hablado Valle y yo aquella misma tarde. Había decidido visitar por sorpresa al doctor Valle. No supe bien por qué, fue un impulso. Su secretaria me anunció, pero cuando entré en el despacho Valle mantenía la expresión de sorpresa. – Elena… ¿Cómo estás? No esperaba verte… Siéntate, por favor. – No me llamo Elena -dije, sin sentarme-. Mi nombre es Diana Blanco. Usted tenía razón: le he mentido. Me dedicó una mirada evaluadora, como si quisiera adquirirme y no estuviese seguro de que yo pudiera valer el precio que iba a pagar. – No hay problema -dijo-. No vengas a la defensiva. El principio básico de cualquier terapia es que el paciente nunca dice toda la verdad. Pero debemos asumirla, y tú has dado un paso positivo decidiendo regresar. No te culpes por haberla ocultado. – No he sido yo quien la ha ocultado -repliqué. – No entiendo. – La han ocultado aquellos para quienes trabajo. Valle se ajustó las gafas en el puente de la nariz. – Ya que has venido, ¿por qué no te sientas un rato? Lo hice. Había percibido un cambio sustancial en su tono, más frío, más profesional. La sorpresa se había convertido en sospecha. Imaginé que, hasta entonces, había estado intentando clasificarme sin éxito. Yo no era la muchachita tímida y acomplejada. Yo no era la mujer casada y frustrada. Yo no era buceadora en la piscina de las drogas. Pero la implicación de «otros» en mi existencia le hacía pensar, sin duda, que, después de todo, yo sí era clasificable, aunque quizá necesitaría algo más que un psicólogo. A esas alturas yo ya había conocido muchos locos, y sabía que no pocos se delataban con frases como la mía. No sonreí, aunque sentí la tentación de hacerlo. No había venido a frivolizar, sino a despojarme de todo. Así que comencé, con mucha calma, antes de que él pudiese preguntarme nada. La consulta, como siempre, se hallaba en penumbra, solo el ordenador iluminando su rostro y algunas luces indirectas en rincones revelando arte indígena, diplomas, un tablero de ajedrez. – No encontrará nada mío en Winf-Pat, ni en ningún otro sitio. Mi documento de identidad y mi número de Seguridad Social están a nombre de Elena Fuentes. Todos esos datos son ficticios. No hay nada realmente mío, salvo mis iniciales en esa noticia. Nada más. Yo no soy nadie. -Pareció creer que esta declaración era producto de mi tristeza, pero me apresuré a añadir-: Y esto que le estoy diciendo no es nada. Usted no lo está oyendo. Esta entrevista no ha ocurrido nunca. Soy como una actriz, pero mi vida real es secreto de Estado. Si sale por esa puerta ahora mismo y le dice a su secretaria la mitad de lo que le estoy contando, ninguno de ustedes durará veinticuatro horas. Imagine que soy un gas venenoso encerrado en un cristal. Manéjeme con cuidado. – ¿Me harás daño? -preguntó, inalterable. – No seré yo quien se lo haga. Usted piensa que la gente oculta la verdad para protegerse. Yo la oculto para proteger a otros. Por eso me marché el otro día de su consulta cuando usted empezó a rascar en mi cristal. No le mentí en lo de mis síntomas: duermo mal, tengo dolores de cabeza… Hay médicos oficiales que habrían podido atenderme, pero quise hablar con alguien ajeno a mi vida. Al principio pensé que usted me ayudaría sin que yo tuviese que contar nada, con recetas de cocina psicológica, no sé si me entiende. Algo así como «tómate esto, haz lo otro». Fue una estupidez. Es usted demasiado bueno. Y cuando me dijo lo de Winf-Pat, comprendí que debía irme para protegerle. Hice una pausa. La expresión de Valle era la del profesional que ya ha llegado a una conclusión. Me veía como la pobre chica que «quiere hacerse