"El Cebo" - читать интересную книгу автора (Somoza José Carlos)

12

Confiaba en haber sido elegida. Confiaba en que fueran ellos.

Me llevaban a gran velocidad por la oscura carretera. El presunto «empleado» iba conmigo en el asiento posterior. Quien conducía, y no paraba de hablar mientras tanto, era el fílico de Holocausto, mi candidato a Espectador. Me echaba alegres vistazos desde el retrovisor al tiempo que llenaba el interior de la cabina con su vozarrón.

– A nosotros nos van las tías que lo aceptan todo… Ah, caramba, ya sabes. Sin inhibiciones. De las que se ponen a cuatro patas y dejan que hagas lo que quieras… ¿Me explico?

– Vamos, Leo -decía mi acompañante-, Elena tiene más clase que eso…

– Bueno, con clase o no, hará lo que queramos. -Sus ojos me sonrieron-. ¿Verdad, guapa?

– Vosotros pagáis, vosotros mandáis.

– Ah, caramba, ¿ves, Pedro? Una chica práctica.

El coche iba cada vez más veloz, como mi pulso. Me sentía tensa, con la boca seca, sin poder pensar en otra cosa que en rogar por no estar equivocada. «Son ellos. Tienen que serlo. Lo son.» Era domingo por la noche, casi la una de la madrugada, el último día del plazo que Padilla me había concedido. Pensaba en Vera, a quien nadie iba a retener ya a partir de la noche siguiente. Pensaba que el tiempo se me acababa, y que las dos noches anteriores habían sido un completo fracaso. Me aferraba al clavo ardiendo de aquella última posibilidad, porque ya no me quedaban otras opciones.

Me habían elegido en el área de caza de un bar de carretera, mientras yo me ajustaba la correa de una de las botas y apoyaba el tacón en una silla, lo cual era un gesto holocáustico. Eso me hacía pensar que quien dirigía el cotarro era el señor Caramba, y Pedro se dejaba llevar. Intuía que había algo en aquella pareja. Me deseaban, eso desde luego. Si las miradas fueran agua, estaría empapada. Y fingían, sobre todo Leo. Sus bravuconadas ocultaban algo más que el simple subidón de la raya de neococa que sin duda se había metido.

– Al final hemos tenido suerte, ¿eh, Pedro?

– Desde luego, Leo.

– Dando vueltas con el coche cuatro jodidas horas sin ver a ninguna que valiera la pena… ¿ Qué ha pasado con tus colegas, guapa? ¿Están escondidas?

– Seguro que lo del «asesino de prostitutas» influye, Leo -dijo su amigo.

– Bah, ese tío es un montaje de los periódicos. Yo no me lo creo. ¿Tú sí, nena?

– Elena sabe que con nosotros está segura. -Pedro volvió a contestar por mí.

– Yo no pondría la mano en el fuego. -Leo estalló en risas-. El caso es que, mira, por lo menos dimos con una que parece buena.

– Buena, guapa y seria.

– Demasiado seria, ¿no? Pero, ah, caramba, yo conozco a esta clase de tías… Tan serias al principio, y luego, oye, se dan la vuelta y te lo enseñan todo, ¿eh?

El señor Caramba, mi preferido, parecía formar una sola masa con el pedal del acelerador. No dejaba de apretar este último ni de hablar abriendo mucho la boca y lanzando saliva, con un deje canario que exageraba cada vez más, como si se pasara toda la semana reprimiéndolo. Su cabeza carecía de pelos y casi brillaba como plástico a la incierta luz del interior del Audi. Tenía una perilla bien recortada, y bajo ella dos o tres papadas que hacían pensar que llevaba varias máscaras de goma. Era gordo, pero no descuidado: esa clase de constitución física que, abandonada a sí misma, podía convertirse en una enorme croqueta, pero cuyo propietario intentaba domar con gimnasio, gastronomía «saludable» y quizá taichí practicado con el resto de colegas empresarios.