la importante», y para ello no duda en enloquecer. «Mire, doctor, lo importante que soy.» Estaba decidida a sacarlo de su error, pero quería ir despacio, sin saltar a la pasarela como una debutante. – Esa es mi parte buena -continué-. La mala es que soy una egoísta y… y con usted me he sentido por primera vez calmada y acogida. Eso me ha hecho volver a necesitarlo… De modo que esta mañana decidí regresar y ponerlo en peligro para recibir otra dosis de ayuda. Pero la decisión es suya: si no quiere escucharme más, lo comprenderé. Me iré y no volverá a verme. Ya le he advertido de los riesgos. Ni siquiera me dejó concluir. Cuando dije «me iré» alzó una mano como si mis palabras fuesen personas que avanzaran hacia él con ganas de lucha. – Diana, estoy aquí para escuchar cosas. Tú has venido a contarlas, y yo las escucharé e intentaré ayudarte. -Se permitió una sonrisa-. Y no te preocupes: por muy raro que sea lo que cuentes, te aseguro que me han contado cosas aún más raras. Yo también sonreí. La pausa fue larga como una sobremesa entre amigos. Entonces dije, sin perder la sonrisa: – No tiene ni puta idea de lo que voy a contarle. Hablé durante unos diez minutos antes de que me interrumpiera. Ya nada era igual, desde luego: yo era la actriz, Valle mi público. Él había ido desplazando gradualmente el centro de su interés desde mi persona a lo que yo decía. Al menos, mi lenguaje, al principio, le sonaba familiar. – Espera un momento, conozco la teoría del psinoma… – Qué bien -me burlé-. Así podrá explicármela. Yo nunca la he entendido. – Viene a decir que lo que somos, pensamos y hacemos depende exclusivamente de nuestro deseo, y que estamos expresando ese deseo cada fracción de segundo: con los gestos, los movimientos de los ojos, la voz… Algunos psicólogos, incluso, plantearon hace años la posibilidad de que esa expresión fuese cuantificable. Es decir, que pudiera medirse y formularse mediante una especie de… código matemático como el genoma, de ahí el nombre de «psinoma». El psinoma sería, pues, algo así como el código de nuestro deseo. Pero se comprobó que era imposible computar los billones de datos de la fisonomía y el entorno, y sus variaciones cada cierto tiempo. Es como querer computar las infinitas posibilidades del ajedrez. -Señaló el tablero-. De modo que la teoría cayó en el olvido. No se puede comprobar. ¿Me equivoco? – Solo en una cosa -dije sonriendo-: ahora sí se puede. Cuando se inventaron los primeros ordenadores cuánticos, que realizan… bueno, tropecientas operaciones por segundo… se registraron los gestos, los tonos de voz y las conductas de las personas ante un sinfín de estímulos y se comprobó que podían agruparse según cualidades comunes. Hay más de cincuenta grupos: se les llama «filias», y cada persona tiene una. – Interesante. -Valle sonreía, escéptico-. Pero no conozco esos estudios. – Son secretos -repliqué bajando la voz, y Valle pareció tomárselo de buen humor y dijo «ah» también en voz baja-. Los sujetos de la misma filia reaccionan igual ante estímulos iguales. A los cebos se nos adiestra para identificar las filias. Me di cuenta de que Valle retornaba a su primer diagnóstico: lo que yo estaba contando tenía que ser mi «delirio». – Ah, bien, bien… ¿Y cuál es mi «filia»? ¿Ya la sabes? – Usted es fílico de Presa -contesté de inmediato-. No le haga caso al nombre, es una manera de llamarlo. – ¿Y qué significa? -preguntó Valle como si se tratase de su signo del zodíaco. – En general, que a usted le gusta que las personas se sacrifiquen, pero no por usted… Le gustan las víctimas, las derrotadas, las que claudican… Pero, más