Y era fílico de Holocausto. Enorme, fogoso, de los que dolía mirar a los ojos porque era como mirar a un perro famélico. Aquel deseo le llevaba a disimular. El señor Caramba hacía estallar fuegos de artificio y mantenía oculto el magma del volcán. Allí, en esa profundidad, podía haber cualquier cosa.

Yo confiaba en que hubiese locura.

– No le hagas caso -decía su compañero, sentado tras él, con el cuerpo vuelto hacia mí-. Leo es un poco bestia, pero buena persona… Ahorra tus fuerzas, Leo. La señorita pasa de ti.

– Claro, ahorra tus fuerzas, Leo -dije.

Leo lanzó una carcajada, pero su compañero solo sonrió, mirándome a través de la penumbra del coche como si me dijera: «Tú y yo compartimos algo que Leo no puede entender». Su apariencia encajaba con aquella actitud: delgado, de barba bien recortada y ojos grandes y bonitos donde giraba como un torbellino su propia filia. Yo me había percatado, tras media hora de gestos de prueba, que era un deseador de lo Líquido, proclive a engancharse con una máscara básica de actitudes cambiantes. Me parecía lógico que uno de sus «empleados» fuese un Líquido, porque se trataba de una filia que podía mostrar propiedades de otras, y quizá ahí radicaba la confusión de los perfis. Un Holocausto ayudado en la elección por un Líquido: el conjunto sonaba bien y me hacía concederle crédito a la posibilidad de éxito. Pero también podían ser dos yuppies aburridos, con trajes y coches caros, que habían salido a desmelenarse tras esnifar un poco de una de esas cocas de diseño que venden en la red, cuya propaganda afirma que carecen de riesgos y te provocan maravillosas erecciones. Era pronto para saberlo.

– ¿Queda mucho? -pregunté.

Leo, que había cesado por una vez de hablar y se limitaba a destrozar una melodía de Hará Mess con un tarareo insoportable, contestó «Sí, un huevo», al tiempo que su amigo me decía: «No».

– Estamos cerca -añadió Pedro, tranquilizador.

– ¿Qué pasa, Elenovska, rusa putita? -estalló alegremente Leo-. ¿Tienes prisa?

Le divertía llamarme «rusa», me había dicho, aunque sabía que yo no lo era. Y le divertían otras muchas cosas que aún no había confesado.

– No, no tengo prisa, pero tampoco tengo toda la noche. Y dijisteis que la casa estaba cerca, calvo cabrón.

– ¿Qué me has llamado?

Pedro reía. Leo giró el grueso cuello de toro y tomó una curva haciendo entrechocar las copas de martini colocadas en la pequeña mesita del minibar situado entre su compañero y yo. Mientras, chillaba en mi dirección.

– Eh, oye, superputa, te hemos pagado ya más dinero del que has visto en todo el mes, ¿eh? Y te pagaremos el resto al final. Así que no jodas con prisas. Ah, caramba. Estás rentada por toda la jodida noche, ¿oyes? Eres nuestra.

– No, no oigo. ¿Puedes gritar más?

Yo quería subir el dial de la provocación grado a grado. «Quítate el disfraz, Leo, vamos, Leo, muestra lo macho que eres y lo pirado que estás…» Con la excusa de explorarme una bota, me incliné en el asiento y, al incorporarme, sonreí, me puse seria, estiré los brazos. Todo aquel ramillete de gestos deleitó al siempre movedizo fílico de lo Líquido, que me miraba con ojos que parecían despedir luz. Me habían hecho pasar al asiento posterior cuando subí al coche, y yo había optado por mantener a Pedro al borde del enganche y dejar a Leo libertad para expresarse. Pedro dejó de reír para comentar:

– La señorita tiene razón, Leo, le dijimos que la casa estaba cerca…

– Bueno, ¿y? No son todavía la una. ¿Es que tienes que irte con mamá, capulla? ¿O es que te preocupa perder la virginidad? Te hemos pagado, ¿no? Eres nuestra toda la noche, así que cierra la puta boca hasta que te diga que la abras bien grande. Ah, caramba, cierra la boca, ¿quieres? ¿Eh? ¿Quieres?

– Por favor, Leo, ya vale -dijo el Líquido en tono suplicante-. Elena colaborará.