aún que todo eso, lo que a usted realmente le gusta es el giro de los cuerpos para mostrar la zona posterior. No quiero decir que le guste solo el culo, pero también el culo. -Sonreí-. A su psinoma le encanta ver la zona divisoria del culo alejándose de usted. Y las imágenes partidas, como reflejadas en espejos rotos. Ya sé que no me entiende. Arístides Valle había descolgado la boca. Supuse que era la primera vez que alguien, loco o no, le decía algo así. Pero se recobró enseguida, como yo ya esperaba. – Lo siento, pero no me reconozco en nada de lo que has dicho. – Eso es debido a que no somos conscientes de lo que realmente deseamos. Cuando vemos a alguien hacer algo que nos gusta, lo atribuimos a otra cosa para entenderlo: decimos que nos hemos enamorado, o que nos agrada su inteligencia… Mis profesores me decían que el psinoma no está en la conciencia: la contiene. – A veces ocurre que nos enamoramos de verdad -objetó Valle. – Ya le he dicho que los nombres no importan. A usted puede gustarle mucho una mujer y llamar a eso «amor», pero lo que en realidad sucede es que, cuando usted la conoció, ella se movió de una forma, o dijo algo en un tono o ante un decorado que complació a su filia de Presa. Fue pura casualidad. Si usted hubiese encontrado a esa mujer en el decorado preciso y vestida de la manera apropiada, y ella hubiese actuado mejor, usted habría quedado «enganchado» y le sería difícil dejarla. Y si ella continuara complaciendo su filia, el placer que usted sentiría sería máximo y quedaría «poseído». Ya no podría actuar voluntariamente. A los cebos se nos enseña a enganchar y poseer. – A ver, a ver… -Valle seguía escéptico, pero era obvio que mi locura le intrigaba-. Según lo que dices, no existirían los verdaderos sentimientos. Esa mujer de tu ejemplo se mueve, dice algo, yo me enamoro… Visto así, el mundo sería solo un teatro. – Exacto, un teatro. Los cebos somos como actores: aprendemos un conjunto de gestos, voces, escenarios y ropas, y ofrecemos una especie de… espectáculo que engancha a otros. A eso lo llamamos «máscaras». Existe una máscara para cada filia. – ¿Solo eso son los sentimientos para ti? ¿«Máscaras»? Me encogí de hombros. – Nuestra inteligencia los llama «sentimientos», pero a nuestro psinoma le basta con la «máscara». Los nombres no importan, ya le dije. Al menos, para un cebo no importan… Y la verdad, tampoco me interesan las especulaciones filosóficas. – Así que trabajas como cebo… -Valle meneó la cabeza, pensativo-. Siempre he sabido que hay personas que hacen eso para la policía, pero no creí que fuera tan complejo. Pienso que existen métodos más simples y directos para luchar contra el crimen… – No ahora. La tecnología hoy está al alcance de todos. Los científicos inventan una sustancia para impedir que el ADN del asesino sea eliminado del cadáver, y mañana se inventa otra que anula el efecto de la anterior. Igual ocurre con las armas y con todo. Hace tiempo que se ha renunciado a continuar por ese camino. Cuando se descubrió y clasificó el psinoma, se mantuvo en secreto por esa razón: porque era lo único que podía ofrecernos seguridad… El asesino puede borrar su ADN, pero no la forma en que elige, mata y abandona a la víctima, que dependen de su psinoma. Una empresa sospechosa de blanqueo de dinero borrará las pruebas con tecnología informática avanzada, pero un cebo puede infiltrarse en ella y conseguir pruebas si engancha el psinoma de un alto cargo… El psinoma no puede fingirse ni ocultarse: nuestro placer es una fórmula matemática. Aunque lo intentáramos, los ordenadores lo descubrirían. Y cuando se conoce la filia del delincuente, los cebos realizamos máscaras para atraerlo. Hoy se usan cebos en todo el mundo. En España se aprobaron en secreto tras la bomba del 9-N. Valle me escuchaba como si quisiera encontrar los flecos de mi historia. – En todo el mundo, dices… -reflexionó-. Es raro que haya tanta gente que quiera trabajar en eso, ¿no? ¿Cómo os seleccionan? ¿Respondéis a anuncios en los periódicos? – Bueno, sucede que uno de los psicólogos que participó en el proyecto del psinoma tuvo una idea brillante. Quizá lo haya oído mencionar: el doctor Víctor Gens. – Sí. De origen catalán. Era criminólogo. Pero murió ya, ¿no? – Hace dos años, sí. En un accidente en alta mar. – Sí, creo recordar que tenía un yate o un balandro, hubo tormenta y se ahogó. Fue noticia en nuestro mundillo… – Pues a él se le ocurrió una idea para reclutar cebos. Era simple, y a la vez genial: aprovechar nuestro propio psinoma. Estableció los parámetros que debe tener un psinoma cualquiera para resultar complacido siendo cebo y organizó un programa al que se conectaron varias clínicas en todo el mundo. Un menor de edad acudía por cualquier problema a una de esas clínicas, se investigaba su psinoma y, si los parámetros encajaban, se pasaba a la siguiente fase. Suele escogerse a quienes provienen de hogares destrozados, huérfanos en su mayoría, de ese modo todo resulta más fácil. El gobierno se encarga de conseguir las autorizaciones y entrenarnos. Y mantenemos el secreto, porque se trata de nuestro placer. ¿Quién va a querer contar eso? Es un nudo bien trabado, ya ve. -Sonreí-. Al final siempre hacemos lo que más nos gusta. – De modo que una «conspiración» de psicólogos… -Valle meneó la cabeza, quizá dudando entre avisar a un loquero en aquel momento o esperar a que me marchase para hacerlo-. Es interesante, aunque debes admitir que suena a ciencia-ficción… – Pues, en realidad, es un tema bastante antiguo… De hecho, Gens afirmaba que el psinoma ya se conocía hace quinientos años. Decía que Shakespeare describió todos los psinomas en sus obras. No es una teoría completamente aceptada, pero, en Europa, parte del aprendizaje de un cebo consiste en estudiar las obras de Shakespeare a fondo. – Así pues, detenemos a los asesinos porque leemos a Shakespeare… Ignoré su burla incrédula. – Las cualidades de su filia de Presa, por ejemplo, se ofrecen en clave en la escena de la abdicación en Ricardo II, cuando el rey solicita el espejo y lo rompe… – Ya. -Valle jugaba distraídamente con una pluma-. Por cierto, ¿puedo saber cuál es tu filia, o también es un secreto de Estado? – Soy fílica de Labor. Me gusta ver ciertos signos físicos en los cuerpos… -Me detuve de repente y respiré hondo-. Oiga, sé que no cree ni una palabra de lo que le digo. Pero yo necesito que me crea. He venido a eso. Así que intentaré demostrárselo. Lo haré con mucho cuidado, pero le pido disculpas si después se siente molesto. Me observó por encima de las gafas, y por primera vez advertí en él la mirada del hombre. Como si yo me estuviese ofreciendo en las esquinas con un top de malla. Sus labios se desviaron sutilmente desde la simple diversión al desprecio. Parecía decirme: «Soy doctor en psicología, no un chico inmaduro, por favor. ¿A mí con esas?». Pero, en cierto modo, era obvio que le gustaba que yo hubiese decidido al fin dejar de teorizar y mostrarle, allí, en su refugio intelectual, lo loca que estaba. – Tú misma -dijo-. ¿Qué vas a hacerme? – Voy a realizar unos gestos muy breves aquí mismo, en el sofá -expliqué-. Antes de que acabe, usted se llevará una mano a la cabeza y fingirá rascarse o ajustarse las