Todavía no había llegado el momento de convertirme en el manjar sumiso de Leo, así que no dije nada. Pedro volvió a mirarme.

– Leo tiene su carácter, yo el mío. Pero somos buenos chicos, te lo aseguro. La pasarás bien. A tu salud. -Levantó la copa de martini y volvimos a beber. Yo confiaba en que hubiese una droga en mi copa. O que alguno de ellos me rociara con un anestésico con olor a rosas. Confiaba, confiaba.

Mientras bebía, dejé de escuchar a Leo y a su comparsa y miré de nuevo a mi alrededor, como había hecho al entrar en el coche. Las medidas de seguridad proseguían: inhibidor de llamadas y señales en el salpicadero, bloqueo de puertas, el ojo rojizo de un escáner para cerciorarse de que yo no llevara ni un cortaplumas encima y un radar para los coches que nos rodeaban. Los típicos juguetes de la gente que desea seguridad y privacidad. Me hallaba prisionera, incapaz de llamar por el móvil o de ser seguida o rastreada por equipos de largo alcance, sentada en un Audi negro que me llevaba como un bólido hacia un lugar desconocido. Probablemente me estaban drogando. Eran un par de hijos de puta, desde luego. Pero yo necesitaba que fueran mis hijos de puta.


La primera noche, la del viernes, todavía me sentía optimista. Había visitado más de la mitad de las áreas de caza, todas las de probabilidad alta y la mitad de baja, y había acabado extenuada, sin más resultado que algunos borrachos, grupos desordenados de gamberros con líderes de Holocausto y un policía de la misma filia que no dejó de mirarme y seguirme hasta que comprendí que no iba a intentar nada contra mí. Pero confiaba en las noches que me quedaban. El sábado detecté a dos posibles candidatos en sendos coches que se detuvieron a mi lado, primero en carretera, en la zona de los clubes, y luego en la ciudad, cerca de Santa Ana. Uno se me reveló bruscamente como un falso positivo, un fílico de Desinhibición borracho que acabó hablándome de lo mala que era su madre con él y me expulsó del coche. El otro me llevó a una zona apartada, se abrió la cremallera y pidió que usara mi boca. Lo abandoné de inmediato, ya que sabía con certeza que mi amor secreto no iba a exigirme sexo en el momento de la elección.

La mañana del domingo, mareada por la falta de descanso y la tensión, había llenado la pequeña e incómoda bañera de casa con agua tibia y espuma y me había sentado dentro encogiendo mis largas piernas. Apagué las luces del techo dejando solo las que adornaban las esquinas de la bañera, luces frías sin riesgo de cortocircuito. Era un decorado muy semejante a cierto famoso ensayo sobre la máscara Líquida. Las luces y el vapor hacían pensar en farolas en la niebla, como el escenario de Jack, el de Whitechapel, otro «Espectador» dedicado a destripar a sus propias prostitutas en un Londres que aún ignoraba la existencia de las máscaras y el psinoma y que veía en Shakespeare tan solo a su autor nacional.

Mientras me relajaba, pronuncié en voz alta el número de teléfono de Miguel. Su agradable voz (Dios, cuánto lo echaba de menos) resultaba tan suave como el agua tibia.

Por desgracia, el resto no fue tan grato.

– No puedo influir en Padilla para que te conceda más noches, cielo -dijo tras escuchar mi petición-. Y lo sabes.

– La verdad, no lo sabía -repliqué, sintiéndome de pronto irritada-. Pensé que eras el director adjunto de entrenamiento de cebos. Solo te pido…

– Diana…

– Solo te pido -insistí- que sigas llamando a Vera a los teatros por las noches para hacerla ensayar, digamos, durante toda la semana. Solo eso. ¿Tengo que escribirte una petición oficial? ¿Firmar un documento?

– Diana, cielo, no puedes seguir sola en esto…

– Ya tengo dieciocho años, papá.

– No soy tu padre ni he pretendido serlo. -Como todos los hombres heridos, Miguel reaccionó con una súbita, falsa frialdad-. Es que, sinceramente, te estoy viendo correr al precipicio sola… Incluso aunque te eligiera a ti… ¿Sabes lo que es el Espectador? Es un billete solo de ida para el cebo. Si quieres matarte, prueba a echar el secador del pelo en la bañera. Será mucho más rápido y menos doloroso…

– Esa chorrada está fuera de lugar. Soy un cebo. Estoy haciendo mi trabajo. El día en que quiera jubilarme, te lo comentaré.

– Hace una semana querías jubilarte.

– Y hace dos días pedí reincorporarme.

– Y lo conseguiste. Padilla te dio tres noches. Hoy es la última.

– Gracias por tu ayuda -dije, pero no colgué.

– Diana, no lo vas a lograr en tres noches, ni en diez… Ese tipo utiliza algo, un truco para eludir la elección psinómica… Nadie sabe qué es. Todos estamos confusos.

– Eligió a un cebo, y puede elegir a otro. -Me incorporé en la bañera y me quité el jabón de la cabeza.

– Tampoco sabemos eso. Elisa ha desaparecido, cierto, y los estudios preliminares lo señalan a él, pero estamos esperando los cuánticos. Hay otros locos en Madrid.

– Dime algo que no sepa.

– Por ejemplo, ¿que me importas mucho?

Durante un rato ninguno de los dos rompió el silencio. Pese a sentirme indignada, comprendía la cautela de Miguel y su incómoda situación. En los altavoces se oía su respiración a veces profunda, a veces entrecortada.

– ¿Qué quieres que haga? -dijo al fin, en tono de derrota.

– Quiero más noches -supliqué mientras cogía la toalla-, necesito más tiempo. No permitas que Vera salga por su cuenta, por favor. -Me prometió intentarlo y colgamos sin decir que nos amábamos, para no ofender nuestro sentimiento.

Padilla me llamó una hora después, cuando ensayaba Holocausto en el salón.

– Blanco, me perdonarás si soy vulgar, pero debo decirte que estoy hasta los cojones de tu hermanita y tú. Hemos ordenado a Vera que se presentara en el teatro estas dos noches pasadas para ensayar «por sorpresa», y lo volveremos a hacer hoy. Pero juro por la constelación de Sagitario, que presidió mi venida al mundo, que no voy a intentar retenerla ni una noche más. Sencillamente, no puedo dedicarme a educarla. Y ahora, ya sabes, hoy es domingo, mi hija está en casa y quiero disfrutar de su compañía y olvidarme de que, de lunes a sábado, pongo el culo sobre una tonelada de explosivo llamado «el Espectador». Bueno, no es exactamente un explosivo… Es un palo encajado en mi jodido culo con mi dimisión grabada a lo largo. Sal a la calle, echa el anzuelo, engancha a ese cabrón, elimínalo y todo habrá terminado. Felicidades, una medalla, mi gratitud eterna. Pero no me toques más los cojones.

No me molesté en replicar. Lo que hice fue pronunciar el número de emergencia de Álvarez en cuanto Padilla colgó. Tras identificarme con mi PIN, pedir «audiencia» y colgar, recibí su llamada. Se mostró más comprensivo, pero en Álvarez la apariencia de comprensión era indistinguible de la política.

– Diana, es usted una superdotada -dijo, como si estuviera revisando mi ficha mientras me hablaba-. Puntuación de las más altas en las pruebas de inteligencia. Eso me hace pensar que comprende la situación. Su hermana es mayor de edad. Incluso aunque la despidiéramos, no podríamos impedir que hiciera lo que quisiera. Tampoco podemos impedírselo a usted. Padilla le dio tres noches, y esta será la última. Sinceramente, le aconsejo que haga su trabajo y deje que los demás hagamos el nuestro.

Colgué sabiendo que ya no tenía a nadie más a quien poder acudir.

Mientras me disfrazaba para salir, lo pensaba: sería esa noche, o nunca.

Era mi última oportunidad.


Y mi última oportunidad viajaba a más de ciento cincuenta kilómetros por hora en un Audi negro produciendo un ruido sordo, como de oleaje constante.