gafas. Ese será el primer signo de su placer. Luego tendrá una… una intensa erección. Ese será el segundo signo. – Ah -asintió con gravedad, como si la intromisión de lo sexual fuese el detalle que esperaba para apuntalar su diagnóstico. Pero regresó enseguida a la sonrisa-. Muy bien, adelante. ¿Sigo sentado o me pongo de pie? – No, así está bien -dije, y elevé los brazos en ángulo recto, los puños cerrados e inmóviles, como si estuviese esposada a una pared; luego los junté por los nudillos y los separé bruscamente mientras entornaba los ojos y abría la boca de forma precisa, creando una imagen partida. No dejé de mirar a Valle mientras gesticulaba, pero replegué mi conciencia con un simple esfuerzo. Gens lo hubiese llamado «gesto de abdicación». Era un teatro de Giles Yilan. El decorado original, un diván rosado, no resultaba indispensable. Antes de que yo bajase las manos, Valle se llevó la suya derecha a la sien y se rascó. Entonces pareció darse cuenta de lo que hacía y la apartó, temblando, como si tuviese mucho frío. Intenté frivolizar para disminuir la tensión: – No hace falta que me enseñe el segundo signo. Le creo. Valle me miraba. Era como si esperase algo más de mí, una indicación, una orden, aunque yo sabía que no estaba enganchado. Me apenó su rubor desconcertado. – Escuche, no le dé más vueltas -dije-. Si se hubiese tomado una pastilla para dormir, ahora tendría sueño, ¿no? Causa y efecto. Pues yo he hecho algo para provocarle esas reacciones, y usted ha reaccionado, es todo. Suponga que ha visto una película o una obra de teatro… Lo único que he hecho ha sido representar su deseo, y su psinoma ha respondido. -Carraspeé-. La… la erección pasará pronto. Siguió en la misma postura, los ojos atados a los míos, parpadeando. – Lo siento -agregué, y al tragar saliva noté un nudo en la garganta-. Solo quería que me creyera, doctor… Yo… necesito ayuda, su ayuda. Todos mis amigos, el hombre al que amo, mi hermana… todos pertenecen a mi mundo. ¿Cómo dijo usted? ¿Un teatro? Sí, eso es mi vida… Necesito un poco de sinceridad. -Me detuve a saborear la palabra. Los ojos me escocían-. Mi trabajo me gusta, y a la vez me parece horrendo. Quiero dejarlo, pero mi hermana ha seguido mis pasos y se ha metido en una cacería muy peligrosa… Necesito protegerla, pero no sé cómo… No sé con quién hablar… Necesito alguien que me escuche y no me vea como si yo fuese solo una máscara… Sé que por dentro soy algo real. Por dentro no finjo. -Me pasé la mano por la cara, secándome las lágrimas-. Lo siento… No quería molestarle… Siento mucho… Odio lo que soy… Arístides Valle seguía rígido. Si un alma podía ser golpeada por un rayo, la imagen perfecta era él en aquel instante. Esperó hasta que dejé de llorar, y entonces, en voz muy baja pero muy dura, entre dientes, siseó, como si me maldijera: – Vete. Vete de aquí. Asentí y salí a llorar a la calle. «Pero no es cierto: no lo has intentado todo.» Mi espejo tenía razón, claro, como cualquier otro espejo. Era lunes, casi las nueve menos cuarto de la noche, cuando tomé la decisión. Sentí desprecio por mí misma mientras pronunciaba el número en voz alta, pero me resultaba imposible conocer el origen de aquel desprecio. Quizá era debido al miedo que experimentaba. Miedo de recurrir a él otra vez, siquiera de verle después de los años. Y eso me generaba ira: una rabia densa que ascendió por mi garganta como un vómito mientras escuchaba el tono de llamada, una, dos, tres veces, pero que murió sin brotar en palabras cuando la voz contestó. Lo único que dije fue: – Quiero hablar con el señor Peoples. -Y agregué-: Por favor. |
||
|