Habíamos abandonado hacía tiempo la autopista de Valencia e íbamos por una comarcal bordeada de pinos. Caía una fina llovizna que el viento convertía en pequeños dardos. En el interior del Audi el gran Leo seguía canturreando, perdido en su propio salvajismo, mientras que Pedro, el caballero andante, hablaba por el móvil con alguien que, al parecer, también se dirigía al mismo sitio que nosotros. Una casa donde llevar chicas y usar drogas. Una fiesta high-class, como diría Nacho Puentes. A lo mejor una de las chicas se prestaría a ser atada por Leo. Música estridente y puede que porno virtual. Nada demasiado raro.

Empezaba a estar inquieta. Decidí que tenía que hacer algo antes de llegar al lugar de la orgía. Algo decisivo. Tenía que descartarlos. El modo de atraerme había sido sospechoso, con la notable cantidad de dinero que me ofrecían por una noche «de juerga». Y, en efecto, quizá me hubiesen drogado con la bebida, pero no parecía ningún tipo de sedante sino todo lo contrario: el corazón me saltaba en el pecho, un calor de radiador me enrojecía la cara y los pezones me dolían endurecidos bajo el top. Parecían quererme muy dispuesta para cualquier cosa. Pero todo eso era normal en el mundo de «noches locas» del ejecutivo Pedro y el ejecutivo Leo. Drogas, chicas, mucha pasta.

Podían ser. Podían no ser. Tenía que asegurarme antes de que me drogaran más y acabara bailando desnuda y borracha junto a la piscina con el señor Caramba.

Miré frente a mí y vi los botones de un reproductor de música online empotrado entre el minibar y la televisión. Eso serviría.

Aunque Shakespeare habla de los cambios emocionales (llamados «cambios de estado» en psinómica) en varias obras, hay una en concreto, Mucho ruido y pocas nueces, dedicada a estudiar los efectos de tales cambios: el novio rechaza a la novia de repente pese a amarla, un hombre jura matar a quien considera su amigo íntimo, aquellos que menos se soportan terminan enamorándose y los que parecen estúpidos descubren todos los engaños. Gens decía que Mucho ruido era un símbolo de los cambios de estado en máscaras como la Líqui da o la de Holocausto, pues provocan disrupciones controladas en ambas. «A veces, para mirar dentro -decía-, es preciso abrir con bisturí.»

Me dispuse a realizar una violenta cirugía.

Alargué la mano y presioné el botón de encendido del reproductor. De inmediato atronó un rap, fiel como un enorme perro que acudiese ladrando a mi gesto. Eso hizo que ambos hombres me miraran. Usé la música para contonearme como si bailara, pero en realidad eran movimientos calculados. Sin pausa, cogí la copa de martini y fingí que bebía, derramándome parte del contenido por la barbilla. Giré hacia Pedro, de forma que viera mi cuello y ropa goteantes del líquido que tanto placer otorgaba a su filia, solté una risotada de borracha y aplaudí. Casi antes de que acabara de hacer todo aquello, los dedos gordezuelos de Leo habían volado ya hacia los mandos y apagado la música. Era el detalle final que esperaba. El brutal silencio fue como una caída de telón. Bruscamente, clausuré mis percepciones e impulsos y me quedé quieta y seria.

Mucho ruido y pocas nueces: algarabía que terminaba en calma.

Fin. Tiempo total de mi teatro: unos ocho segundos.

Pedro estaba ya fuera de combate. Era un simple Líquido, y su desván era vulgar. La disrupción lo había inmovilizado con el brazo derecho apoyado en el largo respaldo, la mano izquierda sosteniendo aún el teléfono por el que había hablado, la cara vuelta hacia mí y los ojos muy abiertos, como si me hubiese visto practicar una acrobacia fascinante. Los labios le temblaban ligeramente. Pero toda iniciativa por su parte resultó superada con creces por la reacción de Leo tras el volante.

– ¿Qué coño…? -chilló-. ¿Qué has…? -Había perdido la concentración y el coche empezaba a dar tumbos-. ¡Este no es tu puto coche, rusa! -Pensé que ya no era el suyo tampoco-. ¡La próxima vez pides permiso antes de tocar nada, eh! ¿Me oyes? ¡Pides permiso! -Sin embargo, Leo aún ocultaba cosas, y yo quería verlas todas.

– Lo… siento -dije, entregando aquel simple texto en el instante exacto, tras un breve ejercicio respiratorio, expeliendo las palabras como si fuesen humo.

Casi sentí cómo aquel disparo de mi voz daba en el centro justo de su Holocausto. El psinoma es una fruta frágil y jugosa encerrada en la cascara más gruesa de todas. En aquel momento la cascara de Leo se quebró.

– ¿«Lo… siento»? ¿¿«Lo siento»?? -Sus ojos, en el retrovisor, iban de la carretera a mi rostro en un zigzagueo constante, y el coche, en armonía, empezó a perder velocidad, todo lo contrario que su verborrea, que se aceleraba-. ¿Sabes lo que voy a hacerte por ese «lo siento»? ¿Sabes lo que le hago a las chicas, perra rusa? ¿Lo sabes, perra en celo…? ¡Ah, caramba!

Lo único que supe en ese instante fue que el psinoma de alguien que torturaba, o veía torturar, a sus víctimas no clamaba con la desesperación del de Leo al quedar en libertad. Aquel deseo vociferante revelaba a un pobre diablo viviendo un pobre infierno.

El capullo del señor Caramba no era mi amor secreto, mi Gran Hijo de Puta, mi objetivo. Menos aún su compañero. Ni siquiera estaban relacionados con el Espectador. Eran otro falso positivo.

De súbito ya no teníamos la carretera delante, sino árboles y matorrales. El guardabarros chocó contra la barrera del arcén, y mientras derrapábamos tuve tiempo de pensar que un accidente grave me importaba mucho menos que aquel nuevo fracaso. Al fin todo cesó junto a un pequeño árbol de ramas tan torcidas como mis planes.

– ¡Cristo! -barbotó Leo y apagó el motor-. ¡Joder, me cago en…!

Miré a su compañero. Seguía disrupcionado, pero aquel estado cesaría en cuanto yo me marchase. Igual le ocurriría a Leo, pero mientras que el primero expresaba su disrupción con parpadeos y rigidez, Leo bufaba, elevaba la voz, se envalentonaba.

– ¡Anda, lárgate! ¡Mueve el culo, zorra! ¡Te vas a ir a Madrid a patita, caramba! ¡Ah, caramba: te vas a ir a follarte a tu puto papá…!

Comprobé que había desactivado el bloqueo de puertas. Saqué el dinero que me habían entregado y lo dejé en el regazo de Pedro.

– ¡Eso es, puta cabrona! ¡Vete! ¡A follarte a papá! ¡Lárgate!

Iba a irme. Juro que iba a hacerlo.

Ya había salido del coche, incluso. Pero entonces giré y lo vi, abotargado por sus propios gritos y un notable exceso de grasa, embutido en su traje a medida. Noventa kilos de dinero y frustraciones con los que atormentar a chicas abnegadas. Una masa calva con un orificio central que eructaba injurias. Un montón de mierda de ejecutivo del siglo XXI bajo los efectos de la neococa. Me pregunté vagamente qué les habría hecho a las chicas que había llevado a sus fiestas privadas en compañía del sumiso Pedro. Tal pensamiento bastó para que, aún de pie junto al coche, abriese la portezuela del copiloto, me agarrase al techo, apoyase una bota en el asiento y lanzase la otra hacia su rostro. Oí el crujido en mitad de su último «fóllate a papá». Luego vino un saludable silencio. En el asiento de atrás, Pedro gimió y se encogió sobre sí mismo.

Miré a Leo, deformado, sangrante, y pensé que, como mínimo, le había roto la nariz a otro falso positivo. Quizá incluso lo había matado, lo cual, decidí, sería una verdadera pena.


– Ah, caramba -dije, y cerré de un portazo.

Luego me alejé por el campo nocturno mientras revisaba la cobertura de mi móvil para llamar a un taxi.